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PERCY LXXXV


Reyna esquivó el cuchillo por los pelos.

—Dije que si alguien me molestaba, lo iba a matar—gruñó Percy, desde el fondo de su camarote.

La pretor se cruzó de brazos.

—En tu estado actual no podrías matar una mosca, Jackson. Tenemos que hablar.

Percy le dedicó una mirada asesina, pero no tardó en bajar los ojos y suspirar.

—Ya maté al señor de todas las moscas...—murmuró—. Los maté a todos... Fallé y ahora todos se han ido...

Reyna se sentó a su lado y trató de suavizar su tono.

—¿Quienes son "todos"?

Percy apretó los puños.

—Eso no importa... ya nada lo hace. Sin Annabeth...

—Si que eres un idiota—interrumpió una nueva voz.

Nico estaba en la entrada del camarote, cruzado de brazos. Percy le miró furibundo.

—¿Disculpa?

El hijo de Hades golpeó el suelo con su lanza.

—¿Acaso tú te crees que Annabeth querría que te quedases aquí como un imbécil cuando Gaia está a punto de alzarse? ¿Crees que se sacrificó sólo para ver como te das por vencido?

Percy se puso en pie e hizo el ademán de desplegar su tridente, pero ya no lo tenía consigo. Otro triste recordatorio de lo que había perdido en las profundidades del Infierno.

—¿A caso quieres que te mate?

—¿A caso te crees capaz?

Percy emitió un gañido animal.

—¡Tú no estuviste allí!—espetó—. Tú no...

—Oh, pero sí que lo estuve—repuso Nico—. Sé como es el foso. Y también sé como era Annabeth. Tienes que vivir por ella. ¡Eres el rey de los semidioses, maldita sea! ¿Abandonarás a todo tu reino por esto? ¡Todos compartimos tu dolor, no debes ocultarlo como si fuese tuyo y todo tuyo!

—¡¿Y quién demonios eres tú para decir eso, idiota depresivo?!

Nico guardó silencio por un momento, estupefacto. Luego, estalló en una sonora carcajada.

—Eres muy molesto, Percy—dijo finalmente—. Un terrible dolor de cabeza.

Se giró para irse, pero la voz del hijo de Poseidón lo detuvo.

—Gracias.

El hijo de Hades frunció el ceño.

—¿Qué?

—Prometiste que llevarías a los demás a la Casa de Hades, y lo cumpliste.

Nico se recargó el bidente sobre el hombro.

—Te lo dije. Como rey de los fantasmas, y tu hermano, jamás seré derrotado. No otra vez. No nunca más.

Tenía una voz firme, cautelosa. Percy deseaba comprender a ese chico, pero nunca había sido capaz de ello. Nico ya no era el chico friki de la Academia Westover que coleccionaba cartas de Mitomangia. Tampoco era el solitario lleno de ira que había seguido al fantasma de Minos por el Laberinto. Y tampoco era el hermano mayor que otros campistas griegos querían ver en él. Así que, ¿quién era?

—Adamas—dijo Percy—. Y también Belcebú... ellos nos ayudaron, en parte por lealtad a Hades, en parte porque te conocían.

Relató su viaje por el Helheim. Suponía que si alguien podía entenderlo era Nico. Y la presencia de Reyna en la habitación, silenciosa pero firme como un pilar, le reconfortaba en cierta forma.

—No sé que habrá sido de Belcebú... pero Adamas se ha ido, al igual que Annabeth, ¿crees que no debo culparme aún después de que fuese mi tridente el que la hirió? Si Tártaro la tomó por sorpresa de esa forma... ¿no fue porque las heridas que le causé la entorpecieron? ¿No fue porque robó mi voz y la usó como suya?

Reyna puso una mano sobre su hombro.

—Lucharon contra el dios primordial del foso... no deberían haber sobrevivido ni siquiera una fracción de su poder, y aquí estás. Culparse de no haber sido más fuerte que Tártaro sería como culparse de las muertes en un desastre natural, no puedes ser más fuerte que el mundo mismo.

—Somos semidioses—respondió Percy—. Hacemos lo que queremos con el mundo y éste nos obedece. Tus palabras carecen de sentido.

Reyna le dedicó una mirada triste.

—Es una lástima que lo veas de ese modo.

Nico soltó un bufido.

—Me encargaré de que Annabeth reciba los ritos funerarios adecuados—prometió—. Partiremos inmediatamente después.

Percy asintió lentamente en gesto de agradecimiento.

—Nico di Angelo... para mí... tú también eres un semidiós muy molesto.

El chico le dedicó una sonrisa irónica.

—¿Yo? ¿Por qué?







Esa misma noche Percy ordenó que se trajera frente a la Atenea Paternos el cuerpo sin vida de su compañera caída. Así, los semidioses que habían viajado, aprendido y luchado junto a aquella estratega de excepcional valor trajeron a Annabeth Chase.

Percy permaneció frente al cuerpo mientras era desvestido y limpiado concienzudamente. Piper se encargó de cocer las heridas y limpiar la sangre seca del cadáver. Luego, Percy hizo traer un quitón blanco limpio y no dejó que fueran los autómatas, sino que él mismo vistió a su amada compañera.

Se sentía humillado. Había fallado más estrepitosamente que nunca antes. Casi podía oír a Tártaro riéndose de él, en las entrañas de la tierra. Larga había sido su batalla, y nada habían ganado con ella. Percy se tragó las lágrimas y el amargo sabor de su desdicha y se concentró en su labor.

Mientras se ocupaba en ello, el resto de la tripulación del Argo trabajaba en levantar la más grande pila funeraria que ninguno de ellos hubiese visto antes. Trajeron la leña acumulada por los drones de Leo y alzaron una montaña de más de seis metros de altura. Sobre la cumbre de aquella meseta de troncos y ramas secas, Percy ordenó que se subiera el cuerpo limpio y vestido de su compañera muerta. Ordenó que fuese dispuesta en lo alto del monte con una armadura completa, espada, lanza y escudo. Todos lamentaban no contar con las armas originales de la semidiosa, pero se contentaron de poder poner la gorra de invisibilidad de Annabeth junto con el resto de objetos de la pira.

Perseus Jackson, hijo de Poseidón, rey de los semidioses, único mortal en el mundo y la historia en ver cara a cara al mismísimo Tártaro, luchar contra él y sobrevivir para contarlo, ascendió por un extremo de la montaña de leña donde sus compañeros habían dejado una ruta con la pendiente más suave, hasta alcanzar lo alto de la pila funeraria.

Se arrodilló junto al cuerpo de su novia, abriendo con cariño, con mimo, la boca de la joven y sacando de una pequeña bolsa una moneda de oro puro, un dracma, la depositó entre los dientes de la difunta.

No era ya una moneda, sino el óbolo necesario para que el dios Caronte permitiera al alma de aquella guerrera cruzar el río Aqueronte en las entrañas de la tierra, para que de esa forma su valerosa amiga de toda la vida no quedase sin culminar el tránsito entre la vida y la muerte, entre el reino de los vivos y el palacio del Hades en el Elíseo del inframundo.

Percy sabía que la realidad era distinta, que el Valhalla era distinto, pero no le importaba la realidad, sino que abrasaba la tradición. Descendió despacio por el otro extremo de la montaña de leña y caminó hasta ubicarse frente al gran promontorio de incineración. Leo se aproximó y le dio una antorcha prendida en llamas que bailaban acariciadas por el viento nocturno.

No había habido tiempo para un largo duelo ni lo había para esperar varios días antes de la incineración, porque estaban en medio de la más feroz de las campañas militares y tenían que estar preparados para zarpar hacia Atenas y detener a Gaia. Por eso había organizado aquella rápida pero fastuosa y espectacular incineración de su más leal y amada compañera, pero se sentía, al mismo tiempo, mal consigo mismo por reducir la pompa de su entierro y por ello había ordenado levantar la mayor de las piras funerarias que hubieran visto jamás, y por eso había puesto en la boca de su novia muerta la mejor de las monedas de oro posible, pero aún había alguna costumbre que se podía cumplir y que debía cumplirse, por tradición, por respeto, porque Annabeth se lo habían ganado.

–¡Tripulantes del Argo II! ¡Vuestra mejor estratega ha muerto para daros la vida a vosotros y ahora correspondería a los familiares de la caída proceder a hablar para todos, pero sus familiares están lejos de aquí, en América, y yo os digo que vosotros sois ahora su familia y como familia os conmino a que gritéis al viento de esta noche el nombre de nuestra querida compañera caída! ¡Gritad conmigo, gritad cada letra! ¡Annabeth Chase!

Y ocho gargantas respondieron con toda su fuerza:

—¡Annabeth Chase! ¡Annabeth Chase! ¡Annabeth Chase!

Y sólo el viento les respondió. Annabeth permaneció inmóvil, tendida sobre la inmensa pira funeraria.

Percy deja de mirar a sus compañeros y se vuelve hacia el promontorio de leña. Se pasa el dorso de la mano izquierda por los labios y las mejillas húmedas. Está llorando. Se agacha y acerca la antorcha a las ramas secas de la base impregnadas de pez. Las primeras ramas se encienden con furia y como un torbellino toda la pira funeraria arde por los cuatro costados. El rey debe retirarse varios pasos primero y luego retrocede, igual que lo hacen todos, hasta dejar casi treinta pasos de distancia entre él y la gigantesca pira funeraria en llamas. La hoguera es la mayor que nunca nadie de los allí presentes hubiera visto jamás. Aquélla era la mayor fuente de luz y calor que nunca hubieran presenciado emergiendo de una única llama.

Perseus Jackson vuelve a vociferar con toda su energía, gritando entre lágrimas que no se esfuerza en ocultar:

–¡Golpead vuestros escudos, golpead vuestros escudos con las espadas! ¡Quiero que Caronte se despierte, quiero que Caronte oiga el estruendo de nuestro dolor infinito, quiero que Caronte sienta respeto, incluso miedo del alma de nuestra amiga, de nuestra estratega caída en la más dura de las batallas!

Y los semidioses obedecieron y alrededor de la monumental hoguera se alzó un estruendo de golpes metálicos como no se había oído jamás, que ascendió por el aire y fue llevado por el viento hasta alcanzar millas de distancia. Y Percy levantó sus brazos en alto y elevó su voz por encima de aquel mar de ruido y se acercó a las llamas hasta que el calor clamoroso de la leña ardiendo le detuvo.

—¡Despierta, Caronte, despierta y lleva a nuestra compañera hasta su descanso eterno! ¡Despierta, Caronte, y escucha nuestro dolor!







Unas horas más tarde, Reyna, Nico y el entrenador Hedge llegaron pertrechados con armaduras completas y con mochilas en los hombros. Reyna tenía una expresión seria y parecía lista para el combate. El entrenador Hedge sonreía como si estuviera esperando una fiesta de cumpleaños.

Reyna abrazó a Percy, a pesar de su clara incomodidad.

—Lo conseguiremos—prometió.

—Lo sé—susurró Percy.

El entrenador Hedge se echó al hombro su bate de béisbol.

—Sí, no te preocupes. ¡Llegaré al campamento y veré a mi nena! Esto... quiero decir que llevaré a esta nena al campamento—dio un golpe en la pierna de la Atenea Partenos.

—Está bien—dijo Nico, habiendo atado la base de la Atenea Paternos con cuerdas y pasándolas por encima de sus hombros, como si la estatua fuera una mochila gigante—. Sujétense a las cuerdas, por favor. Allá vamos.

Reyna y Hedge se agarraron. El aire se oscureció. La Atena Partenos se sumió en sus propias sombras y desapareció, junto con sus tres escoltas.







El Argo II zarpó inmediatamente después.

Viraron hacia el sudoeste hasta que llegaron a la costa y luego amerizaron en el mar Jónico. Percy se alegró de volver a notar las olas debajo de él.

El viaje habría sido más corto por tierra, pero después de la experiencia de la tripulación con los espíritus de las montañas en Italia, habían decidido no sobrevolar el territorio de Gaia más de lo necesario. Navegarían alrededor de Grecia siguiendo las rutas que los héroes griegos habían tomado en la Antigüedad.

A Percy le parecía bien. Le encantaba estar otra vez en el elemento de su padre, con el fresco aire marino en los pulmones y gotas de agua salada en los brazos. Permaneció detrás de la barandilla de estribor y cerró los ojos, percibiendo las corrientes debajo de ellos. Sin embargo, imágenes del Tártaro asaltaban continuamente su mente: el río Flegetonte, el terreno con ampollas en el que los monstruos deambulaban, el bosque oscuro donde las arai daban vueltas entre las nubes de niebla sangrienta. Pero sobre todo pensaba en el poso más profundo, en la prisión en donde sus amigos habían sido brutalmente asesinados.

—Tengo que hacer que sus sacrificios valgan la pena...—se dijo a sí mismo—. Debo vencer a Gaia... arrancarle el corazón que no tiene con mis propias manos...

Se quedó mirando el cielo nocturno. Deseó estar mirándolo desde la playa de Long Island, con Annabeth, y no desde la otra punta del mundo, rumbo a una muerte casi segura.

Se preguntaba dónde estarían ya Nico, Reyna y Hedge, y cuánto tardarían en llegar... suponiendo que sobrevivieran. Se imaginó a los romanos disponiendo las líneas de batalla en ese mismo momento, rodeando el Campamento Mestizo.

Faltaban catorce días para llegar a Atenas. Entonces, de una forma u otra, se decidiría la guerra.

En la proa, Leo silbaba mientras trataba de reparar el cerebro mecánico de Festo, murmurando algo sobre un cristal y un astrolabio. En medio del barco, Piper y Hazel practicaban esgrima, las espadas de oro y de bronce resonando en la noche. Jason y Frank estaban al timón, hablando en voz baja, tal vez contándose historias de la legión o intercambiando impresiones sobre el cargo de pretor.

—Tengo una buena tripulación. Si tengo que morir...

—No te me vas a morir, Sesos de Alga—le pareció oír, como un susurró en la brisa marina—. ¿Recuerdas? No nos vamos a volver a separar. Y cuando volvamos a casa...

—¿Qué?—preguntó Percy, en voz alta.

Sólo el silencio le respondió.

A medida que se alejaban de la costa, el cielo se oscureció y salieron más estrellas. Percy observó las constelaciones que Annabeth le había enseñado hacía muchos años y el Argo II se internó en la noche.


...

Y eso es todo por ahora, el siguiente libro tardará un tiempo en salir, en parte porque necesito trabajar en todos sus nuevos detalles, en parte por la falta de apoyo general a la historia.

La quinta parte llegará, eso es seguro, simplemente no sabría decirles cuándo. Espero que hasta ahora les haya gustado. Nos volveremos a ver pronto.

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