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PIPER XLVI


Piper no pretendía lanzar magdalenas de arándanos. La cornucopia debía de haber percibido su angustia y pensó que a ella y a sus visitantes les vendrían bien unos bollos calentitos.

Media docena de magdalenas humeantes salieron volando del cuerno de la abundancia como perdigones. No era precisamente el ataque más efectivo posible.

Quíone simplemente se inclinó hacia un lado. La mayoría de las magdalenas pasaron volando al lado de ella por encima de la barandilla. Sus hermanos, los Boréadas, atraparon una cada uno y se pusieron a comer.

—Magdalenas—dijo el más grande. Cal, recordó Piper: la forma abreviada de Calais. Iba vestido exactamente igual que en Quebec (botas con tacos, pantalones de chándal y una camiseta de hockey) y tenía dos ojos negros y varios dientes rotos—. Las magdalenas están ricas.

—Ah, merci—dijo el hermano flacucho (Zetes, recordó ella), de pie sobre la plataforma de la catapulta con sus alas moradas desplegadas.

Todavía llevaba el cabello blanco con un horrible peinado setentero, corto por delante y largo por detrás. El cuello de su camisa blanca de seda sobresalía por encima de su coraza. Llevaba unos pantalones de poliéster verde amarillento grotescamente ceñidos, y su acné no había hecho más que agravarse. A pesar de todo, movía las cejas y sonreía como si fuera un semidiós irresistible.

Je savais que je manquerais à une si jolie fille.

Hablaba en francés de Quebec, que Piper traducía sin problemas. Gracias a su madre, Afrodita, tenía el idioma del amor implantado en el cerebro, aunque no quería hablarlo con Zetes.

—¿Qué hacéis?—preguntó Piper. A continuación, usando su embrujahabla, añadió—: Soltad a mis amigos.

Zetes parpadeó.

—Deberíamos soltar a tus amigos.

—Sí—convino Cal.

—¡No, idiotas!—les espetó Quíone—. Está utilizando su poder de persuasión. Usad vuestro sentido común.

—Sentido común...—Cal frunció el entrecejo, como si no estuviera seguro de lo que era el sentido común—. Las magdalenas son mejores.

Se metió el bollo entero en la boca y empezó a masticar.

Zetes tomó un arándano de la parte superior de su magdalena y lo mordisqueó con delicadeza.

—Ah, mi hermosa Piper... Cuánto tiempo he esperado para volver a verte. Desgraciadamente, mi hermana tiene razón. No podemos soltar a tus amigos. De hecho, debemos llevarlos a Quebec, donde serán objeto de burla eterna. Lo siento mucho, pero esas son nuestras órdenes.

—¿Órdenes...?

Desde el invierno anterior, Piper había esperado que Quíone mostrara su rostro helado tarde o temprano. Cuando la habían vencido en la Casa del Lobo, en Sonoma, la diosa de la nieve había jurado venganza. Pero ¿qué hacían allí Zetes y Cal? En Quebec, los Boréadas casi se habían mostrado amistosos; al menos, comparados con su gélida hermana.

—Escuchad, chicos—dijo Piper—. Vuestra hermana ha desobedecido a Bóreas. Está ayudando a los gigantes, intentando despertar a Gaia. Quiere ocupar el trono de vuestro padre.

Quíone se echó a reír; una risa suave y fría.

—Querida Piper McLean. Serías capaz de manipular a mis pusilánimes hermanos con tus encantos, como buena hija de la diosa del amor. Eres una mentirosa muy hábil.

—¡¿Mentirosa?!—gritó Piper—. ¡Intentaste matarnos! ¡Zetes, trabaja para Gaia!

Zetes hizo una mueca.

—Lamentablemente, preciosa, ahora somos todos los que trabajamos para Gaia. Hemos recibido órdenes directamente de nuestro padre, el mismísimo Bóreas.

—¿Qué?

Piper no quería creerlo, pero la sonrisa de satisfacción de Quíone le indicó que era verdad.

—Por lo menos mi padre vio la sabiduría de mis consejos—susurró Quíone—, o al menos lo vio antes de que su lado romano empezara a combatir con su lado griego. Me temo que ahora está totalmente incapacitado, pero me dejó al mando. Ha ordenado que las fuerzas del viento del norte se pongan al servicio del rey Porfirión y, por supuesto, de la Madre Tierra.

Piper tragó saliva.

—¿Cómo podéis estar aquí?—señaló el hielo que cubría el barco—. ¡Es verano!

Quíone se encogió de hombros.

—Nuestros poderes aumentan. Las leyes de la naturaleza se han invertido. ¡Cuando la Madre Tierra despierte, reconstruiremos el mundo como nos venga en gana!

—Con hockey—dijo Cal, todavía con la boca llena—. Y pizza. Y magdalenas.

—Sí, sí—dijo Quíone con un tono desdeñoso—. He tenido que prometer unas cuantas cosas a ese simplón. Y a Zetes...

—Oh, mis necesidades son simples—Zetes se echó atrás el pelo y guiñó el ojo a Piper—. Debería haberte retenido en nuestro palacio cuando nos conocimos, mi querida Piper. Pero dentro de poco volveremos allí, juntos, y te cortejaré como no imaginas.

—Gracias, pero paso—dijo Piper—. Y ahora, soltad a Jason.

Infundió todo su poder a las palabras, y Zetes obedeció. El Boréada chasqueó los dedos. Jason se descongeló en el acto. Se desplomó en el suelo, jadeando y echando humo, pero por lo menos estaba vivo.

—¡Imbécil!—Quíone alargó la mano, y Jason volvió a congelarse, esa vez tumbado en la cubierta como una alfombra de piel de oso. Se giró contra Zetes—. Si deseas a la chica como premio, debes demostrar que puedes controlarla. ¡No al revés!

—Sí, claro—Zetes parecía escarmentado.

—Por lo que respecta a Jason Grace...—los ojos marrones de Quíone brillaban—. Él y el resto de tus amigos pasarán a formar parte de nuestra colección de estatuas de hielo en Quebec. Jason will grace my throne room.

(Jason agraciará mi sala del trono)

—Muy ingeniosa—murmuró Piper—. ¿Has tardado todo el día en pensar esa frase?

Por lo menos sabía que Jason seguía con vida, cosa que tranquilizó un poco a Piper. La congelación se podía revertir. Eso significaba que sus otros amigos probablemente siguieran vivos debajo de la cubierta. Sólo necesitaba un plan para liberarlos.

Lamentablemente, no era Annabeth. A ella no se le daba tan bien idear planes sobre la marcha. Necesitaba tiempo para pensar, planificar y prepararse.

—¿Y Leo?—soltó—. ¿A dónde lo habéis mandado?

La diosa de la nieve rodeó ágilmente a Jason, examinándolo como si fuera una obra de arte callejera.

—Leo Valdez se merece un castigo especial—dijo—. Lo he mandado a un lugar del que jamás podrá volver.

Piper se quedó sin respiración. Pobre Leo. La idea de no volver a verlo le partió el corazón. Quíone debió de advertirlo en su cara.

—¡Es una desgracia, mi querida Piper!—sonrió triunfalmente—. Pero es lo mejor. No puedo tolerar a Leo, ni siquiera como estatua de hielo, después de cómo me ofendió. ¡El muy tonto se negó a gobernar a mi lado! Y su poder sobre el fuego...—negó con la cabeza—. No podía permitir que llegara a la Casa de Hades. Al señor Clitio le gusta el fuego todavía menos que a mí.

Piper empuñó sus dagas.

"Fuego"—pensó—. "Gracias por recordármelo, bruja".

Echó un vistazo por la cubierta. ¿Cómo encender fuego? Había una caja de frascos de fuego griego atada junto a la ballesta delantera, pero se encontraba demasiado lejos. Aunque llegase sin ser congelada, el fuego griego lo quemaría todo, incluido el barco y sus amigos. Tenía que haber otra forma. Desvió la vista hacia la proa.

Oh...

Festo, el mascarón de proa, podía lanzar grandes llamas. Lamentablemente, Leo lo había apagado. Piper no tenía ni idea de cómo reactivarlo. No tendría tiempo para dar con los mandos correctos en el tablero del barco. Recordaba vagamente haber visto a Leo haciendo reparaciones dentro del cráneo de bronce del dragón, murmurando algo sobre un disco de control, pero aunque Piper llegara a la proa, no tendría ni idea de qué hacer.

Aun así, su instinto le decía que Festo era su mejor opción si averiguaba cómo convencer a sus captores de que la dejaran acercarse lo suficiente...

—¡Bueno! —Quíone interrumpió sus pensamientos—. Me temo que nuestro tiempo juntos se está acabando. Zetes, si eres tan amable...

—¡Un momento!—dijo Piper.

Una simple orden, y dio resultado. Los Boréadas y Quíone la miraron con los ojos entornados, esperando.

Piper estaba segura de que podía controlar a los hermanos con su embrujahabla, pero Quíone suponía un problema. El poder de persuasión no funcionaba si la persona en cuestión no se sentía atraída hacia quien lo ponía en práctica. No funcionaba con un seres muy poderosos. Y tampoco funcionaba cuando la víctima era consciente del poder de persuasión y estaba en guardia contra él. Quíone cumplía los tres requisitos.

¿Qué haría Annabeth?

"Ganar tiempo"—pensó Piper—. "Ante la duda, sigue hablando".

—Tenéis miedo de mis amigos—dijo—. Entonces ¿por qué no los matáis sin más?

Quíone se rió.

—Tú no eres una diosa; si no, lo entenderías. La muerte es muy breve, muy... poca cosa. Vuestras insignificantes almas mortales van al Valhalla, ¿y qué pasa entonces? ¿Por qué iba a querer premiar a tus amigos de esa forma? ¿Por qué, cuando puedo castigarlos eternamente?

—¿Y yo?—lamentó preguntar Piper—. ¿Por qué sigo viva y no estoy congelada?

Quíone miró a sus hermanos irritada.

—En primer lugar, Zetes te ha reclamado.

—Beso de maravilla—prometió Zetes—. Ya lo verás, preciosa.

A Piper se le revolvió el estómago al imaginárselo.

—Pero ese no es el único motivo—dijo Quíone—. Es porque te odio, Piper. Profunda y sinceramente. Sin ti, Jason se habría quedado conmigo en Quebec.

—¿Deliras?

Los ojos de Quíone se volvieron duros como los diamantes de su diadema.

—Eres una entrometida, la hija de una diosa inútil. ¿Qué puedes hacer tú sola? Nada. De los siete semidioses, tú no tienes ningún propósito ni ningún poder. Ojalá te quedaras en este barco, a la deriva y sin ayuda, mientras Gaia se alza y el mundo toca a su fin. Y para asegurarme de que no molestas...

Hizo un gesto a Zetes, que sacó algo del aire: una esfera congelada del tamaño de una pelota de béisbol cubierta de pinchos helados.

—Una bomba—explicó Zetes—, especialmente para ti, amor mío.

—¡Bombas!—Cal se rio—. ¡Qué día más bueno! ¡Bombas y magdalenas!

—Ah...—Piper soltó sus cuchillos, que parecían todavía más inútiles que de costumbre—. Unas flores habrían estado bien.

—Oh, no te matará, guapa—Zetes frunció el entrecejo—. Bueno... estoy bastante seguro. Pero cuando el frágil recipiente se resquebraje dentro de... no mucho... desencadenará toda la fuerza de los vientos del norte. Este barco se desviará de su rumbo. Mucho.

—Ya lo creo—la voz de Quíone rezumaba falsa compasión—. Nos llevaremos a tus amigos para nuestra colección de estatuas, ¡y luego desataremos los vientos y te diremos adiós! Podrás contemplar el fin del mundo desde... ¡desde el fin del mundo! A lo mejor puedes usar tu poder de persuasión con los peces y alimentarte con tu ridícula cornucopia. Podrás pasearte por la cubierta de este barco vacío y presenciar nuestra victoria en la hoja de tu daga. Cuando Gaia se haya alzado y el mundo que conoces haya muerto, Zetes podrá volver a por ti para que te conviertas en su novia. ¿Qué harás para detenernos, Piper? ¿Una heroína? ¡Ja! Eres un hazmerreír.

Sus palabras le escocieron como el aguanieve, sobre todo porque a Piper ya le habían pasado por la mente esas ideas. ¿Qué podía hacer ella? ¿Cómo podía salvar a sus amigos con lo que tenía?

Estaba a punto de perder los estribos, de arremeter contra sus enemigos en un arrebato de furia y de dejarse matar.

Miró la expresión satisfecha de Quíone y se dio cuenta de que la diosa estaba esperando eso. Quería que Piper se viniera abajo. Quería diversión.

La columna vertebral de Piper se endureció como el acero. Se acordó de las chicas que solían burlarse de ella en la Escuela del Monte. Se acordó de Drew, la cruel monitora jefe a la que había sustituido en la cabaña de Afrodita; y de Medea, que había hechizado a Jason y a Leo en Chicago; y de Jane, la antigua ayudante de su padre, que siempre la trataba como a una mocosa inútil. Durante toda su vida, la habían despreciado y le habían dicho que era una inútil.

"Eso nunca ha sido verdad"—susurró otra voz, una voz que sonaba como la de su madre—. "Todas te humillaban porque te temían y te envidiaban. Igual que Quíone. ¡Aprovéchalo!"

Piper no tenía ganas, pero logró reírse. Lo intentó de nuevo, y le salió más fácilmente. Pronto estaba doblada de la risa, carcajeándose y resoplando.

Calais la imitó hasta que Zetes le dio un codazo.

La sonrisa de Quíone vaciló.

—¿Qué? ¿Qué tiene tanta gracia? ¡Te he condenado!

—¡Me has condenado!—Piper volvió a reírse—. Oh, dioses... es tanto así... ¡Qué hasta podrían matarme!—respiró entrecortadamente y trató de dejar de reírse como una tonta—. Vaya... Está bien. ¿De verdad crees que no puedo hacer nada? ¿De verdad crees que soy una inútil? Dioses del Olimpo, debes de haberte quemado el cerebro con el frío. No conoces mi secreto contado a gritos, ¿verdad?

Los ojos de Quíone se entornaron.

—No tienes ningún secreto—dijo—. Estás mintiendo.

—"No temáis a la grandeza; algunos nacen grandes, algunos logran grandeza, a algunos la grandeza les es impuesta..."—miró con picardía a Quíone—. "Y a otros la grandeza les queda grande"

La nieve se arremolinó alrededor de la diosa. Zetes y Calais se miraron con nerviosismo.

—Hermana...—dijo Zetes.

Piper se preparó. Si lo que Quíone quería era una pelea, ella iba a dársela. Pero sería bajo sus condiciones, bajo sus reglas.

Extendió los brazos hacia los costados y sonrió, haciendo refulgir su ojo rojizo con intensidad.

Dos dagas de hielo cruzaron el aire en su dirección, pero las atrapó en pleno vuelo sin siquiera mirarlas y las dejó caer al suelo.

—¿Quién lo diría?—rió levemente—. Así sean dos, o tres sujetos a la vez. Esto... se va a poner feo.

Quíone le fulminó con la mirada.

—Sí, realmente se pondrá feo... que irritante.

—Oh...—el rostro de Piper se iluminó en un bello rojo carmesí—. Tu extrema confianza brilla como el sol, pero por otro lado, tu furia bulle como un volcán en erupción. Maravilloso. Esto... es como un sueño.

Quíone buscó mantener la compostura.

—Córtenle los tendones—ordenó—. Que no muera pero que sufra.

Cal y Zetes se adelantaron, algo dubitativos. Piper no hizo esfuerzos por convencerlos de no atacar, esquivó los embates de los hermanos y giró alrededor de sus cuerpos hasta terminar dándoles la espalda.

En sus manos, ahora brillando, poseía las espadas dentadas de los boréadas.

Shall we dance?

Quíone comenzó a temblar, rascándose la cabeza para buscar aplacar su ira.

—Ah... eres muy irritante.

Sus manos comenzaron a refulgir hasta que dos grandes esferas heladas del tamaño de balas de cañón aparecieron entre sus dedos.

—Si quieres un trabajo bien hecho... hazlo tú misma.

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