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PERCY LXXXIV


Percy se quedó mirando la Atenea Partenos deseando a que lo fulminara.

El nuevo sistema elevador mecánico de Leo había bajado la estatua a la ladera con sorprendente facilidad. Ahora la diosa de doce metros de altura contemplaba serenamente el río Aqueronte, con su vestido dorado como metal fundido al sol.

—Increíble...—reconoció Reyna.

Todavía tenía los ojos enrojecidos de llorar. Poco después de haber aterrizado en el Argo II, su pegaso Escipión se había desplomado, doblegado por los arañazos venenosos de un grifo que los había atacado la noche anterior. Reyna había rematado al caballo con un cuchillo dorado y luego lo había cremado, esparciéndolo por el aire griego de dulce aroma. Puede que no fuese un mal final para un caballo volador, pero Reyna había perdido a un amigo fiel. Percy la comprendía, se imaginaba que la chica, al igual que él, ya había renunciado a muchas cosas en la vida.

La pretor rodeó con recelo la Atenea Partenos.

—Parece recién hecha.

—Sí—dijo Leo—. Hemos quitado las telarañas y hemos usado un poco de limpiador. No ha sido difícil.

El Argo II flotaba justo encima. Mientras Festo permanecía al acecho de amenazas en el radar, toda la tripulación había decidido comer en la ladera y hablar de lo que iban a hacer.

Después de las últimas semanas, Percy creía que se habían ganado una buena comida juntos, pero no se sentía de humor. Había tomado control de la flota de drones de Leo para comenzar a construir una gran hoguera y preparar el cuerpo de Annabeth para una despedida según los ritos antiguos. Sabía que debía mantenerse fuerte, por ella, por él mismo y por todos los demás, pero apenas y podía controlar su respiración y mucho menos sus lágrimas. Sabía con certeza que en el segundo en abriese la boca para hablar, la presa estallaría y rompería en llanto una vez más.

—Eh, Reyna—oyó que llamaba Piper—. Come con nosotros.

La pretor miró y arqueó las cejas como si no acabara de procesar las palabras "con nosotros". Percy nunca había visto a Reyna sin su armadura. Estaba siendo reparada por Buford, la mesa maravillosa, a bordo del barco. Llevaba unos vaqueros y una camiseta de manga corta morada del Campamento Júpiter y parecía casi una adolescente normal; exceptuando el sable que llevaba a la espalda y su expresión precavida, como si estuviera lista para cualquier ataque.

—Está bien—dijo finalmente.

Se movieron para hacerle sitio en el corro. Se sentó con las piernas cruzadas al lado de Piper, tomó un sándwich de queso y mordisqueó el borde.

—Bueno—dijo—. Frank Zhang... pretor.

Frank se movió, limpiándose las migas de la barbilla.

—Sí, en fin... Un ascenso de emergencia.

—Para dirigir a una legión diferente—observó Reyna—. Una legión de fantasmas.

Hazel entrelazó su brazo con el de Frank en actitud protectora. Después de una hora en la enfermería, los dos tenían mucho mejor aspecto, pero Percy advirtió que no sabían qué pensar de la presencia de su antigua jefa del Campamento Júpiter en la comida.

—Deberías haberlo visto, Reyna—dijo Jason.

—Estuvo increíble—convino Piper.

—Frank es un líder—insistió Hazel—. Es un gran pretor.

Reyna mantuvo la mirada fija en Frank, como si estuviera tratando de calcular su peso.

—Te creo—dijo—. Me parece bien.

Frank parpadeó.

—¿De verdad?

Reyna sonrió con sequedad.

—Un hijo de Ares, el héroe que ayudó a recuperar el águila de la legión... Puedo trabajar con un semidiós así. Sólo me pregunto cómo convenceré a la Duodécima Legión Fulminata.

Frank frunció el entrecejo.

—Sí. Yo me he estado haciendo la misma pregunta.

Percy todavía no podía creer lo mucho que Frank había cambiado. Un "estirón" era una forma suave de decirlo. Había crecido hasta convertirse casi en un gigante pequeño, con cuerpo esbelto y hombros anchos. Su cara tenía un aspecto más robusto y su mentón aún más fuerte. Era como si Frank se hubiera transformado en un dragón chino y luego hubiera recuperado su forma humana, pero conservando algunos rasgos celestiales.

—La legión te escuchará, Reyna—dijo Frank—. Has llegado aquí sola a través de las tierras antiguas.

Reyna masticó su sándwich como si fuera de cartón.

—Al hacerlo he infringido las leyes de la legión.

—Y César infringió la ley cuando cruzó el Rubicón—repuso Frank—. Los grandes líderes a veces tienen que romper los esquemas.

Ella negó con la cabeza.

—Yo no soy César. Después de encontrar la nota de Jason en el palacio de Diocleciano, localizaros fue fácil. Sólo hice lo que me pareció necesario.

Percy no sentía el más mínimo deseo de unirse a la conversación, pero la modestia de Reyna le resultaba irritante.

—Déjate de tonterías, pececillo. Has volado a la otra punta del mundo respondiendo a la petición de Annabeth porque creías que era la mejor posibilidad de alcanzar la paz. Eso es verdadero heroísmo, deja de disfrazarlo como otra cosa.

Reyna se encogió de hombros.

—Lo dice el semidiós que se cayó al Tártaro y se las arregló para volver.

El viento pareció soplar con más fuerza. Un trueno se escuchó a la distancia.

—Recibí ayuda.

Reyna guardó un respetuoso silencio, igual que todos los demás.

Percy agachó la mirada. Su cuerpo convulsionaba en sollozos que buscaban escapar de su pecho. Adamas, Belcebú y Annabeth... los tres habían sacrificado sus vidas para que Percy pudiese estar allí.

No era justo.

Leo sacó un pequeño destornillador de su cinturón portaherramientas. Lo clavó en una fresa recubierta de chocolate y se la pasó al entrenador Hedge. A continuación sacó otro destornillador y atravesó otra fresa para él.

—Bueno, la pregunta de los veinte millones de pesos—dijo—. Hemos conseguido esta bonita estatua de Atenea de doce metros ligeramente usada. ¿Qué hacemos con ella?

Reyna echó un vistazo a la Atenea Partenos.

—Queda muy bien en esta colina, pero no he venido hasta aquí para admirarla. Según Annabeth, una líder romana debe devolverla al Campamento Mestizo. ¿Lo he entendido bien?

Percy asintió lentamente.

—Annabeth tuvo un sueño en el Helheim. Estaba en la colina mestiza, y la voz de Atenea dijo: "Debo estar aquí. La romana debe traerme".

Nunca había mantenido una relación idílica con la madre de Annabeth, pero en ese momento deseaba desesperadamente que la estatua cobrase vida para matarlo, que le hiciese pagar por ser incapaz de proteger aquello que más le importaba.

"Cómo siempre, tenías razón Atenea, espero estés feliz"—pensó—. "Annabeth estaba mejor lejos de mí..."

—Tiene sentido—dijo Nico.

Percy se sobresaltó. Parecía que Nico le hubiera leído el pensamiento y estuviera de acuerdo en que Atenea lo matase.

El hijo de Hades estaba sentado en el otro extremo del corro, comiendo una granada, la fruta del inframundo. Percy se preguntó si eso era lo que Nico entendía por una broma.

—La estatua es un símbolo poderoso—dijo Nico—. Si un romano se la devolviera a los griegos... podría superar la desavenencia histórica y quizá incluso curar el desdoblamiento de personalidad de los dioses afectados.

El entrenador Hedge tragó su fresa acompañada de medio destornillador.

—Un momento. Me gusta la paz tanto como a cualquier sátiro...

—Usted odia la paz—dijo Leo.

—El caso, Valdez, es que sólo estamos a... ¿cuánto? ¿Unos días de Atenas? Un ejército de gigantes nos está esperando allí. Nos hemos tomado muchas molestias para salvar la estatua porque la profecía la llamaba el "azote de los gigantes". Así que ¿por qué no nos la llevamos a Atenas con nosotros? Es evidente que es nuestra arma secreta—miró detenidamente la Atenea Partenos—. A mí me parece un misil balístico. Tal vez si Valdez le instalara unos motores...

Piper carraspeó.

—Una gran idea, entrenador, pero muchos de nosotros hemos tenido sueños y visiones en los que Gaia ataca el Campamento Mestizo...

Desenvainó su daga Katoptris y la dejó sobre su plato. En ese momento, la hoja sólo mostraba el cielo, pero a Percy todavía le incomodaba mirarla.

—Desde que volvimos al barco—dijo Piper—, he estado viendo cosas malas en la daga. La legión romana está muy cerca del Campamento Mestizo. Y están consiguiendo refuerzos: espíritus, águilas, lobos.

—Octavio—gruñó Reyna—. Le dije que esperase.

—Cuando asumamos el mando—propuso Frank—, el primer asunto a tratar debería ser poner a Octavio en la catapulta que haya más cerca y dispararlo lo más lejos posible.

—Estoy de acuerdo—dijo Reyna—. Pero de momento...

—Está decidido a hacer la guerra—terció Jason—. Y lo conseguirá, a menos que lo detengamos.

Piper giró la hoja de su daga.

—Lamentablemente, eso no es lo peor. He visto imágenes de un posible futuro: el campamento en llamas, semidioses romanos y griegos muertos. Y Gaia...—le falló la voz.

Percy se acordó del dios Tártaro bajo su forma física, alzándose por encima de él. Nunca había sentido tanta impotencia ni tanto terror. El solo recuerdo despertaba en él una ira primordial y una sed de sangre incontrolable.

Tantas muertes por un simple capricho del dios foso...

"Sería como intentar matar a la tierra", había dicho Tártaro.

Si Gaia era tan poderosa y contaba con un ejército de gigantes, Percy no veía cómo siete... seis, semidioses podrían detenerla, sobre todo cuando la mayoría de los dioses estaban ocupados con su propia guerra en el Valhalla. Tenían que detener a los gigantes antes de que Gaia despertara, o la partida se acabaría.

Si la Atenea Partenos era un arma secreta, llevarla a Atenas resultaba muy tentador. A Percy le gustaba bastante la idea del entrenador de usarla como misil y volar a Gaia en un hongo nuclear divino.

Lamentablemente, su instinto le decía que Annabeth había estado en lo cierto. El sitio de la estatua estaba en Long Island, donde podría impedir la guerra entre los dos campamentos.

—Entonces que Reyna se lleve la estatua—dijo Percy, haciendo su voz que todos guardasen silencio y escuchasen—. Nosotros seguiremos hasta Atenas.

Leo se encogió de hombros.

—Me parece genial, pero hay ciertos problemas logísticos. Tenemos... ¿cuánto? ¿Dos semanas hasta el día de fiesta romano que se supone que despierta Gaia?

—La fiesta de Spes—señaló Jason—. Es el 1 de agosto. Hoy es...

—18 de julio—apuntó Frank—. Así que, a partir de mañana, quedan exactamente catorce días.

Hazel hizo una mueca.

—Tardamos dieciocho días en venir de Roma aquí: un viaje que sólo debería habernos llevado dos o tres días como máximo.

—Entonces, considerando nuestra suerte—dijo Leo—, tal vez nos dé tiempo a llevar el Argo II a Atenas, encontrar a los gigantes e impedir que despierten a Gaia. Tal vez. Pero ¿cómo se supone que va a llevar Reyna esta estatua enorme al Campamento Mestizo antes de que griegos y romanos se hagan picadillo? Ni siquiera tiene ya su pegaso. Ejem, lo siento...

—No pasa nada—soltó Reyna.

Puede que los estuviera tratando como aliados y no como enemigos, pero Percy sabía que Reyna no tenía demasiada debilidad por Leo, quizá porque había volado la mitad del foro de la Nueva Roma.

Respiró hondo.

—Lamentablemente, Leo tiene razón. No sé cómo voy a poder transportar algo tan grande. Suponía... bueno, esperaba que todos tuvierais una respuesta.

—El Laberinto—propuso Hazel—. Si Pasífae de verdad lo ha reabierto, y creo que es el caso...—miró a Percy con aprehensión—. Bueno, has dicho que el Laberinto puede llevarte a cualquier parte. Así que tal vez...

—No—Percy no se contuvo ni siquiera con Hazel.

¿Cómo podía describir el Laberinto a alguien que no lo había explorado? Dédalo lo había creado con la intención de que fuera un laberinto viviente que creciera. A lo largo de los años, se había extendido como las raíces de un árbol bajo la superficie del mundo. Sí, podía llevarte a cualquier parte. En el interior, la distancia carecía de sentido. Podías entrar en el laberinto en Nueva York, andar tres metros y salir en Los Ángeles, pero sólo si encontrabas una forma fiable de recorrerlo. De lo contrario, el Laberinto te engañaría y trataría de matarte a cada paso. Cuando la red de túneles se desplomó después de la muerte de Dédalo, Percy se había sentido aliviado. La idea de que el Laberinto se estuviera regenerando, abriéndose paso bajo la tierra y proporcionando un espacioso nuevo hogar a los monstruos no le entusiasmaba. Ya tenía bastantes problemas.

—Primero—dijo—, los pasadizos son demasiado pequeños para la Atenea Partenos. Es imposible que la lleves allí abajo. Y aunque el Laberinto se haya vuelto a abrir, no sabemos cómo podría ser ahora. Ya era bastante peligroso antes, bajo el control de Dédalo, y él no era hostil. Si Pasífae ha reconstruido el Laberinto como ella quería... Hazel, tal vez tus sentidos subterráneos pudieran guiar a Reyna, pero nadie más tendría posibilidades de sobrevivir. Y te necesitamos aquí. Además, si te perdieras allí abajo...

—Tienes razón—dijo Hazel tristemente—. No importa.

Reyna echó un vistazo al grupo.

—¿Más ideas?

—Yo podría ir—propuso Frank, aunque no parecía entusiasmado con la idea—. Si soy pretor, debería ir. Tal vez podamos fabricar una especie de trineo o...

—No, Frank Zhang—Reyna le dedicó una sonrisa de cansancio—. Espero que en el futuro trabajemos codo con codo, pero de momento tu sitio está con la tripulación de este barco. Eres uno de los siete de la profecía.

—Yo no—dijo Nico.

Todo el mundo dejó de comer. Percy miró a Nico al otro lado del corro, tratando de decidir si estaba bromeando.

—Nico...—dijo Hazel dejando su tenedor.

—Yo iré con Reyna—dijo—. Puedo transportar la estatua por las sombras.

Percy le dedicó una mirada de advertencia.

—Hace un año me dijiste que transportarte a ti mismo era peligroso e impredecible. Acabaste en China en más de una ocasión. Transportar una estatua de doce metros y dos personas a la otra punta del mundo...

—He cambiado desde que volví del Tártaro—los ojos de Nico brillaban furiosamente con una intensidad que Percy no entendía. Se preguntó si había hecho algo que hubiera ofendido al chico.

—No estamos cuestionando tu poder, Nico—intervino Jason—. Sólo queremos asegurarnos de que no te matas en el intento.

—Puedo hacerlo—insistió él—. Daré saltos breves: varios cientos de kilómetros cada vez. Es verdad, después de cada salto, no estaré en condiciones de protegerme de los monstruos. Necesitaré que Reyna nos defienda a mí y a la estatua.

Reyna tenía cara de póquer. Observó al grupo, escrutando sus rostros, pero sin revelar ninguno de sus pensamientos.

—¿Alguna objeción?

Nadie dijo nada.

—Muy bien—dijo, con el tono terminante de una juez—. No veo ninguna opción mejor. Pero nos atacarán muchos monstruos. Me sentiría mejor llevando a una tercera persona. Es el número óptimo para una misión.

—Entrenador Hedge—soltó Frank.

Percy lo miró fijamente; no estaba seguro de haber oído bien.

—¿Qué has dicho, rey de los hombres?

—El entrenador es la mejor opción—insistió Frank—. La única opción. Es un buen luchador. Es un protector consumado. Él hará el trabajo.

—Un fauno—dijo Reyna.

—¡Sátiro!—ladró el entrenador—. Y sí, iré. Además, cuando llegues al Campamento Mestizo, necesitarás alguien con contactos y dotes diplomáticas para evitar que los griegos te ataquen. Dejadme hacer una llamada... digo, dejadme ir a por mi bate de béisbol.

Se levantó y transmitió un mensaje tácito a Frank que Percy no acabó de descifrar. A pesar de haberse ofrecido voluntario para una probable misión suicida, el entrenador parecía agradecido. Se fue corriendo hacia la escalera del barco, entrechocando sus pezuñas como un niño entusiasmado.

Nico se levantó.

—Yo también debería irme y descansar antes de la primera travesía. Nos veremos delante de la estatua al ponerse el sol.

Una vez que se hubo marchado, Hazel frunció el entrecejo.

—Se comporta de forma extraña. No estoy segura de que lo haya pensado bien.

—No le pasará nada—dijo Jason.

—Espero que tengas razón—pasó la mano por el suelo. Unos diamantes salieron a la superficie: una reluciente vía láctea de piedras—. Estamos ante otra encrucijada. La Atenea Partenos va hacia el oeste. El Argo II va hacia el este. Espero que hayamos elegido bien.

Percy, en lo profundo de su corazón, ya había abandonado toda esperanza. A pesar de todo lo que habían pasado y de todas las batallas que habían ganado, todavía parecían lejos de vencer a Gaia. Sí, habían liberado a Thanatos. Habían cerrado las Puertas de la Muerte. Por lo menos ahora podían matar a los monstruos y obligarlos a permanecer muertos. Pero los gigantes habían vuelto... todos.

—Entonces convocaremos la Gigantomaquia—dijo, más para él mismo que para los demás—. Ya no me importa nada... sólo quiero hacer tanto daño a Gaia como pueda. Quiero matar a cada uno de sus hijos y mostrarlos ante la primordial como trofeos... quiero...

Se dobló sobre sí mismo y tosió un chorro de sangre.

—Quiero estar solo...—concluyó—. Si alguien me molesta, lo mataré.

Se alejó andando con dificultad. El humor del grupo se tornó sombrío como el aire del Tártaro hasta que Piper rompió la tensión.

—¡Bueno!—envainó su daga y dio unos golpecitos en su cornucopia—. Una comida muy buena. ¿Quién quiere postre?

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