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TERCERA PERSONA LXXVI


¿QUÉ ES ESTO?, susurró el dios del foso. ¿POR QUÉ HAS VENIDO, SEÑOR DE LAS MOSCAS?

Belcebú miró a Annabeth y le transmitió un mensaje claro con los ojos: "Lárguense, ahora".

Se volvió hacia Tártaro.

—He oído que eres más fuerte que cualquier dios en la existencia, que tu crueldad no conoce límites, que tu fuerza es inigualable—dijo con serenidad—. ¿Qué es lo que quiero, preguntas? ¿Por qué he venido? Eso es simple. Mátame. Quiero morir de la forma más molesta y miserable. ¿Te crees capaz, Tártaro? ¿Aceptarás mi desafío?

El ejército de monstruos se arremolinó alrededor de él. Belcebú se limitó a golpear el suelo levemente con el bastón plateado que llevaba entre sus manos, rematado con una calavera en la punta.

El terreno a su alrededor se resquebrajó y cientos de monstruos fueron partidos en mil pedazos, estallando en el acto, sin que el dios oscuro tuviese que mover un sólo músculo.

Luego, las grietas crecieron y se abrieron hasta alcanzar los pies de Tártaro. El cuerpo del dios fue atravesado de extremo a extremo y un chorro de líquido negro como el petroleó manó de su piel.

¿QUÉ ES ESO...?, preguntó, mientras se miraba el pecho partido. ¿ES ESTO LO QUE LLAMAN DOLOR?

Se volvió hacia Belcebú.

INTERESANTE.

El señor de las moscas se abalanzó sobre su enemigo sin mediar más palabra, alzando su mano derecha en alto y trazando un arco con ella.

Tártaro se dobló sobre sí mismo, aturdido y confuso al ver cómo más de su sangre brotaba de su abdomen abierto en canal.

¿QUÉ CLASE DE MAGIA ES ESTA?, exigió saber. ¡¿CÓMO PUEDES HABERME DAÑADO SIN SIQUIERA TOCARME?!

Belcebú levantó su mano y le dedicó una mirada muerta a su oponente.


¡¡¡PALMYRA: EL ALETEO DEL DIABLO!!!


Adamantino se alejó de la batalla dando traspiés. Percy le ofreció toda la protección que pudo haciendo estallar un vaso sanguíneo detrás de otro en el suelo. Algunos monstruos se volatilizaban con agua de la laguna Estigia. Otros recibían una ducha del Cocito y se desplomaban, gimiendo sin poder contenerse. Otros se remojaban en líquido del Lete y miraban sin comprender a su alrededor, sin saber dónde estaban ni quiénes eran.

Adamantino se dirigió a las puertas cojeando. De las heridas de sus brazos y su pecho manaba una mezcla de sangre y aceite dorado. Su capa estaba hecha jirones. Iba encorvado, como si, al romper su guadaña, Tártaro también hubiera roto algo dentro de él. Parte de su casco se había roto con el impacto, dejando al descubierto su rostro mitad dios y mitad máquina.

Tsh... Es un bastardo muy molesto...—gruñó—. Esa cosa que hace con las manos... sus vibraciones... podrían matar a un dios olímpico con el más mínimo roce. Y el cara de ano simplemente lo tomó como si no fuese nada...

Sacudió la cabeza.

Marchaos—ordenó—. Yo apretaré el estúpido botón.

Percy lo miró boquiabierto.

—Adamas, no te encuentras en estado...

—Percy—la voz de Annabeth amenazaba con quebrarse. No soportaba la idea de que Adamantino hiciera eso, pero sabía que era la única forma—. No nos queda más remedio.

—¡No podemos dejarlos sin más!

Debes hacerlo, mocoso—Adamantino dio una palmada a Percy en el brazo que por poco lo derribó—. Todavía puedo apretar un botón. Además, estás destinado a regresar al mundo. Y a poner fin a la locura de Gaia.

Un cíclope chillón pasó volando por encima de sus cabezas, con sus miembros separándose de su cuerpo en pleno vuelo.

A cincuenta metros de distancia, el ejército de monstruos era aplastado, cortado y triturado como daño colateral en la batalla entre los dos dioses oscuros.

Tártaro fue a por Belcebú cojeando, abriendo cráteres en el suelo con sus botas de hierro.

¡NO PUEDES MATARME!, bramó. YO SOY EL MISMO FOSO. SERÍA COMO INTENTAR MATAR A LA TIERRA. GAIA Y YO... SOMOS ETERNOS. ¡TODOS NOS PERTENECEN! ¡EN CUERPO Y ALMA!

Bajó su enorme puño, pero Belcebú dio un quiebro y ágilmente esquivó el golpe con un salto.

El señor de las moscas comenzó a retroceder, mientras el mismo Helheim comenzaba a resquebrajarse y temblar a su alrededor. El dios del foso se cernía ante él y atacaba ferozmente a diestra y siniestra sin parar.

Pequeño y ágil en comparación a su rival, Belcebú saltó y se movió alrededor de Tártaro, esquivando todos y cada uno de sus mortales golpes mientras mantenía sus distancias.

Entonces, el aire pareció hacerse más denso, los temblores del suelo aumentaron y la velocidad del dios del foso incrementó exponencialmente.

Tártaro se cernió contra Belcebú, sin darle un sólo segundo para escapar, y conectó un golpe de magnitudes bíblicas creando una enorme explosión que sacudió el Helheim hasta sus cimientos, abriendo un cráter a su alrededor.

No obstante, cuando el humo, el polvo y la niebla se despejaron, Belcebú se encontraba en perfecto estado, agachado, con las piernas flexionadas, y sosteniendo en alto su bastón con la mano izquierda.


¡¡¡SORATH SAMEKH: PUERTAS DEL INFIERNO!!!


Tártaro retrocedió levemente y ladeó la cabeza, intrigado.

—¿Eso es todo?—escupió Belcebú—. ¿Ese es tu límite?

Cambió su báculo de mano..

—Si es así... no pienso seguir alargando esto.

Alzó su arma, el aire tembló y la figura de un terrible demonio, parte mosca, parte murciélago, y parte serpiente, se proyectó como la sombra de Belcebú.


¡¡¡SORATH VAU: ÁNGEL CAÍDO DE LA GULA!!!


Tártaro alzó los puños para volver a atacar. Belcebú se lanzó en su contra con los ojos en blanco, trayendo la oscuridad consigo.

Ambas fuerzas se encontraron. Belcebú abrió los ojos como platos mientras se apoyaba en su mano izquierda para mantener la presión con la derecha. La magnitud de las vibraciones aumentó repentinamente y una gigantesca espada, invisible pero letal, aplastó al dios del foso.

La explosión resultante causó que todos los monstruos quedasen en completo silencio. Belcebú observó el cráter que se extendía a sus pies, admirando al eterno primordial del foso, postrado de rodillas y expulsando líquido negro a chorros desde su piel.

—Así que... tú tampoco puedes hacerlo.

Sólo había decepción en sus ojos.

Tártaro gruñó, aparentemente más molesto que herido. Giró el remolino de su rostro hacia el dios, pero Belcebú se apartó a tiempo. Una docena de monstruos fueron aspirados por el vórtice y se desintegraron.

—¡No lo hagas, Adamas!—insistía Percy, al borde de la desesperación—. Acabará contigo... esta vez de verdad. No habrá cuerpo el cual recuperar...

Adamantino se encogió de hombros.

¿Quién sabe lo que pasará? Debes irte. Tártaro tiene razón en una cosa: no podemos vencerlo. Sólo puedo daros algo de tiempo.

Las puertas se cerraron contra los zapatos de Annabeth.

Doce minutos—dijo el dios—. Es lo que puedo ofreceros.

Annabeth saltó y abrazó el cuello del ciborg. Le dio un beso en la mejilla, con los ojos tan llenos de lágrimas que apenas podía ver bien.

—Los dioses son eternos—le dijo, haciendo un esfuerzo por no llorar—. Os recordaremos a ti y a Belcebú como a unos héroes, como los mejores entre los mejores. Les hablaremos a nuestros hijos de vosotros. Mantendremos la historia viva. Ya no serás el violento dios al que la historia olvidó, y él ya no será el dios maldito por Satán. Ambos... dejarán de estar en anatema.

Adamantino le revolvió el cabello.

Eso está bien. Entonces, mocosos, saludad a mis hermanos de mi parte. Y sed fuertes. Puede que este no sea el único sacrificio que debáis hacer para detener a Gaia—la apartó de un empujoncito—. Se ha acabado el tiempo. Largo.

Annabeth agarró el brazo de Percy. Se dispuso a arrastrarlo hacia el ascensor cuando notó que no podía respirar.

Miró a su alrededor. Percy y Adamantino estaban junto a ella, en el aire, siendo arrastrados a toda velocidad por el foso hacia el vórtice de oscuridad que todo lo devoraba.

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