TERCERA PERSONA LII
Annabeth perdió la noción del tiempo.
Notó que la pierna estaba volviendo a empeorar, con punzadas de dolor subiéndole hasta el cuello. A lo largo de las paredes, pequeñas arañas correteaban en la oscuridad, como si estuvieran esperando las órdenes de su ama. Miles de ellas susurraban detrás de los tapices, haciendo que las escenas tejidas se movieran como el viento.
Con su ropa dorada y su luminoso rostro de marfil, la Atenea Partenos era todavía más espeluznante que Aracne. Miraba severamente hacia abajo como diciendo: "Traedme un bocado sabroso o si no, veréis". Annabeth se imaginó en la antigua Grecia, entrando en el Partenón y viendo esa enorme diosa con su escudo, su lanza y su pitón, la mano libre sosteniendo a Niké, el espíritu alado de la victoria. Algo así habría bastado para arrugar el quitón de cualquier humano.
Además, la estatua irradiaba poder. Ante la presencia de Annabeth, el aire se caldeó a su alrededor. Su piel de marfil brillaba rebosante de vida. Las arañas más pequeñas se agitaron por toda la sala y empezaron a retirarse al pasillo.
Annabeth supuso que una vez libre, la Atenea Partenos llenaría la estancia de energía mágica. Siglos de plegarias y de holocaustos de mortales habían sido llevados a cabo en su presencia. La estatua estaba imbuida del poder absoluto de Atenea.
Aunque... todo eso era irrelevante por el momento.
Una explosión sacudió la cueva y un nuevo foso al infierno se abrió en el asuelo.
Annabeth esquivó la estocada saltando desesperadamente hacia la izquierda. Sus pies se deslizaron sobre el suelo y estuvo a punto de caer a la negrura absoluta.
La joven respiró con dificultad, mientras trataba de mantener en alto su espada.
—No me importa qué clase de monstruo seas—se burló Aracne—. Al final del día, sigues siendo medio humana. Si sigo atacando tarde o temprano tomaré tu vida.
Annabeth necesitaba algunos segundos para recuperar el aliento. Volvió su rostro perlado de sudor hacia su enemiga y trató de mantenerse en calma.
—Ya veo—dijo—. Eres una genio.
Aracne dudo por un momento.
—¿Eh?
—Yo lo entiendo. Puedes verlo, ¿verdad? Algo que los artistas ordinarios no pueden ver. La importancia de tomar al público desprevenido. No sólo creas obras de inigualable belleza, sino que también retratas momentos y situaciones que sabes de antemano que desconcertarán y asombraran a aquella persona en especifico a quién dedicaste tu arte. Una indiscutible genio del telar, esa es la verdadera forma de Aracne.
La furia asesina en los ojos de la bestia no disminuyó, pero su deforma boca se torció en una sonrisa de suficiencia.
—Que una hija de Atenea reconozca mi superioridad es música para mis oídos—siseó—. Lastimosamente para ti, los halagos ya no pueden salvarte.
Sin embargo, los recuerdos habían comenzado a fluir por su mente...
Aracne llegó al mundo sin nada a su favor. Vivía en un reino llamado Lidia, que era el país que ahora llamamos Turquía. No era nada especial, más o menos como la Dakota del Sur de la Antigua Grecia. Los padres de Aracne eran artesanos de clase baja que teñían lana, lo que quería decir que se pasaban el día agitando rollos de tela en cubos de una apestosa y humeante sopa de color morado... más o menos el equivalente de trabajar en un McDonald's.
Murieron cuando Aracne era pequeña, dejándola sin amigos, sin familia y sin dinero. Pero Aracne se convirtió en la chica más famosa del reino gracias a su habilidad: tejía como nadie.
Entonces, cuando se hacía todo a mano, se tardaba horas en producir cada centímetro cuadrado de tela. La mayoría de la gente sólo podía permitirse tener una camiseta y unos pantalones. ¿Cortinas o sábanas? ¡Ni de broma!
Y eso era si lo querías de un único color, como blanco. ¿Y si querías un dibujo? Entonces había que planear qué hilos se iban a teñir de un determinado color y colocarlos en el lugar exacto, como si fuera un rompecabezas enorme.
Tejer era la única forma de conseguir artículos de tela, así que, si no querías ir por ahí en cueros, lo mejor era buscarse una buena tejedora.
Aracne hacía que pareciera fácil. Podía tejerte una camisa hawaiana con dibujos de flores, ranas y cocos en cinco minutos. Podía hacer cortinas con hilos plateados y azules, de modo que cuando se moviera la tela parecieran nubes surcando un cielo azul. Lo que más le gustaba eran los tapices, que eran grandes obras de arte en tela que se podían colgar en la pared. Sólo servían de decoración y a la mayoría de las tejedoras les resultaban tan difíciles que nadie, salvo los reyes y los jugadores de baloncesto profesionales, se los podía permitir, pero Aracne los hacía por diversión y los repartía como si fueran dulces.
Por eso era popular y muy famosa.
Muy pronto sus vecinos empezaron a reunirse todos los días frente a la cabaña de Aracne para verla trabajar. Hasta las ninfas salían del bosque y de los arroyos para admirar su arte, ya que sus tapices eran más bellos que la naturaleza.
Las manos de Aracne parecían volar. Cogía un puñado de lana, lo hilaba, lo teñía del color que deseaba y lo entretejía en su telar en menos de un segundo. Cuando terminaba una fila completa de hilos verticales, unía un hilo horizontal a una larga pieza de madera llamada lanzadera, que era como una aguja de coser gigante. Deslizaba la lanzadera de un lado a otro a la velocidad de una pelota en un partido de tenis, y así tejía los hilos formando una pieza compacta de tela. Como, además, planificaba tan bien los colores, en la tela aparecía una imagen como por arte de magia.
Después de unas rápidas pasadas de la lanzadera, de repente tenías delante una escena marítima tejida en la tela, pero tan realista que las olas parecían romper de verdad en la playa. El agua resplandecía en los hilos de un azul y un verde metálicos. Las personas tejidas en la orilla estaban tan bien conseguidas que se distinguían las expresiones de sus rostros. Si acercabas una lupa a las dunas, se veían los granos de arena.
Una de las ninfas dijo con voz entrecortada:
—¡Aracne, eres asombrosa!
—Gracias—respondió ella, permitiéndose una sonrisa de satisfacción mientras se preparaba para tejer su obra maestra.
—¡Atenea en persona debe de haberte enseñado a tejer así!—dijo la ninfa.
Aquello era un gran cumplido.
Aracne tendría que haber asentido, haber dado las gracias y dejarlo estar.
Pero estaba demasiado orgullosa de su trabajo y no necesitaba a los dioses. ¿Qué habían hecho por ella? Aracne se había hecho a sí misma; sus padres habían muerto dejándola sin un céntimo y ella nunca había tenido buena suerte.
—¿Atenea?—se mofó—. He aprendido a tejer yo sola.
La multitud se revolvió, nerviosa.
—Pero, sin duda, deberías dar gracias a Atenea por tu talento, ya que fue la diosa que inventó el tejido—dijo un hombre—. Sin ella...
—¡Te has quedado sin tapiz!—lo interrumpió Aracne, al tiempo que le lanzaba un ovillo de lana a la cara—. Tejer es lo mío. Si Atenea es tan grande, que venga aquí y compare sus habilidades con las mías. Veremos quién es la mejor.
Podéis imaginaros lo que pasó: Atenea se enteró del reto. Cuando eres una diosa, en realidad no puedes permitir que nadie te desafíe de ese modo.
Al día siguiente, Atenea descendió a la tierra, pero, en vez de hacerlo con lanzas brillantes, decidió visitar a Aracne en modo sigiloso para echar un vistazo. Atenea era así de precavida; le gustaba comprobar las cosas y creía en las segundas oportunidades. Al fin y al cabo, había matado por accidente a su mejor amiga, Palas, y sabía lo fácil que era cometer errores.
Adoptó la forma de una frágil anciana y se acercó cojeando a la cabaña de Aracne para unirse a la multitud congregada para verla tejer.
La mortal era buena, sin duda. Aracne tejía escenas de montañas y cascadas, ciudades que resplandecían al calor de la tarde, animales merodeando por el bosque y monstruos marinos tan aterradores que parecían a punto de saltar de la tela para atacarte. Producía tapices a una velocidad sobrehumana y los lanzaba a la multitud con su cañón de camisetas, de modo que todos los espectadores se iban a casa tan contentos con sus valiosos regalos de despedida.
La chica no parecía codiciosa: sólo quería compartir su trabajo con el mundo.
Atenea respetaba eso. Aquella mortal, Aracne, no procedía de una familia rica ni había ido a una escuela cara. No había tenido ninguna ventaja, pero se había labrado un futuro gracias a su destreza. Atenea decidió darle el beneficio de la duda.
La diosa se abrió paso entre la multitud y empezó a hablar con Aracne mientras la chica trabajaba.
—Mira, cariño—le dijo la viejecita Atenea—, puede que sea vieja, pero la edad me ha enseñado unas cuantas cosas. ¿Me permites que te dé algunos consejos?
Aracne se limitó a gruñir. Estaba ocupada con su telar y no quería que le dieran consejos, pero no dijo nada.
—Tienes mucho talento—siguió diciéndole Atenea—. No tiene nada de malo ganarse las alabanzas de otros humanos. ¡Te las has ganado! Pero espero que hayas agradecido como debes tu talento a la diosa Atenea. Al fin y al cabo, ella inventó la técnica del tejido y es la que concede talento a los mortales como tú.
Aracne dejó de tejer y la miró con rabia.
—A mí nadie me ha concedido nada, anciana. Puede que tu vista no sea la que era, pero mira este tapiz. Lo he hecho yo. ¡No tengo por qué agradecerle a nadie lo que sólo debo a mi trabajo!
Atenea intentó mantener la calma.
—Eres orgullosa, me doy cuenta. Y haces bien. Pero estás deshonrando a la diosa. Yo que tú le pediría perdón ahora mismo. Seguro que te lo concede, ya que es compasiva con todos los que...
—¡Piérdete, anciana!—le soltó Aracne—. Guárdate tus consejos para tus hijas y tus nietas, que yo no los necesito. Si tanto quieres a Atenea, ve y dile que venga a buscarme, y ya veremos quién domina el arte de tejer.
Aquello fue la gota que colmó el vaso.
El disfraz de Atenea se consumió en un estallido de luz. La diosa apareció ante la multitud con su escudo y su lanza relucientes.
—Atenea ha venido—dijo— y acepta tu reto.
Consejo: si eres un mortal, se te aparece una diosa y quieres sobrevivir más de cinco minutos, lo mejor es postrarte ante ella y suplicar.
Eso es justo lo que hizo la multitud, pero Aracne tenía agallas. Estaba aterrada por dentro, claro. Palideció, después se ruborizó y luego volvió a palidecer. Sin embargo, consiguió levantarse y mirar con rabia a la diosa.
—Vale, ¡veamos cómo te manejas, anciana!
—Oooh—exclamó la multitud.
—¿Que cómo me manejo? ¿La niñita de Lidia va a enseñarme a tejer a mí? ¡Cuando termine, esta gente va a usar tus tapices para limpiarse el culo!
—¡Toma!—exclamó la multitud.
—¿Ah, sí?—se mofó Aracne—. Pues sí que estaba oscuro dentro de la cabeza de tu padre para pensar que tejes mejor que yo. Seguramente Zeus se tragó a tu mami sólo para evitar que nacieras y quedaras en ridículo.
—¡Zas, en toda la boca!—gritó la gente.
—¿Ah, sí?—gruñó Atenea—. Bueno, pues tu madre...—la diosa respiró hondo—. ¿Sabes qué te digo? Que ya basta de decir tonterías: ha llegado el momento de tejer. Un tapiz cada una. La que gane tiene derecho a fardar.
—Muy bien—Aracne se puso en jarras—. ¿Y quién decidirá quién ha ganado? ¿Tú?
—Sí—respondió Atenea sin más—. Juro por el río Estigio que seré justa. A no ser que prefieras que estos humanos decidan entre las dos.
Aracne miró a los mortales aterrados y se dio cuenta de que se hallaba en una situación desesperada. Estaba claro que se decidirían por Atenea por bueno que fuera el tapiz de Aracne, ya que no querrían acabar reducidos a cenizas o convertidos en jabalíes por haber hecho enfadar a la diosa. Aracne no se creyó ni por un momento que Atenea fuera a ser justa, pero quizá era cierto que los dioses tenían que cumplir sus promesas si juraban por el río Estigio.
Al ver que no tenía elección, decidió que si mordía el polvo, lo haría con estilo.
—Adelante, Atenea. ¿Quieres que te preste mi telar o necesitas uno especial, con ruedines?
Atenea apretó los dientes.
—Tengo mi propio telar, gracias.
La diosa chasqueó los dedos y un reluciente telar apareció justo al lado de Aracne. La diosa y la mortal se sentaron y se pusieron a trabajar frenéticamente, mientras la multitud coreaba con los puños alzados:
—¡Teje, teje, teje!
Los habitantes de Lidia tendrían que haber vendido publicidad y contratado patrocinadores, porque habría sido el combate de tejedoras más visto de la historia televisiva de la Antigua Grecia.
Atenea y Aracne siguieron lanzándose pullas, pero ahora en el idioma de los tapices. Atenea tejió una escena de los dioses en toda su gloria, sentados en el salón del consejo del monte Olimpo, como si dijera: "Somos los mejores, no sigáis buscando". Representó los templos de la acrópolis de Atenas para mostrar cómo debían honrar a los dioses los humanos inteligentes.
Después, para no quedarse corta, tejió pequeñas advertencias. Si se observaba con atención, se veía a todos los mortales famosos que se habían atrevido a compararse con los dioses y habían acabado aplastados o convertidos en animales.
Mientras tanto, Aracne tejía una historia distinta. Representó todas las cosas ridículas y horribles que habían hecho los dioses en las viejas historias. Se veía a Zeus transformándose en toro para secuestrar a la princesa Europa; a Poseidón convertido en semental persiguiendo a Deméter, que era una yegua blanca; y después Medusa, una vieja pareja de Poseidón a la que Atenea había transformado en un horrendo monstruo. Hizo que los dioses parecieran estúpidos, malvados, infantiles y, en general, fatales para los humanos... y tenía material de sobra para elegir.
Cuando terminaron los tapices, la multitud guardaba completo silencio porque estaba asombrada. El de Atenea era majestuoso, impresionante, y te hacía sentir el poder de los dioses. El de Aracne constituía la crítica a los dioses más mordaz que se había hecho hasta entonces, y te daba ganas de reír, de llorar y de enfadarte, todo a la vez... sin dejar de ser precioso.
Atenea miró un tapiz y otro, intentando juzgar cuál era el mejor.
Algunas historias cuentan que Atenea ganó la competición, pero no es cierto. De hecho, Atenea se vio obligada a reconocer que la calidad de ambos tapices era idéntica.
—Es un empate—dijo a regañadientes—. En la destreza, la técnica, el uso del color... por más que me esfuerce, no encuentro fallo alguno en tu tapiz.
Aracne intentó levantarse, orgullosa, pero el trabajo le había hecho mella. Le dolían las manos. Tenía la espalda resentida y el esfuerzo la había dejado encorvada.
—¿Pues qué hacemos? ¿Un desempate? A no ser que tengas miedo...
Ahora sí que Atenea perdió los nervios. Sacó la lanzadera de su telar (era un trozo de madera del tamaño de un bate de béisbol, aunque cuadrado).
—No, ¡ahora te reviento a palos por insultar a los dioses!
La diosa golpeó a Aracne en la cabeza mientras la tejedora mortal corría de un lado a otro, intentando esconderse. Al principio, la multitud estaba horrorizada. Después hicieron lo que suelen hacer los humanos cuando tienen miedo y es otro el que recibe la paliza: empezar a reírse y a burlarse de Aracne.
—¡A por ella, Atenea!—gritó uno.
—Sí, ¿quién manda ahora, chica?— exclamó otro.
Los mismos mortales que habían contemplado con asombro el trabajo de Aracne y se habían pasado varios días parados ante su cabaña con la esperanza de conseguir un tapiz gratis, ahora se volvían en su contra, la insultaban y se mofaban de ella mientras Atenea le pegaba.
¿Crueles? Sin duda. Aquella muchedumbre era una representación perfecta de los humanos, tan cierta y tan justa como mordaz era el tapiz de Aracne sobre los dioses.
Al final, Atenea se tranquilizó. Se giró y vio que todos los mortales se reían y señalaban a Aracne, y entonces se dio cuenta de que quizá se había pasado con el castigo.
—¡Ya basta!—gritó a la multitud—. ¿Tan deprisa os volvéis contra uno de los vuestros? ¡Al menos Aracne tenía talento! ¿Os creéis especiales?
Mientras Atenea estaba ocupada regañando a la multitud, Aracne se puso en pie como pudo. Le dolía todo el cuerpo, pero lo que más le dolía era el orgullo. Tejer era su única alegría, y Atenea se la había quitado. Aracne no volvería a disfrutar de su trabajo; la gente a la que tanto había intentado complacer también se había vuelto en su contra. Se le saltaban las lágrimas de vergüenza, odio y autocompasión.
Corrió al telar y tomó un grueso puñado de hilos, los suficientes para improvisar una cuerda. Hizo un lazo, se lo puso en el cuello y pasó el otro extremo de la cuerda alrededor de una viga.
Cuando Atenea y la multitud se dieron cuenta, Aracne ya colgaba del techo, intentando suicidarse.
—¡Insensata!—espetó Atenea.
Sintió una gran compasión por ella, pero detestaba a los suicidas, que le parecían unos cobardes.
—No te dejaré morir. Seguirás viva y tejerás por siempre jamás.
Convirtió a Aracne en araña y, desde entonces, Aracne y su prole no han parado de tejer sus telarañas. Las arañas odian a Atenea, y el sentimiento es mutuo. Pero las arañas también odian a los humanos, porque Aracne nunca olvidó la vergüenza y la rabia que sintió al verse ridiculizada.
Atenea rompió los tapices de aquella competición, a pesar de lo bellos que eran; nadie salió bien parado de aquel encuentro.
La estatua de Atenea adquirió tal calor y tal brillo que Annabeth pudo apreciar más detalles del templo: la mampostería romana que en su día debía de haber sido de reluciente color blanco, los huesos oscuros de las anteriores víctimas de Aracne y la comida colgada en la telaraña, y los enormes cables de seda que conectaban el suelo con el techo. Annabeth vio lo frágiles que eran las baldosas de mármol bajo sus pies. Estaban cubiertas de una fina capa de tela, como una malla que sostuviera un espejo hecho añicos. Cada vez que alguna de las combatientes se movía ligerísimamente, se extendían más grietas por el suelo. En algunas zonas había agujeros del tamaño de tapas de alcantarilla. Annabeth casi prefería que todo estuviera otra vez a oscuras. Aunque su plan tuviera éxito y venciera a Aracne, no estaba segura de cómo saldría de esa sala con vida.
"Por favor, despierta"—rogó Annabeth a la estatua—. "Ayúdame, madre".
No pasó nada, pero las grietas parecían estar propagándose por el suelo más rápidamente. Según Aracne, los pensamientos maliciosos de los monstruos habían corroído los cimientos del templo durante siglos. Si eso era cierto, ahora que la Atenea Partenos estabadespertando, podría llamar todavía más la atención de los monstruos del Helheim.
La sala retumbaba. Las grietas que había a los pies de Annabeth se ensanchaban.
—Todo es culpa de Atenea...—siseó el monstruo—. Antes de darme cuenta, estaba en esta oscura cueva. Maldita por haberme atrevido a ser tan buena como una diosa.
Ella tenía razón, claro. Sin embargo, la técnica de Aracne no era lo importante. Ella había sido castigada por orgullosa y descortés. Por muy buena que fueses, no podías ir por ahí insultando a los dioses. Los dioses del Olimpo te recordaban que siempre había alguien mejor que tú, así que no debías ser testaruda. Aun así, que te convirtieran en una monstruosa araña inmortal parecía un castigo muy severo sólo por alardear.
—Estoy pensando en tejer un tapiz usando tus venas y arterias como tela—rió la criatura—. ¿Qué te parecería?
Annabeth hizo girar su espada.
—Veo que eres de las que siempre hacen más de lo que deben—bufó—. No tienes por qué preocuparte. Tan sólo un poco más y creo que podré matarte. ¿Sí?
Aracne abrió mucho los ojos y atacó con una poderosa estocada. El suelo se rompió en pedazos y una caída al infierno se abrió en donde Annabeth había estado milisegundos atrás.
La joven retrocedió con un salto, sólo para encontrarse con una tormenta de escombros y telarañas volando en su dirección.
—Oh...—murmuró, mientras se movía a toda velocidad, esquivando los proyectiles con sutiles movimientos—. ¿Esta vez viste que el punto clave estaba ahí?
Alzó la mirada, pero no encontró a nadie.
"No está"—maldijo—. "Se aprovechó de una brecha en mi consciencia. Veamos..."
Aracne estaba en el aire detrás de ella, apuntándole con sus filosas patas, lista para empalar por la espalda de una vez por todas a aquella semidiosa.
Era un punto siego perfecto.
"Observa, Atenea, como me llevó a otro de tus hijos..."
Lanzó un golpe doble con todas sus fuerzas. El suelo estalló y se rompió en pedazos, pero no conectó con su objetivo.
Annabeth la había esquivado con un salto, giró sobre sí misma en el aire y trazó un arco con su espada.
Una nueva herida sangrante se abrió en el hombro izquierdo de la bestia.
—¡¿Cómo?!—rugió—. ¡¿Viste mi movimiento?!
Annabeth hizo girar su hoja, sin quitarle los ojos de encima a su oponente.
—No lo vi—aseguró—. No hice más que predecirlo. Tendencias en tu forma de pensar de las que ni tú misma eres consciente, la precisión con la que puedes manipular tu cuerpo en base al volumen y calidad de tu masa muscular y otras cosas por el estilo.
Se dio unos golpecitos en la frente con un dedo.
—Ye he terminado mi análisis de todo ello aquí dentro—sonrió—. Con esto, todos los preparativos están listos. Bueno, entonces, a partir de ahora comenzaré con mi contraataque.
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