LEO VI
Montar a Arión fue lo mejor que le había pasado a Leo en todo el día, lo que no era decir mucho, considerando que su día había sido bastante asqueroso. Los cascos del caballo convertían la superficie del lago en una bruma salada. Leo posó la mano contra el costado del caballo y notó que sus músculos funcionaban como una máquina bien engrasada. Por primera vez, entendió por qué los motores de los coches se medían en caballos. Arión era un Maserati con cuatro patas.
Delante de ellos estaba la isla: una raya de arena tan blanca que podría haber sido sal pura. Detrás de ella se alzaba una extensión de dunas cubiertas de hierba y cantos rodados erosionados.
Leo iba sentado detrás de Hazel, rodeándole la cintura con un brazo. El contacto tan próximo le incomodaba un poco, pero era la única forma de mantenerse a bordo (o como se dijera cuando ibas a caballo).
Antes de partir, Percy lo había llevado aparte para contarle la historia de Hazel. El chico se había mantenido sereno, frío y distante todo el tiempo, pero a pesar de su tono calmo, el mensaje entre líneas había sido claro: "Como la cagues con mi hermana, me encargaré personalmente de que sirvas de comida a un tiburón blanco".
Según Percy, Hazel era hija de Hades. Había muerto en la década de 1940 y había vuelto a la vida hacía sólo unos meses.
A Leo le resultaba difícil de creer. Hazel parecía afable y llena de vida, no como los fantasmas o los otros mortales resucitados con los que Leo se había tropezado.
Además, parecía que tenía don de gentes, a diferencia de Leo, que se sentía mucho más cómodo con las máquinas. Él no tenía ni idea de cómo funcionaban los seres vivos como los caballos o los humanos.
Aun así, montar a caballo a tal velocidad hacía que se le acelerara el corazón, deseaba ser capaz de construir algo al menos la mitad de increíble que Arión. Si pudiese crear algo que le permitiese saltarse la fase de aceleración de un objeto, de modo que pudiese pasar a velocidad terminal al primer impulso... las ideas comenzaron a fluir por su cabeza.
Arión llegó a la playa con gran estruendo. Pateó el suelo con los cascos y relinchó triunfalmente, como el entrenador Hedge lanzando un grito de guerra.
Hazel y Leo desmontaron. Arión piafó en la arena.
—Necesita comer—explicó Hazel—. Le gusta el oro, pero...
—¿Oro?—preguntó Leo.
—Se conformará con hierba. Adelante, Arión. Gracias por el viaje. Te llamaré.
Y sin más, el caballo desapareció; no quedó ni rastro de él salvo una estela humeante a través del lago.
—Qué caballo más increíble—sonrió Leo—, y qué caro de mantener.
—En realidad, no—dijo Hazel—. El oro no tiene secretos para mí.
Leo arqueó las cejas.
—¿Cómo que te resulta fácil? Por favor, dime que no eres pariente del rey Midas. No me agrada ese sujeto.
Hazel frunció los labios, como si se arrepintiera de haber sacado el tema a colación.
—Da igual.
Eso despertó todavía más la curiosidad de Leo, pero prefirió no insistir. Opto, como de costumbre, por cambiar de tema:
—Oye, si se le llegase a caer un diente a tu caballo, ¿te importaría dármelo?—preguntó—. Amaría estudiar su composición. ¿Cómo hace para masticar oro? ¿Sufre algún desgaste por ello? ¿De ser así, cada cuánto tiene que reemplazar su dentadura? Y hablando del propio Arión, ¿cómo puede convertir el metal sólido en energía?
Hazel ladeó la cabeza, mareada por la cantidad de preguntas.
—Claro, no sé, no sé, no sé y no sé—respondió en orden.
Leo sonrió, acostumbrado a desconcertar a las personas con sus cuestionamientos. Se arrodilló y recogió con las manos un puñado de arena blanca.
—Bueno... en cualquier caso, ya hemos resuelto un problema. Esto es cal.
Hazel frunció el entrecejo.
—¿Toda la playa?
—Sí. ¿Lo ves? Los granos son totalmente redondos. En realidad, no es arena. Es carbonato de calcio.
Leo sacó una bolsa de plástico con cierre hermético de su cinturón portaherramientas y metió la mano en la cal.
De repente se quedó paralizado. Se acordó de todas las ocasiones en las que la diosa de la tierra Gaia se le había aparecido: su rostro dormido hecho de tierra, arena o polvo. Le encantaba provocarlo. Leo se imaginó sus ojos cerrados y su sonrisa soñadora arremolinándose en el calcio blanco.
"Lárgate, pequeño héroe"—dijo Gaia—. "Sin ti, el barco no se puede reparar".
—¿Leo?—preguntó Hazel—. ¿Estás bien?
Él respiró de forma trémula. Gaia no estaba allí. Simplemente estaba enloqueciendo.
—Sí—contestó—. Sí, estoy bien.
Empezó a llenar la bolsa.
Hazel se arrodilló a su lado y le ayudó.
—Deberíamos haber traído un cubo y unas palas.
La idea animó a Leo.
—Podríamos haber hecho un castillo de arena.
—Un castillo de cal.
Sus ojos coincidieron por un segundo y Hazel apartó la vista.
—Te pareces mucho...
—¿A Sammy?—aventuró Leo.
Ella se cayó hacia atrás.
—¿Lo sabes?
—No tengo ni idea de quién es Sammy, pero Frank me ha preguntado si me llamaba así.
—¿Y... te llamas Sammy?
—No. Nain. Non! ¡Caray!
—No tienes un hermano gemelo o...—Hazel se detuvo—. ¿Tu familia es de Nueva Orleans?
—No, de Houston. ¿Por qué? ¿Es Sammy un conocido tuyo?
—Yo... Nada. Sólo te pareces a él.
Leo notó que le daba vergüenza seguir hablando de eso. Pero si Hazel venía del pasado, ¿significaba eso que Sammy era de los años cuarenta? En ese caso, ¿cómo conocía Frank a ese chico? ¿Y por qué creía Hazel que Leo era Sammy, después de todas las décadas que habían pasado?
Terminaron de llenar la bolsa en silencio. Leo la metió en el cinturón y la bolsa desapareció—ni peso ni masa ni volumen—, aunque él sabía que estaría allí cuando introdujera la mano para recogerla. Leo podía cargar con cualquier cosa que cupiera en los bolsillos. Le encantaba su cinturón. Ojalá los bolsillos fueran lo bastante grandes para meter una bazuca.
Se levantó y escudriñó la isla: dunas de arena blanca, mantos de hierba y cantos rodados con sal incrustada como escarcha.
—Festo ha dicho que había bronce celestial cerca, pero no estoy seguro de dónde...
—Por allí—Hazel señaló playa arriba—. A unos quinientos metros.
—¿Cómo lo...?
—Metales preciosos—dijo Hazel—. Cosa de Hades.
Leo recordó que la chica había dicho que el oro no tenía secretos para ella.
—Un don muy práctico. Usted primero, señorita Detector de Metales.
El sol empezó a ponerse. El cielo se tiñó de una extraña mezcla de color morado y amarillo. En otras circunstancias, Leo habría disfrutado paseando por la playa, pero cuanto más lejos avanzaban, más nervioso se ponía. Por fin Hazel giró hacia el interior.
—¿Estás segura de que es buena idea?—preguntó.
—Estamos cerca—prometió ella—. Vamos.
Justo detrás de las dunas vieron a la mujer.
Estaba sentada sobre una roca en medio de un campo cubierto de hierba. Había una moto negra cromada aparcada cerca, pero a cada rueda le faltaba una buena parte de los radios y de la llanta, de forma que parecían un Pac-man. En ese estado era imposible que se pudiera conducir.
La mujer tenía el cabello moreno rizado y un cuerpo huesudo. Llevaba unos pantalones de motorista de cuero negros, unas botas de cuero altas y una cazadora de cuero rojo sangre: una especie de cruce entre Michael Jackson y los Ángeles del Infierno. Alrededor de sus pies, el suelo estaba cubierto de lo que parecían conchas rotas. Se hallaba encorvada sacando conchas nuevas de un saco y abriéndolas. ¿Estaba desbullando ostras? Leo no estaba seguro de que hubiera ostras en el Great Salt Lake. Creía que no.
No tenía ganas de acercarse. Había tenido malas experiencias con mujeres raras. Su antigua niñera, la tía Callida, había resultado ser Hera y había mostrado la desagradable costumbre de ponerlo a dormir en una chimenea en llamas. La diosa de la tierra Gaia había matado a su madre incendiando su taller cuando Leo tenía ocho años. La diosa de la nieve Quíone había intentado convertirlo en un helado en Sonoma.
Sin embargo, Hazel avanzó dando grandes pasos, de modo que no le quedó más remedio que seguirla.
A medida que se acercaban, Leo se fijó en unos detalles que lo inquietaron. Sujeto al cinturón de la mujer había un látigo enrollado. Su chaqueta de cuero roja tenía un estampado tenue: las ramas retorcidas de un manzano poblado de pájaros esqueléticos. Y las ostras que parecía estar abriendo eran en realidad galletas de la fortuna.
A su alrededor había un montón de galletas rotas que le llegaban hasta los tobillos. No hacía más que sacar galletas nuevas del saco, abrirlas y leer el mensaje que contenían. La mayoría de los mensajes los echaba a un lado. Unos cuantos le hicieron murmurar con tristeza. Pasaba el dedo por encima del trozo de papel como si lo estuviera emborronando y luego lo cerraba por arte de magia y lo lanzaba a una cesta que había cerca.
—¿Qué hace?—preguntó Leo antes de poder contenerse.
La mujer alzó la vista. A Leo se le llenaron los pulmones tan rápido que pensó que le iban a estallar.
—¿Tía Rosa?—preguntó.
No tenía sentido, pero aquella mujer era clavada a su tía. Tenía la misma nariz ancha con un lunar en un lado, la misma boca con expresión avinagrada y los mismos ojos duros. Pero no podía ser Rosa. Ella jamás se habría vestido así, y que Leo supiera, seguía en Houston. Ella no estaría abriendo galletas de la fortuna en medio del Great Salt Lake.
—¿Es eso lo que ves?—preguntó la mujer—. Interesante. ¿Y tú, Hazel, cielo?
—¿Cómo...?—Hazel retrocedió, alarmada—. Se... se parece usted a la señora Leer, mi profesora de tercero. Yo la odiaba.
La mujer se echó a reír a carcajadas.
—Magnífico. Así que le guardabas rencor, ¿eh? ¿Te juzgaba de forma injusta?
—Usted... Ella me pegaba las manos al pupitre con cinta adhesiva por portarme mal—dijo Hazel—. Llamaba "bruja" a mi madre. Me culpaba de cosas que no hacía y... No. Tiene que estar muerta. ¿Quién es usted?
—Leo lo sabe—respondió la mujer—. ¿Qué sientes por tu tía Rosa, mijo?
"Mijo". Así era como lo llamaba la madre de Leo. Después de la muerte de su madre, Rosa había rechazado a Leo. Lo había llamado hijo del demonio. Lo había culpado del incendio que había acabado con la vida de su hermana. Rosa había puesto a su familia en contra de él y lo había abandonado—un flaco huérfano de ocho años—a merced de los servicios sociales. Leo había ido de casa de acogida en casa de acogida hasta que por fin había encontrado un hogar en el Campamento Mestizo. Pocas personas le despertaban odio, pero después de todos los años que habían pasado, la cara de su tía Rosa le hacía rabiar de rencor.
¿Que qué sentía? Quería desquitarse. Quería venganza.
Sus ojos se desviaron a la moto con ruedas en forma de Pac-man. ¿Dónde había visto algo parecido antes? La cabaña dieciséis, en el Campamento Mestizo: el símbolo colocado encima de la puerta era una rueda rota.
—Némesis—dijo—. Usted es la diosa de la venganza.
—¿Lo ves?—La diosa sonrió a Hazel—. Me reconoce.
Némesis abrió otra galleta y arrugó la nariz.
—"Tendrás mucha suerte cuando menos te lo esperes"—leyó—. Este es el tipo de chorradas que detesto. Alguien abre una galleta, ¡y de repente una profecía le dice que será rico! ¡La culpa la tiene la facilona de Tique, siempre repartiendo buena suerte a los que no se la merecen!
Leo miró el montón de galletas partidas.
—Ejem... sabe que esas profecías no son de verdad, ¿no? Las meten en las galletas en una fábrica...
—¡No intentes justificarlo!—le espetó Némesis—. Es como si Tique quisiera que la gente se hiciera ilusiones. No, no. Debo oponerme a ella—Némesis pasó el dedo por encima del trozo de papel, y las letras se tiñeron de rojo—. "Sufrirás una muerte dolorosa cuando más te lo esperes". ¡Ya está! Mucho mejor.
—¡Es horrible!—dijo Hazel—. ¿Dejaría que alguien leyera eso en su galleta de la suerte y que se hiciera realidad?
Némesis se rió burlonamente. Ver aquella expresión en la cara de la tía Rosa era verdaderamente inquietante.
—Mi querida Hazel, ¿nunca le deseaste cosas horribles a la señora Leer por cómo te trató?
—¡Eso no significa que quisiera que se hicieran realidad!
—Bah—la diosa volvió a cerrar la galleta y la lanzó a su cesto—. Ahora Tique está fatal, como los demás. La última vez que revisé fue declarada desaparecida en batalla. Los gigantes no han dejado de avanzar por el Valhalla, lentos pero implacables.
—¿De qué está hablado?—preguntó Leo—. ¿Qué hace usted aquí?
Némesis abrió otra galleta.
—Números de la suerte. ¡Ridículo! ¡Ni siquiera es una predicción como es debido!
Aplastó la galleta y esparció los trozos alrededor de sus pies.
—En respuesta a tu pregunta, Leo Valdez, los dioses se encuentran en un estado lamentable. Los ángeles están cayendo cómo moscas, deidades son asesinadas o capturadas. El ataque de los ejércitos de Gaia ha sido mil veces peor que como lo fue en la primera guerra de los gigantes. Zeus está considerando seriamente hacer un llamado de auxilio a otros panteones. El propio Berserker del Trueno, Thor, ya acudió en nuestra ayuda—dijo—. Y luego están los dioses... indispuestos. Aquellos especialmente susceptibles a los conflictos humanos. Siempre le ocurre a unos pocos cuando se avecina una guerra civil entre romanos y griegos. Los dioses con divisiones muy marcadas se debaten entre sus dos facetas, invocados por los dos bandos. Se vuelven muy esquizofrénicos. Sufren terribles dolores de cabeza. Desorientación.
—Pero no estamos en guerra—repuso Leo.
—Ejem, Leo...—Hazel hizo una mueca—, te olvidas de que hace poco has volado una buena parte de la Nueva Roma.
Leo se la quedó mirando, preguntándose de qué lado estaba.
—¡No fue a propósito!
—Lo sé...—dijo Hazel—, pero los romanos no son conscientes de eso. Y nos perseguirán como represalia.
Némesis se echó a reír a carcajadas.
—Leo, escucha a la chica. Se avecina la guerra para los semidioses. Gaia se ha ocupado de ello, con vuestra ayuda. ¿Y sabéis a quién culpan los dioses de su situación?
A Leo le sabía la boca a carbonato de calcio.
—A mí.
La diosa resopló.
—Bueno, no te sobrevalores. Tú no eres más que un peón en el tablero, Leo Valdez. Me refería a la jugadora que inició esta ridícula misión uniendo a griegos y romanos. Los dioses culpan a Hera. La reina de los cielos ha huido del Olimpo para escapar de la ira de Zeus. ¡No esperéis ayuda de vuestra patrona!
Leo tenía la cabeza a punto de estallar. Hera le despertaba sentimientos encontrados. La diosa se había entrometido en su vida cuando era sólo un bebé, moldeándolo para que desempeñara un papel en aquella gran profecía, pero por lo menos había estado de su lado, más o menos. Y si ahora estaba fuera de juego...
—Entonces ¿para qué está usted aquí?—preguntó.
—¡Para ofrecer ayuda!
Némesis sonrió maliciosamente.
Leo lanzó una mirada a Hazel. Parecía que a la chica le acabaran de ofrecer una serpiente gratuita.
—Ayuda—repitió Leo.
—¡Pues claro!—dijo la diosa—. Disfruto destruyendo a los soberbios y los poderosos, y no hay nadie que merezca más ser destruido que Gaia y sus gigantes. Aun así, debo advertiros de que no toleraré un éxito que no sea merecido. La buena suerte es una farsa. La rueda de la fortuna es un esquema Ponzi. El auténtico éxito requiere sacrificio.
—¿Sacrificio?—Hazel tenía un tono de voz tenso—. Yo perdí a mi madre. Morí y resucité. Ahora mi hermano ha desaparecido. ¿No le parece eso suficiente sacrificio?
Leo la entendía perfectamente. Tenía ganas de gritar que él también había perdido a su madre. Su vida entera había consistido en una desgracia detrás de otra. Había perdido a su dragón, Festo. Había estado a punto de matarse intentando terminar el Argo II. Por si fuera poco, había disparado sobre el campamento romano, lo más probable es que hubiera provocado una guerra y tal vez había perdido la confianza de sus amigos.
—Ahora mismo—dijo, tratando de controlar su ira—, lo único que quiero es un poco de bronce celestial.
—Oh, eso es sencillo—contestó Némesis—. Está al otro lado de la cuesta. Lo encontraréis con las enamoradas.
—Un momento—dijo Hazel—. ¿Qué enamoradas?
Némesis se metió una galleta en la boca y se la tragó, mensaje incluido.
—Ya lo verás. Tal vez te den una lección, Hazel Levesque. La mayoría de los héroes no pueden escapar a su naturaleza, ni siquiera cuando se les concede una segunda oportunidad de vivir—sonrió—. Y hablando de tu hermano Nico, no tienes mucho tiempo. Veamos... ¿Hoy es 25 de junio? Sí, después de hoy, quedan seis días más. Entonces morirá, junto con toda la ciudad de Roma.
Hazel abrió los ojos como platos.
—¿Cómo? ¿Qué...?
—Y respecto a ti, hijo del fuego—se volvió hacia Leo—, tus peores tribulaciones todavía están por llegar. Tú siempre serás un extraño, la séptima rueda. No hallarás un lugar entre tus hermanos. Dentro de poco te enfrentarás a un problema que no podrás resolver, pero yo podría ayudarte... a cambio de un precio.
Leo percibió olor a humo. Se dio cuenta de que le estaban ardiendo los dedos de la mano izquierda y de que Hazel lo estaba mirando aterrada.
Se metió la mano en el bolsillo para apagar las llamas.
—Me gusta resolver mis problemas.
—Muy bien.
Némesis se limpió las migas de galleta de la cazadora.
—Pero... esto... ¿de qué precio estamos hablando?
La diosa se encogió de hombros.
—Hace poco uno de mis hijos cambió un ojo por la capacidad de cambiar el mundo.
A Leo se le revolvió el estómago.
—¿Quiere... un ojo?
—En tu caso, tal vez serviría otro sacrificio. Pero algo igual de doloroso. Toma—le dio una galleta de la suerte sin abrir—. Si necesitas una respuesta, rómpela. Resolverá tu problema.
Leo tomó la galleta de la suerte con la mano temblorosa.
—¿Qué problema?
—Lo sabrás cuando llegue el momento.
—No, gracias—dijo Leo con firmeza.
Sin embargo, su mano introdujo la galleta en su cinturón como si tuviera voluntad propia.
Némesis recogió otra galleta del saco y la abrió.
—"Dentro de poco tendrás motivos para reconsiderar tus decisiones". Oh, este me gusta. No necesita ningún cambio.
Volvió a cerrar la galleta y la lanzó a la cesta.
—Muy pocos dioses podrán ayudaros en vuestra misión. La mayoría no pueden ni siquiera atreverse a pensar en abandonar el frente de batalla. Para los que están incapacitados de luchar, su confusión no hará más que empeorar. Sólo una cosa podría devolver la unidad al Olimpo: un antiguo agravio vengado finalmente. Ah, eso sí que sería maravilloso. ¡La balanza equilibrada por fin! Pero eso no ocurrirá a menos que aceptes mi ayuda.
—Supongo que no nos va a explicar de qué está hablando—murmuró Hazel—. Ni por qué mi hermano Nico sólo tiene seis días de vida. Ni por qué Roma va a ser destruida.
Némesis se rió entre dientes. Se levantó y se echó el saco de galletas al hombro.
—Todo está relacionado, Hazel Levesque. Respecto a mi oferta, Leo Valdez, piénsatelo. Eres un buen chico. Trabajas duro. Podríamos hacer negocios. Pero ya os he entrenido demasiado. Debéis visitar el estanque antes de que se haga de noche. Mi pobre chico maldito se pone muy... inquieto cuando oscurece.
A Leo no le gustaba cómo sonaba eso, pero la diosa se montó en su moto. Al parecer se podía conducir, a pesar de las ruedas con forma de Pac-man, porque Némesis arrancó el motor y desapareció en medio de un hongo de humo negro.
Hazel se inclinó. Todas las galletas partidas y los mensajes de la suerte habían desaparecido a excepción de un trozo de papel arrugado. Lo recogió y leyó:
—"Te verás reflejado y tendrás motivos para el desconsuelo".
—Fantástico—masculló Leo—. Vamos a ver lo que significa.
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