Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

LEO LIV


Los primeros días fueron los peores.

Leo dormía fuera, en una cama de arpillera bajo las estrellas. De noche hacía frío, incluso estando en la playa en verano, de modo que preparaba un hoguera con los restos de la mesa de Calipso. Eso le animaba un poco.

Durante el día recorría la circunferencia de la isla, pero no encontraba nada interesante, a menos que te gustaran las playas y el mar infinito por todas partes. Trataba de enviar mensajes de Iris con los arcoíris que se formaban en las salpicaduras del mar, pero no tenía suerte. No tenía ningún dracma para hacer una ofrenda, y al parecer, a la diosa Iris no le interesaban los aspectos prácticos.

Ni siquiera soñaba, algo extraño en él—o en cualquier semidiós—, de modo que no tenía ni idea de lo que estaba pasando en el mundo exterior. ¿Se habrían librado sus amigos de Quíone? ¿Estarían buscándolo o habrían seguido navegando hacia Epiro para completar la misión?

No sabía qué esperar.

El sueño que había tenido en el Argo II cobró por fin sentido para él: la hechicera malvada le había dicho que o se lanzaba por un precipicio a través de las nubes o descendía por un túnel oscuro en el que susurraban unas voces fantasmales. El túnel debía de representar la Casa de Hades, lugar que Leo ya no llegaría a ver. Él había elegido el precipicio: había caído por el cielo a esa estúpida isla. Pero en el sueño, a Leo le habían ofrecido una alternativa. En la vida real no tenía ninguna. Quíone simplemente lo había sacado de su barco y lo había puesto en órbita. Era totalmente injusto.

Lo peor de estar allí atrapado era que estaba perdiendo la noción del tiempo. Al despertarse una mañana no recordaba si llevaba tres o cuatro noches en Ogigia.

Calipso no era de gran ayuda. Leo le hacía frente en el jardín, pero ella se limitaba a sacudir la cabeza.

—El tiempo es complicado aquí.

Genial. Que Leo supiera, podía haber pasado un siglo en el mundo real, y la guerra contra Gaia podía haber terminado para bien o para mal. O tal vez sólo había estado cinco minutos en Ogigia. Su vida entera podía pasar allí en el tiempo que sus amigos en el Argo II tardaban en desayunar.

Fuera como fuese, tenía que salir de esa isla.

Calipso se compadecía de él en algunos aspectos. Enviaba a sus criados invisibles para que dejaran platos con estofado y copas con sidra en el linde del jardín. Incluso le enviaba nuevos conjuntos de ropa: sencillos pantalones de algodón sin teñir y camisas que debía de haber confeccionado en su telar. Le quedaban tan bien que Leo se preguntaba cómo le había tomado las medidas. Tal vez usaba su patrón genérico para CHICO TIRILLAS.

En cualquier caso, se alegraba de tener ropa nueva, porque la vieja olía muy mal y estaba quemada. Normalmente Leo podía impedir que su ropa se quemara cuando empezaba a arder, pero era algo que requería concentración. A veces, en el campamento, mientras trabajaba con metal en la fragua sin pensar en nada, bajaba la vista y se daba cuenta de que toda su ropa se había quemado menos el cinturón mágico. Era un poco embarazoso.

A pesar de los regalos, era evidente que Calipso no quería verlo. En una ocasión él asomó la cabeza en la cueva, y ella se volvió loca y se puso a gritar y a lanzarle cazuelas a la cabeza.

Sí, sin duda era del equipo de Leo.

Él acabó montando un campamento permanente cerca del sendero, donde la playa se juntaba con las colinas. De esa forma estaba lo bastante cerca de ella para recoger sus comidas, pero Calipso no tenía que verlo ni lanzarle cazuelas como una posesa.

Se fabricó un cobertizo con palos y lona. Cavó un foso para el fuego. Incluso se construyó un banco y una mesa de trabajo con madera de deriva y ramas de cedro muerto. Se pasó horas arreglando la esfera de Arquímedes, limpiándola y reparando sus circuitos. Se fabricó una brújula, pero la aguja se ponía a girar como loca por mucho que intentara arreglarla. Leo suponía que un GPS también habría sido inútil. Esa isla estaba concebida para no aparecer en los mapas y era imposible salir de ella.

Se acordó del viejo astrolabio de bronce que había recogido en Bolonia: el que había hecho Odiseo, según los enanos. Tenía la ligera sospecha de que Odiseo había estado pensando en esa isla cuando lo había fabricado, pero desgraciadamente Leo se lo había dejado en el barco con Buford, la mesa maravillosa. Además, los enanos le habían dicho que el astrolabio no funcionaba. Tenía algo que ver con un cristal que faltaba...

Recorría la playa preguntándose por qué Quíone lo había enviado allí, suponiendo que su aterrizaje no hubiera sido un accidente. ¿Por qué no matarlo directamente? Tal vez Quíone quería que se quedara en el limbo para siempre. Tal vez sabía que los dioses estaban demasiado ocupados para prestar atención a Ogigia, y por eso la energía que cubría la isla se había desbaratado. Ese podía ser el motivo por el que Calipso seguía atrapada allí y por el que la balsa no aparecía para recoger a Leo.

O tal vez ese sitio funcionaba perfectamente. Los dioses castigaban a Calipso enviándole héroes cachas y valientes que se marchaban en cuanto ella se enamoraba de ellos. Tal vez ese fuera el problema. Calipso nunca se enamoraría de Leo. Ella deseaba que se fuera. Eso significaba que estaban encerrados en un círculo vicioso. Si ese era el plan de Quíone, era retorcido como pocos.

Entonces, una mañana, hizo un descubrimiento, y las cosas se complicaron todavía más.







Leo estaba andando por las colinas, siguiendo un pequeño arroyo que corría entre dos grandes cedros. Le gustaba esa zona: era el único sitio de Ogigia donde no podía ver el mar, de modo que fingia que no estaba atrapado en una isla. A la sombra de los árboles casi se sentía como si estuviera de vuelta en el Campamento Mestizo, recorriendo el bosque hacia el búnker 9.

Saltó por encima del riachuelo. Pero en lugar de caer en la tierra blanda, sus pies tocaron algo mucho más duro.

CLANG.

Metal.

Entusiasmado, Leo hurgó en el mantillo hasta que vio el destello del bronce.

—Vaya...

Se puso a reír como un loco mientras excavaba los restos.

No tenía ni idea de lo que hacían allí esas cosas. Hefesto siempre lanzaba por ahí las partes rotas de su taller divino, llenando la tierra de chatarra, pero ¿qué posibilidades había de que cayeran en Ogigia?

Leo encontró un montón de cables, unos cuantos engranajes torcidos, un pistón que todavía podía funcionar y varias planchas de bronce celestial forjado a martillazos: la más pequeña del tamaño de un posavasos y la más grande del tamaño de un escudo de guerra.

No era gran cosa comparado con el búnker 9 o con el material que tenía en el Argo II, pero era más que arena y rocas.

Levantó la mirada a la luz del sol que centelleaba entre las ramas de los cedros.

—¿Papá? Si me has mandado esto, gracias. Si no me lo has mandado... gracias, de todas formas.

Recogió el tesoro que había hallado y cargó con él hasta su campamento.

Después, los días pasaron más rápido y se volvieron mucho más ruidosos.

Primero se construyó una forja con ladrillos de barro cocidos con sus manos llameantes. Encontró una gran roca que podía usar como yunque y sacó clavos de su cinturón portaherramientas hasta que tuvo suficientes para fundirlos y convertirlos en una lámina para una superficie de martillado.

Una vez hecho eso, empezó a refundir los restos de bronce celestial. Cada día su martillo resonaba sobre el bronce hasta que su yunque de roca se rompía, o sus tenazas se doblaban, o se quedaba sin leña.

Cada noche se desplomaba empapado en sudor y cubierto de hollín, pero se sentía estupendamente. Por lo menos estaba trabajando, intentando solucionar su problema.

La primera vez que Calipso fue a verlo fue para quejarse del ruido.

—Humo y fuego—dijo—. Todo el día haciendo ruido con el metal. ¡Estás espantando a los pájaros!

—¡Oh, no, los pájaros, no!—masculló Leo.

—¿Qué esperas conseguir?

Él levantó la cabeza y por poco se golpeó el pulgar con el martillo. Había estado tanto tiempo mirando el metal y el fuego que se había olvidado de lo hermosa que era Calipso. Tan hermosa que daba rabia. Estaba allí de pie, con la luz del sol en su cabello, su falda blanca ondeando alrededor de sus piernas y una cesta con uvas y pan recién hecho debajo de un brazo.

Leo trató de obviar los rugidos de sus tripas.

—Espero salir de esta isla—dijo—. Eso es lo que quieres, ¿no?

Calipso frunció la frente. Dejó la cesta cerca del petate de Leo.

—No has comido desde hace dos días. Tómate un descanso y come.

—¿Dos días?

Leo ni siquiera se había dado cuenta, cosa que le sorprendió, porque le gustaba comer. Pero le sorprendió todavía más que Calipso sí se hubiera dado cuenta.

—Gracias—murmuró—. Yo, ejem, haré menos ruido con el martillo.

—Sí.

Ella no parecía muy convencida.

Después de eso, no volvió a quejarse del ruido ni del humo.

La siguiente vez que lo visitó, Leo estaba dando los últimos retoques a su primer proyecto. No la vio acercarse hasta que ella le habló justo detrás de él.

—Te he traído...

Leo se sobresaltó y soltó los cables.

—¡Por los toros de bronce! ¡No vuelvas a asustarme así!

Ese día ella iba vestida de rojo: el color favorito de Leo. Ese detalle era totalmente irrelevante. Ella estaba muy guapa de rojo. Otro detalle irrelevante.

—No quería asustarte—dijo—. Te he traído esto.

Le enseñó la ropa que tenía doblada sobre el brazo: unos vaqueros nuevos, una camiseta de manga corta blanca, una chaqueta de camuflaje... Un momento, era su ropa, pero no podía ser. Su chaqueta militar original se había quemado hacía meses. No la llevaba puesta cuando había aterrizado en Ogigia. Pero la ropa que Calipso sostenía era idéntica a la que él había llevado puesta el día que había llegado al Campamento Mestizo; sólo que esa parecía más grande, con la talla ajustada para que le quedara mejor.

—¿Cómo...?—preguntó.

Calipso dejó la ropa a sus pies y retrocedió como si fuera un animal peligroso.

—Yo también sé un poco de magia, ¿sabes? Como siempre quemas la ropa que te traigo, he pensado en tejerte algo menos inflamable.

—¿Esta no se quemará?

Tomó los pantalones, pero le parecieron unos vaqueros normales y corrientes.

—Son totalmente ignífugos—prometió Calipso—. No se ensucian y se ensanchan para ajustarse a tu cuerpo, en caso de que dejes de estar tan delgaducho.

—Gracias—pretendía mostrarse sarcástico, pero estaba sinceramente impresionado. Leo podía hacer muchas cosas, pero entre ellas no se encontraba un conjunto autolimpiable e incombustible—. Así que... has hecho una réplica exacta de mi conjunto favorito. ¿Me has buscado en Google o qué?

Ella frunció el entrecejo.

—No conozco esa palabra.

—Me has investigado—dijo él—. Como si yo te interesara.

Ella frunció la nariz.

—Me interesa no tener que coserte un conjunto de ropa nuevo cada día. Me interesa que no huelas tan mal y que no te pasees por mi isla en unos harapos en llamas.

—Oh, sí—Leo sonrió—. Me estás tomando cariño.

Ella se ruborizó todavía más.

—¡Eres la persona más insufrible que he conocido en mi vida! Sólo te estaba devolviendo un favor. Tú has arreglado mi fuente.

—¿Eso?

Leo se rió. El problema era tan sencillo que casi se había olvidado. Uno de los sátiros de bronce se había ladeado, y la presión del agua había disminuido, de modo que había empezado a hacer un sonido molesto, meneándose arriba y abajo, y escupiendo agua por encima del borde del estanque. Él había sacado un par de herramientas y lo había arreglado en dos minutos aproximadamente.

—No fue nada. No me gusta que las cosas no funcionen.

—¿Y las cortinas de la entrada de la cueva?

—La barra no estaba nivelada.

—¿Y mis herramientas de jardinería?

—Oye, sólo afilé las tijeras de podar. Cortar vides con una hoja roma es peligroso. Y había que engrasar la bisagra de las podadoras y...

—Oh, sí—dijo Calipso, imitando muy bien la voz de él—. Me estás tomando cariño.

Por una vez, Leo se quedó sin palabras. Los ojos de Calipso brillaban. Sabía que se estaba burlando de él, pero no resultaba cruel.

Ella señaló su mesa de trabajo.

—¿Qué estás construyendo?

—Ah...

Leo miró el espejo de bronce, que acababa de terminar de conectar a la esfera de Arquímedes. En la superficie pulida de la pantalla le sorprendió su propio reflejo. Tenía el pelo más largo y más rizado. Su cara estaba más delgada y sus facciones más marcadas, tal vez porque no había comido mucho. Tenía los ojos oscuros y un poco agresivos cuando no sonreía: en plan mirada de Tarzán, si es que había un Tarzán latino extrapequeño. No podía culpar a Calipso por apartarse de él.

—Es un aparato para ver—dijo—. Encontramos uno como este en Roma, en el taller de Arquímedes. Si puedo hacerlo funcionar, tal vez pueda averiguar qué les pasa a mis amigos.

Calipso sacudió la cabeza.

—Es imposible. Esta isla está escondida, apartada del mundo por una poderosa magia. Ni siquiera el tiempo transcurre igual aquí.

—"Si quieres encontrar los secretos del universo, piensa en términos de energía, frecuencia y vibración"—citó Leo—. La teoría dice que debes de tener algún contacto con el exterior. ¿Cómo descubriste que llevaba una chaqueta militar?

Ella se retorció el pelo como si la pregunta la incomodara.

—Para ver el pasado hace falta una magia sencilla. Para ver el presente o el futuro... no.

No. Non. Noin—negó meneando un dedo—. Otra vez esa palabra. "Magia". Observa y aprende, querida, la verdadera profundidad de la Energía Infinita. Conecto estos dos cables y...

La lámina de bronce echó chispas. Empezó a salir humo de la esfera. Una llama repentina recorrió la manga de Leo. Se quitó la camiseta, la tiró y la pisoteó.

Notó que Calipso trataba de no reírse, pero estaba temblando del esfuerzo.

—Los errores también son buenos—se excusó—. Los nuevos descubrimientos nacen de nuestros errores. Mientras aprendas, no estás fallando, aun con las caídas nos seguimos acercando a nuestras metas... así que no digas nada.

Ella miró su pecho descubierto, que estaba sudoroso, escuálido y surcado de viejas cicatrices de accidentes sufridos fabricando armas.

—No hay nada digno de comentar—le aseguró ella—. Si quieres que ese aparato funcione, tal vez deberías probar con una invocación musical.

—Claro—dijo—. Cada vez que un motor funciona mal, me gusta ponerme a bailar claqué alrededor. Siempre da resultado.

—¿Qué fue lo que dijiste antes?—preguntó—. ¿Frecuencia y vibración?

Ella respiró hondo y empezó a cantar.

Su voz fue como una brisa fresca, como el primer frente frío en Texas, cuando el calor del verano termina por fin y empiezas a creer que las cosas pueden mejorar. Leo no entendía las palabras, pero la canción era lastimera y agridulce, como si estuviera describiendo un hogar al que no pudiera regresar.

Su canto estaba cargado de energía, sin duda. Pero no era una voz capaz de inducir el trance como la de Medea, ni tampoco una voz con el poder de persuasión de Piper. La música no quería nada de él. Simplemente le hizo evocar sus mejores recuerdos: construyendo cosas con su madre en su taller; sentado al sol con sus amigos en el campamento... Le hizo añorar su hogar.

Calipso dejó de cantar. Leo se dio cuenta de que la estaba mirando como un idiota.

—¿Ha habido suerte?—preguntó ella.

—Ah...—él desvió la vista al espejo de bronce—. Nada. Espera...

La pantalla brillaba. Encima de ella, unas imágenes holográficas relucieron en el aire.







Leo reconoció los campos del Campamento Mestizo.

No se oía ningún sonido, pero Clarisse La Rue, de la cabaña de Ares, estaba gritando órdenes a los campistas y haciéndolos formar en filas. Los hermanos de Leo de la cabaña nueve corrían equipando a todo el mundo con armaduras y repartiendo armas.

Hasta Quirón, el centauro, estaba vestido para la guerra. Trotaba arriba y abajo entre las filas, con su reluciente yelmo con penacho y su cruz de caballo adornada con grebas de bronce. Su sonrisa cordial había desaparecido, sustituida por una expresión de absoluta determinación.

A lo lejos, unos trirremes griegos flotaban en el estrecho de Long Island, preparados para la guerra. A lo largo de las colinas las catapultas estaban siendo dispuestas. Los sátiros patrullaban los campos, y jinetes montados en pegasos daban vueltas en lo alto, atentos por si se producían ataques aéreos.

—¿Tus amigos?—preguntó Calipso.

Leo asintió con la cabeza. Tenía la cara como si se le hubiera dormido.

—Están preparándose para la guerra.

—¿Contra quién?

—Mira—dijo Leo.

La escena cambió. Varios manípulos de semidioses romanos marchaban a través de una viña iluminada por la luna. Un letrero bañado en luz rezaba a lo lejos: BODEGA GOLDSMITH.

—He visto ese letrero antes—dijo Leo—. Está cerca del Campamento Mestizo.

De repente, las filas romanas se sumieron en el caos. Los semidioses se dispersaron. Los escudos se caían. Las jabalinas se balanceaban violentamente, como si todo el grupo hubiera pisado hormigas rojas.

A través de la luz de la luna, dos pequeñas figuras peludas vestidas con ropa mal combinada y sombreros llamativos se movían a toda velocidad. Parecían estar en todas partes al mismo tiempo: pegando a los romanos en la cabeza, robándoles las armas, cortándoles los cinturones para que se les cayeran los pantalones alrededor de los tobillos.

Leo no pudo evitar sonreír.

—¡Esos gamberros geniales han cumplido su promesa!

Calipso se inclinó, observando a los Cercopes.

—¿Son primos tuyos?

—Ja, ja, ja, no—contestó Leo—. Son una pareja de enanos. Los conocí en Bolonia. Los mandé a retrasar a los romanos, y es lo que están haciendo.

—Pero ¿por cuánto tiempo?—preguntó Calipso.

Buena pregunta. La escena volvió a cambiar. Leo vio a Octavio: el inútil espantapájaros rubio que se hacía llamar augur... Se le notaba diferente, sorprendentemente saludable, cómo si hubiese estado haciendo ejercicio. Nada muy radical, pero indudablemente con mayor fortaleza.

Estaba en el aparcamiento de una gasolinera, rodeado de todoterrenos negros y semidioses romanos. Sostenía un largo palo envuelto en lona. Cuando lo descubrió, vio una reluciente águila dorada en lo alto.

—Oh, eso no es nada bueno—dijo Leo.

—Un estandarte romano—observó Calipso.

—Sí. Y ese lanza rayos, según Perseus.

Leo se arrepintió de mencionar a Percy tan pronto como pronunció su nombre. Miró a Calipso. Podía ver en sus ojos el gran esfuerzo que estaba haciendo, tratando de organizar sus emociones en filas pulcras y ordenadas como los hilos de su telar. Sin embargo, lo que más le sorprendió fue la oleada de ira que sintió. No era sólo irritación o celos. Estaba enfadado con Percy por robarle a esa chica.

Volvió a concentrarse en las imágenes holográficas. Vio a la que podría haber sido una amazona—Reyna, la pretor del Campamento Júpiter—volando a través de una tormenta a lomos de un pegaso marrón claro. El cabello moreno de Reyna ondeaba al viento. Su capa morada se agitaba y dejaba ver el brillo de su armadura. Tenía cortes sangrantes en los brazos y la cara. Su pegaso tenía los ojos desorbitados y la boca muy abierta de galopar, pero Reyna miraba firmemente hacia delante en la tormenta.

Mientras Leo observaba, un grifo salvaje cayó en picado de entre las nubes. Arañó al caballo en las costillas con sus garras y estuvo a punto de tirar a Reyna. Ella desenvainó su espada y cortó al monstruo. Segundos más tarde, tres venti aparecieron: siniestros espíritus del aire que se arremolinaban como tornados en miniatura acompañados de rayos. Reyna arremetió contra ellos gritando en actitud desafiante.

Entonces el espejo de bronce se oscureció.

—¡No!—gritó Leo—. Ahora, no. ¡Muéstrame lo que pasa!—golpeó el espejo—. Calipso, ¿puedes cantar otra vez?

Ella le lanzó una mirada de furia.

—¿Es esa tu novia? ¿Tu Penélope? ¿Tu Elizabeth? ¿Tu Annabeth?

—¿Qué?—Leo no entendía a esa chica. La mitad de las cosas que decía no tenían sentido—. Es Reyna. ¡No es mi novia! ¡Necesito ver más! ¡Necesito...!

"Necesito"—rugió de pronto una voz en el suelo bajo sus pies. Leo se tambaleó, sintiéndose de repente como si estuviera encima de un trampolín—. "Necesitar es una palabra de la que se abusa"

Una figura humana brotó de la arena: la diosa a la que Leo tenía menos aprecio, la Señora del Barro, la Princesa de las Aguas de Retrete, la mismísima Gaia.

Leo le lanzó unos alicates. Lamentablemente no era sólida, y la atravesaron. Tenía los ojos cerrados, pero no parecía dormida exactamente. Tenía una sonrisa en su diabólica cara de polvo, como si estuviera escuchando atentamente su canción favorita. Su ropa de arena se movía y se plegaba, lo que recordó a Leo las aletas ondulantes del ridículo monstruo Gambazilla contra el que habían luchado en el Atlántico. Pero en su opinión Gaia era más desagradable.

"Quieres vivir"—dijo Gaia—. "Quieres reunirte con tus amigos. Pero no necesitas esto, mi pobre muchacho. Da igual. Tus amigos morirán a pesar de todo".

A Leo le temblaron las piernas. No lo soportaba, pero cada vez que esa bruja aparecía, se sentía como si tuviera otra vez ocho años, atrapado en el recibidor de la sala de máquinas de su madre, escuchando la perversa y tranquilizadora voz de Gaia mientras su madre estaba encerrada dentro del almacén en llamas, muriéndose a causa del calor y del humo.

—Lo que no necesito—gruñó— son más mentiras tuyas, Cara de Tierra. Me dijiste que mi bisabuelo murió en los años sesenta. ¡Falso! Me dijiste que no podría salvar a mis amigos en Roma. ¡Falso! Me dijiste muchas cosas.

La risa de Gaia era un suave sonido susurrante, como la tierra que cae durante los primeros instantes de una avalancha.

"Intenté ayudarte a decidir mejor. Podrías haberte salvado. Pero me desafiaste en todo momento. Construiste tu barco. Participaste en esa ridícula misión. Y ahora estás atrapado aquí, indefenso, mientras el mundo de los mortales toca a su fin".

Las manos de Leo estallaron en llamas. Quería derretir la cara de arena de Gaia y convertirla en cristal. Entonces notó la mano de Calipso en su hombro.

—Gaia—su voz era severa y firme—. No eres bienvenida.

Leo deseó poder mostrarse tan seguro como Calipso. Entonces se acordó de que aquella irritante chica de quince años era en realidad la hija inmortal de un titán.

"Ah, Calipso"—Gaia levantó los brazos como si fuera a abrazarla—. "Veo que sigues aquí a pesar de las promesas de los dioses. ¿A qué crees que se debe, mi querida bisnieta? ¿Te están tratando con rencor los dioses del Olimpo, dejándote sin más compañía que este necio enclenque? ¿O simplemente se han olvidado de ti porque no eres digna de su tiempo?"

Calipso miraba a través de la cara arremolinada de Gaia, hasta el horizonte.

"Sí"—murmuró Gaia con compasión—. "Los dioses del Olimpo son desleales. No dan segundas oportunidades. ¿Por qué mantienes la esperanza? Apoyaste a tu padre, Atlas, en su gran guerra. Sabías que los dioses deben ser destruidos. ¿Por qué vacilas ahora? Yo te ofrezco una oportunidad que Zeus jamás te dará".

—¿Dónde has estado los últimos millones de años?—preguntó Calipso—. Si tanto te preocupa mi destino, ¿por qué no me has visitado hasta ahora?

Gaia levantó las palmas de las manos.

La Tierra tarda en despertar. La guerra llega a su tiempo. Pero no creas que dejará de lado Ogigia. Cuando reconstruya el mundo, esta cárcel también será destruida.

—¿Ogigia destruida?—Calipso sacudió la cabeza, como si no pudiera imaginarse esas dos palabras juntas.

"No tienes por qué estar aquí cuando eso ocurra"—prometió Gaia—. "Únete a mí. Mata a este chico. Derrama su sangre sobre la tierra y ayúdame a despertar. Si lo haces, te liberaré y te concederé cualquier deseo. Libertad. Venganza contra los dioses. Hasta un premio. ¿Todavía te interesa el semidiós Perseus Jackson? Le perdonaré la vida. Lo sacaré del Helheim. Será tuyo y podrás castigarlo o amarlo, como desees. Sólo tienes que matar a este intruso. Muéstrame tu lealtad".

Varias situaciones hipotéticas cruzaron la mente de Leo, ninguna de ellas buena. Estaba seguro de que Calipso lo estrangularía en el acto, u ordenaría a sus criados invisibles que lo convirtieran en puré de Leo.

¿Por qué no iba a hacerlo? Gaia le estaba ofreciendo el trato definitivo: ¡matar a un chico que era un pelmazo y quedarse con uno guapo gratis!

Calipso alargó la mano hacia Gaia haciendo un gesto con tres dedos que Leo reconocía del Campamento Mestizo: la protección de la antigua Grecia contra el mal.

—Esta no sólo es mi cárcel, bisabuela. También es mi hogar. Y tú eres la intrusa.

El viento redujo la figura de Gaia a la nada y esparció la arena por el cielo azul.

Leo tragó saliva.

—Ejem... no te lo tomes a mal, pero no me has matado. ¿Estás loca?

Los ojos de Calipso ardían de ira, pero por una vez Leo pensó que la ira no iba dirigida a él.

—Tus amigos deben de necesitarte. De lo contrario, Gaia no habría pedido tu muerte.

—Eh... sí, supongo.

—Entonces tenemos trabajo que hacer—dijo—. Debemos llevarte a tu barco.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro