NICO XVI
—Tú no eres Orión—espetó Nico.
Un comentario estúpido, pero fue lo primero que le vino a la mente.
Estaba claro que el hombre que tenía delante no era un gigante cazador. No era lo bastante alto. No tenía patas de dragón. No llevaba arco ni carcaj, y no tenía los ojos como faros que Reyna había descrito a partir de su sueño.
El hombre de gris se rió.
—Por supuesto que no. Orión sólo me ha empleado para ayudarle en su caza. Soy...
—Licaón—lo interrumpió Reyna—. El primer hombre lobo.
El hombre hizo una reverencia burlona.
—Reyna Ramírez-Arellano, pretor de Roma. ¡Uno de los cachorros de Lupa! Me alegra que me hayas reconocido. Sin duda soy la materia de tus pesadillas.
—La materia de mi indigestión, probablemente—Reyna sacó una navaja de camping plegable de su riñonera. La abrió de golpe, y los lobos retrocedieron gruñendo—. Nunca viajo sin un arma de plata.
Licaón enseñó los dientes.
—¿Vas a mantener a raya a una docena de lobos y a su rey con una navaja? Había oído que eras valiente, filia romana, pero no sabía que eras suicida.
Los perros de Reyna se agazaparon, listos para saltar. El entrenador agarró su bate de béisbol, aunque por una vez no parecía tener ganas de blandirlo.
Nico alargó la mano para tomar la empuñadura de su lanza.
—No te molestes—murmuró el entrenador Hedge—. A estos muchachos sólo les hace daño la plata o el fuego. Me acuerdo de ellos del pico Pikes. Son muy cargantes.
—Y yo me acuerdo de ti, Gleeson Hedge—los ojos del hombre lobo emitían un brillo rojo lava—. Mi manada estará encantada de cenar carne de cabra.
Hedge resopló.
—Adelante, sarnoso. ¡Las cazadoras de Artemisa vienen hacia aquí, como la última vez! Eso de ahí es un templo de Diana, idiota. ¡Estás en su territorio!
Los lobos volvieron a gruñir y ampliaron el cerco. Algunos miraban con nerviosismo a las azoteas.
Licaón sólo tenía ojos para el entrenador, al que miraba furioso.
—Buen intento, pero me temo que el nombre de ese templo no es correcto. Pasé por aquí en la época de los romanos. En realidad estaba dedicado al emperador Augusto. La típica vanidad de los semidioses. A pesar de todo, me he vuelto mucho más prudente desde nuestro último encuentro. Si las cazadoras anduvieran cerca, lo sabría.
Nico pensó un plan de huida. Estaban rodeados y eran menos que sus enemigos. Su única arma efectiva era una navaja. El cetro de Diocleciano había desaparecido. La Atenea Partenos estaba diez metros por encima de ellos en el tejado del templo, y, aunque pudieran alcanzarla, no podrían viajar por las sombras hasta que hubiera sombras. El sol tardaría horas en ponerse.
Apenas se sentía con valor, pero dio un paso adelante.
—Así que nos habéis pillado. ¿A qué estáis esperando?
Licaón lo observó como si fuera un nuevo tipo de carne en el mostrador de un carnicero.
—Nico di Angelo, hijo de Hades. He oído hablar de ti. Lamento no poder matarte inmediatamente, pero le prometí a mi jefe Orión que te retendría hasta que él llegase. No te preocupes. Debería llegar dentro de poco. ¡Cuando él haya terminado contigo, derramaré tu sangre y marcaré este sitio como mi territorio para el futuro venidero!
Nico apretó los dientes.
—Sangre de semidiós. La sangre del Olimpo.
—¡Por supuesto!—dijo Licaón—. Derramada sobre el suelo, especialmente sobre suelo sagrado, la sangre de semidiós tiene muchas utilidades. Con los conjuros adecuados, puede despertar a monstruos e incluso a dioses. Puede hacer que brote vida nueva o dejar yermo un lugar durante generaciones. Desgraciadamente, tu sangre no despertará a Gaia. Ese honor está reservado a tus amigos del Argo II. Pero no temas. Tu muerte será casi tan dolorosa como las suyas.
La hierba empezó a agostarse alrededor de los pies de Nico. Los parterres de maravillas se marchitaron.
"Suelo yermo"—pensó—. "Suelo sagrado".
Se acordó de los miles de esqueletos de la capilla de los Huesos. Recordó lo que Hades había dicho sobre esa plaza pública, donde la Inquisición había quemado vivas a cientos de personas.
Estaban en una ciudad antigua. ¿Cuántos muertos había en el suelo bajo sus pies?
—Entrenador, ¿puede trepar?—preguntó.
Hedge se mofó.
—Soy mitad cabra. ¡Claro que puedo trepar!
—Suba hasta la estatua y ate las cuerdas. Haga una escalera de cuerda y láncenosla.
—Pero la manada de lobos...
—Reyna, tú y tus perros tendréis que cubrir nuestra retirada.
La pretor asintió con gesto serio.
—Entendido.
Licaón aulló de risa.
—¿Retiraros adónde, hijo de Hades? No tenéis escapatoria. ¡No podéis matarnos!
—Puede que no—concedió Nico—. Pero puedo retrasaros.
Los lobos se echaron sobre él, pero el chico estaba preparado. Esquivó con un salto el primer embate y blandió su lanza con fuerza a toda velocidad, trazando un arco de destrucción en el cielo. Patas, garras y cabezas volaron en medio de cascadas de sangre que se tornaban en oscuridad.
—Chico, ¿cómo es qué...?—murmuró Hedge.
—El pomo de mi bidente es de plata, entrenador—explicó Nico— ¡Ahora, váyase!
El sátiro corrió hacia el templo. Llegó a lo alto del podio de un sólo salto y subió gateando por la columna izquierda.
Dos lobos se lanzaron para perseguirlo. Reyna lanzó su navaja y atravesó el pescuezo de uno. Sus perros se abalanzaron sobre el otro. Los colmillos y las garras de Aurum resbalaron por el pellejo del lobo sin causarle ningún daño, pero Argentum derribó al animal.
La cabeza de Argentum seguía torcida como resultado de la pelea de Pompeya. Todavía le faltaba el ojo izquierdo de rubí, pero consiguió clavar sus colmillos en el cogote del lobo. El monstruo se deshizo en un charco de sombra.
Menos mal que tenían un perro de plata, pensó Nico.
Reyna desenvainó su espada. Recogió un puñado de monedas de plata de la gorra de Hedge, cogió la cinta adhesiva de la bolsa de provisiones del entrenador y empezó a pegar monedas en la hoja de la espada. Esa chica era de lo más imaginativa.
Nico continuó con su baño de sangre, asesinando sin piedad a cualquiera que osase meterse en su camino. Líquido carmesí tiñó el cielo de rojo, y tras pocos segundos, el hijo de Hades se había alzado sobre una pila de cadáveres que se derretían a sus pies.
—Montón de inútiles...—ladró Licaón.
El hombre lobo se lanzó sobre Nico, acompañado por una gran cantidad de sus esbirros. Reyna y sus galgos arremetieron en su auxilio, comenzando una nueva masacre.
Las garras del líder de la manada chocaron en el aire contra la lanza del príncipe del Inframundo, mandándolo a volar de espaldas y arrancándole el arma de las manos.
Nico detuvo su avance tras que sus pies dejasen profundas marcas en el suelo a su paso. Sabía que si no recuperaba su bidente, tarde o temprano este se desharía en sombras para que pudiese volver a ser invocado, pero dudaba que fuese a tener tiempo para que eso sucediera.
—Hum, si que te mueves...—Licaón sonrió con crueldad—. Me pregunto cuándo tratarás de matarme en serio.
Apuntó con sus garras y emitió un feroz gruñido. Nico le respondió con un rugido propio.
—No necesito mi lanza para hacerte pedazos—ladró—. Estás ante el Rey de los Fantasmas, así que de rodillas, perro.
El monstruo echó espuma por la boca como si de animal rabioso se tratase.
—Pequeño niño maldito, ¿me estás subestimando? ¡No eres más que basura!
El rey de los lobos se lanzó de frente, disparando una increíblemente veloz lluvia de zarpazos. Nico comenzó a retroceder a toda prisa, esquivando con leves y certeros movimientos, sus ojos siempre fijos sobre adversario.
El cuerpo del chico se llenó de cortes sangrantes en el rostro, los brazos y el pecho, pero Nico no daba señales de dolor.
—Si que te mueves...—volvió a decir Licaón, emitiendo un gañido—. ¡¡Maldito pedazo de basura!! ¡¡Te partiré!!
Volvió a arremeter, multiplicando la intensidad de sus ataques, cubriendo todo el campo de batalla con el filo de sus zarpas, convertido en un tornado, un huracán de destrucción pura.
Y entonces se detuvo en seco. Con un veloz movimiento de sus manos, Nico desvió las zarpas de su adversario hacia los costados, haciendo que Licaón se tambalease hacia atrás apretando los dientes.
—Mejor cállate—aconsejó—. A ti esa frase no te sale.
Flexionó las piernas y apretó los puños, listo para contraatacar. La piel de sus manos se había desgarrado tras detener con ellas el embate de Licaón, dejando su músculo al descubierto.
Los ojos del hombre lobo refulgieron en ira animal.
—En ese caso... ¡Te empalaré!
Cargó todo su peso en un ataque descendente con sus garras extendidas. Nico se impulsó hacia el cielo, destrozando el suelo bajo sus pies, quedando frente a frente con su adversario. Ambos, el rey de los fantasmas y el rey de los lobos se miraron a los ojos, concluyendo su choque con el puño del hijo de Hades estrellándose contra la mandíbula abierta del monstruo.
Licaón cayó al suelo convertido en un desastre sangrante. Quizá sólo la plata pudiese dañarlo de verdad, pero el dolor causado por un golpe limpio nadie se lo quitaría.
—Maldito pedazo de basura...—balbuceó el lobo, de rodillas en el suelo—. ¿Crees que esto se terminará sin problemas? No sólo a ti... ¡¡Gaia los mascará a todos, pequeño niño del mal!!
Nico le cerró la boca de una patada, mandándolo a volar de espaldas con tal potencia que destruyó varios muros en línea recta.
—¡Mocoso despreciable!—rugió Licaón—. ¡Te arrancaré la carne de las extremidades!
El rey se reincorporó torpemente. Más lobos llegaron el lugar, como si la manada fuese interminable. Sabiendo que no podía luchar contra tantos adversarios a los que no podía matar, el hijo de Hades tomó otra estrategia.
Extendió las manos, y el suelo entró en erupción.
Nico no había esperado que funcionara tan bien. Había sacado fragmentos de hueso de la tierra anteriormente. Había animado esqueletos de rata y había desenterrado algún que otro cráneo humano. Pero nada lo había preparado para el muro de huesos que salió disparado hacia arriba: cientos de fémures, costillas y peronés que enredaron a los lobos y formaron una zarza erizada de restos humanos.
La mayoría de los lobos quedaron totalmente atrapados. Algunos se retorcían y apretaban los dientes, tratando de salir de sus caprichosas jaulas. Licaón estaba inmovilizado en un capullo de costillas, pero eso no le impidió maldecir a gritos.
Reyna se plantó frente a Nico.
—¡Vete!—le dijo—. Ya hiciste suficiente, desde aquí yo te cubriré.
Los lobos forcejearon e hicieron que el matorral de huesos se agrietara y se desmoronase. Licaón se soltó el brazo izquierdo y empezó a abrirse paso a golpes entre su cárcel de cajas torácicas.
—¡Te desollaré vivo!—prometió—. ¡Añadiré tu pellejo a mi capa!
Nico echó a correr y se detuvo lo justo para recoger del suelo la navaja de plata de Reyna.
Él no era una cabra montesa, pero encontró una escalera en la parte trasera del templo y subió corriendo a lo alto. Llegó a la base de las columnas y miró al entrenador Hedge, que estaba encaramado precariamente a los pies de la Atenea Partenos, desenredando cuerdas y anudando una escalera.
—¡Deprisa!—gritó Nico.
—¡No me digas!—gritó el entrenador—. ¡Creía que teníamos mucho tiempo!
Lo último que Nico necesitaba era el sarcasmo de un sátiro. En la plaza, más lobos se liberaron de sus trabas óseas. Reyna los apartó de un zurriagazo con su espada tuneada, pero un puñado de monedas no iban a retener mucho tiempo a una manada de lobos. Aurum gruñía e intentaba morder lleno de frustración, incapaz de herir al enemigo. Argentum hacía todo lo que podía, clavando sus fauces en el pescuezo de otro lobo, pero el perro de plata estaba maltrecho. Pronto el enemigo lo superaría con creces.
Licaón se soltó los dos brazos. Empezó a sacar las piernas de las cajas torácicas que lo retenían. Al cabo de sólo unos segundos estaría libre.
Nico se había quedado sin trucos. Invocar el muro de huesos lo había dejado agotado. Necesitaría toda la energía que le quedaba para viajar por las sombras, suponiendo que pudiera encontrar una sombra para viajar.
Una sombra.
Miró la navaja de plata que tenía en la mano. Se le ocurrió una idea; posiblemente la idea más ridícula y disparatada que había tenido desde que había pensado: "¡Cuando lleve a Percy a beber la sangre de Zeus me querrá!".
—¡Sube aquí, Reyna!—gritó.
Ella golpeó a otro lobo en la cabeza y echó a correr. Cuando estaba a medio camino, agitó su espada, que se alargó y se convirtió en una jabalina, y a continuación la usó para impulsarse como una saltadora de pértiga. Cayó al lado de Nico.
—¿Cuál es el plan?—preguntó, sin ni siquiera resollar.
—Eres una fanfarrona—murmuró él.
Una escalera de nudos cayó de arriba.
—¡Subid, insensatos! —gritó Hedge.
—Vamos—le dijo Nico—. Cuando estés arriba, agárrate fuerte a la cuerda.
—Nico...
—¡Hazlo!
Su jabalina se encogió y se transformó otra vez en espada. Reyna la envainó y empezó a subir, escalando la columna a pesar de su armadura y sus pertrechos.
En la plaza no se veía a Aurum ni a Argentum por ninguna parte. O se habían retirado o habían acabado con ellos.
Licaón se liberó de su jaula de huesos lanzando un aullido triunfante.
—¡Sufrirás, hijo de Hades!
"Menuda novedad"—pensó Nico.
Ocultó la navaja en la palma de su mano.
—¡Ven a por mí, perro! ¿O tienes que esperar como buena mascota a que aparezca tu amo?
Licaón saltó por los aires extendiendo las garras y enseñando los colmillos. Nico rodeó la cuerda con su mano libre y se concentró; una gota de sudor le caía por el cuello.
Cuando el rey de los lobos cayó sobre él, Nico le clavó la navaja de plata en el pecho. Los lobos aullaron por todo el templo como uno solo.
El rey de los lobos clavó sus garras en los brazos de Nico. Sus colmillos se detuvieron a menos de dos centímetros de la cara del chico. Nico hizo caso omiso de su dolor y hundió la navaja hasta la empuñadura entre las costillas de Licaón.
—Haz algo útil, perro—gruñó—. Vuelve a las sombras.
Licaón puso los ojos en blanco y se deshizo en un charco de profunda oscuridad.
A continuación ocurrieron varias cosas al mismo tiempo. La manada de lobos indignados avanzó en tropel.
—¡DETÉNGANLOS!—gritó una resonante voz desde una azotea cercana.
Nico oyó el sonido inconfundible de un gran arco siendo tensado.
Acto seguido desapareció en el charco de sombra de Licaón y se llevó a sus amigos y la Atenea Partenos con él, sumiéndose en el frío éter sin saber dónde aparecería.
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