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PERCY LXV


Percy todavía no había muerto, pero estaba harto de ser un cadáver.

Mientras avanzaban penosamente hacia el Tártaro, no paraba de mirarse el cuerpo, preguntándose cómo era posible que fuera suyo. Sus brazos parecían palos cubiertos de cuero blanqueado. Sus piernas esqueléticas parecían deshacerse en humo a cada paso que daba. Había aprendido a moverse más o menos con normalidad dentro de la Niebla de la Muerte, pero la mortaja mágica todavía le hacía sentirse como si estuviera envuelto en un abrigo de helio.

Le preocupaba que la Niebla de la Muerte se pegara a él para siempre, aunque consiguieran sobrevivir al Helheim. No quería pasar el resto de su vida con la pinta de un extra de The Walking Dead.

Percy trataba de concentrarse en otra cosa, pero no había ningún lugar seguro al que mirar.

Bajo sus pies, el suelo emitía un brillo de un repugnante color morado, surcado de redes de venas palpitantes. A la tenue luz roja de las nubes de sangre, Annabeth, envuelta en la Niebla de la Muerte, parecía un zombi recién resucitado.

Delante de ellos les esperaba la imagen más deprimente de todas.

Un ejército de monstruos se extendía hasta el horizonte: bandadas de arai aladas, tribus de desmañados cíclopes, grupos de espíritus malvados flotantes. Miles de enemigos, quizá decenas de miles, arremolinándose nerviosamente, empujándose unos a otros, gruñendo y peleándose por el sitio: como el vestuario de un instituto abarrotado entre clase y clase, en el que todos los alumnos fueran mutantes apestosos y atiborrados de esteroides.

Adamantino los llevó hacia el margen del ejército. No hizo el menor esfuerzo por esconderse, aunque tampoco le hubiera servido de mucho. Con su estatura y armadura brillante, no se le daba muy bien el sigilo.

A unos treinta metros de los monstruos más cercanos, Adamantino se volvió para mirar a Percy.

No hagáis ruido y quedaos detrás de mí—aconsejó—. No se fijarán en vosotros.

—Eso esperamos—murmuró Percy.

Annabeth examinó sus manos de zombi.

—Adamantino, si somos invisibles... ¿cómo es que tú puedes vernos? O sea, tú eres técnicamente, ya sabes...

—dijo el dios—. Pero estamos del mismo lado.

—Nix y sus hijos podían vernos—señaló Annabeth.

Adamantino se encogió de hombros.

Eso era en el reino de Nix. Era distinto.

—Ah... de acuerdo.

Annabeth no parecía convencida, pero ya estaban allí. No les quedaba más remedio que intentarlo.

Percy miró el enjambre de crueles monstruos.

—Bueno, por lo menos no tendremos que preocuparnos por si nos tropezamos con más amigos entre esa masa.

Adamantino emitió un extraño bufido.

Es una buena noticia, supongo. Venga, vamos. La muerte está cerca.

—Las Puertas de la Muerte están cerca—le corrigió Annabeth—. Hay que hablar con propiedad.

Se zambulleron en la multitud. Percy temblaba tanto que tenía miedo de que la Niebla de la Muerte se desprendiera de él. Había visto grandes grupos de monstruos antes. Había luchado contra un ejército de ellos durante la batalla de Manhattan. Pero eso era harina de otro costal.

Cada vez que luchaba contra monstruos en el mundo de los mortales, por lo menos sabía que estaba defendiendo su hogar. Eso le infundía valor, por muy escasas que fueran las probabilidades de sobrevivir. Allí Percy era el invasor. Su sitio no estaba entre esa multitud de monstruos del mismo modo que el sitio del minotauro no estaba en Penn Station en plena hora punta.

A escasa distancia, un grupo de empousai se lanzó sobre el cadáver de un grifo mientras otros grifos volaban alrededor de ellas, chillando indignados. Un Nacido de la Tierra con seis brazos y un ogro lestrigón se golpeaban con rocas, aunque Percy no estaba seguro de si estaban peleándose o simplemente haciendo el tonto. Una oscura voluta de humo—Percy supuso que debía de ser un eidolon—penetró en un cíclope e hizo que el monstruo se abofeteara, y luego se fue flotando a poseer otra víctima.

Al verlos reunidos allí abajo, Percy se sintió tan impotente como los espíritus del río Cocito. ¿Qué más daba que fuera un héroe? ¿Qué más daba que hiciera algo valeroso? El mal siempre estaba allí, regenerándose, bullendo bajo la superficie. Percy no era más que un estorbo sin importancia para esos seres sobrenaturales. Podría luchar toda su vida y jamás terminaría con ellos en su totalidad. Algún día incluso podrían luchar sus hijos e hijas contra ellos, con los mismos infructuosos resultados.

"Hijos e hijas".

La idea le sorprendió. La impotencia desapareció con la misma rapidez con la que le había sobrevenido. Miró a Annabeth. Todavía parecía un cadáver brumoso, pero se imaginó su auténtico aspecto: sus ojos grises llenos de determinación, su cabello rubio recogido con un pañuelo, su cara agotada y surcada de suciedad, pero tan hermosa como siempre.

De acuerdo, los monstruos eran inagotables. Pero también los semidioses. Generación tras generación, el Campamento Mestizo había resistido. Y el Campamento Júpiter. Los dos campamentos habían sobrevivido por separado. Ahora, si griegos y romanos se unían, serían aún más fuertes.

Todavía había esperanza. Él y Annabeth habían llegado hasta allí. Las Puertas de la Muerte estaban casi a su alcance.

"Hijos e hijas". Una idea ridícula. Una idea fabulosa. Allí, en medio del mismo Infierno, Percy sonrió.

—¿Qué pasa?—susurró Annabeth.

Con el disfraz de zombi que le proporcionaba la Niebla de la Muerte, debía de parecer que Percy estaba haciendo muecas de dolor.

—Nada—contestó—. Sólo estaba...

En algún lugar delante de ellos, una voz grave rugió:

—¡ALTO AHÍ!

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