TERCERA PERSONA XLVII
Quíone abalanzó sobre Piper veloz como gacela y golpeó con una de sus esferas el suelo tan ferozmente que los maderos se partieron y astillaron, volando en todas direcciones.
Piper esquivó el ataque con un salto, tan sólo para notar cómo la diosa ya estaba nuevamente sobre ella.
Una nueva explosión gélida envió grandes trozos de madera, metal y hielo por los aires, pero Piper ya no estaba frente a Quíone, sino varios metros a su derecha.
—Es como si fueras un cañón—reconoció—. Si me acertaras un golpe, volaría en pedazos.
Quíone se volvió hacia ella, una ventisca soplaba a su alrededor.
—No sé si te hayas dado cuenta—siseó—. Pero esa... ¡¡Es la maldita idea!!
Se lanzó sobre Piper una vez más, ella volvió a intentar huir con un salto, pero la diosa sonrió como si eso fuese justo lo que quería.
Trazó un arco descendente con su brazo y, ante la atónita mirada de la hija de Afrodita, bajó su arma en un golpe que pasó sobre el rostro de su rival.
Gélido viento sopló por el Argo y un cráter se abrió en su superficie. Piper se apartó una vez más, a tiempo para evitar una muerte segura, pero sintiendo un corte sangrar en su mejilla derecha.
A pesar de todo, la joven sonrió, mirando de reojo el mascarón de proa.
El aire que los rodeaba era tan frío que le quemó la cara. Se sentía como si estuviera aspirando nieve pura.
Piper trató de no mirar el cuerpo helado de Jason. Trató de no pensar en sus amigos, que se encontraban bajo la cubierta, ni en Leo, que había sido disparado al cielo a un lugar del que no podía volver.
El barco se mecía bajo sus pies. Una ráfaga de aire veraniego atravesó el frío, y Piper la aspiró y la interpretó como una buena señal. Todavía era verano allí fuera. El sitio de Quíone y sus hermanos no estaba allí.
Piper sabía que no podía ganar un enfrentamiento tradicional contra Quíone. No era tan lista como Annabeth, ni se le daba tan bien resolver problemas como a Leo. Pero sí tenía poderes. Y pensaba utilizarlos.
La noche anterior, mientras hablaba con Hazel, Piper se había dado cuenta de que el secreto de su poder de persuasión se parecía mucho a la forma de usar la Niebla. En el pasado, Piper había tenido muchos problemas para que sus hechizos surtieran efecto porque siempre mandaba a sus enemigos que hicieran lo que quería. Gritaba "No nos mates" cuando el deseo más ferviente del monstruo era matarlos. Infundía todo su poder a su voz y esperaba que bastara para doblegar la voluntad de su enemigo.
A veces daba resultado, pero era agotador y poco fiable. Afrodita no destacaba en los enfrentamientos directos. Afrodita destacaba por la sutileza, la astucia y el encanto. Piper decidió que no debía centrarse en lo que ella quería. Tenía que empujarlos a que hicieran lo que ellos querían.
Una gran teoría, si pudiera hacer que diera resultado...
—Un ataque impresionante, sin duda—dijo—. Me ha hecho comprender por qué nos odias tanto. En Sonoma te humillamos quizá demasiado.
Había colmado su voz de compasión.
Los ojos de Quíone brillaban como el café helado. Lanzó una mirada de desasosiego a sus hermanos.
Piper se rió.
—¡Oh, no se lo has contado!—aventuró—. Lo comprendo perfectamente. Tenías a un rey gigante de tu parte, además de un ejército de lobos y Nacidos de la Tierra, y no pudiste vencernos.
—¡Silencio!—susurró la diosa.
El aire se volvió brumoso. Piper notó que la escarcha se acumulaba en sus cejas y le helaba los conductos auditivos, pero forzó una sonrisa.
—En fin—guiñó el ojo a Zetes—. Pero fue muy divertido.
—La chica debe de estar mintiendo—dijo Zetes—. Quíone no sufrió una derrota en la Casa del Lobo. Dijo que fue una... ¿cómo se llama? Una retirada táctica.
—¿Una tacita?—preguntó Cal—. Me gustan las tacitas.
Piper alzó las espadas de los hermanos con suma despreocupación, aunque en todo momento cuidándose de no pincharse a sí misma.
—No, Cal. Quiere decir que tu hermana huyó.
—¡Yo no huí!—gritó Quíone.
—¿Cómo te llamó Hera?—meditó Piper—. Eso: ¡una diosa de tercera!
Se echó a reír otra vez, y su diversión era tan auténtica que Zetes y Cal también se pusieron a reír.
—Très bon!—dijo Zetes—. ¡Una diosa de tercera! ¡Ja!
—¡Ja!—dijo Cal—. ¡Mi hermana huyó! ¡Ja!
El vestido blanco de Quíone empezó a desprender vapor. Una capa de hielo se formó sobre las bocas de Zetes y Cal y se las tapó.
—Te enseñaré los horrores de la congelación, Piper McLean. Dudo que Zetes siga interesado en ti si te quedas sin dedos de las manos y los pies... y sin nariz ni orejas.
Zetes y Cal escupieron los tapones de hielo de sus bocas.
—La chica guapa estaría menos guapa sin nariz—reconoció Zetes.
Piper había visto fotos de víctimas de congelación. La amenaza le aterraba, pero no dejó que se notara.
Comenzó a tararear alegremente una de las canciones favoritas de su padre: "Sumertime" y a su vez recitó una de sus citas favoritas de Shakespeare.
—"Quien se eleva demasiado cerca del sol con alas de oro las funde"
—¡Cállate!
La diosa creó nuevas balas en sus manos y se lanzó al ataque con la ferocidad de un jaguar.
Como ya tenía por costumbre, Piper esquivó el ataque con un salto, ocultándose brevemente en el vaho gélido para retomar las distancias. Cada vez estaba más cerca de su objetivo, sólo unos cuantos metros más.
—¿Os acordáis de nuestro dragón?—preguntó Piper.
Quíone resopló.
—Eso no es importante. El dragón está estropeado. Ya no echa fuego.
—Pues sí...
Ella no tenía el poder de Leo para hacer que los engranajes girasen o que los circuitos echasen chispas. No podía percibir nada relacionado con el funcionamiento de una máquina. Lo único que podía hacer era hablar con el corazón y decirle al dragón lo que más quería oír.
—Pero Festo es más que una máquina. Es un ser vivo.
—Eso es ridículo—le espetó la diosa—. Zetes, Cal, bajad a por los semidioses congelados. Luego abriremos la esfera de los vientos.
—Podéis hacer eso, chicos—convino Piper—. Pero entonces no veríais a Quíone humillada. Sé que os gustaría verla.
Los Boréadas vacilaron.
—¿Hockey?—preguntó Cal.
—Casi tan bueno como el hockey—le prometió Piper—. Luchasteis al lado de Jasón y los argonautas, ¿verdad? En un barco como este, el primer Argo.
—Sí—asintió Zetes—. El Argo. Se parecía mucho a este, pero no teníamos un dragón.
—¡No le hagáis caso!—soltó Quíone.
Piper notó que se formaba hielo en sus labios.
—Puedes hacerme callar—dijo rápidamente—. Pero te interesa conocer mi poder secreto para saber cómo os destruiré a ti, a Gaia y a los gigantes.
Los ojos de Quíone bullían de odio, pero contuvo la escarcha.
—Tú... no... tienes... ningún... poder—insistió.
—Hablas como una diosa de tercera—dijo Piper—. Una diosa a la que nunca nadie toma en serio y que siempre quiere más poder.
Quíone arrojó una de sus balas de cañón perforando el suelo con gran estruendo. Piper sonrió de oreja a oreja, la mirada levemente oscurecida. Se cruzó de brazos, con las espadas de los Boréadas aún en cada mano, y en el momento más oportuno, las usó para de un doble golpe trazar una X en el aire, partiendo el proyectil por la mitad.
—La esgrima nunca ha sido lo mío—reconoció—. Pero como se esperaba de las espadas de los hijos del norte, fue un corte perfecto.
—Eres un monstruo...—siseó Quíone.
—Haz fila, entonces, pues no eres la primera que lo piensa—suspiró—. Por más que intento, tus emociones no dejan de enturbiarse y ensuciarse con ira y desprecio. No veo terror en tus colores. De verdad... ¡Qué fatídico día!
Quíone parpadeó dos veces.
—Ya entendí... ese es el dichoso poder del que tanto hablas—le sonrió con el desdén más absoluto—. Tú puedes ver mis emociones, ¿no es así?
Piper le sonrió levemente.
—Sí, estás en lo correcto—dijo, comenzando a temblar mientras se ensanchaba su sonrisa—. Este es el arte que sólo yo puedo crear. Las Pinturas de Emociones. Así es como las llamo.
La diosa se rió, mostrando cierto alivio mientras invocaba más de sus terribles armas.
—Patético—dijo sin filtros—. ¿Crees realmente que sólo viendo mis emociones podrás vencerme?
Las balas de hielo estallaron en sus manos, convirtiéndose en miles de afiladísimas pequeñas esquirlas heladas.
—No me gusta la gente excéntrica.
"¿Te has mirado al espejo últimamente?"—bufó Piper en sus adentros.
—Lamento informarte, princesa de hielo, que mi Soul Eye, como lo llama Afrodita, no es aquel gran poder del que te he hablado.
—Da igual—sonrió cruelmente la diosa—. ¿Sabes lo que es una metralla? Pequeños proyectiles numerosos que caen sobre un enemigo. Desde esta distancia no puedo fallar.
Piper se rió, soltando las espadas de los Boréadas y rebuscando en su saco hasta encontrar aquello que precisaba.
—Bueno... en ese caso—hizo gala de una de las heladas balas de cañón de la propia diosa, sosteniéndola entre sus manos—. Parece que tendré que interceptarlos.
Quíone abrió los ojos de par en par.
"Mi bala de hielo"—pensó alarmada—. "¿Cuándo la consiguió?"
—Oh, la tomé prestada—dijo Piper, cual si le leyese el pensamiento—. Así que... estoy segura... que puedo mejorar tu técnica.
Sujetó su brazo mientras, a pura fuerza de voluntad, se dislocaba el hombro y la articulación del codo, extendiendo su brazo de una grotesca forma inhumana. Acto seguido, alzó la bala en alto y adoptó una postura de lanzamiento.
—Maldito fenómeno...—gruñó Quíone, haciendo caso omiso a sus instintos y sentido común que tanto le decían que aquella hija de Afrodita estaba a otro nivel—. ¡¡Desaparece!!
Arrojó su ola de metralla cómo si de una lluvia de meteoritos se tratase, con una potencia tal que destruiría castillos al impacto.
Piper miró los pequeños proyectiles venir, reflejándose en sus anómalos ojos dicromáticos, y arrojó su bala con todas sus fuerzas.
¡¡¡GUÍA NOCTURNO!!!
La poderosa esfera helada atravesó las esquirlas como si de un rayo se tratase. Quíone abrió los ojos como platos, percatándose muy tarde de su error, y recibió un terrible golpe directamente en la boca del estómago.
Si hubiese sido humana, indudablemente el golpe la habría matado en el acto, atravesado su cuerpo de extremo a extremo y dejado un terrible agujero en su carne.
Pero tal y como estaban las cosas, la constitución divina de la diosa de la nieve la salvó, al menos, de la peor parte. Se encorvó sobre sí misma, presa de un terrible dolor, con su piel abierta y chorros de sangre manando de su músculo desgarrado.
Piper le miraba en silencio, un ojo ensombrecido, el otro refulgiendo. Varios dardos gélidos se habían clavado en su piel, principalmente en sus hombros, pero parecía, dentro de lo que cabe, en buen estado.
Y lo mejor de todo, además, la hija de Afrodita finalmente había cumplido su objetivo. La mitad de su plan había sido asegurada.
Se volvió hacia Festo y pasó la mano por detrás de sus orejas metálicas.
—Eres un buen amigo, Festo. Nadie puede desactivarte. Eres más que una máquina. Quíone no lo entiende.
Se volvió hacia los Boréadas.
—Ella tampoco os valora, ¿sabéis? Cree que puede mangonearos porque sois semidioses, no dioses auténticos. No entiende que formáis un equipo poderoso.
—Un equipo—gruñó Cal—. Como los Ca-na-diens.
Tuvo problemas para pronunciar la palabra. Sonrió y se mostró muy satisfecho consigo mismo.
—Exacto—dijo Piper—. Como un equipo de hockey. El todo es más que la suma de sus partes.
—Como una pizza—añadió Cal.
Piper se rio.
—Qué listo eres, Cal. Yo también te había subestimado.
—Eh, un momento—protestó Zetes—. Yo también soy listo. Y guapo.
—Muy listo—convino Piper, omitiendo la parte de la belleza—. Así que deja la bomba de los vientos y mira cómo Quíone es humillada.
Zetes sonrió. Se agachó e hizo rodar la esfera de hielo a través de la cubierta.
—¡Idiota!—chilló Quíone, casi sin aire y gimiendo por el dolor.
Antes de que la diosa pudiera ir tras la esfera, Piper gritó:
—¡Nuestra arma secreta, Quíone! No somos sólo un puñado de semidioses. Somos un equipo, del mismo modo que Festo no es sólo una colección de partes. Está vivo. Es mi amigo. Y cuando sus amigos tienen problemas, sobre todo Leo, puede despertarse solo.
Infundió a su voz toda su confianza, todo su amor por el dragón metálico y todo lo que la criatura había hecho por ellos.
La parte racional de su persona sabía que era inútil. ¿Cómo podías encender una máquina con emociones?
Sin embargo, Afrodita no era racional. Ella gobernaba a través de las emociones. Era la diosa del Olimpo más antigua y más primigenia, nacida a partir de la sangre de Urano al agitarse en el mar. Su poder era más antiguo que el de Hefesto o Atenea o incluso Zeus.
Por un instante no pasó nada. Quíone le lanzó una mirada llena de odio. Y los Boréadas empezaron a salir de su estupor, con cara de decepción.
—Olvidaos de nuestro plan—gruñó Quíone—. ¡Matadla!
Cuando los Boréadas recuperaron sus espadas, la piel metálica del dragón se calentó bajo la mano de Piper. La hija de Afrodita se lanzó a un lado y placó a la diosa de la nieve, mientras Festo giraba su cabeza ciento ochenta grados y lanzaba fuego a los Boréadas, que se volatilizaron en el acto. Por algún motivo, la espada de Zetes quedó intacta. Cayó en la cubierta con estruendo, echando humo todavía.
Piper se levantó con dificultad. Vio la esfera de los vientos en la base del trinquete. Corrió a por ella, pero antes de que pudiera acercarse, Quíone apareció delante de ella en medio de un torbellino de escarcha. Su piel emitía tal resplandor que cegaba como la nieve.
—Desgraciada—susurró, respirando con dificultas y tosiendo sangre entre palabras—. ¿Crees que puedes vencerme a mí, una diosa?
Festo rugió detrás de Piper y echó humo, pero Piper sabía que si volvía a lanzar fuego la alcanzaría a ella también.
A unos seis metros detrás de la diosa, la esfera de hielo empezó a agrietarse y a silbar.
Piper no tenía tiempo para sutilezas. Gritó y desenvainó su daga, arremetiendo contra la diosa.
Quíone le agarró la muñeca. El hielo se extendió por el brazo de Piper. La hoja de Katoptris se tiñó de blanco.
La cara de la diosa estaba a sólo quince centímetros de la suya. Quíone sonrió, convencida de que finalmente había ganado.
—Una hija de Afrodita—dijo en tono de reproche—. No eres nada.
Festo volvió a chirriar. Piper habría jurado que intentaba infundirle ánimo.
De repente, el pecho de la chica se calentó, no de ira ni de miedo, sino de amor por el dragón; y por Jason, que dependía de ella; y por sus amigos atrapados abajo; y por Leo, que había desaparecido y necesitaría su ayuda.
Tal vez el amor no pudiera competir con el hielo... pero Piper lo había usado para despertar a un dragón metálico. Los mortales hacían proezas sobrehumanas en nombre del amor continuamente. Las madres levantaban coches para salvar a sus hijos. Y Piper era más que una simple mortal. Era una semidiosa. Una heroína.
El hielo de la hoja se derritió. Su brazo empezó a desprender vapor bajo la mano con la que lo agarraba Quíone.
—Sigues subestimándome—dijo Piper a la diosa—. Tienes que corregir ese detalle.
La expresión de suficiencia de Quíone vaciló cuando Piper bajó su daga.
Quíone la miró horrorizada, incrédula, acobardada.
—Excelent!—exclamó Piper—. Tu confianza acumulada se derrumbó al final. Tus últimos momentos teñidos de desesperación... ah, que lindo. Tan fugaz y maravilloso como los fuegos artificiales.
Quíone cayó muerta al suelo. Piper se desplomó, aturdida a causa del frío.
—Fuiste una pintura emocionante...
Oyó a Festo chasqueando y rechinando, mientras las alarmas reactivadas sonaban.
"La bomba".
Dioses, que imbécil. Piper logró ponerse en pie. La esfera estaba a tres metros de distancia, silbando y dando vueltas mientras los vientos contenidos en su interior empezaban a agitarse.
Piper se abalanzó sobre ella.
Sus dedos se cerraron en torno a la bomba justo cuando el hielo se hizo añicos y los vientos estallaron.
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