LEO XXIII
Leo se merecía un capirote de tonto.
Si hubiera pensado con claridad, habría cambiado el sistema de detección del radar al sónar nada más salir del puerto de Charleston. Eso era lo que había olvidado. Había diseñado el casco para que resonara cada pocos segundos y enviara ondas a través de la Niebla para avisar a Festo de la presencia de monstruos en las inmediaciones, pero sólo funcionaba en un modo determinado: agua o aire.
Se había puesto tan nervioso con los romanos, luego con la tormenta y más tarde con Hazel, que se había olvidado por completo. Ahora tenían un monstruo justo debajo de ellos.
El barco se ladeó hacia estribor. Hazel se agarró a la jarcia.
—¡Valdez, ¿qué botón vuela monstruos por los aires?!—gritó Hedge—. ¡Toma el timón!
Leo trepó por la cubierta inclinada y consiguió agarrarse al pasamanos de babor. Empezó a ascender de lado hacia el timón, pero cuando vio la superficie del monstruo, se olvidó de cómo moverse.
Aquella cosa era tan larga como el barco. A la luz de la luna, parecía un cruce entre una gamba y una cucaracha gigantes, con un caparazón córneo rosado, una cola de cangrejo plana y unas patas de milpiés que se ondularon de forma hipnótica cuando el monstruo pasó rozando el casco del Argo II.
Su cabeza salió por fin a la superficie: la cara viscosa y rosada de un enorme siluro con unos ojos muertos y vidriosos, unas fauces abiertas sin dientes y un bosque de tentáculos que brotaban de cada fosa nasal, formando la barba más poblada que Leo había tenido la desgracia de contemplar.
Leo se acordó de las cenas especiales de las que él y su madre solían disfrutar los viernes por la noche en una marisquería de Houston. Comían gambas y siluro. El mero recuerdo le provocó ganas de vomitar.
—¡Vamos, Valdez!—chilló Hedge—. ¡Toma el timón para que yo pueda ir a por mi bate de béisbol!
—Un bate no va a servir de nada—dijo Leo, pero se dirigió hacia el timón.
Detrás de él, el resto de sus amigos subieron la escalera dando traspiés.
—¿Y ahora qué?—exigió saber Percy—. Más vale que valga la pena o... ah, ya veo.
Frank corrió junto a Hazel. La chica estaba agarrada a la jarcia, aturdida todavía después de la regresión, pero indicó con la mano que se encontraba bien.
El monstruo volvió a embestir contra el barco. El casco crujió. Annabeth, Piper y Jason se desplomaron hacia estribor y estuvieron a punto de caerse por la borda.
Leo llegó al timón. Sus manos se movieron rápidamente sobre los mandos. Por el intercomunicador, Festo informó con ruidos y chasquidos de que había fugas bajo cubierta, pero el barco no parecía correr peligro de hundirse... al menos todavía.
Leo manipuló los remos. Se podían transformar en lanzas, cosa que debería bastar para ahuyentar a la criatura. Lamentablemente, estaban atascados. Gambazilla debía de haberlos desalineado, y el monstruo se encontraba muy cerca, lo que significaba que Leo no podría usar las ballestas sin prender fuego también al Argo II.
—¡¿Cómo se ha acercado tanto?!—gritó Annabeth mientras se levantaba empleando uno de los escudos del pasamanos como apoyo.
—¡No lo sé!—gruñó Hedge.
Buscó su bate, que se había ido rodando a través del alcázar.
—¡Soy tonto!—se regañó Leo a sí mismo—. ¡Tonto, tonto! ¡Me he olvidado del sónar!
El barco se inclinó más hacia estribor. O el monstruo estaba intentando abrazarlo o estaba a punto de hacerlos zozobrar.
—¿Sónar?—preguntó Hedge—. ¡Por la flauta de Pan, Valdez! Si no te hubieras quedado haciendo ojitos y manitas con Hazel tanto tiempo...
—¡¿Qué?!—gritó Frank.
—¡Eso no es verdad!—protestó Hazel.
—¡Da igual!—dijo Piper—. Jason, ¿puedes derribar esa cosa?
Jason se levantó con dificultad.
—Yo... yo...
Sólo consiguió negar con la cabeza. Invocar la tormenta le había exigido demasiada energía. Leo dudaba que el pobre pudiera encender una bujía en el estado en que se encontraba.
—¡Percy!—dijo Annabeth—. ¿Puedes hablar con esa cosa? ¿Sabes lo que es?
El hijo del dios del mar negó con la cabeza, claramente desconcertado.
—Es probable que sólo tenga curiosidad por el barco. Tal vez...
Los tentáculos del monstruo azotaron la cubierta tan rápido que a Leo ni siquiera le dio tiempo a gritar "¡Cuidado!".
Un tentáculo golpeó a Percy en el pecho y lo lanzó rodando por la escalera. Otro envolvió las piernas de Piper y la arrastró hacia el pasamanos. Ella desenfundó media docena de cuchillos y los arrojó contra la bestia. Sus filos cortaron limpiamente el tentáculo, pero otros más lo sustituyeron.
Docenas de tentáculos más se curvaron alrededor de los mástiles, rodearon las ballestas y arrancaron la jarcia.
—¡Ataque de pelos de napia!
Hedge recogió su bate y entró en acción, pero sus golpes rebotaban en los tentáculos sin causar daños.
Jason adoptó su forma de combate, dio tres pasos y cayó de rodillas, mientras recuperaba su tamaño original.
Annabeth desenvainó su daga. Atravesó el bosque de tentáculos, esquivando golpes y lanzando cuchilladas a cualquier objetivo que encontraba. Frank se puso a dar puñetazos y patadas de tal forma que hubiera hecho orgulloso al Entrenador Hedge mientras intentaba mantener la posición.
La criatura rugió y balanceó el barco. El mástil crujió como si se fuera a partir.
Leo se golpeó el pecho para desplegar su armadura, pero el traje estaba tan dañado que sólo consiguió hacer que aquel conjunto que le había dado Afrodita echase chispas y explotase en una nube de humo, esparciendo metal y componentes mecánicos en todas direcciones mientras el quedaba sin más ropa que un par de calzoncillos.
—¡Chingas a tu madre!
Necesitaban más potencia de fuego, pero no podían utilizar las ballestas. Necesitaban provocar una explosión que no destruyera el barco. Pero ¿cómo?
Leo fijó la vista en una caja de provisiones situada junto a los pies de Hazel.
—¡Hazel!—gritó—. ¡Esa caja! ¡Ábrela!
Ella vaciló y, acto seguido, vio la caja a la que se refería. En la etiqueta ponía PELIGRO. NO ABRIR.
—¡Ábrela!—gritó Leo otra vez—. ¡Entrenador, tome el timón! Gire hacia el monstruo o nos volcaremos.
Hedge se abrió paso entre los tentáculos dando brincos con sus ágiles pezuñas de cabra y repartiendo golpes con entusiasmo. Se dirigió al timón dando saltos y tomó los mandos.
—¡Espero que tengas un plan!—gritó.
—¡Uno malo!
Leo corrió hacia el mástil.
El monstruo empujó contra el Argo II. La cubierta dio un bandazo y se situó en un ángulo de cuarenta y cinco grados. A pesar de los esfuerzos de todos los tripulantes, los tentáculos eran demasiado numerosos para luchar contra ellos. Parecía que pudieran alargarse a su antojo. Dentro de poco tendrían el Argo II completamente enmarañado. Percy no había salido de abajo. Los otros luchaban por sus vidas contra los pelos de la nariz del bicho.
—¡Frank!—gritó Leo mientras corría hacia Hazel—. ¡Intenta ganar algo de tiempo! ¿Puedes convertirte en un tiburón o en algo parecido?
Frank miró, frunciendo la frente, pero en ese momento un tentáculo se estampó contra el grandullón y lo derribó por la borda.
Hazel gritó. Había abierto la caja de provisiones y por poco se le cayeron los dos frascos de cristal que sostenía.
Leo los atrapó. Eran del tamaño de una manzana, y el líquido que contenían emitía un venenoso brillo verde. El cristal estaba caliente al tacto. Leo se sentía como si el pecho se le fuera a hundir de la culpabilidad. Acababa de distraer a Frank y posiblemente había provocado su muerte, pero no podía pensar en ello. Tenía que salvar el barco.
—¡Vamos!—le dio a Hazel uno de los frascos—. ¡Podemos matar al monstruo... y salvar a Frank!
Leo confiaba en no estar mintiendo. Para llegar hasta el pasamanos de babor tuvieron que escalar, pero por fin lo consiguieron.
—¿Qué es esto?—preguntó Hazel con voz entrecortada, abrazando el frasco de cristal.
—¡Fuego griego!
Ella abrió los ojos como platos.
—¿Estás loco? ¡Si se rompen, quemaremos todo el barco!
—¡La boca!—dijo Leo—. Tíraselo por...
De repente Leo se estrelló contra Hazel, y todo se ladeó. Mientras se elevaban en el aire, se dio cuenta de que los había envuelto un tentáculo. Leo tenía los brazos libres, pero los necesitaba para sujetar el frasco de fuego griego. Hazel forcejeaba. Tenía los brazos inmovilizados, lo que significaba que el frasco atrapado entre los dos se podía romper en cualquier momento... y eso sería sumamente perjudicial para su salud.
Se elevaron tres metros, seis metros, diez metros por encima del monstruo. Leo vio que sus amigos estaban librando una batalla perdida, chillando y lanzando estocadas a los pelos de la nariz del monstruo. Vio al entrenador Hedge luchando para evitar que el barco zozobrara. El mar estaba oscuro, pero a la luz de la luna le pareció ver un objeto reluciente flotando cerca del monstruo: tal vez el cuerpo inconsciente de Frank Zhang.
—Leo...—dijo Hazel con voz entrecortada—. No puedo... Mis brazos...
—Hazel—dijo él—. ¿Confías en mí?
—¡No!
—Yo tampoco—reconoció Leo—. Cuando esa cosa nos suelte, contén la respiración. Hagas lo que hagas, procura lanzar el frasco lo más lejos posible del barco.
—¿Por... por qué iba a soltarnos?
Leo se quedó mirando la cabeza del monstruo. Las posibilidades de éxito eran remotas, pero no tenía alternativa. Levantó el frasco con la mano izquierda. Presionó el tentáculo con la mano derecha e invocó el fuego con la palma; una llamarada candente y muy concentrada.
Eso llamó la atención de la criatura. Un temblor recorrió el tentáculo a medida que su carne se llenaba de ampollas al contaco con Leo. El monstruo abrió las fauces, rugiendo de dolor, y Leo le lanzó el fuego griego por la garganta.
Después todo se volvió borroso. Leo notó que el tentáculo los soltaba. Se cayeron. Oyó una explosión amortiguada y vio un destello verde en el interior del cuerpo del monstruo, que con la luz parecía una gigantesca pantalla de lámpara rosa. El agua golpeó a Leo en la cara como un ladrillo envuelto en papel de lija, y todo a su alrededor se sumió en la oscuridad. Cerró la boca apretándola con fuerza, procurando no respirar, pero notó que perdía el conocimiento.
A través del escozor del agua salada, le pareció ver la silueta borrosa del casco del barco en lo alto—un óvalo oscuro rodeado de una corona de fuego verde—, pero no sabía si el barco estaba realmente incendiado.
"Muerto a manos de una gamba gigante"—pensó Leo con amargura. "Por lo menos deja que el Argo II sobreviva. Deja a mis amigos con vida".
Se le empezó a nublar la vista. Los pulmones le quemaban.
Justo cuando estaba a punto de darse por vencido, un extraño rostro apareció flotando encima de él: un hombre parecido a Quirón, su entrenador en el Campamento Mestizo. Tenía el mismo cabello rizado, la misma barba greñuda y los mismos ojos inteligentes: una imagen a medio camino entre un hippy extravagante y un profesor paternal, sólo que la piel de aquel hombre era de color guisante. El hombre levantó silenciosamente una daga. Tenía una expresión seria de reproche, como si estuviera pensando: "A ver, quédate quieto o no podré matarte como es debido".
Leo se desmayó.
Cuando se despertó, se preguntó si era otra vez un fantasma en una regresión, porque flotaba de forma ingrávida. Sus ojos se adaptaron poco a poco a la tenue luz.
—Ya era hora.
La voz de Frank tenía demasiado eco, como si estuviera hablando a través de varias capas de envoltorio de plástico.
Leo se incorporó o, más bien, flotó erguido. Estaba bajo el agua, en una cueva del tamaño aproximado de un garaje con cabida para dos coches. El techo estaba cubierto de moho fosforescente, que bañaba la estancia de una luz verde y azul. El suelo era una alfombra de erizos de mar sobre los que habría resultado incómodo andar, de modo que Leo se alegró de estar flotando. No entendía cómo podía estar respirando sin aire.
Frank levitaba cerca en posición de meditación. Con su cara mofletuda y su expresión malhumorada, parecía un Buda que había alcanzado la iluminación, aunque no se le veía muy entusiasmado. Había perdido su venda en la trifulca, por lo que por primera vez leo podía apreciar sus ojos oscuros con pupilas azules, eran genuinamente fascinantes.
La única salida de la cueva estaba bloqueada por una enorme concha de oreja de mar, cuya superficie emitía un brillo de color perla, rosa y turquesa. Si aquella cueva era una cárcel, por lo menos tenía una puerta alucinante.
—¿Dónde estamos?—preguntó Leo—. ¿Dónde están todos los demás?
—¿Todos?—masculló Frank—. No lo sé. Que yo sepa, aquí abajo sólo estamos tú, Hazel y yo. Los caballos pez se llevaron a Hazel hará cosa de una hora y me dejaron contigo.
El tono de Frank dejaba claro que no aprobaba esas medidas. No parecía herido, pero Leo se fijó en que tampoco tenía su arco ni su carcaj. Presa del pánico, Leo se tocó la cintura. Su cinturón portaherramientas había desaparecido.
—Nos han registrado—dijo Frank—. Nos han quitado todo lo que se pudiera usar como arma.
—¿Quiénes?—preguntó Leo—. ¿Quiénes son esos caballos...?
—Los caballos pez—aclaró Frank, lo que no era muy claro—. Debieron de agarrarnos cuando caímos al mar y nos arrastraron... aquí, sea lo que sea esto.
Leo recordó lo último que había visto antes de perder el conocimiento: la cara color guisante del hombre con barba que empuñaba una daga.
—La gamba monstruosa. El Argo II... ¿está bien?
—No lo sé—contestó Frank con tono enigmático—. Puede que los demás estén en peligro o heridos o... algo peor. Pero supongo que te importa más tu barco que tus amigos.
Leo se sintió como si el agua acabara de azotarle otra vez.
—¿Qué demonios...?
Entonces se dio cuenta de por qué Frank estaba tan enfadado: la regresión. Los acontecimientos se habían producido tan rápido que Leo casi se había olvidado. El entrenador Hedge había hecho aquel estúpido comentario sobre Leo y Hazel, diciendo que habían estado haciendo manitas y ojitos. Y probablemente el hecho de que Frank se hubiera caído por la borda por culpa de Leo justo después del comentario no había contribuido a mejorar la situación.
De repente a Leo le costó mirar a Frank a los ojos.
—Mira, amigo... siento habernos metido en este problema. He metido la pata hasta el fondo—respiró hondo, algo sorprendentemente raro, considerando que estaba bajo el agua—. Lo de que Hazel y yo estábamos haciendo manitas... no es lo que tú crees. Me pidió que la acompañara en una regresión al pasado para intentar descubrir qué relación tengo con Sammy.
La expresión de enfado de Frank empezó a relajarse, sustituida por la curiosidad.
—¿Y lo... lo descubrió?
—Sí—contestó Leo—. Bueno, más o menos. No tuvimos ocasión de hablar después por culpa de Gambazilla, pero Sammy fue mi bisabuelo.
Le contó a Frank lo que habían visto. Todavía no se había percatado de lo extraño que era todo, pero entonces, al tratar de explicarlo en voz alta, apenas podía dar crédito. Hazel había estado colada por su bisabuelo, un hombre que había muerto cuando Leo era un bebé. Leo no había atado cabos antes, pero recordaba vagamente que sus parientes más mayores llamaban a su abuelo Sam el Grande. Eso significaba que Sam el Grande era Sammy, el bisabuelo de Leo. En algún momento, la tía Callida—la mismísima Hera—había hablado con Sammy, lo había consolado y le había dejado entrever el futuro, lo que significaba que Hera había estado moldeando la vida de Leo incluso generaciones antes de que él naciera. Si Hazel se hubiera quedado en la década de los cuarenta, si se hubiera casado con Sammy, Leo habría sido su bisnieto.
—Caracoles, amigo—dijo Leo cuando hubo acabado de contar la historia—. No me siento muy bien, pero te juro por la laguna Estigia que es lo que vimos.
Frank tenía la misma expresión que la cabeza de siluro del monstruo: unos grandes ojos vidriosos y la boca abierta.
—¿A Hazel... a Hazel le gustaba tu bisabuelo? ¿Por eso le gustas tú?
—Frank, ya sé que es raro. Créeme. Pero a mí no me gusta Hazel—aseguró—. Siempre he creído que estar solo, al menos en ese sentido, es el secreto del éxito.
Frank frunció el entrecejo.
—¿De verdad?
Leo se encogió de hombros.
—"No creo que puedas nombrar muchos grandes inventos hechos por hombres casados"—citó—. De Nikola Tesla. Créeme, amigo, estoy casado con mi trabajo...
Su voz se apagó.
"Supongo que te importa más tu barco que tus amigos"—había dicho Frank.
Eso no era cierto, ¿verdad? El padre de Leo, Hefesto, había reconocido en una ocasión que no se le daban bien las formas de vida orgánicas. Y sí, Leo siempre se había sentido más cómodo con las máquinas que con las personas. Pero sí que le importaban sus amigos. A Piper y Jason los conocía desde hacía más tiempo, pero los otros también eran importantes para él. Hasta Frank. Eran como una familia.
El problema era que hacía tanto tiempo que Leo no tenía una familia que ni siquiera recordaba la sensación. Sí, el invierno anterior lo habían ascendido a monitor jefe de la cabaña de Hefesto, pero había pasado la mayoría del tiempo construyendo el barco. Le caían bien sus compañeros de cabaña. Sabía trabajar con ellos... pero ¿los conocía de verdad?
Si Leo tenía una familia, estaba formada por los semidioses del Argo II, y tal vez por el entrenador Hedge, aunque Leo jamás lo reconocería en voz alta.
"Siempre serás un extraño", le advirtió la voz de Némesis, pero Leo trató de apartar esa idea de su mente.
—De acuerdo, entonces...—miró a su alrededor—. Tenemos que trazar un plan. ¿Cómo estamos respirando? Si estamos debajo del mar, ¿no debería aplastarnos la presión del agua? Es posible que esta cámara nos esté protegiendo, en caso de ser completamente hermética, pero no estoy del todo seguro. ¿Tú qué piensas?
Frank se encogió de hombros.
—La magia de los caballos pez, supongo. Recuerdo que el tipo verde me tocó la cabeza con la punta de una daga. Y luego pude respirar.
Leo hizo una mueca.
—No. Non. Noin—dijo, negando con un dedo—. No es magia, es la manipulación del entorno a nivel atómico por medio de la Energía Infinita.
Frank lo miró inexpresivamente.
—Magia—decidió.
Leo rodó los ojos. Lo cierto era que la dichosa Energía Infinita había sido el sujeto de estudio más enigmático que jamás había tenido el placer de investigar. Aún más que los planos de Dédalo, los archivos que le robó al gobierno de los Estados Unidos y el disco de control de Festo juntos.
En esa energía divina y omnipresente yacía el secreto del universo. Y si pudiese aprender a controlarla... en fin. Podría hacer lo que quisiera, cómo alterar la composición genética y molecular de su cuerpo con el fin de transformarse en animales, por dar un ejemplo completamente al azar.
Leo observó la oreja de mar que hacía las veces de puerta.
—¿Puedes sacarnos de aquí?—preguntó—. ¿Puedes convertirte en un tiburón martillo o algo por el estilo?
Frank negó con la cabeza con aire taciturno.
—Mi poder de transformación no funciona. No sé por qué. Puede que me hayan echado una maldición o puede que esté demasiado confundido para concentrarme.
—"Maldición"—Leo rodó los ojos—. También odio esa palabra. Hazel podría estar en apuros. Tenemos que salir de aquí.
Nadó hasta la puerta y pasó los dedos por la oreja de mar. No palpó ningún tipo de pestillo ni ningún otro mecanismo. O la puerta se abría por medio de Energía Infinita o requería fuerza bruta, y ninguna de las dos cosas era dominada aún por Leo.
—Ya lo he intentado—dijo Frank—. Aunque saliéramos, no tenemos armas.
—Hum...—Leo levantó un dedo—. Me pregunto...
Se concentró, y el fuego empezó a vacilar sobre su mano. Por una fracción de segundo, Leo se entusiasmó, pues no esperaba que fuera posible bajo el agua. Entonces su plan empezó a funcionar demasiado bien. El fuego le recorrió el brazo y todo el cuerpo hasta que quedó completamente envuelto en un fino velo de llamas. Trató de respirar, pero estaba inspirando calor puro.
—¡Leo!
Frank se agitó hacia atrás como si se hubiera caído del taburete de un bar. En lugar de correr a ayudar a Leo, abrazó la pared para alejarse lo máximo posible.
Leo se obligó a no perder la calma. Entendió lo que estaba pasando. El fuego propiamente dicho no podía hacerle daño. Apagó las llamas a fuerza de voluntad y contó hasta cinco. Respiró de forma superficial. Volvía a tener oxígeno.
Frank dejó de intentar fundirse con la pared de la cueva.
—¿Estás... estás bien?
—Sí—masculló Leo—. Gracias por la ayuda.
—Lo... lo siento—Frank parecía tan horrorizado y avergonzado que a Leo le costó seguir enfadado con él—. Yo sólo... ¿qué ha pasado?
—Una idea muy ingeniosa—dijo Leo—. Hay una fina capa de oxígeno alrededor de nosotros, como una segunda piel. Debe de regenerarse a sí misma. Así es como podemos respirar y mantenernos secos. El oxígeno ha servido de combustible al fuego, sólo que el fuego también me estaba ahogando al dejarme sin que respirar.
—La verdad es que no...—Frank tragó saliva—. No me gusta que invoques el fuego.
Frank empezó a ponerse otra vez cariñoso con la pared del fondo de la cueva.
Leo no lo pretendía, pero no pudo evitar reírse.
—No voy a atacarte, amigo.
—Fuego—repitió Frank, como si esa palabra lo explicara todo.
Leo recordó lo que Hazel había dicho: que su fuego ponía nervioso a Frank. Leo ya había visto antes la incomodidad reflejada en el rostro de Frank, pero no le había dado importancia. Frank parecía mucho más poderoso y temible que Leo.
Entonces le pasó por la cabeza que Frank podía haber tenido una mala experiencia con el fuego. La madre de Leo había muerto en el incendio de un taller. Habían culpado a Leo de la desgracia. Había crecido escuchando cómo lo llamaban monstruo y pirómano porque cada vez que se enfadaba, ardían cosas.
—Siento haberme reído—dijo, y así era—. Mi madre murió en un incendio. Entiendo que dé miedo. ¿Te... te ha pasado algo así?
Frank parecía estar sopesando cuánto podía contar.
—Mi casa... la casa de mi abuela... se incendió hace poco. Pero hay más...—se quedó mirando los erizos de mar del suelo—. Annabeth dijo que podía confiar en la tripulación. Incluso en ti.
—Mira, sé que soy molesto, pero mi intención siempre ha sido ayudar—dijo—. Me convertí en científico específicamente para encontrar la explicación de mis poderes. Y hace no mucho la hallé. Te podría dar una clase de dos horas sobre exactamente como funcionan a detalle los poderes de Jason y Piper también y cuales son sus principios científicos.
Extendió los brazos hacia los lados.
—¡Si tuviera la suerte de alcanzar alguno de mis ideales, sería en nombre de toda la humanidad!—anunció—. Si tienes algún problema, grande o pequeño, no dudes en decírmelo.
Frank se talló los ojos, como si usarlos por mucho tiempo le resultase molesto. Tenía sentido, debían estar tan poco acostumbrados a la luz que habrían de ser muy sensibles. Además, esa coloración de sus pupilas era intrigante. Leo consideró que eso podía ser parte del problema. Quizá la venda lo protegía de algún tipo de daño o malestar.
—Mi debilidad...—comenzó Frank, sobresaltándose, como si las palabras le hicieran daño en la boca—. Hay un trozo de madera...
La oreja de mar que servía de puerta se abrió.
Leo se volvió y se encontró cara a cara con el Hombre Guisante, que, de hecho, no era en absoluto un hombre. Ahora que podía verlo con claridad, advirtió que el tipo era con diferencia la criatura más rara que había visto en su vida, lo cual era decir mucho.
De cintura para arriba, era más o menos humano: un tipo delgado con el pecho descubierto que llevaba una daga en el cinturón y una banda de conchas marinas a través del pecho como una bandolera. Tenía la piel verde, la barba castaña desaliñada, y llevaba el cabello largo recogido hacia atrás con un pañuelo de algas. Un par de pinzas de langosta le sobresalían de la cabeza a la manera de unos cuernos que giraban y chasqueaban aleatoriamente.
Leo concluyó que no se parecía mucho a Quirón. Se parecía más al cartel que la madre de Leo tenía en su espacio de trabajo—el bandido mexicano Pancho Villa—, sólo que con conchas marinas y cuernos de langosta.
De cintura para abajo, era más complejo. Tenía las patas delanteras de un caballo azul verdoso, como un centauro, pero hacia la parte trasera, el cuerpo de caballo se transformaba en una larga cola de pescado de unos tres metros de largo, con una aleta multicolor con forma de V.
Entonces Leo comprendió a lo que se refería Frank al hablar de los "caballos pez".
—Soy Bitos—dijo el hombre verde—. Voy a interrogar a Frank Zhang.
Tenía una voz serena y firme que no dejaba lugar al debate.
—¿Por qué nos habéis capturado?—preguntó Leo—. ¿Dónde está Hazel?
Bitos entornó los ojos. Su expresión parecía decir: "¿Acaba de hablarme esta pequeña criatura?".
—Tú, Leo Valdez, irás con mi hermano.
—¿Tu hermano?
Leo se dio cuenta de que una figura mucho más grande se alzaba detrás de Bitos, con una sombra tan ancha que ocupaba toda la entrada de la cueva.
—Sí—dijo Bitos con una sonrisa sardónica—. No hagas enfadar a Afros.
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