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PIPER XLIII


Encontrar el lugar fue fácil. Percy los llevó directos a él, en una zona abandonada de la ladera que daba al foro en ruinas.

Entrar también fue fácil. Jason aplastó el candado con su puño y la verja de metal se abrió chirriando. Ningún humano los vio. Ninguna alarma se disparó. Una escalera de caracol descendía en la penumbra.

—Yo iré primero—dijo Jason.

—¡No!—gritó Piper.

Los dos chicos se volvieron hacia ella.

—¿Qué pasa, Pipes?—preguntó Jason—. Esa imagen de la daga... la has visto antes, ¿verdad?

Ella asintió con los ojos llorosos.

—No sabía cómo decíroslo. He visto como la sala de ahí abajo se llenaba de agua. He visto como los tres nos ahogábamos.

Jason y Percy fruncieron el entrecejo.

—Yo no me ahogo—dijo Percy, aunque casi parecía que lo estuviera preguntando.

—Puede que el futuro haya cambiado—conjeturó Jason—. En la imagen que nos acabas de mostrar no había agua.

Piper deseaba que estuviera en lo cierto, pero sospechaba que no tendrían tanta suerte.

—Iré a mirar primero—decidió Percy—. Vuelvo enseguida.

Antes de que Piper pudiera protestar, desapareció escalera abajo.

Ella contó en silencio mientras esperaban a que volviera. En torno al número treinta y cinco, oyó sus pisadas, y Percy apareció en lo alto.

—No hay agua—dijo—. Pero no veo ninguna salida ahí abajo. Y... deberíais ver esto.

Descendieron con cautela. Percy tomó la delantera empuñando a Contracorriente. Piper le seguía, y Jason iba detrás, cubriéndoles las espaldas. La escalera era un angosto sacacorchos de mampostería cuyo diámetro no pasaba de un metro y ochenta centímetros. A pesar de que Percy había dicho que tenían vía libre, Piper mantenía los ojos abiertos por si había trampas. En cada curva de la escalera aguardaba una emboscada. Empuñaba un cuchillo con fuerza, pero sabía que de nada le serviría contra un monstruo. Su única arma real era la cornucopia sujeta al hombro con un cordón de cuero.

En el peor de los casos, la lanza de Percy no serviría de cerca. Tal vez Piper pudiera disparar a sus enemigos jamones ahumandos a alta velocidad, pero se figuró que quizá sí hubiese convenido que Jason y sus puños fuesen al frente.

A medida que descendían bajo tierra, Piper vio antiguos grafitis grabados en las piedras: números romanos, nombres y frases en italiano. Eso significaba que otras personas habían estado allí abajo en una época más reciente que el Imperio Romano, pero Piper no se quedó tranquila. Si había monstruos abajo, no se interesarían por los humanos, esperando a que vinieran unos suculentos semidioses.

Por fin llegaron al fondo.

Percy se volvió.

—Cuidado con el último escalón.

Saltó al suelo de la sala cilíndrica, situada a un metro y medio por debajo de la escalera. ¿Por qué diseñaría alguien una escalera así? Piper no tenía ni idea. Tal vez la sala y la escalera habían sido construidas en épocas distintas.

Quería volverse y salir, pero no podía hacerlo con Jason detrás, y tampoco podía dejar a Percy allí abajo. Bajó dejándose caer, y Jason la siguió.

La sala era idéntica a la que había visto en la hoja de Katoptris, salvo que no había agua. Las paredes curvas habían estado pintadas con frescos, pero se habían descolorido hasta quedar blancas con algunas motas de color. El techo abovedado se encontraba a unos quince metros por encima.

Alrededor de la parte trasera de la sala, enfrente de la escalera, había nueve huecos excavados en la pared. Cada hueco estaba a casi tres metros del suelo y era lo bastante grande para dar cabida a una estatua del tamaño de un humano, pero estaban vacíos.

El aire era frío y seco. Como Percy había dicho, no había más salidas.

—Aquí está la parte rara. Mirad.

Se situó en el centro de la sala.

Inmediatamente, una luz verde y azul rieló a través de las paredes. Piper oyó el sonido de una fuente, pero no había agua. No parecía que hubiera nada que emitiera luz salvo las hojas del tridente de Percy.

—¿Oléis el mar?—preguntó Percy.

Piper no había reparado en ello. Estaba al lado de Percy, y él siempre olía a mar. Pero estaba en lo cierto. El aroma a agua salada y a tormenta se estaba intensificando, como si un huracán de verano se estuviera acercando.

—¿Es una ilusión?—preguntó.

De repente sentía una extraña sed.

—No lo sé—dijo Percy—. Siento como si aquí debiera haber agua: mucha agua. Pero no hay. Nunca he estado en un sitio así.

Jason se acercó a la hilera de nichos. Tocó el estante inferior del más cercano, situado a la altura de sus ojos.

—En esta piedra... hay incrustadas conchas marinas. Es un ninfeo.

Definitivamente a Piper se le estaba secando la boca.

—¿Un qué?

—En el Campamento Júpiter tenemos uno en la colina de los Templos—dijo Jason—. Es un santuario dedicado a las ninfas.

Piper deslizó la mano por la parte inferior de otro nicho. Jason tenía razón. El hueco estaba tachonado de cauris, caracolas y veneras. Las conchas marinas parecían moverse a la luz acuosa. Estaban heladas al tacto.

Piper siempre había considerado a las ninfas unos espíritus amistosos: bobas y coquetas, por lo general inofensivas. Se llevaban bien con las hijas de Afrodita. Les encantaba compartir cotilleos y consejos de belleza. Sin embargo, aquel sitio no se parecía al lago de las canoas del Campamento Mestizo, ni a los riachuelos del bosque donde Piper normalmente coincidía con las ninfas. Aquel sitio parecía irreal, hostil y muy seco.

Jason retrocedió y examinó la hilera de huecos.

—En la antigua Roma había santuarios como este por todas partes. Los ricos los colocaban en el exterior de sus casas para rendir homenaje a las ninfas, para asegurarse de que el agua siempre estuviera fresca. Algunos santuarios se construían alrededor de manantiales naturales, pero la mayoría eran artificiales.

—Entonces... ¿aquí no han vivido ninfas de verdad?—preguntó Piper esperanzada.

—No estoy seguro—dijo Jason—. El sitio en el que estamos habría sido un estanque con una fuente. Muchas veces, cuando el ninfeo pertenecía a un semidiós, invitaba a las ninfas a vivir allí. Si los espíritus se instalaban, se consideraba un buen augurio.

—Para el dueño—bufó Percy—. Pero también ataba a las ninfas a la nueva fuente de agua. No sería un problema si la fuente estaba en un parque soleado con agua fresca transportada a través de los acueductos...

—Pero este sitio ha estado bajo tierra durante siglos—aventuró Piper—. Seco y enterrado. ¿Qué habrá sido de las ninfas?

El sonido del agua se convirtió en un coro de susurros digno de unas serpientes espectrales. La luz ondulante pasó del azul y el verde mar al morado y el color lima pálido. Encima de ellos, los nueve nichos empezaron a brillar. Ya no estaban vacíos.

En cada uno había una anciana marchita, tan secas y frágiles que a Piper le recordaron unas momias, sólo que las momias no solían moverse. Tenían los ojos de color morado oscuro, como si el agua azul clara de su fuente vital se hubiera condensado y se hubiera vuelto más densa dentro de ellas. Sus elegantes vestidos de seda estaban hechos jirones y descoloridos. En el pasado habían tenido el pelo rizado y adornado con joyas al estilo de las nobles romanas, pero en ese momento su cabello estaba despeinado y seco como la paja. Si existían las caníbales del agua, pensó Piper, ese debía de ser el aspecto que tenían.

—¿Qué habrá sido de las ninfas?—dijo la criatura del nicho central.

Se encontraba todavía en peor estado que las demás. Tenía la espalda encorvada como el asa de una jarra. Sus manos esqueléticas sólo tenían una capa de piel fina como el papel. Sobre su cabeza, una maltrecha corona de laurel dorado brillaba en su castigado cabello.

Clavó sus ojos morados en Piper.

—Qué pregunta tan interesante, querida. Tal vez las ninfas todavía estén aquí, sufriendo, esperando vengarse.

La siguiente vez que se le presentara la ocasión, Piper juró que fundiría a Katoptris y la vendería como chatarra. Aquel estúpido cuchillo nunca le mostraba toda la información. Sí, se había visto a sí misma ahogándose, pero si hubiera sabido que nueve ninfas zombis secas como la mojama estarían esperándola, no habría bajado allí.

Consideró echar a correr hacia la escalera, pero cuando se volvió, la puerta había desaparecido. Cómo no. Entonces sólo había una pared lisa. Piper sospechaba que no era una simple ilusión.

Piper sacó media docena de cuchillos, Jason adoptó su forma de combate y Percy apuntó su tridente. Piper se alegró de tenerlos cerca, pero sospechaba que sus armas no servirían de nada. Había visto lo que pasaría en esa estancia. De algún modo, esas cosas iban a vencerlos.

—¿Quiénes sois?—exigió saber Percy.

La ninfa del centro giró la cabeza.

—Ah... nombres. Una vez tuvimos nombres. ¡Yo era Agno, la primera de las nueve!

A Piper le pareció un nombre ridículo para una bruja, pero prefirió no decirlo.

—Las nueve—repitió Jason—. Las ninfas de este santuario. Siempre había nueve nichos.

—Por supuesto—Agno enseñó los dientes, esbozando una sonrisa cruel—. Pero nosotras somos las nueve originales, Jason Grace, las que asistieron al nacimiento de tu padre.

Jason bajó la espada.

—¿Te refieres a Zeus? ¿Estuvisteis cuando él nació?

—Así es—dijo Agno—. Cómo chillaba el muy granuja. Atendimos a Rea en el parto. ¡Qué pulmones tenía esa criatura! Cuando Zeus creció, nos prometieron honores eternos. Pero eso fue en el antiguo país, en Grecia.

Las otras ninfas gimieron y arañaron sus nichos. Piper se dio cuenta de que parecían estar atrapadas en ellos, como si tuvieran los pies pegados a la piedra, igual que las conchas marinas ornamentales.

—Cuando Roma llegó al poder, nos invitaron a venir aquí—dijo Agno—. Un hijo de Zeus nos tentó con favores. "Un nuevo hogar", nos prometió. "¡Más grande y mejor! Sin pagar entrada, y en un barrio estupendo. Roma durará eternamente".

—Eternamente—susurraron las otras.

—Sucumbimos a la tentación—dijo Agno—. Dejamos nuestras sencillas fuentes y manantiales del monte Liceo y nos mudamos aquí. ¡Durante siglos, vivimos de maravilla! Fiestas, sacrificios en nuestro honor, vestidos y joyas nuevas cada semana. Todos los semidioses de Roma coqueteaban con nosotras y nos rendían homenaje.

Las ninfas gimieron y suspiraron.

—Pero Roma no duró—gruñó Agno—. Los acueductos fueron desviados. La casa de campo de nuestro amo fue abandonada y derribada. Se olvidaron de nosotras y quedamos enterradas bajo tierra, pero no podíamos escapar. Nuestras fuentes vitales estaban ligadas a este sitio. Nuestro antiguo amo no consideró apropiado liberarnos. Durante siglos, nos hemos marchitado en la oscuridad, pasando sed... mucha sed.

Las otras se arañaron la boca.

Piper notó que a ella también se le cerraba la garganta.

—Lo siento por vosotras—dijo, tratando de echar mano de su embrujahabla—. Ha debido de ser horrible. Pero nosotros no somos vuestros enemigos. Si podemos ayudaros...

—¡Oh, qué voz más dulce!—gritó Agno—. Qué facciones tan bonitas. Yo también fui joven como tú. Mi voz era relajante como un arroyo de montaña. Pero ¿sabes lo que le pasa a la mente de una ninfa cuando está atrapada en la oscuridad, sin más alimento que su odio, sin más bebida que sus pensamientos violentos? Sí, querida. Podéis ayudarnos...

Percy dio un paso al frente.

—Soy el hijo de Poseidón. Puedo buscaros una nueva fuente de agua.

—¡Ja!—gritó Agno.

Las otras ocho repitieron:

—¡Ja! ¡Ja!

—Desde luego, hijo de Poseidón—dijo Agno—. Conozco bien a tu padre. Efialtes y Oto prometieron que vendrías.

Piper posó la mano en el brazo de Jason para no perder el equilibrio.

—Los gigantes—dijo—. ¿Trabajáis para ellos?

—Son nuestros vecinos—Agno sonrió—. Sus aposentos están detrás de este sitio, a donde desviaron el agua del acueducto para los juegos. Cuando nos hayamos ocupado de vosotros... cuando nos hayáis ayudado... los gemelos han prometido que no volveremos a sufrir más.

Agno se volvió hacia Jason.

—Tú, hijo de Zeus, pagarás por la terrible traición de tu antecesor al traernos aquí. Conozco los poderes del dios del cielo. ¡Yo lo crié cuando era un bebé! Hubo una época en que las ninfas controlábamos la lluvia que caía sobre nuestras fuentes y manantiales. Cuando haya acabado contigo, recuperaremos ese poder. Y Perseus Jackson, hijo del dios del mar, a ti te arrebataremos el agua, una reserva ilimitada de agua.

Los ojos de Percy se dilataron, Piper notó que el chico estaba a punto de lanzarse al ataque, pero lo detuvo con una seña.

—Espera...

—¡Y tú! Piper McLean—los ojos morados de Agno brillaron—. Tan joven, tan hermosa, con una voz tan dulce. Gracias a ti, recuperaremos nuestra belleza. Hemos reservado nuestra última energía vital para este día. Tenemos mucha sed. ¡Y beberemos de vosotros tres!

Los nueve nichos relucieron. Las ninfas desaparecieron, y de sus huecos empezó a salir agua a raudales: un agua oscura como el petróleo.

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