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PERCY LXVI


Un titán se dirigió a ellos andando a grandes zancadas y apartando despreocupadamente a los monstruos menores a patadas. Tenía una estatura de alrededor de tres metros y llevaba una recargada armadura de hierro estigio con un diamante que brillaba en el centro de su coraza. Sus ojos eran de color blanco azulado, como muestras de un glaciar, e igual de frías. Su cabello era del mismo color, cortado al rape. Un yelmo de combate con forma de cabeza de oso se encontraba debajo de su brazo. De su cinturón colgaba una espada del tamaño de una tabla de surf.

A pesar de sus cicatrices de guerra, el rostro del titán era apuesto y extrañamente familiar. Percy estaba convencido de que nunca lo había visto antes, aunque sus ojos y su sonrisa le recordaban a alguien...

El titán se detuvo delante de Adamantino y le estudió detenidamente.

—No te reconozco—dijo—. Identifícate.

Adamantino se le quedó mirando por un largo tiempo. Era imposible adivinar su expresión a travez de su máscara de mosca, pero no podía ser nada que no fuese desdén absoluto.

Deberías cuidar a quién y como te diriges, titán del norte—dijo la voz metálica del dios—. No querrás terminar encontrándote con alguien que te ponga en tu sitio.

El titán emitió un profundo gruñido.

—Pequeño insensato...

Entonces, con un chasquido, el casco de Adamantino se retiró tras una cortina de vapor, dejando al descubierto el agresivo rostro del violento dios que la historia olvidó.

El titán palideció repentinamente.

—L-L-Lo-Lord... Lord Adamas...—balbuceó—. Lord Adamas... ¡Pero tú ya no existes!

¡Entonces esto no te dolerá!

El dios de la conquista le asestó un golpe con el asta de su guadaña, dejando al titán del norte en el suelo rodeado por un cráter. Magullado, pero vivo.

—¿Cómo...?—murmuró el azotado—. Los dioses dijeron... ¡Se supone que Poseidón lo mató!

Mi muerte fue... exagerada a lo grande—dijo Adamantino con tono severo—. De pie, Ceo, y no vuelvas a dirigirte a mí sin mi permiso.

—S-sí... señor...—murmuró el titán—. ¿E-está...? ¿Cómo es que usted está aquí? ¿Viene para ayudarnos a retomar el mundo para Gaia?

Adamantino se cruzó de brazos.

Como verás, he sido olvidado y borrado de la historia por los Olímpicos. No me queda de otra que aliarme con quien en antaño fue mi enemiga, la diosa primordial, y así tomar el puesto que por derecho me pertenecía por encima del imbécil de Zeus—dijo fríamente—. Mi única condición, claro está, es que quiero a Poseidón vivo, a mis pies. Veremos quién no es digno de mirar a quién ahora.

A pesar de su actuación, había cierto dejo de verdadero rencor en sus palabras. Los dedos de Percy se cerraron en torno a su bolígrafo. No le caía muy bien el titán del norte. Parecía que Ceo estuviera recitando a Shakespeare. Sólo eso ya bastaba para irritar a Percy.

Estaba dispuesto a quitar el capuchón de Contracorriente si no le quedaba más remedio, pero de momento Ceo no parecía verlo. Y Adamantino todavía no lo había delatado, aunque había tenido oportunidades de sobra.

—Es bueno volver a verlo...—Ceo hizo tamborilear sus dedos sobre su yelmo con forma de cabeza de oso—. Con su ayuda, mi estimado sobrino, Zeus no podrá resistírsenos por más tiempo. Como debió ser en los viejos tiempos.

Mi padre hubiese estado orgulloso—declaró Adamantino—. Finalmente, después de tantos millones de años, su vergonzosa derrota en la Titanomaquia será vengada.

Ceo dejó escapar un suspiró.

—Desgraciadamente, esos imprudentes semidioses acabaron con mi hermano, tu padre Cronos—el titán señaló a los alrededores—. Todavía quedan restos de su esencia, pero no se puede recomponer. Supongo que hay heridas que ni Tártaro puede curar.

Una verdadera lástima.

—Pero el resto de nosotros tenemos otra oportunidad, ¿verdad?—se inclinó hacia delante con aire cómplice—. Puede que esos gigantes crean que van a reinar. Dejemos que nos sirvan de guardias de asalto y que destruyan a los dioses del Olimpo: eso está bien. Pero cuando la Madre Tierra despierte, se acordará de que los titanes somos sus hijos mayores. Acuérdate bien de lo que te digo. Como el mayor y único hijo de nuestro señor Cronos que quedará con vida, mis hermanos te seguirán. Dominarás el cosmos.

Humm—bufó Adamantino—. Dudo que a los gigantes les guste.

—Me trae sin cuidado si les gusta o no—replicó Ceo—. De todas formas, ya han cruzado las Puertas de la Muerte y han vuelto al mundo de los mortales. Polibotes fue el último, hará menos de media hora, quejándose de las presas que había perdido. Por lo que parece, Nix se tragó a unos semidioses que él estaba persiguiendo. ¡Apuesto a que no volverá a verlos!

Annabeth agarró la muñeca de Percy. A través de la Niebla de la Muerte, él no podía distinguir bien su expresión, pero vio una mirada de alarma en sus ojos.

Si los gigantes ya habían cruzado las puertas, por lo menos no recorrerían el Helheim buscando a Percy y Annabeth. Lamentablemente, eso también significaba que sus amigos del mundo de los mortales corrían todavía más peligro. Todos los combates que habían librado contra los gigantes habían sido en vano. Sus enemigos renacerían más fuertes que nunca.

—¡Bueno!—Ceo desenvainó su enorme espada. La hoja irradiaba un frío más intenso que el del glaciar de Hubbard—. Debo marcharme. Leto debe haber respondido a mi llamado a estas alturas. La convenceré para que luche.

Claro...—murmuró Adamantino—. Siempre que no se parezca al idiota de su hijo.

Ceo se rio.

—Supongo que ha pasado mucho tiempo desde que la vio. Los titanes pacíficos como ella suelen pasar desapercibidos. Pero esta vez estoy seguro de que Leto luchará para vengarse. Zeus la trató tan mal después de que ella le diera esos magníficos gemelos... ¡Qué escándalo!

Percy estuvo a punto de gruñir en voz alta.

"Los gemelos"

Se acordó del nombre de Leto: la madre de Apolo y Artemisa. Ceo le resultaba vagamente familiar porque tenía los fríos de Artemisa y la radiante sonrisa de Apolo. El titán era su abuelo, el padre de Leto. La idea le provocó dolor de cabeza.

—¡Bueno! ¡Lo veré en el mundo de los mortales!—se golpeó el pecho a manera de saludo militar—. ¡Ah, tus otros dos tíos están vigilando este lado de las puertas, así que los verás dentro de poco!

¿Ah sí?

—¡Cuenta con ello!

Ceo se marchó con paso pesado y por poco derribó a Percy y a Annabeth antes de que pudieran apartarse.

Adamantino escupió con despreció.

Imbécil.

Annabeth miraba hacia las Puertas de la Muerte, pero la manada de monstruos le tapaba la vista.

—¿He oído bien? ¿Otros dos titanes están vigilando nuestra salida? Eso no es bueno.

Definitivamente no—convino Adamantino—. Eso sólo confirma que estamos cerca.







Pisar el corazón de Tártaro no era ni mucho menos tan divertido como parecía.

El terreno morado era resbaladizo y palpitaba constantemente. Parecía liso de lejos, pero de cerca se podía apreciar que estaba hecho de pliegues y surcos que resultaban más difíciles de recorrer cuanto más lejos andaban. Los bultos nudosos de arterias rojas y venas azules ofrecían asidero a Percy cuando tenía que trepar, pero el progreso era lento.

Y, por supuesto, había monstruos por todas partes. Manadas de perros del infierno rondaban las llanuras, aullando, gruñendo y atacando a cualquier monstruo que bajara la guardia. Las arai daban vueltas en lo alto con sus alas curtidas, formando espantosas siluetas oscuras en las nubes venenosas.

Percy tropezó. Su mano tocó una arteria roja, y una sensación de hormigueo le recorrió el brazo.

—Aquí dentro hay agua—dijo—. Agua de verdad.

Adamantino gruñó.

Su sangre es uno de los cinco ríos.

—¿Su sangre?—Annabeth se apartó del grupo de venas más cercano—. Sabía que los ríos del inframundo desembocaban en el Tártaro, pero...

—convino Adamantino—. Todos corren a través de su corazón.

Percy recorrió con la mano una red de capilares. ¿Fluía entre sus dedos el agua de la laguna Estigia o tal vez del Lete? Si al pisar una de esas venas estallase... Percy se estremeció. Comprendió que estaba paseando por el sistema circulatorio más peligroso del universo.

—Tenemos que darnos prisa—dijo Annabeth—. Si no conseguimos...

Se le fue la voz.

Delante de ellos, unas franjas dentadas de oscuridad hendieron el aire, como relámpagos pero de un negro puro.

Las puertas—dijo Adamantino—. Debe de haber un buen grupo cruzándolas.

A Percy le sabía la boca a sangre de gorgona. Aunque sus amigos del Argo II consiguieran encontrar el otro lado de las Puertas de la Muerte, ¿cómo podrían luchar contra las oleadas de monstruos que las estaban atravesando, sobre todo si los gigantes los estaban esperando?

—¿Todos los monstruos pasan por la Casa de Hades?—preguntó—. ¿Qué tamaño tiene ese sitio?

Adamantino se encogió de hombros.

Quizá los mandan a otra parte cuando cruzan. La Casa de Hades está en la tierra, ¿sabes? Ese es el reino de Gaia. Ella puede enviar a sus seguidores a donde quiera.

A Percy se le cayó el alma a los pies. Que los monstruos cruzaran las Puertas de la Muerte para amenazar a sus amigos en Epiro ya era bastante grave. Pero entonces se imaginó el lado mortal como un gran sistema de metro que depositaba gigantes y otros monstruos donde Gaia quería que fuesen: el Campamento Mestizo, el Campamento Júpiter o la travesía del Argo II antes de que llegaran a Epiro.

—Si Gaia tiene tanto poder, ¿no podrá controlar a donde vamos a parar nosotros?—preguntó Annabeth.

Percy detestaba esa pregunta. A veces deseaba que Annabeth no fuera tan lista.

Adamantino frunció el ceño.

Ustedes no son monstruos. Puede que su caso sea distinto.

"Genial"—pensó Percy.

No le hacía gracia la idea de que Gaia los estuviera esperando al otro lado, lista para teletransportarlos al centro de una montaña, pero por lo menos las puertas ofrecían una posibilidad de salir del Tártaro. Tampoco tenían una opción mejor.

Adamantino los ayudó en el peor de los descensos. Delante de ellos se abría un agujero de magnitudes bíblicas el cual seguía cayendo y cayendo por varios kilómetros hasta acabar en una gran cámara frente a una puerta tallada como si de la cabeza de un demonio se tratase.

La entrada estaba abierta de par en par y las cadenas que las resguardaban rotas en pedazos. Por todo el suelo, ensangrentados y destrozados, yacían esparcidos cadáveres de los antiguos carceleros del Tártaro, los setenta y dos demonios del rey Salomón.

Percy, Annabeth y Adamantino se abrieron paso entre los centenares de monstruos que enfilaban hacia el centro de la prisión, mirando hacia las celdas que yacían a cada lado del pasillo principal, la mayoría ahora vacías y con sus rejas reventadas.

Solamente uno de los confinamientos había sido dejado intacto. En él, atado con cadenas de pies a cabeza, inmovilizado a una serie de postes cual si se encontrase en un crucifijo, cabizbajo y con el largo cabello ocultando su rostro, había un hombre lleno de cicatrices de apariencia muy humana.

—¿Quién es ese...?—cuestionó Annabeth en voz baja.

Adamantino ni siquiera se volvió para mirar al aludido.

Un semidiós—dijo—. No hay más preguntas.

El hombre levantó la mirada levemente. Una débil sonrisa tiraba de sus labios, como si le divirtiese el desfile que estaba presenciando.

Siguieron con su camino algunas decenas de metros más, antes que una carcajada proveniente del techo llamase su atención.

—¿Pero qué tenemos aquí?

Recostado sobre una saliente en la pared, balanceando las piernas como si de un niño se tratase, un hombre de apariencia joven, un tanto afeminada, miraba fijamente a Percy y Annabeth, como si la Niebla de la Muerte no estuviese allí.

—¡¡Permítanme profetizar!!—dijo, señalándolos con un dedo—. Aquellos que ganarán esta guerra... ¡No serán ustedes!

Por un segundo, ambos semidioses se quedaron congelados. Entonces, un cráneo voló por los aires y derribó al sujeto.

—¡Cállate, Nostradamus!—gritó uno de los monstruos que enfilaba hacia la salida.

Annabeth miró a Adamantino.

—¿Nostradamus?

Un idiota que se ganó el infierno por tratar de destruir el Bifröst—bufó—. Podría haber matado a los guardias para largarse en el momento en que lo hubiera querido. Pero por alguna razón, se quedó por aquí...

El sujetó se abrió paso hacia el grupo, rodeando a Percy y Annabeth con los brazos, incomodándolos de sobremanera.

—Hey, no me juzguen—rió—. ¡Sólo tenía curiosidad por saber qué pasaría! ¡Soy uno de esos tipos que tiene que ver las cosas con sus propios ojos una vez que llegan a su cabeza!

Percy se sacudió al sujeto de encima, emitiendo un siseo.

—¿Qué es lo que quieres?

—Sí, ¿qué haces en el Helheim en momentos como este?—añadió Annabeth.

Nostradamus se encogió de hombros.

—Hay un cierto no-sé-qué sobre este lugar... ¡Que lo hace muy atractivo!

Adamantino soltó un bufido.

Estamos perdiendo el tiempo, hazte a un lado.

El humano se encogió de hombros.

—Cómo quieran, buena suerte en su viaje—su sonrisa se tornó en una mueca más desquiciada—. O... al menos... buena suerte para aquel de ustedes que sobreviva más allá de hoy.

Percy estaba más que dispuesto a dejarle una o dos cosas en claro a ese sujeto, pero Nostradamus ya había desaparecido, tragado por la multitud de monstruos.

Annabeth miró con inquietud a Percy. Él quiso decir algo para reconfortarla, pero se sentía igual de preocupado.

No le hagan caso—terminó rompiendo el silencio Adamantino—. Ese loco sólo quiere comerles el coco. Vámonos, no hay tiempo que perder...

De repente, las Puertas de la Muerte aparecieron: un rectángulo de oscuridad situado en el centro mismo del Tártaro, a unos cuatrocientos metros de distancia, rodeado por una horda de monstruos tan numerosa que Percy podría haber ido andando por encima de sus cabezas.

Las puertas todavía estaban demasiado lejos para distinguir los detalles, pero los titanes que la flanqueaban le resultaban bastante familiares. El de la izquierda llevaba una brillante armadura dorada que relucía con el calor.

—Hiperión—murmuró Percy—. No hay forma de que ese sujeto se quede muerto.

El de la derecha llevaba una armadura azul oscuro con unos cuernos de carnero enroscados a los lados de su yelmo. Percy sólo lo había visto en sueños, pero se trataba definitivamente de Crío, el titán al que Jason había matado en la batalla del monte Tamalpais.

—Los hermanos de Ceo—dijo Annabeth. La Niebla de la Muerte se arremolinó alrededor de ella y transformó su cara por un momento en una calavera sonriente—. Si tenemos que luchar contra ellos...

Adamantino levantó su guadaña.

Ya nos ocuparemos de ello. Síganme.

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