LEO XI
Las alas de oro eran excesivas.
A Leo le molaban el carro y los dos caballos blancos. Le parecía bien el brillante vestido sin mangas de Niké (a Calypso le sentaba de maravilla ese estilo de ropa, pero eso no venía al caso) y sus trenzas morenas recogidas con una corona de laurel dorada.
Tenía los ojos muy abiertos y una expresión un poco desquiciada, como si se hubiera tomado veinte cafés y se hubiera subido en una montaña rusa, pero a Leo no le importaba. Incluso podía lidiar con la lanza con punta de oro con la que le apuntaba al pecho.
Pero esas alas... eran de oro pulido, hasta la última pluma. Leo podía admirar el intrincado trabajo de artesanía, pero eran excesivas, demasiado brillantes, demasiado llamativas. Si las alas hubieran sido paneles solares, Niké habría producido suficiente energía para alimentar Miami.
—Señora, ¿podría recoger las alas, por favor?—dijo—. Estoy pillando una insolación.
—¿Qué?—Niké sacudió la cabeza hacia él como una gallina asustada—. Ah, mi plumaje brillante. Está bien. Supongo que estando quemado y deslumbrado no puedes morir gloriosamente.
La diosa plegó sus alas. La temperatura descendió a cuarenta y ocho grados, una temperatura de verano normal en aquel lugar.
Leo miró a sus amigos. Frank estaba muy quieto evaluando a la diosa. Su mochila todavía no se había transformado en un arco y un carcaj, un detalle prudente. Y no debía de estar muy asustado porque no se había convertido en un pez de colores gigante.
Hazel estaba teniendo problemas con Arión. El corcel ruano relinchaba y corcoveaba, evitando el contacto visual con los caballos blancos que tiraban del carro de Niké.
En cuanto a Percy, sostenía su espada apuntando en dirección a la garganta de la diosa, pero sin decir una palabra.
Nadie dio un paso al frente para hablar. Leo echaba de menos contar con Piper y Annabeth. A ellas se les daba bien la diplomacia.
Decidió que alguien debía decir algo antes de que todos muriesen gloriosamente.
—¡Bueno!—apuntó con los índices a Niké—. Nadie me ha puesto al corriente, y estoy seguro de que la información no aparecía en el folleto de Frank. ¿Podría decirme qué pasa aquí?
La mirada desorbitada de Niké lo desconcertaba. ¿Estaba ardiendo la nariz de Leo? A veces le ocurría cuando se estresaba.
—¡Debemos conquistar la victoria!—gritó la diosa—. ¡La competición debe decidirse! Habéis venido a determinar el ganador, ¿no?
Frank se aclaró la garganta.
—¿Es usted Niké o Victoria?
—¡Arggg!
La diosa se agarró un lado de la cabeza. Sus caballos se encabritaron y provocaron que Arión hiciera lo mismo.
La diosa se estremeció y se dividió en dos imágenes distintas, lo que recordó a Leo (de forma ridícula) cuando era niño y se tumbaba en el suelo de su casa para jugar con el tope de puerta elástico que había en el rodapié. Lo empujaba hacia atrás y lo soltaba: "¡Boing!". El tope vibraba de un lado al otro tan rápido que parecía que se dividiera en dos muelles distintos.
Eso es lo que parecía Niké: un tope de puerta divino, dividiéndose en dos.
En el lado izquierdo estaba la primera versión: brillante vestido sin mangas, cabello moreno rodeado de laureles, alas doradas recogidas a la espalda. En el derecho, una versión distinta, vestida para la guerra con peto y grebas romanas. Por el borde de su alto casco asomaba un corto cabello castaño rojizo. Las alas eran de un blanco mullido; el vestido, morado, y el astil de su lanza tenía sujeta una insignia romana del tamaño de un plato: las siglas SPQR de color dorado en una corona de laurel.
—¡Soy Niké!—gritó la imagen de la izquierda.
—¡Soy Victoria!—gritó la de la derecha.
Por primera vez, Leo entendió la vieja expresión de su abuelo "hablar por los dos lados de la boca". Esa diosa estaba diciendo dos cosas distintas al mismo tiempo en sentido literal. No paraba de vibrar y de dividirse, cosa que mareaba a Leo. Estaba tentado de sacar sus herramientas y ajustar el ralentí del carburador, porque tantas vibraciones harían que su motor saliese volando por los aires.
—¡Yo soy la que decide la victoria!—gritó Niké—. ¡Hubo un tiempo en que estuve en un rincón del templo de Zeus, venerada por todos! Yo supervisé los juegos de Olimpia. ¡Las ofrendas de todas las ciudades-estado se amontonaban a mis pies!
—¡Los juegos son irrelevantes!—gritó Victoria—. ¡Yo soy la diosa del éxito en la batalla! ¡Los generales romanos me adoraban! ¡El mismísimo Augusto erigió mi altar en el senado!
—¡Aaah!—gritaron las dos voces, angustiadas—. ¡Debemos decidir! ¡Debemos conquistar la victoria!
Arión corcoveó tan violentamente que Hazel tuvo que desmontar para evitar que la tirase. Antes de que pudiera calmarlo, el caballo desapareció al galope dejando una estela de vapor entre las ruinas.
—Niké, está confundida, como otros dioses—dijo Hazel, avanzando despacio—. Los griegos y los romanos están al borde de la guerra. Eso está haciendo que sus dos facetas choquen.
—¡Ya lo sé!—la diosa sacudió su lanza, y su extremo se dividió en dos puntas como una goma elástica—. ¡No soporto los conflictos sin resolver! ¿Quién es más fuerte? ¿Quién es el ganador?
—Señora, aquí no hay ganador—dijo Leo—. Si la guerra estalla, todo el mundo perderá.
—¿No hay ganador?—Niké se quedó tan sorprendida que Leo tuvo la certeza de que su nariz debía de estar ardiendo—. ¡Siempre hay un ganador! Un ganador. ¡Todos los demás pierden! De lo contrario la victoria no tiene sentido. ¿Queréis que reparta diplomas a todos los contrincantes? ¿Pequeños trofeos de plástico a cada atleta o soldado por participar? ¿Que nos pongamos todos en fila y nos estrechemos las manos y nos digamos: "Buen torneo"? ¡No! La victoria debe ser real. Hay que ganársela. Eso significa que debe ser excepcional y difícil, contra todas las probabilidades, y la derrota debe ser la otra posibilidad.
Los dos caballos de la diosa se mordisquearon entre ellos, como si estuvieran entrando en ambiente.
—Esto... Vale—dijo Leo—. Veo que tiene opiniones firmes al respecto. Pero la guerra de verdad es contra Gaia...
—Él tiene razón—dijo Hazel—. Niké, usted fue la auriga en la última guerra contra los gigantes, ¿verdad?
—¡Por supuesto!
—Entonces sabe que Gaia es el enemigo real. Necesitamos su ayuda para vencerla. La guerra no es entre griegos y romanos.
—¡Los griegos deben perecer!—rugió Victoria.
—¡Victoria o muerte!—protestó Niké—. ¡Un lado debe prevalecer!
Frank gruñó.
—Me está dando dolor de cabeza.
Victoria le lanzó una mirada fulminante.
—¿Eres hijo de Marte? ¿Un pretor de Roma? Ningún romano auténtico perdonaría a los griegos. No soporto estar dividida y confundida... ¡No puedo pensar con claridad! ¡Mátalos! ¡Gana!
—Va a ser que no—dijo Frank, aunque Leo se fijó en que el ojo derecho de Zhang se movía nerviosamente.
Leo también estaba haciendo esfuerzos. Niké estaba lanzando ondas de tensión que le estaban crispando los nervios. Se sentía como si estuviera agachado en la línea de salida, esperando a que alguien gritase: "¡Ya!". Sentía el deseo irracional de echarle a Frank las manos al cuello, algo ridículo ya que sus manos ni siquiera abarcarían el cuello de Frank.
—Esto es una pérdida de tiempo—siseó Percy—. Larguémonos de aquí y volvamos cuando entre en razón, o hagámosla entrar en razón a golpes.
La diosa blandió su lanza.
—¡Resolveréis este asunto de una vez por todas! ¡Hoy, ahora, decidiréis el vencedor! ¿Sois cuatro? ¡Magnífico! Formaremos equipos. ¡Las chicas contra los chicos, por ejemplo!
—Eh... no—dijo Hazel.
—¡Camisetas contra cueros!
—De ninguna manera—insistió Hazel.
—¡Griegos contra romanos!—gritó Niké—. ¡Sí, claro! Dos y dos. El último semidiós en pie gana. Los otros morirán gloriosamente.
Un impulso competitivo recorrió el cuerpo de Leo. Tuvo que hacer un esfuerzo supremo para no meter la mano en el cinturón, tomar un mazo y darles a Hazel y Frank un porrazo en la cabeza.
Se dio cuenta de lo acertada que había sido la idea de no enviar a nadie que tuviese rivalidad con alguien más del grupo. Si Jason hubiera estado allí, probablemente él y Percy ya estarían en el suelo, partiéndose la crisma.
Se obligó a abrir los puños.
—Mire, señora, no vamos a ponernos en plan Los juegos del hambre. Eso no va a pasar.
—¡Pero recibiréis un extraordinario honor!—Niké metió la mano en un cesto que había a su lado y sacó una corona con abundantes laureles verdes—. ¡Esta corona puede ser vuestra! ¡Podréis llevarla en la cabeza! ¡Pensad en la gloria que conseguiréis!
—Leo tiene razón—dijo Frank, aunque tenía la mirada clavada en la corona. Su expresión era un pelín codiciosa para el gusto de Leo—. No luchamos entre nosotros. Luchamos contra los gigantes. Debe ayudarnos.
—¡Muy bien!
La diosa levantó la corona de laurel con una mano y la lanza con la otra.
Percy y Leo se cruzaron una mirada.
—¿Qué significa eso?—exigió saber Percy.
—Eso será parte del premio—dijo Niké—. Al que gane, lo consideraré un aliado. Lucharemos juntos contra los gigantes, y le daré la victoria. Pero sólo puede haber un ganador. Los otros deben ser vencidos, eliminados, destruidos por completo. ¿Qué va a ser entonces, semidioses? ¿Triunfaréis en vuestra misión u os aferraréis a vuestras ñoñas ideas de la amistad y los premios de consolación?
Percy blandió su espada. Leo temía que la girase contra ellos, tan irresistible era el aura de Niké.
En lugar de eso, Percy apuntó con la hoja de su arma a la diosa.
—¿Y si luchamos contra ti, gusano?
—¡Ja!—los ojos de Niké brillaron—. ¡Si os negáis a luchar entre vosotros, seréis convencidos!
Niké desplegó sus alas doradas. Cuatro plumas metálicas cayeron balanceándose, dos a cada lado del carro. Las plumas dieron vueltas como gimnastas, aumentaron de tamaño y les salieron brazos y piernas hasta que tocaron el suelo convertidas en cuatro réplicas metálicas de la diosa de tamaño humano, todas armadas con una lanza dorada y una corona de laurel de bronce celestial que se parecía sospechosamente a un disco volador de alambre de espino.
—¡Al estadio!—gritó la diosa—. Tenéis cinco minutos para prepararos. ¡Luego se derramará la sangre!
Leo estaba a punto de decir: "¿Y si nos negamos a ir al estadio?".
Obtuvo respuesta antes de hacer la pregunta.
—¡Corred!—rugió Niké—. ¡Id al estadio, o mis Nikai os matarán!
Las mujeres metálicas abrieron las mandíbulas y emitieron un sonido parecido al del público de un partido de la Super Bowl mezclado con acople. Agitaron sus lanzas y arremetieron contra los semidioses.
No fue el momento más memorable de Leo. El pánico se apoderó de él, y salió corriendo. Su único consuelo fue que sus amigos hicieron lo mismo, y no eran de los que se acobardaban fácilmente.
Las cuatro mujeres metálicas los siguieron formando un amplio semicírculo y los llevaron hacia el nordeste. Todos los turistas se habían esfumado. Tal vez habían huido a la comodidad refrigerada del museo, o tal vez Niké los había obligado a marcharse.
Los semidioses corrían tropezando con piedras, saltando por encima de muros desplomados, esquivando columnas y letreros de información. Detrás de ellos, las ruedas del carro de Niké retumbaban y los caballos relinchaban.
Cada vez que Leo pensaba reducir la marcha, las mujeres metálicas volvían a gritar (¿cómo las había llamado Niké? ¿Nikai?, ¿Niketas?), y a Leo le invadía el pánico.
No soportaba sentir pánico. Era vergonzoso.
—¡Allí!
Frank corrió hacia una especie de trinchera entre dos muros de tierra con un arco de piedra encima. A Leo le recordó uno de esos túneles por los que corren los equipos de fútbol americano cuando entran en el campo.
—Es la entrada del antiguo estadio olímpico. ¡Se llama cripta!
—¡No es un buen nombre!—gritó Leo.
—¿Por qué vamos allí?—dijo Percy con la voz entrecortada—. Si es adonde ella quiere...
Las Niketas volvieron a chillar, y todo pensamiento racional abandonó a Leo. Corrió hacia el túnel.
Cuando llegaron al arco, Hazel gritó:
—¡Esperad!
Se detuvieron dando traspiés. Percy se dobló, resollando. Leo se había fijado en que últimamente Percy parecía cansarse con más facilidad, probablemente debido al aire ácido que se había visto obligado a respirar en el Helheim.
Frank miró en la dirección por la que habían venido.
—Ya no las veo. Han desaparecido.
—¿Se han rendido?—preguntó Hazel esperanzada.
Leo escudriñó las ruinas.
—No. Sólo nos han llevado adonde querían. ¿Qué eran esas cosas, por cierto? Las Niketas, quiero decir.
—¿Niketas?—Frank se rascó la cabeza—. Creo que se llamaban Nikai, en plural, como victorias.
—Sí—Hazel alzó la vista pensativa, deslizando las manos a lo largo del arco de piedra—. En algunas leyendas, Niké tenía un ejército de pequeñas victorias que podía enviar por todo el mundo para que cumplieran sus órdenes.
Hazel pegó los dedos al arco, como si le estuviera tomando el pulso. Más allá del estrecho túnel, los muros de piedra daban a un largo campo con suaves pendientes a cada lado, como asientos para espectadores.
Leo supuso que había sido un estadio al aire libre; lo bastante grande para albergar competiciones de lanzamiento de disco, captura de jabalina, lanzamiento de peso sin ropa o lo que quiera que hiciesen los chalados de los griegos para ganar un puñado de hojas.
—En este sitio habitan fantasmas—murmuró Hazel—. En estas piedras hay mucho sufrimiento enterrado.
—Por favor, dime que tienes un plan—dijo Leo—. A ser posible, uno que no requiera enterrar mi sufrimiento en las piedras.
Hazel tenía una mirada turbulenta y ausente, igual que en la Casa de Hades, como si estuviera contemplando un nivel de realidad distinto.
—Esta era la entrada de los participantes. Niké ha dicho que tenemos cinco minutos para prepararnos. Luego espera que pasemos por debajo de este arco y empecemos los juegos. No nos permitirá salir de ese campo hasta que tres de nosotros estemos muertos.
Percy se apoyó en su espada.
—¿Tienen alguna idea?
—Yo podría conseguir algo de ventaja—murmuró Hazel—. Cuando pasemos, podría colocar unos obstáculos en el campo: escondites para ganar tiempo.
Frank frunció el entrecejo.
—¿Como en el Campo de Marte: trincheras, túneles y esas cosas? ¿Puedes hacerlo con la Niebla?
—Creo que sí—dijo Hazel—. Probablemente Niké quiera ver una carrera de obstáculos. Puedo volver sus expectativas contra ella. Pero eso no es todo: puedo utilizar cualquier puerta subterránea (incluso este arco) para acceder al Laberinto. Puedo sacar parte del Laberinto a la superficie.
—No—espetó Percy—. El Laberinto es una mala idea. Ya lo hemos hablado.
—Él tiene razón, Hazel—Leo se acordaba perfectamente de cuando ella los llevó por el laberinto ilusorio de la Casa de Hades. Habían estado a punto de morir cada dos metros—. Sé que se te da bien la magia, pero tenemos cuatro Niketas gritonas de las que preocuparnos...
—Tendréis que confiar en mí—dijo ella—. Sólo nos quedan un par de minutos. Cuando pasemos por el arco, al menos podré manipular el campo de juego a nuestro favor.
Percy emitió un bufido.
—Detesto participar en juegos para divertir a la gente...
—Todos lo detestamos—dijo Hazel—. Pero tenemos que pillar a Niké desprevenida. Fingiremos que luchamos hasta que podamos neutralizar a sus Niketas... Uf, qué nombre más horrible. Luego someteremos a Niké, como Hera dijo.
—Tiene lógica—convino Frank—. Ya habéis notado lo poderosa que es Niké cuando ha intentado que nos ataquemos entre nosotros. Si emite esas vibraciones a todos los griegos y romanos, no podremos impedir la guerra de ninguna forma. Tenemos que controlarla.
—¿Y cómo planean hacer eso?—preguntó Percy, irritado—. No pueden sólo noquearla y meterla en un saco.
Los engranajes mentales de Leo empezaron a girar.
—En realidad no vas muy descaminado—dijo—. El tío Leo ha traído juguetes para todos vosotros, pequeños semidioses.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro