HAZEL IV
Hazel quería huir, pero sus pies parecían pegados al suelo de color blanco brillante.
A cada lado de la encrucijada, dos oscuros hacheros metálicos brotaron de la tierra como tallos de plantas. Hécate fijó las antorchas en ellos y a continuación dio lentamente la vuelta alrededor de Hazel, observándola como si fueran la pareja de un inquietante baile.
El perro negro y la comadreja la siguieron.
—Eres como tu madre—concluyó Hécate.
A Hazel se le hizo un nudo en la garganta.
—¿La conoció?
—Por supuesto. Marie era adivina. Comerciaba con hechizos, maldiciones y grisgrís. Yo soy la diosa de la magia.
Aquellos ojos de un negro puro atraían a Hazel, como si trataran de extraerle el alma. Durante su primera vida en Nueva Orleans, los niños de la Academia St. Agnes la atormentaban insultando a su madre. Llamaban bruja a Marie Levesque. Las monjas murmuraban que la madre de Hazel comerciaba con el diablo.
"Si a las monjas les daba miedo mi madre"—se preguntó Hazel—, "¿qué pensarían de esta diosa?".
—Muchos me temen—dijo Hécate, como si le hubiera leído el pensamiento—. Pero la magia no es ni buena ni mala. Es una herramienta, como un cuchillo. ¿Es malo un cuchillo? Sólo si quien lo empuña es malvado.
—Mi... mi madre...—dijo Hazel tartamudeando— no creía en la magia. En realidad, no creía. Sólo la simulaba por dinero.
La comadreja chilló y enseñó los dientes. A continuación emitió un sonido estridente por la parte trasera. En otras circunstancias, una comadreja expulsando gases habría resultado graciosa, pero Hazel no se rio. Los ojos rojos del roedor la miraban con hostilidad, como pequeñas ascuas.
—Tranquila, Galantis—dijo Hécate. Se encogió de hombros cómo pidiendo disculpas—. A Galantis no le gusta oír hablar de incrédulos y estafadores. En otra época fue una bruja, ¿sabes?
—¿Su comadreja fue una bruja?
—En realidad, es un turón—dijo Hécate—. Pero sí, fue una desagradable bruja humana. Tenía una higiene personal terrible, además de unos graves... ejem, problemas digestivos—Hécate sacudió la mano delante de su nariz—. Dio mala reputación al resto de mis seguidores.
—De acuerdo...
Hazel trató de no mirar a la comadreja. Lo cierto era que no quería saber nada de los problemas intestinales del roedor.
—De todas formas, la convertí en un turón—dijo Hécate—. Es mucho mejor como turón.
Hazel tragó saliva. Miró al perro negro, que estaba acariciando afectuosamente la mano de la diosa con el hocico.
—¿Y su perro...?
—Oh, es Hécuba, la antigua reina de Troya—dijo Hécate, como si saltara a la vista.
La perra gruñó.
—Tienes razón, Hécuba—dijo la diosa—. No tenemos tiempo para presentaciones. El caso es que aunque tu madre dijera que no creía, tenía auténticos poderes mágicos. Con el tiempo se dio cuenta. Cuando buscó un hechizo para invocar al dios Hades, yo la ayudé.
—¿Usted...?
—Sí—Hécate siguió dando vueltas alrededor de Hazel—. Vi el potencial que tenía tu madre. Pero veo todavía más potencial en ti.
A Hazel le empezó a dar vueltas la cabeza. Recordó lo que su madre había confesado momentos antes de morir: que había invocado a Hades, que el dios se había enamorado de ella y que, por culpa de su insaciable deseo, Hazel había nacido maldita. Hazel podía invocar las riquezas de la tierra, pero la persona que las utilizaba sufría y moría.
Ahora esa diosa le estaba diciendo que ella había sido la responsable de todo.
—Mi madre sufrió por culpa de esa magia. Mi vida entera...
—Tú no habrías vivido de no ser por mí—dijo Hécate rotundamente—. No tengo tiempo para tu ira. Ni tú tampoco. Sin mi ayuda, morirás.
La perra negra gruñó. El turón chasqueó los dientes y expulsó unos gases.
Hazel se sentía como si los pulmones se le estuvieran llenando de arena caliente.
—¿Qué clase de ayuda?—preguntó.
Hécate levantó los brazos. Las tres puertas por las que había venido—la del norte, la del este y la del oeste—se arremolinaron con la Niebla. Un torbellino de imágenes en blanco y negro empezó a brillar y parpadear como las viejas películas mudas que todavía proyectaban en los cines cuando Hazel era pequeña.
En la puerta del oeste, unos semidioses griegos y romanos pertrechados con armaduras completas luchaban entre sí en una ladera bajo un gran pino. La hierba estaba llena de heridos y moribundos. Hazel se vio a sí misma montada en Arión, cargando a través del tumulto y gritando, tratando de poner fin a la violencia.
En la puerta del este, Hazel vio el Argo II desplomándose desde el cielo sobre los Apeninos. Su aparejo estaba en llamas. Un canto rodado chocó contra el alcázar. Otro perforó el casco. El barco reventó como una calabaza podrida, y el motor explotó.
Las imágenes de la puerta del norte eran todavía peores. Hazel vio a Leo inconsciente—o muerto—, cayendo a través de las nubes. Vio a Frank solo tambaleándose por un túnel oscuro, agarrándose el brazo, con la camiseta empapada en sangre. Y se vio a sí misma en una inmensa cueva llena de hilos de luz, como una red luminosa. Luchaba por abrirse paso mientras, a lo lejos, Percy y Annabeth permanecían tumbados sin moverse al pie de dos puertas metálicas negras y plateadas.
—Opciones—dijo Hécate—. Estás en una encrucijada, Hazel Levesque. Y yo soy la diosa de las encrucijadas.
El suelo retumbó a los pies de Hazel. Miró abajo y vio el destello de unas monedas de plata: miles de antiguos denarios romanos aflorando a la superficie a su alrededor, como si toda la cumbre estuviera entrando en ebullición. Las visiones de las puertas la habían agitado tanto que debía de haber invocado hasta el último pedazo de plata de la zona.
—En este sitio el pasado está cerca de la superficie—dijo Hécate—. En la Antigüedad, dos grandes vías romanas coincidían aquí. Se intercambiaban noticias. Se organizaban mercados. Los amigos se reunían y los enemigos luchaban. Ejércitos enteros tenían que elegir una dirección. Las encrucijadas siempre son un lugar de decisiones.
—Como... como Jano.
Hazel se acordó del templo de Jano en la colina de los Templos del Campamento Júpiter. Los semidioses iban allí para tomar decisiones. Lanzaban una moneda a cara o cruz y confiaban en que el dios con dos caras les aconsejara bien. Hazel siempre había detestado ese sitio. Nunca había entendido por qué sus amigos estaban dispuestos a dejar en manos de un dios la responsabilidad de elegir. Después de todo lo que Hazel había pasado, confiaba tanto en la sabiduría de los dioses como en una tragaperras de Nueva Orleans.
La diosa de la magia siseó indignada.
—Jano y sus puertas. Él te hace creer que todas las decisiones se reducen a blanco o negro, sí o no, dentro o fuera. En realidad, no es tan sencillo. Cada vez que llegas a una encrucijada, siempre encuentras como mínimo tres caminos que seguir... cuatro, si cuentas volver atrás. Ahora estás en uno de esos cruces, Hazel.
Hazel volvió a mirar cada puerta: una guerra de semidioses, la destrucción del Argo II, un final desastroso para ella y sus amigos.
—Todas las opciones son malas.
—Todas las opciones conllevan riesgos—la corrigió la diosa—. Pero ¿cuál es tu objetivo?
—¿Mi objetivo?—Hazel señaló las puertas en un gesto de impotencia—. Ninguno de esos.
La perra Hécuba gruñó. Galantis, la comadreja, correteó alrededor de los pies de la diosa, tirándose pedos y rechinando los dientes.
—Podrías retroceder—propuso Hécate—, volver sobre tus pasos hasta Roma... pero las fuerzas de Gaia cuentan con eso. Ninguno de vosotros sobreviviría.
—Entonces... ¿qué me propone?
Hécate se acercó a la antorcha más próxima. Recogió un puñado de fuego y esculpió las llamas hasta dar forma a un diminuto mapa en relieve de Italia.
—Podríais ir al oeste—Hécate desvió su dedo del mapa de fuego—. Podríais volver a Estados Unidos con vuestro premio, la Atenea Partenos. Vuestros compañeros griegos y romanos se encuentran al borde de la guerra en tu hogar. Si partís ahora, podríais salvar muchas vidas.
—Podríamos—repitió Hazel—. Pero se supone que Gaia va a despertar en Grecia. Allí es donde se están reuniendo los gigantes.
—Cierto. Gaia ha fijado como fecha el 1 de agosto, la fiesta de Spes, la diosa de la esperanza, para subir al poder. Al despertar el día de la Esperanza, pretende destruir toda esperanza para siempre. Aunque llegarais a Grecia para entonces, ¿podríais detenerla? No lo sé—Hécate recorrió las cimas de los llameantes Apeninos con el dedo—. Podríais ir al este atravesando las montañas, pero Gaia hará cualquier cosa para impedir que crucéis Italia. Ha despertado a sus dioses de las montañas contra vosotros.
—Nos hemos dado cuenta—dijo Hazel.
—Cualquier intento de cruzar los Apeninos supondrá la destrucción de vuestro barco. Irónicamente, esa podría ser la opción menos peligrosa para tu tripulación. Preveo que todos sobreviviréis a la explosión. Es posible, aunque poco probable, que pudierais llegar a Epiro y cerrar las Puertas de la Muerte. Podríais encontrar a Gaia e impedir que despierte. Pero para entonces los dos campamentos de semidioses estarían destruidos. No tendríais hogar al que regresar—Hécate hizo una pausa y sonrió—. Lo más probable es que con la destrucción de vuestro barco os quedarais tirados en las montañas. Eso supondría el fin de vuestra misión, pero os ahorraría a ti y a tus amigos mucho dolor y sufrimiento en los días venideros. La guerra contra los gigantes tendría que librarse sin vosotros.
"Tendría que librarse sin nosotros".
Una parte de Hazel se sentía atraída por la idea. Hacía tiempo que deseaba tener la oportunidad de ser una chica normal. No quería más dolor y sufrimiento para ella ni para sus amigos. Ya habían pasado mucho.
Miró detrás de Hécate, hacia la puerta central. Vio a Percy y Annabeth tumbados sin poder hacer nada ante aquellas puertas negras y plateadas. Una enorme figura oscura vagamente humanoide se cernía entonces sobre ellos, con el pie levantado como si fuera a aplastar a Percy.
—¿Y ellos?—preguntó Hazel con voz desgarrada—. ¿Percy y Annabeth?
Hécate se encogió de hombros.
—Oeste, este o sur... morirán.
—No es una opción—dijo Hazel.
—Entonces sólo te queda un camino, aunque es el más peligroso.
El dedo de Hécate cruzó los Apeninos en miniatura y dejó una reluciente línea blanca entre las llamas rojas.
—Hay un paso secreto aquí, en el norte, un lugar donde reino, un lugar por el que el temido Aníbal Barca cruzó en una ocasión marchando contra Roma.
La diosa trazó una amplia curva hasta la parte superior de Italia, luego hacia el este hasta el mar y, a continuación, hacia abajo a lo largo de la costa occidental de Grecia.
—Cuando crucéis el paso, viajaréis hacia el norte hasta Bolonia y luego hasta Venecia. A partir de allí, navegad por el Adriático hasta vuestro objetivo: Epiro, en Grecia.
Hazel no sabía mucho de geografía. No tenía ni idea de cómo era el mar Adriático. En su vida había oído hablar de Bolonia, y lo único que sabía de Venecia eran vagas historias sobre canales y góndolas. Pero una cosa estaba clara.
—Nos desviaríamos mucho del camino.
—Por ese motivo precisamente Gaia no esperará que sigáis esa ruta—explicó Hécate—. Puedo ocultar vuestros progresos hasta cierto punto, pero el éxito de vuestro viaje dependerá de ti, Hazel Levesque. Debes aprender a usar la Niebla.
—¿Yo?—a Hazel le dio un vuelco el corazón—. ¿Usar la Niebla? ¿Cómo?
Hécate apagó el mapa de Italia. Movió la mano rápidamente hacia la perra Hécuba. La Niebla se acumuló alrededor del animal hasta quedar completamente oculto en un capullo blanco. La bruma se despejó emitiendo un "¡Puf!" audible. Donde antes estaba la perra apareció una gatita negra de aspecto malhumorado con los ojos dorados.
—Miau—se quejó.
—Soy la diosa de la Niebla—explicó Hécate—. Soy la responsable de mantener el velo que separa el mundo de los dioses del mundo de los humanos. Mis hijos aprenden a usar la Niebla en su provecho, a crear ilusiones o influir en la mente de los mortales. Otros semidioses también pueden hacerlo. Y tú también deberás hacerlo, Hazel, si quieres ayudar a tus amigos.
—Pero...—Hazel miró a la gata. Sabía que en realidad era Hécuba, la perra negra, pero le costaba creerlo. La gata parecía muy real—. No puedo hacerlo.
—Tu madre tenía ese don—dijo Hécate—. Tú tienes todavía más. Como hija de Hades que ha regresado de entre los muertos, conoces el velo que separa los dos mundos mejor que la mayoría. Puedes controlar la Niebla. Si no la controlas... Bueno, tu hermano Nico ya te ha avisado. Los espíritus le han susurrado y le han revelado tu futuro. Cuando llegues a la Casa de Hades, te enfrentarás a una formidable enemiga. Una enemiga a la que no se puede vencer con la fuerza ni con la espada. Sólo tú puedes derrotarla, y necesitarás magia.
A Hazel le flaquearon las rodillas. Se acordó de la expresión seria de Nico y de sus dedos clavándose en su brazo. "No se lo puedes contar a los demás. Todavía no. Su valor ya no da más de sí".
—¿Quién?—preguntó Hazel con voz ronca—. ¿Quién es esa enemiga?
—No puedo decirte su nombre—contestó Hécate—. Eso la alertaría de tu presencia antes de que estuvieras lista para enfrentarte a ella. Ve hacia el norte, Hazel. Por el camino practica invocando la Niebla. Cuando llegues a Bolonia, busca a los dos enanos. Ellos te llevarán hasta un tesoro que te ayudará a sobrevivir en la Casa de Hades.
—No lo entiendo.
—Miau—se quejó la gatita.
—Sí, sí, Hécuba.
La diosa volvió a mover la mano, y la gata desapareció. La perra negra estaba otra vez en su sitio.
—Ya lo entenderás, Hazel—le prometió la diosa—. De vez en cuando, enviaré a Galantis a comprobar tus progresos.
La comadreja siseó, sus ojos rojos pequeños y brillantes rebosantes de malicia.
—Genial...—murmuró Hazel.
—Antes de que llegues a Epiro, debes estar preparada—dijo Hécate—. Si tienes éxito, tal vez volvamos a vernos... para la batalla final.
Una batalla final, pensó Hazel. Qué alegría.
Hazel se preguntaba si podría evitar las revelaciones que veía en la Niebla: Leo cayendo a través del cielo; Frank dando traspiés en la oscuridad, solo y gravemente herido; Percy y Annabeth a merced de un oscuro gigante.
Detestaba los acertijos de los dioses y sus ambiguos consejos. Estaba empezando a aborrecer las encrucijadas.
—¿Por qué me ayuda?—preguntó Hazel—. En el Campamento Júpiter se decía que se había puesto de parte de los titanes en la última guerra.
Los ojos oscuros de Hécate brillaron.
—Porque soy una titán: hija de Perses y Asteria. Mucho antes de que los dioses del Olimpo llegaran al poder, yo dominaba la Niebla. A pesar de ello, cuando Zeus derrotó a su padre y ascendió al poder me puse de su parte. Era consciente de la crueldad de Cronos. Esperaba que Zeus resultara mejor rey.
Soltó una risita amarga.
—Cuando Deméter perdió a su hija Perséfone, secuestrada por tu padre, guié a Deméter una noche muy oscura con mis antorchas y la ayudé en su búsqueda. Y cuando los gigantes se alzaron por primera vez, me puse otra vez de parte de los dioses. Ahora Gaia a hecho renacer a uno de ellos para convertirse en mi archienemigo, Clitio, diseñado para absorber y vencer toda mi magia.
—Clitio—Hazel no había oído nunca ese nombre, pero sólo con pronunciarlo notó una gran pesadez en las extremidades. Echó un vistazo a las imágenes de la puerta del norte: la enorme figura oscura que se cernía sobre Percy y Annabeth—. ¿Es el peligro que acecha en la Casa de Hades?
—Oh, os espera allí—dijo Hécate—. Pero primero debes vencer a la bruja. Si no lo consigues...
Chasqueó los dedos, y todas las puertas se oscurecieron. La Niebla se disolvió, y las imágenes desaparecieron.
—A todos se nos plantean opciones—dijo la diosa—. Cuando Cronos se alzó por segunda vez, cometí un error. Le apoyé. Me había hartado de que los supuestos dioses "importantes" no me hicieran caso. A pesar de mis años de servicio leal, desconfiaban de mí, se negaban a ofrecerme un asiento en su sala...
La comadreja Galantis chilló airadamente.
—Ya no importa—la diosa suspiró—. He hecho las paces con el Olimpo. Incluso ahora, que están atrapados en una guerra imposible de ganar, estoy dispuesta a ayudarles. Te echaré una mano contra los gigantes si demuestras que eres digna. Así que ahora la decisión es tuya, Hazel Levesque. ¿Confiarás en mí... o me rechazarás, como los dioses del Olimpo han hecho tantas veces?
A Hazel le resonaba la sangre en los oídos. ¿Podía fiarse de esa siniestra diosa, que había ofrecido a su madre la magia que había acabado con su vida? Tampoco le gustaban mucho ni la perra de Hécate ni su flatulenta comadreja.
Pero también sabía que no podía dejar morir a Percy y a Annabeth.
—Iré hacia el norte—dijo—. Tomaremos el paso secreto a través de las montañas.
Hécate asintió con la cabeza; había en su rostro un levísimo asomo de satisfacción.
—Has elegido bien, pero el camino no será fácil. Muchos monstruos se alzarán contra vosotros. Incluso algunos de mis sirvientes se han puesto del lado de Gaia con la esperanza de destruir vuestro mundo mortal.
La diosa recogió las antorchas de sus hacheros.
—Prepárate, hija de Hades. Si triunfas contra la bruja, volveremos a vernos.
—Triunfaré—prometió Hazel—. ¿Y sabe qué, Hécate?, no voy a elegir uno de sus caminos. Voy a crear el mío propio.
La diosa arqueó las cejas. Su turón se retorció, y la perra gruñó.
—Vamos a encontrar una forma de detener a Gaia—dijo Hazel—. Vamos a rescatar a nuestros amigos del Infierno. Vamos a mantener intacta la tripulación y el barco, y vamos a impedir que el Campamento Júpiter y el Campamento Mestizo vayan a la guerra. Vamos a hacer todo eso.
El huracán aulló, y las paredes negras de la nube con forma de embudo empezaron a arremolinarse más deprisa.
—Interesante—dijo Hécate, como si Hazel fuera el inesperado resultado de un experimento científico—. Sería una magia digna de ser vista.
Una oleada de oscuridad hizo desaparecer el mundo. Cuando Hazel recobró la vista, el huracán, la diosa y sus secuaces se habían esfumado. Hazel se encontraba en la ladera a la luz del sol matutino, sola en las ruinas sin más compañía que Arión, que se paseaba cerca de ella relinchando con impaciencia.
—Estoy de acuerdo—dijo Hazel al caballo—. Larguémonos de aquí.
—¿Qué ha pasado?—preguntó Leo cuando Hazel subió a bordo del Argo II.
A Hazel todavía le temblaban las manos después de su conversación con la diosa. Miró por encima de la borda y vio cómo el polvo de la estela de Arión se extendía a través de las colinas de Italia. Había albergado la esperanza de que su amigo se quedara, pero no podía culparlo por querer escapar lo más rápido posible de ese sitio.
Los campos relucieron cuando el sol estival se reflejó en el rocío de la mañana. En la colina, las antiguas ruinas lucían un aspecto blanco y silencioso; ni rastro de antiguos senderos, ni diosas, ni comadrejas flatulentas.
—¿Hazel?—preguntó Nico.
Las rodillas le flaquearon. Nico y Leo la agarraron de los brazos y la ayudaron a sentarse en los escalones del alcázar. Se sentía avergonzada por desplomarse como la damisela de un cuento, pero se había quedado sin energía. El recuerdo de las brillantes imágenes de la encrucijada la embargaba de miedo.
—He visto a Hécate—logró decir.
No se lo contó todo. Recordó lo que Nico le había dicho: "Su valor ya no da más de sí". Pero les habló del paso secreto que cruzaba las montañas hacia el norte y del desvío que según Hécate podría llevarlos hasta Epiro.
Cuando hubo acabado, Nico le tomó la mano. Sus ojos púrpura estaban llenos de preocupación.
—Hazel, has visto a Hécate en una encrucijada. Es... es algo a lo que muchos semidioses no sobreviven. Y los que sobreviven no vuelven a ser los mismos. ¿Segura que estás...?
—Estoy bien—insistió ella.
Pero sabía que no era así. Recordaba lo osada y furiosa que se había sentido, diciéndole a la diosa que encontraría su propio camino y triunfaría en todo. En ese momento su bravuconería le parecía ridícula. El valor la había abandonado.
—¿Y si Hécate nos está engañando?—preguntó Leo—. Esa ruta podría ser una trampa.
Hazel negó con la cabeza.
—Si fuera una trampa, creo que Hécate hubiera hecho que la ruta del norte pareciera más atrayente. Y, créeme, no lo hizo.
Leo sacó una calculadora de su cinturón portaherramientas y pulsó unas teclas.
—Esto está... a unos quinientos kilómetros del camino que tenemos que seguir para llegar a Venecia. Luego tendríamos que dar marcha atrás por el Adriático. ¿Y has dicho algo de unos enanos con colonia?
—Enanos de Bolonia—dijo Hazel—. Supongo que Bolonia es una ciudad. Pero no tengo ni idea de por qué tenemos que buscar a unos enanos allí. Tiene algo que ver con una especie de tesoro que nos ayudará en la misión.
—Ah—dijo Leo—. A ver, me encantan los tesoros, pero...
—Es nuestra mejor opción—Nico ayudó a Hazel a levantarse—. Tenemos que compensar el tiempo perdido y viajar lo más rápido que podamos. Las vidas de Percy y Annabeth podrían depender de ello.
—¿Rápido?—Leo sonrió—. Puedo ir rápido.
Corrió a la consola y empezó a activar interruptores.
Nico agarró a Hazel del brazo y la llevó fuera del alcance del oído de Leo.
—¿Qué más te ha dicho Hécate? ¿Te ha dicho algo sobre...?
—No puedo—lo interrumpió Hazel.
Las imágenes que había visto la habían dejado anonadada: Percy y Annabeth desvalidos a los pies de aquellas puertas metálicas negras, el gigante oscuro que se cernía sobre ellos, Hazel atrapada en un brillante laberinto de luz, sin poder ayudarlos.
"Debes vencer a la bruja"—había dicho Hécate—. "Sólo tú puedes derrotarla. Si no puedes conseguirlo...".
"El fin"—pensó Hazel—. "Todas las puertas cerradas. Toda esperanza destruida"
Nico la había advertido. Él había estado en contacto con los muertos y les había oído murmurar sobre su futuro. Dos hijos del Inframundo entrarían en la Casa de Hades. Se enfrentarían a un enemigo imposible. Sólo uno de ellos llegaría a las Puertas de la Muerte.
Hazel no podía mirar a su hermano a los ojos.
—Te lo contaré más adelante—prometió, tratando de que no le temblara la voz—. Ahora deberíamos descansar mientras podamos. Esta noche cruzaremos los Apeninos.
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