JASON II
Naturalmente, la situación era peor de lo que Jason esperaba.
De lo contrario no habría tenido ninguna gracia.
Al mirar entre las ramas de un olivo en la cumbre de la colina, vio lo que parecía una desmelenada fiesta universitaria de zombis.
Las ruinas en sí no eran tan imponentes: unos cuantos muros de piedra, un patio central plagado de malas hierbas, el hueco sin salida de una escalera labrado en la roca. Unas tablas de madera contrachapada tapaban un foso, y un andamio metálico sostenía un arco agrietado.
Sin embargo, otra capa de realidad se superponía a las ruinas: un espejismo fantasmal del palacio como debía de lucir cuando estaba en su apogeo. Muros de estuco encalados llenos de balcones se alzaban hasta una altura de tres pisos. Pórticos con columnas miraban hacia el atrio central, que tenía una enorme fuente y braseros de bronce. Los espíritus se reían y comían y se empujaban unos a otros detrás de una docena de mesas de banquete.
Jason había esperado encontrar un centenar de espíritus, pero allí pululaba el doble de esa cifra, persiguiendo a criadas espectrales, rompiendo platos y tazas, y dando la lata en general.
La mayoría parecían lares del Campamento Júpiter: fantasmas morados y transparentes con túnicas y sandalias. Unos cuantos juerguistas tenían cuerpos descompuestos con la piel gris, matas enmarañadas de pelo y heridas feas. Otros parecían mortales vivos normales y corrientes: algunos con togas, otros con modernos trajes de oficina o uniformes militares. Jason incluso vio a un tipo con una camiseta morada del Campamento Júpiter y una armadura de legionario romano.
En el centro del atrio, un demonio de piel gris con una andrajosa túnica griega se paseaba entre la multitud sosteniendo un busto de mármol sobre su cabeza como un trofeo deportivo. Los otros fantasmas prorrumpían en vítores y le daban palmadas en la espalda. A medida que el demonio se acercaba, Jason vio que tenía una flecha en la garganta cuyo astil con plumas le sobresalía de la nuez. Y lo que era más inquietante, el busto que sostenía... ¿era Zeus?
Era difícil estar seguro. La mayoría de las estatuas de los dioses griegos se parecían. Pero a Jason aquella cara ceñuda con barba le recordaba mucho la del gigantesco Zeus hippy de la cabaña uno en el Campamento Mestizo.
—¡Nuestra siguiente ofrenda!—gritó el demonio, cuya voz vibraba a la altura de la flecha clavada en su garganta—. ¡Demos de comer a la Madre Tierra!
Los juerguistas chillaron y dieron golpes con sus tazas. El demonio se dirigió a la fuente central. La multitud se separó, y Jason se dio cuenta de que la fuente no estaba llena de agua. Del pedestal de un metro de altura salía un géiser de arena que describía un arco y formaba una cortina de partículas blancas con forma de paraguas antes de derramarse en la taza circular.
El demonio lanzó el busto de mármol contra la fuente. En cuanto la cabeza de Zeus atravesó la lluvia de arena, el mármol se desintegró como si hubiera pasado por una trituradora de madera. La arena emitió entonces un intenso brillo dorado, el color del icor: la sangre divina. A continuación, la montaña entera retumbó con un BUM amortiguado, como si estuviera eructando después de comer.
Los juerguistas muertos rugieron en señal de aprobación.
—¿Alguna estatua más?—gritó el demonio a la multitud—. ¿No? ¡Entonces tendremos que esperar a sacrificar a algún dios de verdad!
Sus compañeros se rieron y aplaudieron mientras el demonio se dejaba caer pesadamente en la mesa más cercana.
Jason apretó su bastón.
—Ese sujeto acaba de desintegrar a mi padre. ¿Quién se cree que es?
—Supongo que es Antínoo—dijo Piper—, uno de los líderes de los pretendientes. Si mal no recuerdo, fue Odiseo quien le disparó esa flecha en el cuello.
Jason hizo una mueca.
—Eso debería mantener a raya a cualquiera. ¿Y los demás? ¿Por qué hay tantos?
—No lo sé—repuso Piper—. Nuevos reclutas para Gaia, supongo. Algunos debieron de resucitar antes de que cerrásemos las Puertas de la Muerte. Otros sólo son espíritus.
—Algunos son demonios—notó Jason—. Los de las heridas abiertas y la piel gris, como Antínoo... He luchado antes con los de su calaña.
Piper tiró de su pluma de arpía azul.
—¿Se les puede matar?
Jason se acordó de una misión en San Bernardino que le habían asignado hacía años en el Campamento Júpiter.
—No es fácil. Son fuertes, rápidos e inteligentes. Y también comen carne humana.
—Fantástico—murmuró Piper—. No veo otra opción que ceñirnos al plan. Separarnos, infiltrarnos y averiguar por qué están aquí. Si las cosas salen mal... Usamos el plan alternativo.
Jason detestaba el plan alternativo.
Antes de que desembarcaran, Leo les había dado a cada uno una bengala de emergencia del tamaño de una vela de cumpleaños. Supuestamente, si lanzaban una al aire, saldría disparada hacia arriba como un rayo de fósforo blanco y avisaría al Argo II de que el equipo estaba en apuros. En ese momento, Jason y Piper tendrían unos segundos para ponerse a cubierto antes de que las catapultas del barco disparasen sobre su posición y envolviesen el palacio en fuego griego y ráfagas de metralla de bronce celestial.
No era el plan más seguro, pero al menos Jason tenía la satisfacción de saber que podría solicitar un ataque aéreo sobre ese hatajo de muertos ruidosos si la situación se ponía fea. Eso suponiendo, claro está, que él y sus amigas pudieran escapar. Y que las fatídicas velas de Leo no se encendieran sin querer—los inventos de Leo a veces tenían ese problema—, en cuyo caso la temperatura podía aumentar mucho más, con un noventa por ciento de posibilidades de acabar en un Apocalipsis de fuego.
Esperanza agitó sus alas, posándose sobre un olivo. Ese era su seguro en caso de que las bengalas fallasen, pero no acababa de tranquilizarlo.
—Ten cuidado ahí abajo—le dijo a Piper.
Ella rodeó sigilosamente el lado izquierdo de la cumbre. Jason se levantó apoyándose en su bastón y se dirigió a las ruinas cojeando.
Rememoró la última vez que se había metido entre una multitud de espíritus malignos, en la Casa de Hades. De no haber sido por Frank Zhang y Nico di Angelo...
Dioses... Nico.
Durante los últimos días, cada vez que Jason sacrificaba una ración de comida a Zeus, rezaba a su padre para que ayudase a Nico. Ese chico había sufrido mucho, y aun así se había ofrecido para hacer el trabajo más difícil: transportar la estatua de la Atenea Partenos al Campamento Mestizo. Si no lo conseguía, los semidioses romanos y griegos se matarían entre ellos. Entonces, independientemente de lo que pasara en Grecia, al Argo II no le quedaría hogar al que regresar.
Jason cruzó la espectral puerta del palacio. Se dio cuenta justo a tiempo de que una parte del suelo de mosaico que tenía delante era una ilusión que cubría un foso excavado. Lo esquivó y pasó al patio.
Los dos niveles de realidad le recordaron la fortaleza de los titanes en el monte Otris: un desconcertante laberinto de muros de mármol negro que desaparecían al azar entre las sombras y volvían a materializarse. Al menos en ese combate Jason había contado con cien legionarios a su lado. En cambio, allí lo único que tenía era el cuerpo de un viejo, un palo y su novia ataviada en un vestido ajustado.
Diez metros por delante de él, Piper atravesó la multitud sonriendo y llenando copas de vino a los juerguistas espectrales. Si tenía miedo, no se le notaba. De momento los fantasmas no le estaban prestando especial atención. La magia de Hazel debía de estar funcionando.
Jason se acordó de la conversación que había mantenido con Percy el día antes de abandonar el barco... si es que se le podía llamar conversación a lo que había sucedido.
Percy no había salido de su camarote en días. Sentía un dolor agudo, infinito, como si le clavaran una espada atravesándole el pecho y sentía pena y rencor por no haber podido ofrecer a su compañera una muerte más digna, entre sus amigos o entre una familia que la quisiera y la respetara y que la reconociera como una auténtica heroína, la futura reina de los semidioses.
La mano derecha de Percy estaba ahora adornada con el anillo universitario que Annabeth siempre llevaba en su collar, un recuerdo de su padre. Todos los días, a cada minuto, se preguntaba en cómo haría para devolver el anillo a su dueño original, si sería lo suficientemente valiente como para hacerlo de frente.
Se levantó despacio y salió de su camarote. Nunca asomaba la cabeza durante el día, pero se paseaba por el Argo II en la noche, cuando los demás estaban durmiendo o haciendo guardia en la cubierta, cuando nadie podía importunarlo.
No obstante, esa noche Jason lo había estado esperando.
El triste semblante del joven rey dejaba intuir una amargura contenida como la que no se había visto nunca antes. Percy habló con voz seca:
—No te me acerques Grace, no si quieres seguir con vida.
Percy se asomó a una ventana. Era de noche en Grecia y era de noche en sus sentimientos. Se sentía impotente por no haber podido hacer nada más para rescatar a Annabeth de la muerte. Sentía las lágrimas humedeciendo sus ojos.
Jason se cruzó de brazos con la pesadumbre de quien ha tomado una decisión realmente penosa pero que no puede esperar más. Había visto a su amigo hundirse cada vez más y más profundo en su tristeza desde que volviese del Helheim. Annabeth, Percy y el propio Jason habían sido los líderes de aquella misión desde el principio, pero ahora que Annabeth no estaba, correspondía a Percy y a Jason tomar la iniciativa. No obstante, el hijo de Poseidón había rehuido de todo aquello y había dejado sólo a Jason. Eso tenía que parar. Por el bien de la misión, tenía que parar.
Había evitado mencionar el asunto por el delicado estado anímico en el que se encontraba Percy, pero su cuerpo y mente estaban colapsando por el esfuerzo sobrehumano al que se estaba exponiendo, de modo que Jason engulló saliva y esperó fuera del camarote de su compañero para explicarle al rey cómo estaban las cosas.
Pero, una vez más, la faz de Percy no dejaba dudas sobre su dolor y, de nuevo, Jason no supo ya qué hacer. Después de que aquel chico mirase al horror cósmico a los ojos, ¿tenía Jason el derecho a enojarse con él? ¿De exigirle ayuda cuando no había dejado de hacer sacrificios?
—Ha muerto, Grace, ha muerto—decía Percy en voz baja, casi un susurro en la noche.
—Lo sabemos, Jackson, créeme que también lo sentimos.
Percy asintió.
—Ni siquiera fui capaz de despedirme. Su relación conmigo conllevó su caída al infierno y luego mi propia debilidad la obligó a morir en terrible sufrimiento. No le he proporcionado nada de lo que merecía. Ahora que no está... todo carece de sentido, Grace.
Percy calló y Jason decidió que lo mejor que podía hacer era permanecer junto a su amigo compartiendo aquel silencio henchido de dolor y desgracia. El liderazgo tendría que seguir esperando.
—Lo mínimo que podemos hacer—continuó Percy—es vengarnos de Gaia, Grace, eso es lo mínimo que podemos hacer, ¿no crees? Matar a ese monstruo de la forma más molesta, patética y miserable.
—En eso estamos de acuerdo.
—Sí, eso haremos...—Percy miró el anillo en su mano—. Quiero que te cuides, Grace. Tienen que mantenerse a salvo, tú y Piper, en la siguiente misión. Necesitamos a todos los soldados que tengamos disponibles. No estoy dispuesto a perder a ninguno más, ninguno, por todos los dioses. Llegaremos a donde los gigantes, convocaremos la Gigantomaquia y destruiremos todo el maldito planeta si es preciso. Gaia nos ha quitado a una gran reina y todo el mundo ha de saberlo. Le daré a su muerte un poco de lo que no he sido capaz de darle en vida, seré más fuerte que nunca. Ahora ve, Grace. Descansa, prepárate para tu misión, y por Poseidón, no te contengas. Desata tu intención asesina, porque si has de luchar, no debe quedar un sólo enemigo con vida, ¿me entiendes, Grace?
La pregunta final de Percy no era superflua. El rey estaba sorprendido de la falta de reacción de Jason. El chico seguía frente a Percy, con la boca entreabierta, sin decir nada, inmóvil.
—¡Maldita sea, Grace! ¿No me dirás que estoy siendo irracional? ¡Si en algo te pareces a tu padre, demuéstralo y aplástalo todo sin contemplaciones! ¡Annabeth ha muerto! ¡Ha muerto!
Jason tardó un segundo en responder. Fue el segundo más largo de toda su vida.
—Se hará como tú dices, Jackson. Gaia y los suyos no merecen piedad... pero ese no eres tú. Años pasaste siendo así y no te llevó a nada. Pero creciste, te separaste de la sombra de tu padre y creaste tu propia identidad. Ese es el Perseus Jackson que conozco. No este... ser podrido en odio. Te apoyaremos en tu venganza, pero después...—Jason calló al ver que que Percy alzaba su mano derecha en clara señal de que no deseaba oír más sobre aquel asunto.
El joven rey dio media vuelta y se alejó varios pasos hasta subir a la cubierta y detenerse en el centro del barco. Era como si el semidiós buscara en el océano a su alrededor inspiración, una salida, alguna solución al abrigo de los dioses, pero Jason sabía que no había nada que hacer sino permanecer firmes y fieles a sus principios. Sólo así habían llegado tan lejos como equipo.
Percy decía que no podía soportar perder a nadie más, sin darse cuenta de que ya se había perdido a sí mismo.
Jason llegó al borde de la multitud.
Una voz áspera gritó:
—¡IRO!
Antínoo, el demonio con la flecha en la garganta, lo miraba fijamente.
—¿Eres tú, viejo mendigo?
La magia de Hazel había surtido efecto. Un aire frío sopló a través de la cara de Jason mientras la Niebla alteraba sutilmente su aspecto y mostraba a los pretendientes lo que ellos esperaban ver.
—¡Soy yo!—dijo Jason—. ¡Iro!
Una docena de fantasmas se volvieron hacia él. Algunos fruncieron el entrecejo y agarraron las empuñaduras de sus brillantes espadas moradas. Jason se preguntó demasiado tarde si Iro era un enemigo suyo, pero ya se había comprometido a interpretar el personaje.
Avanzó cojeando y adoptando su mejor expresión de viejo gruñón.
—Supongo que llego tarde a la fiesta. Espero que me hayáis guardado algo de comida.
Uno de los fantasmas se rió burlonamente, indignado.
—Pordiosero desagradecido. ¿Lo mato, Antínoo?
Los músculos del cuello de Jason se tensaron.
Antínoo lo observó unos segundos y acto seguido dejó escapar una risita.
—Hoy estoy de buen humor. Vamos, Iro, siéntate conmigo a la mesa.
Jason no tenía muchas opciones. Se sentó enfrente de Antínoo mientras más fantasmas se apiñaban alrededor, mirando impúdicamente como si esperasen ver un combate de pulso especialmente violento.
De cerca, los ojos de Antínoo tenían un color amarillo puro. Sus labios se estiraban finos como el papel sobre unos dientes de lobo. Al principio Jason pensó que el cabello moreno rizado del demonio se estaba desintegrando. Luego se dio cuenta de que un reguero constante de tierra le caía del cuero cabelludo y se derramaba sobre sus hombros. Los viejos cortes de espada que se abrían en la piel gris del demonio estaban llenos de terrones de barro. De la base de la herida de flecha que tenía en la garganta caía más tierra.
"El poder de Gaia"—pensó Jason—. "La tierra mantiene entero a este tipo".
Antínoo deslizó una copa dorada y un plato de comida al otro lado de la mesa.
—No esperaba verte aquí, Iro. Pero supongo que hasta un mendigo puede buscar retribución. Bebe. Come.
Un denso líquido rojo chapoteaba en la copa. En el plato había un trozo marrón de carne misteriosa.
El estómago de Jason se rebeló. Aunque la comida de demonio no lo matase, su novia probablemente no lo besaría durante un mes.
Recordó lo que le había dicho Noto, el viento del sur: "Un viento que sopla sin rumbo no es útil para nadie".
Toda la trayectoria de Jason en el Campamento Júpiter se había basado en las decisiones prudentes. Mediaba entre semidioses, escuchaba a todas las partes implicadas en una discusión y buscaba soluciones intermedias. Incluso cuando se irritaba con las tradiciones romanas, pensaba antes de actuar. No era impulsivo.
Noto le había advertido que esa indecisión acabaría matándolo. Jason tenía que dejar de reflexionar y lanzarse a por lo que quería.
Si era un mendigo desagradecido, tenía que comportarse como tal.
Arrancó un trozo de carne con los dedos y se lo metió en la boca. Tragó un poco de líquido rojo, que afortunadamente sabía a vino aguado y no a sangre ni veneno. Jason contuvo las arcadas, pero no se desplomó ni explotó.
—¡Qué rico!—se limpió la boca—. Ahora háblame de esa... ¿Cómo la has llamado? ¿Retribución? ¿Dónde tengo que firmar?
Los fantasmas se rieron. Uno le dio un empujón en el hombro, y a Jason le alarmó el hecho de notarlo.
En el Campamento Júpiter, los lares no tenían corporeidad física. Al parecer esos fantasmas sí la tenían, lo que equivalía a más enemigos que podían pegarle, apuñalarlo o decapitarlo.
Antínoo se inclinó hacia delante.
—Dime, Iro, ¿qué puedes ofrecer? No necesitamos que hagas de mensajero como en el pasado. Desde luego luchar no es lo tuyo. Que yo recuerde, Odiseo te machacó la mandíbula y te tiró a la pocilga.
Las neuronas de Jason se encendieron. Iro... el anciano que hacía de mensajero de los pretendientes a cambio de las sobras de la mesa. Iro había sido una especie de mascota para ellos. Cuando Odiseo volvió a casa disfrazado de mendigo, Iro pensó que iba a ocupar su puesto. Los dos empezaron a discutir...
—Tú hiciste que Iro...—Jason titubeó—. Tú me hiciste pelear contra Odiseo. Apostaste dinero. Incluso cuando Odiseo se quitó la camisa y viste lo musculoso que estaba, me hiciste pelear contra él. ¡No te importaba si vivía o moría!
Antínoo enseñó sus puntiagudos dientes.
—Claro que no me importaba. ¡Y sigue sin importarme! Pero estás aquí, así que Gaia debe de tener un motivo para que hayas vuelto al mundo de los mortales. Dime, ¿qué te hace merecedor de una parte de nuestro botín?
—¿Qué botín?
Antínoo extendió las manos.
—El mundo entero, amigo mío. La primera vez que coincidimos aquí sólo buscábamos la tierra de Odiseo, su dinero y su esposa.
—¡Sobre todo su esposa!—un fantasma calvo vestido con ropa andrajosa dio un codazo a Jason en las costillas—. ¡Penélope estaba como un queso!
Jason vislumbró a Piper sirviendo bebidas en la mesa de al lado. Ella se llevó discretamente un dedo a la boca en un gesto de asco y acto seguido volvió a coquetear con los muertos vivientes.
Antínoo se rió burlonamente.
—Eurímaco, eres un cobarde y un quejica. Nunca tuviste ninguna posibilidad con Penélope. Me acuerdo de que lloriqueaste y le suplicaste a Odiseo que no te matara, ¡y me echaste a mí la culpa de todo!
—Para lo que me sirvió...—Eurímaco levantó su camisa andrajosa y mostró un agujero espectral de dos centímetros de ancho en medio de su pecho—. ¡Odiseo me disparó al corazón sólo porque quería casarme con su esposa!
—A lo que íbamos...—Antínoo se volvió hacia Jason—. Ahora nos hemos reunido para cobrar un premio mucho más grande. ¡Cuando Gaia acabe con los dioses, nos repartiremos los restos del mundo de los mortales!
—¡Londres para mí!—gritó un demonio en la mesa de al lado.
—¡Montreal!—chilló otro.
—¡Duluth!—gritó un tercero, que interrumpió momentáneamente la conversación cuando los otros fantasmas le lanzaron miradas de confusión.
La carne y el vino se volvieron pesados como el plomo en el estómago de Jason.
—¿Y el resto de los... invitados? Cuento al menos doscientos. No conozco a la mitad.
Los ojos amarillos de Antínoo brillaron.
—Todos aspiran al favor de Gaia. Todos tienen reivindicaciones y quejas de los dioses o sus héroes. Ese canalla de allí es Hipias, antiguo tirano de Atenas. Fue destituido y se puso de parte de los persas para atacar a sus compatriotas. No tiene ningún principio. Haría cualquier cosa a cambio de poder.
—Gracias—gritó Hipias.
—Ese sinvergüenza que tiene un muslo de pavo en la boca es Asdrúbal de Cartago—continuó Antínoo—. Tiene una rencilla que resolver con Roma.
—Hummm—musitó el cartaginés.
¿Asdrúbal Giscón? ¿Asdrúbal Barca? ¿Asdrúbal el Bello? ¿Asdrúbal el calvo? Cartago había tenido muchos Asdrúbal (¿Asdrúbales?), hacía falta ser más específico.
—Y Michael Varus...
Jason se atragantó.
—¿Quién?
Junto a la fuente de arena, el tipo moreno con la camiseta morada y la armadura de legionario se volvió para mirarlos. Su contorno era borroso, envuelto en humo y poco definido, de modo que Jason supuso que era alguna forma de espíritu, pero el tatuaje de la legión que lucía en el antebrazo se veía con bastante claridad: SPQR, la cabeza con dos caras del dios Jano y seis marcas que representaban sus años de servicio. En su peto colgaba la insignia de pretor y el emblema de la Quinta Cohorte.
Jason no había conocido a Michael Varus. El infame pretor había muerto en los años ochenta del siglo XX. Aun así, a Jason se le puso la carne de gallina cuando su mirada coincidió con la de Varus. Sus ojos hundidos parecían atravesar el disfraz de Jason.
Antínoo hizo un gesto despectivo con la mano.
—Es un semidiós romano. Perdió el águila de su legión en... Alaska, ¿no? Da igual. Gaia le deja estar aquí. Él insiste en que sabe cómo vencer al Campamento Júpiter. Pero, Iro... todavía no has respondido a mi pregunta. ¿Por qué deberías ser bien recibido entre nosotros?
Los ojos muertos de Varus habían desconcertado a Jason. Podía notar como la Niebla se aclaraba a su alrededor, reaccionando a su incertidumbre.
De repente Piper apareció junto a Antínoo.
—¿Más vino, mi señor? ¡Uy!
Derramó el contenido de un jarro de plata por la nuca de Antínoo.
—¡Ahhh!—el demonio arqueó la columna—. ¡Estúpida muchacha! ¿Quién te ha dejado volver del Valhalla?
—Uno de los gigantes, mi señor—Piper agachó la cabeza en señal de disculpa—. ¿Le traigo unas toallitas húmedas? Su flecha está goteando.
—¡Fuera de aquí!
Piper llamó la atención de Jason—un silencioso mensaje de apoyo— y desapareció entre la multitud.
El demonio se limpió y brindó a Jason la oportunidad de ordenar sus pensamientos.
Era Iro, antiguo mensajero de los pretendientes. ¿Qué haría allí? ¿Por qué debían aceptarlo?
Cogió el cuchillo para la carne más cercano y lo clavó en la mesa, cosa que sobresaltó a los fantasmas que lo rodeaban.
—¿Por qué deberíais recibirme?—gruñó Jason—. ¡Porque sigo siendo un mensajero, estúpidos desgraciados! ¡Vengo de la Casa de Hades para ver qué tramáis!
La última parte era cierta, y pareció que hizo dudar a Antínoo. El demonio lo miró furiosamente, el vino todavía le goteaba del astil de la flecha clavada en su garganta.
—¿Esperas que crea que Gaia te ha mandado a vigilarnos? ¿A ti, un mendigo?
Jason se rió.
—¡Yo fui de los últimos en marcharme de Epiro antes de que las Puertas de la Muerte se cerrasen! Yo vi la cámara donde Clitio montaba guardia bajo un techo abovedado cubierto de lápidas. ¡Yo pisé los suelos de joyas y huesos del Necromanteion!
Eso también era cierto. Alrededor de la mesa, los fantasmas se movieron y murmuraron.
—Así que, Antínoo...—señaló con el dedo al demonio—, tal vez deberías explicarme por qué tú eres digno del favor de Gaia. Lo único que veo aquí es a un montón de vagos y holgazanes divirtiéndose que no mueven un dedo por la guerra. ¿Qué debería decirle a la Madre Tierra?
Jason vio con el rabillo del ojo que Piper le dedicaba una sonrisa de aprobación. A continuación, la chica centró su atención en un griego brillante de color morado que trataba de sentarla sobre su regazo.
Antínoo rodeó con la mano el cuchillo que Jason había clavado en la mesa. Lo sacó y examinó la hoja.
—Si vienes de parte de Gaia, debes de saber que estamos aquí porque se nos ordenó. Porfirion lo decretó—Antínoo deslizó la hoja del cuchillo por la palma de su mano. En lugar de sangre, salió tierra seca del corte—. Conoces a Porfirion, ¿no...?
Jason se esforzó por controlar las náuseas. Recordaba perfectamente a Porfirion de su batalla en la Casa del Lobo.
—El rey de los gigantes: armadura detallada, doce metros de estatura, ojos blancos, fanático de las armas. Claro que lo conozco. Es mucho más imponente que tú.
Decidió no mencionar que la última vez que había visto al rey de los gigantes él y Jason habían intercambiado puñetazos.
Por una vez, Antínoo se quedó sin habla, pero su amigo calvo Eurímaco rodeó los hombros de Jason con el brazo.
—¡Vamos, amigo!—Eurímaco olía a vinagre y cables eléctricos quemados. Su tacto fantasmal provocó un hormigueo a Jason en la caja torácica—. ¡No pretendíamos poner en duda tus credenciales! Si has hablado con Porfirion en Atenas, sabes por qué estamos aquí. ¡Te aseguro que estamos haciendo exactamente lo que nos ordenó!
Jason trató de ocultar su sorpresa. "Porfirion en Atenas".
Gaia había prometido que arrancaría a los dioses de sus raíces. Quirón, el mentor de Jason en el Campamento Mestizo, había supuesto que significaba que los gigantes tratarían de despertar a la diosa de la tierra en el Monte Olimpo original. Pero...
—La Acrópolis—dijo Jason—. Los templos más antiguos dedicados a los dioses, en medio de Atenas. Allí es donde Gaia despertará.
—¡Por supuesto!—dijo Eurímaco riéndose. La herida de su pecho emitió un sonido explosivo, como el orificio nasal de una marsopa—. Y para llegar allí, esos semidioses entrometidos tendrán que viajar por mar. Saben que es demasiado peligroso ir volando.
—Eso significa que tendrán que pasar por esta isla—dijo Jason.
Eurímaco asintió entusiasmado. Apartó el brazo de los hombros de Jason y mojó el dedo en su copa de vino.
—Entonces tendrán que tomar una decisión.
Trazó una línea de costa en el tablero de la mesa; el vino tinto brillaba extrañamente contra la madera. Dibujó Grecia como un reloj de arena deformado: una gran mancha colgante que representaba la tierra firme del norte y otra mancha debajo, casi igual de grande: la gran masa de tierra conocida como el Peloponeso. Una estrecha línea de mar las seccionaba: el canal de Corinto.
Jason no necesitaba un dibujo. Él y el resto de la tripulación se habían pasado el último día en el mar estudiando mapas.
—La ruta más directa sería ir hacia el este desde aquí, a través del canal de Corinto. Pero si intentan ir en esa dirección...
—Basta—espetó Antínoo—. Tienes la lengua muy suelta, Eurímaco.
El fantasma puso cara de ofendido.
—¡No iba a contárselo todo! Sólo lo de los ejércitos de cíclopes concentrados en cada orilla. Y los espíritus de la tormenta bramando en el aire. Y esos feroces monstruos marinos que Ceto ya ha enviado para que infesten las aguas. Y por supuesto, si el barco llegara a Delfos...
—¡Idiota!
Antínoo se abalanzó sobre la mesa y agarró la muñeca del fantasma. Una fina capa de tierra se extendió de la mano del demonio y subió por el espectral brazo de Eurímaco.
—¡No!—chilló Eurímaco—. ¡Por favor! Yo... Yo sólo quería...
El fantasma gritó mientras la tierra cubría su cuerpo como una cáscara y luego se partió en dos y no dejó más que un montón de polvo. Eurímaco había desaparecido.
Antínoo se recostó y se limpió las manos. Los otros pretendientes sentados a la mesa lo observaron en silencio con recelo.
—Disculpa, Iro—el demonio sonrió fríamente—. Lo único que necesitas saber es que los caminos a Atenas están bien vigilados, como prometimos. Los semidioses tendrán que arriesgarse a venir por el canal, cosa que es imposible, o rodear todo el Peloponeso, una alternativa que no es precisamente mucho más segura. En cualquier caso, es poco probable que sobrevivan para tomar esa decisión. Cuando lleguen a Ítaca lo sabremos. Los detendremos aquí, y Gaia verá lo valiosos que somos. Puedes llevarle ese mensaje a Atenas.
A Jason el corazón le latía con fuerza contra el esternón. En su vida había visto algo parecido a la cáscara de tierra que Antínoo había invocado para acabar con Eurímaco. No quería averiguar si ese poder funcionaba con los semidioses.
Además, Antínoo parecía convencido de que podría detectar el Argo II. La magia de Hazel parecía estar ocultando el barco hasta el momento, pero no había forma de saber cuánto duraría.
Jason había conseguido la información que habían ido a buscar. Su objetivo era Atenas. La ruta menos peligrosa, o al menos la ruta no imposible, era alrededor de la costa meridional. Estaban a 20 de julio. Sólo tenían doce días hasta la fecha en la que Gaia planeaba despertar, el 1 de agosto, la antigua fiesta de la Esperanza.
Jason y sus amigos tenían que marcharse mientras tuvieran ocasión.
Pero le preocupaba otra cosa: una sensación premonitoria, como si todavía no se hubiera enterado de la peor noticia.
Eurímaco había mencionado Delfos. En el fondo, Jason tenía la esperanza de poder visitar el antiguo emplazamiento del oráculo de Apolo y con suerte descubrir algo sobre su futuro personal, pero si el lugar había sido invadido por monstruos...
Apartó su plato de comida fría.
—Parece que todo está bajo control. Por tu bien, Antínoo, espero que así sea. Esos semidioses tienen iniciativa. Cerraron las Puertas de la Muerte. No querríamos que se os escaparan consiguiendo ayuda en Delfos, por ejemplo.
Antínoo se rió entre dientes.
—No hay peligro de que eso pase. Apolo ya no manda en Delfos.
—Ah... entiendo. ¿Y si los semidioses toman el camino largo alrededor del Peloponeso?
—Te preocupas demasiado. Ese viaje es muy peligroso para los semidioses, y está demasiado lejos. Además, la victoria está desenfrenada en Olimpia. Mientras siga siendo así, no hay forma de que los semidioses ganen esta guerra.
Jason tampoco entendía lo que eso significaba, pero asintió con la cabeza.
—Muy bien. Informaré de ello al rey Porfirion. Gracias por la, ejem, comida.
Desde la fuente, Michael Varus gritó:
—Espera.
Jason reprimió un juramento. Había tratado de no prestar atención al pretor muerto, pero Varus se acercó rodeado de una brumosa aura blanca, con los ojos hundidos como pozos negros. Un gladius de oro imperial colgaba de su costado.
—Debes quedarte—dijo Varus.
Antínoo lanzó una mirada de irritación al fantasma.
—¿Cuál es el problema, legionario? Si Iro quiere marcharse, déjalo. ¡Huele mal!
Los otros fantasmas se rieron nerviosos. En el otro lado del patio, Piper lanzó una mirada de preocupación a Jason.
Varus posó la mano en el pomo de su espada. A pesar del calor, el peto estaba cubierto de hielo.
—Perdí dos veces a mi cohorte en Alaska: una en vida y otra muerto contra un graecus llamado Perseus Jackson. A pesar de todo, he venido aquí en respuesta a la llamada de Gaia. ¿Sabes por qué?
Jason tragó saliva.
—¿Por tozudez?
—Este es un lugar de anhelos. Todos hemos venido aquí atraídos no sólo por el poder de Gaia, sino también por nuestros mayores deseos. La codicia de Eurímaco. La crueldad de Antínoo...
—Me halagas—murmuró el demonio.
—El odio de Asdrúbal—continuó Varus—. La amargura de Hipias. Mi ambición. Y tú, Iro, ¿qué te ha atraído aquí? ¿Qué es lo que más desea un mendigo? ¿Un hogar, tal vez?
Jason empezó a notar un incómodo hormigueo en la base del cráneo: la misma sensación que notaba cuando una gran tormenta eléctrica estaba a punto de estallar.
—Debería ponerme en marcha—dijo—. Tengo mensajes que llevar.
Michael Varus desenvainó su espada.
—Mi padre es Jano, el dios de las dos caras. Estoy acostumbrado a ver a través de máscaras y engaños. ¿Sabes por qué estamos seguros de que los semidioses no pasarán inadvertidos por nuestra isla, Iro?
Jason repasó en silencio su repertorio de maldiciones en latín. Trató de calcular cuánto tardaría en sacar su bengala de emergencia y encenderla. Con suerte, podría ganar suficiente tiempo para que las chicas se refugiasen antes de que aquella horda de muertos lo matasen.
Se volvió hacia Antínoo.
—Oye, ¿aquí mandas tú o no? Tal vez deberías hacer callar al romano.
El demonio respiró hondo. La flecha hizo un ruido en su garganta.
—Esto podría ser entretenido. Adelante, Varus.
El pretor muerto levantó la espada.
—Nuestros deseos nos definen. Muestran quienes somos en realidad. Alguien ha venido a por ti, Jason Grace.
Detrás de Varus, la multitud se separó. El reluciente fantasma de una mujer avanzó flotando, y Jason se sintió como si sus huesos se convirtieran en polvo.
—Cariño—dijo el fantasma de su madre—. Has vuelto a casa.
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