
FRANK XXI
Frank salió de la Casa Negra dando traspiés. La puerta se cerró detrás de él, y se desplomó contra la pared, abrumado por la culpabilidad. Se habría quedado allí quieto y habría dejado que los catoblepas lo pisotearan, pero afortunadamente se habían largado. No se merecía otra cosa. Había dejado a Hazel dentro, moribunda e indefensa, a merced de un desquiciado dios granjero.
Cayó de rodillas, se encorvó sobre sí mismo y vomitó.
—Bù Hǎo...
Un par de ancianas con bolsas de la compra pasaron arrastrando los pies. Lanzaron a Frank una extraña mirada, murmuraron algo en italiano y siguieron adelante.
Frank se quedó mirando con tristeza la espada de la caballería de Hazel, tirada a sus pies al lado de su mochila. Podía volver corriendo al Argo II a por Leo. Tal vez él pudiera arreglar el carro.
Pero de algún modo Frank sabía que ese no era un problema de Leo. Era su cometido. Tenía que demostrar su valía. Además, el carro no estaba exactamente averiado. No tenía un problema mecánico. Le faltaba una serpiente.
Frank podía transformarse en una pitón. Tal vez el hecho de haberse despertado esa misma mañana convertido en una serpiente gigante había sido una señal de los dioses. No quería pasarse el resto de su vida haciendo girar la rueda de un granjero, pero si con ello salvaba la vida de Hazel...
No. Tenía que haber otra forma.
"Serpientes"—pensó Frank—. "Ares"
¿Tenía alguna relación su padre con las serpientes? El animal sagrado de Ares era el jabalí, no la serpiente. Aun así, Frank estaba seguro de que había oído algo...
No se le ocurría una sola persona a la que preguntar. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, cerró los ojos y trató de controlar la respiración.
"Me imagino que estás muy ocupado con la guerra y todo eso... pero necesito una serpiente"—rezó—. "¿Cómo puedo conseguirla?"
Para su inmensa sorpresa, la voz de Ares respondió dentro de su cabeza:
"Vaya, Frank, qué sorpresa"—dijo—. "Nunca llamas, nunca escribes, ni rezas ni haces sacrificios. Pero claro, cuando necesitas una serpiente, vienes corriendo con papá"
Frank hizo una mueca, avergonzado.
—Ehm... yo... mira, lo siento, creo que hemos estado un poco ocupados.
"En eso no te equivocas. Desde que comenzó ese accidente entre los campamentos, Atenea se volvió loca. Digamos que su mente táctica está muy indispuesta, lo que nos ha dejado en las manos de Zeus... sólo diré que estamos perdiendo terreno, y rápido"
—Trabajamos en ello—prometió Frank—. Si llegamos a Grecia, podremos convocar la Gigantomaquia. Pero, para lograrlo, primero necesitamos una serpiente, ¿no tendrás alguna de sobra...?
"¿Oh? ¡Sí! ¡Ese rufián de Cadmus!"—dijo Ares—. "¡Lo castigué por matar a uno de mis hijos, el dragón!"
—¿El qué?
"Esa no es la parte importante"
—Tienes razón—murmuró Frank—. Cadmus... Cadmus...
Recordó la leyenda. Cadmus había matado a un dragón que resultó ser un hijo de Ares. Frank no quería saber cómo Ares había acabado con un hijo dragón, pero, como castigo por la muerte del dragón, Ares convirtió a Cadmus en serpiente.
—Así que puedes convertir a tus enemigos en serpientes—dijo Frank—. Eso es lo que necesito. Necesito encontrar un enemigo. Y luego necesito que lo conviertas en serpiente.
"Lo haría con gusto"—asintió Ares—. "Pero tenemos un problema. Ayudar a un humano de forma tan directa, especialmente en medio de una guerra como esta... no creo que sea buena idea. Demasiado papeleo. Me metería en problemas con la administración"
—¿Cómo...?
"Hey, pero tranquilo. Para concretar la transacción sólo hace falta un pago"—le quizo tranquilizar Ares—. "Necesitas demostrar tu valor. Si muestras ser un héroe formidable nadie tendrá quejas en que te regale una serpiente o dos. ¡Un héroe como Rómulo! No, espera... ¡Diomedes! Ehm... ahora que lo pienso, Heracles venció a ese cobarde... ¿qué te parece Horacio?"
Frank parpadeó dos veces.
—Horacio—repitió Frank—. Está bien. Si hace falta, demostraré que soy tan bueno como Horacio. Ejem... ¿Qué hizo Horacio?
La mente de Frank se inundó de imágenes. Vio a un guerrero solitario en un puente de piedra enfrentándose a un ejército entero concentrado en el lado opuesto del río Tíber.
Frank se acordó de la leyenda. Horacio, el general romano, se había enfrentado a una horda de invasores sin ayuda de nadie y se había sacrificado en ese puente para impedir que los bárbaros cruzaran el Tíber. Ofreciendo a sus compañeros romanos tiempo para terminar sus defensas, había salvado la República.
"Venecia ha sido invadida"—explicó Ares—. "Como Roma estuvo a punto de serlo en su día. ¡Límpiala!"
La voz de su padre se desvaneció.
Frank sintió el repentino instinto de quitarse su venda. Al hacerlo, se miró las manos y le sorprendió que no le temblaran.
Por primera vez desde hacía días, pensaba con claridad. Sabía exactamente lo que tenía que hacer. No sabía cómo conseguirlo. Las posibilidades de morir eran muy elevadas, pero tenía que intentarlo. La vida de Hazel dependía de él.
Sujetó la espada de Hazel a su cinturón, transformó su mochila en un carcaj y un arco, y corrió hacia la piazza donde había luchado contra los monstruos vacunos.
El plan constaba de tres fases: una peligrosa, otra muy peligrosa y otra terriblemente peligrosa.
Frank se detuvo ante el viejo pozo de piedra. No había catoblepas a la vista. Desenvainó la espada de Hazel y la usó para levantar unos adoquines y desenterrar una gran maraña de raíces cubiertas de púas. Los zarcillos se desplegaron y desprendieron sus hediondos gases verdes a medida que se deslizaban hacia los pies de Frank.
A lo lejos, el gemido de un catoblepas resonó en el aire. Otros se unieron a él desde distintos puntos. Frank ignoraba cómo los monstruos podían saber que estaba recolectando su comida favorita; tal vez simplemente tenían un excelente olfato.
Ahora tenía que moverse rápido. Cortó un largo racimo de enredaderas y las entrelazó en una de las presillas de su cinturón, tratando de hacer caso omiso del escozor y el picor que notaba en las manos. Pronto tenía un lazo reluciente y apestoso de hierbajos venenosos. Bravo.
Los primeros catoblepas entraron pesadamente en la piazza rugiendo airadamente. Sus ojos verdes brillaban bajo sus melenas. Sus largos hocicos expulsaban nubes de gas, como motores de vapor peludos.
Frank colocó una flecha en el arco. Le remordió la conciencia por un instante. Esos no eran los peores monstruos con los que se había topado. Eran básicamente animales de pastoreo que por casualidad eran venenosos.
"Hazel está muriendo por su culpa"—se recordó a sí mismo.
Lanzó la flecha por los aires. El catoblepas más cercano se desplomó. Sintió un punzante dolor en el pecho, como si fuese él quien hubiese recibido el tiro. Colocó otra flecha en el arco, pero el resto de la manada estaba prácticamente encima de él. Otros monstruos estaban entrando a toda velocidad en la plaza en la dirección opuesta.
Frank se transformó en un tigre blanco. Rugió en actitud desafiante y saltó hacia el pasaje abovedado justo por encima de las cabezas de la segunda manada. Los dos grupos de catoblepas chocaron unos contra otros, pero rápidamente se recobraron y corrieron tras él.
Frank no estaba seguro de si las raíces seguirían oliendo cuando cambiara de forma. Normalmente su ropa y sus posesiones se fundían en cierta medida con la forma del animal, pero por lo visto su olor seguía siendo el de una suculenta cena venenosa. Cada vez que pasaba corriendo por delante de un catoblepas, el monstruo rugía ultrajado y se unía al desfile de linchamiento.
Se metió en una calle más grande y se abrió paso a empujones entre la multitud de turistas. No tenía ni idea de lo que veían los mortales: ¿un gato perseguido por una jauría de perros? La gente insultaba a Frank en una docena de idiomas distintos. Cucuruchos de helado volaron por los aires. Una mujer volcó un montón de máscaras de carnaval. Un tipo se cayó al canal.
Cuando Frank miró atrás, vio por lo menos a dos docenas de monstruos detrás de él, pero necesitaba más. Necesitaba a todos los monstruos de Venecia, y tenía que mantener enfurecidos a los que lo seguían.
Encontró un hueco entre el gentío y se convirtió otra vez en humano. Desenvainó la spatha de Hazel; nunca había sido su arma favorita, pero era lo bastante grande y fuerte para sentirse cómodo con la pesada espada de caballería. De hecho, se alegró de contar con un arma adicional. Lanzó una estocada con la hoja dorada, destruyó al primer catoblepas y dejó que los demás se apretujaran delante de él.
Sintió como si su carne fuese atravesada y su carne partida. Podía notar el frío tacto de la hoja de oro corroyendo su cuerpo. Las heridas de los otros sólo se replicaban en él hasta donde las veía, pero el dolor era el mismo.
Trató de evitar sus ojos, pero podía notar su ardiente mirada clavada en él. Se imaginaba que si todos esos monstruos le expulsaban su aliento al mismo tiempo, la nube nociva conjunta bastaría para derretirlo y reducirlo a un charco. Los monstruos avanzaban en tropel y se golpeaban unos a otros.
—¿Queréis mis raíces venenosas?—gritó Frank—. ¡Pues venid a por ellas!
Se convirtió en delfín y saltó al canal. Esperaba que los catoblepas no supieran nadar. Por lo menos se mostraron reacios a zambullirse detrás de él, cosa que no extrañó a Frank. El canal era asqueroso—maloliente, salado y caliente como una sopa—, pero Frank se abrió paso a través de él, sorteando góndolas y lanchas motoras, y deteniéndose de vez en cuando a insultar a los monstruos que lo seguían por las aceras. Cuando llegó al muelle de góndolas más cercano, adoptó otra vez forma humana, acuchilló a unos cuantos catoblepas más para mantenerlos cabreados y echó a correr.
Y así continuaron.
Al cabo de un rato, Frank se sumió en una especie de trance. Atrajo más monstruos, dispersó más grupos de turistas y llevó su, para entonces, enorme comparsa de catoblepas por las sinuosas calles de la antigua ciudad. Cada vez que necesitaba escapar rápidamente, se zambullía en un canal convertido en delfín o se transformaba en fénix y alzaba el vuelo, pero nunca se alejaba demasiado de sus perseguidores.
Cada vez que intuía que los monstruos podían estar perdiendo el interés, se paraba en un tejado, sacaba su arco y liquidaba a unos cuantos catoblepas del centro de la manada. Sacudía su lazo de enredaderas venenosas, lanzaba improperios contra el mal aliento de los monstruos y los ponía hechos una furia. A continuación, seguía corriendo.
Desanduvo el camino. Se extravió. En una ocasión dobló una esquina y se tropezó con la cola de la turba de monstruos. Debería haber estado agotado, pero de algún modo encontró las fuerzas para seguir adelante, lo cual era bueno. La parte más difícil todavía no había llegado.
Vio un par de puentes, pero no le parecieron adecuados. Uno era elevado y estaba totalmente cubierto; no había forma de conseguir que los monstruos lo cruzaran. Otro estaba demasiado lleno de turistas. Aunque los monstruos obviaran a los mortales, el gas nocivo no podía sentarle bien a nadie que lo aspirara. Cuanto más aumentaba la manada de monstruos, más mortales se veían apartados a empujones, lanzados al agua o pisoteados.
Finalmente Frank vio algo que podía dar resultado. Justo enfrente, detrás de una gran piazza, un puente de madera cruzaba uno de los canales más anchos. El puente era un arco de madera enrejado, como una anticuada montaña rusa, de unos cincuenta metros de largo.
Desde arriba, bajo la forma de un ave de fuego, Frank no vio monstruos en el lado opuesto. Todos los catoblepas de Venecia parecían haberse unido a la manada y se abrían paso a empujones por las calles detrás de él mientras los turistas gritaban y se dispersaban, pensando tal vez que se habían quedado atrapados en mitad de una estampida de perros extraviados.
En el puente no había tráfico de peatones. Era perfecto.
Frank descendió como una piedra y adoptó de nuevo forma humana. Corrió al centro del puente—un cuello de botella natural— y lanzó su cebo de raíces venenosas al suelo detrás de él.
Cuando la vanguardia de la manada de catoblepas llegó a la base del puente, Frank desenvainó la spatha dorada de Hazel.
—¡Vamos!—gritó—. ¿Queréis saber lo que vale Frank Zhang? ¡Vamos!
Se dio cuenta de que no sólo estaba gritando a los monstruos. Se estaba desahogando después de semanas de miedo, ira y rencor. Casi podía oír la voz de su padre gritando con él.
Los monstruos atacaron. La vista de Frank se tiñó de rojo.
Luego no podría recordar con claridad los detalles. Partió monstruos hasta que estuvo cubierto de sangre y entrañas hasta los tobillos. Cada vez que se sentía abrumado y que las nubes de veneno empezaban a ahogarlo, cambiaba de forma—se convirtió en un elefante, un dragón y un león—, y cada transformación le despejaba los pulmones y le brindaba energías renovadas. Alcanzó tal fluidez en sus transformaciones que podía iniciar un ataque bajo forma humana con la espada y terminar como tigre, arañando el morro de un catoblepas con sus garras.
Los monstruos daban patadas con sus pezuñas. Expulsaban gas nocivo y miraban fijamente a Frank con sus ojos venenosos. Debería haber muerto. Debería haber acabado pisoteado. Pero de algún modo siguió en pie, ileso, y desató un huracán de violencia.
No disfrutó de ello en lo más mínimo, pero tampoco vaciló. Acuchillaba a un monstruo y decapitaba a otro. Se convirtió en dragón y partió por la mitad a un catoblepas de un mordisco, y luego se transformó en elefante y pisoteó a tres al mismo tiempo con sus patas. Seguía viendo rojo, y se dio cuenta de que no le engañaba la vista. En realidad brillaba, rodeado de un aura rosada.
No entendía por qué, pero siguió luchando hasta que sintió los ojos a punto de estallar. Su cuerpo estaba lleno de heridas de pies a cabeza, sentía los pulmones a medio licuar, su piel estaba cubierta de cortes, quemaduras y moretones.
Podía sentir todo el odio de Grecia, Roma y Gaia sobre sí mismo. Como si el cielo estuviese bajando sobre él para aplastarlo. Notaba las miradas de todos y cada uno de los catoblepas de la ciudad, quizá de todo el mundo, atravesando su corazón como si fuesen navajas.
Más monstruos avanzaban contra él sin contemplaciones o signos de miedo. Frank derribó al primero encajándole una flecha en el cráneo y siguió disparando sin discreción alguna, reduciendo a un catoblepa tras otro con certeros disparos en la cabeza y las patas.
No obstante, las bestias eran resistentes, y mientras más derribaba, más enemigos se amontonaban en su contra.
Una vez quedando claro que los disparos no eran del todo efectivos, alzó la espada de Hazel y rebanó a uno de los monstruos en pedazos con tres veloces movimientos. Las criaturas hicieron el intento de rodearlo, pero el hijo de Ares se mantuvo firme en su lugar, degollando a una bestia más.
Todo se había vuelto en un proceso meramente mecánico. Apuñaló a un monstruo en el abdomen, lo levantó en el aire y lo estampó en el suelo con violencia. Comenzó a abrirse paso entre los enemigos, ganándoles terreno mientras cortaba cabezas y desgarraba cuellos, girando sobre sí mismo para torcerle la nuca a otra de las bestias con una patada giratoria.
Se ladeó para esquivar una concentrada nube de gas nocivo y atravesó de extremo a extremo la cabeza de su atacante con su spatha.
Aceleró el proceso, corriendo en la forma de un tigre blanco que desgarraba cuerpos con sus zarpas y hundía sus colmillos en el pescuezo de los monstruos. Perforó el estomago de otra bestia y atravesó su cuerpo como una bala, transformado en un ardiente fénix.
Tres catoblepas lo cercaron para obligarle a mirarles a los ojos y respirar su terrible aliento, pero haciendo girar su espada mató a uno de ellos y atravesó el cuerpo de otro, lanzándolo contra el último de una patada.
Mientras más llegaban, más frio y metódico era el irrefrenable actuar de Frank. Y así siguió, disparando, cortando, atravesando y acuchillando. A veces como hombre, a veces como bestia. En ocaciones siendo un dragón, en otras un tigre, o incuso un fénix, el pájaro vermillion del sur.
Uno de los catoblepas le embistió por la espalda, derribándole, y a él se le unieron decenas de sus hermanos, subiéndose sobre Frank y exhalando nubes de venenoso aliento. El centurión de roma fue tragado por los monstruos y desapareció bajo una peluda y maloliente montaña.
No obstante, tras una docena de agónicos segundos, los cuerpos de las bestias volaron por los aires, y un enorme elefante africano barritó enfurecido mientras aplastaba monstruos bajo sus patas y los derribaba con su trompa y colmillos.
Volviendo a su forma humana, tomó con sus manos desnudas el cráneo de una bestia y le hizo estallar contra el suelo, atravesó más cuerpos y disparó más flechas. Luego, convertido en un gorila de espalda plateada, tomó a dos catoblepas por el pellejo y los aplastó a uno contra el otro en el aire.
A partir de entonces, el río se tiño de rojo. El puente se vio completa y absolutamente desbordado por cadáveres frescos que atraían a buitres y otras aves carroñeras que no se habían acercado a la ciudad en años.
El hijo de Ares soltó un agónico grito de dolor. Y cuando cayó de rodillas y alzó la mirada completamente agotado, sólo quedaba un monstruo.
Frank se enfrentó a él con la espada desenvainada. Estaba sin aliento, sudoroso y cubierto de partes de cadáveres, pero estaba vivo.
El catoblepas gruñó, pero donde debería haber habido color, Frank sólo vio un vacío completamente negro. La silueta de la criatura se alzaba ante él en escala de grises. Y sobre diversos puntos de su cuerpo, una serie de extraños orbes refulgían con intensidad.
Estrellas.
Frank soltó una risa un tanto histérica mientras se lanzaba con energías renovadas contra su enemigo. El monstruo no debía de ser precisamente el más listo. A pesar de que varios cientos de sus hermanos habían muerto, no se echó atrás.
—¡Padre!—gritó Frank—. He demostrado mi valía. ¡Ahora necesito una serpiente!
Frank dudaba que alguien hubiera gritado esas palabras antes. Era una petición un poco rara. No obtuvo respuesta del cielo.
El catoblepas se impacientó. Se abalanzó sobre Frank y no le dejó alternativa. Frank lanzó una estocada hacia arriba. Cuando la hoja de su arma alcanzó al monstruo, este desapareció emitiendo un destello de luz de color rojo sangre. Cuando a Frank se le aclaró la vista, encontró una pitón birmana marrón con motas enroscada a sus pies.
—Bien hecho—dijo una voz familiar.
A varios metros de distancia se encontraba su padre, Ares, con su usual capa roja hondeando al viento y su casco de guerra por sobre la cabeza. No obstante, Frank sintió como si su corazón se agrietase al ver su estado. Se encontraba vendado de pies a cabeza, una de sus piernas parecía sangrar incluso a travez de los ungüentos médicos, y apoyaba casi todo su peso sobre un par de muletas.
—P-padre...—logró decir.
No podía creer lo que acababa de hacer. El terror empezó a apoderarse de él. Tenía ganas de llorar.
—Es normal sentir miedo—la voz del dios de la guerra era sorprendentemente cálida, rebosante de orgullo—. Todos los grandes guerreros tienen miedo. Sólo los tontos y los que se engañan a sí mismos no lo tienen. Pero tú te has enfrentado a tu miedo, hijo mío. Has hecho lo que tenías que hacer, como Horacio. Este era tu puente, y lo has defendido.
—Yo...—Frank no sabía qué decir—. Yo... yo sólo necesitaba una serpiente.
Una sonrisa tiró de los labios de Ares.
—Sí. Y ya tienes una. Tu valentía me inspiró a venir a visitarte, aunque sólo sea por un momento. Vete. Salva a tus amigos. Pero escúchame, Frank: tu mayor prueba todavía no ha llegado. Cuando te enfrentes a los ejércitos de Gaia en Epiro, tu liderazgo...
Un trueno resonó a la distancia.
—Maldición... esa era una señal de retirada. Zeus me reasignó al cuerpo de inteligencia central después de mi derrota al norte del Olimpo. Pero si Gaia tomó otra de nuestras bases...
—Deberías volver con tus soldados—dijo Frank—. Te necesitan.
El dios rió entre dientes, comenzando a elevarse hacia los cielos rodeado en luz dorada.
—Y los tuyos a ti, chico—aseguró—. Ya has descubierto tu último don familiar. Ya has vivido la agonía en carne propia. Sólo te quedan por recorrer los últimos pasos del camino del emperador...
—¿Emperador?—repitió Frank—. Quieres decir... ¿de Roma?
La figura de Ares comenzó a desvanecerse.
—Sí...—aseguró—. Alguien como tú, que comprende el dolor de otros... podría cambiar el mundo como hicieron tus antepasados hace tanto tiempo en China. Creo que Percy ya te lo dijo antes. Tienes un verdadero potencial para convertirte en rey...
Chasqueó los dedos.
—Y una cosa más, cuando vuelvas a tu barco, revisa la caja que te dio tu abuela—sus ojos brillaron con emoción—. Te he dejado un pequeño... regalo...
Su voz se deshizo en el viento, dejando a Frank sólo con la serpiente.
Decidió no hacer más preguntas. A pesar del agotamiento, se convirtió en un águila gigante, recogió al reptil con sus enormes garras y se lanzó al cielo.
Frank seguía sin estar seguro de lo que había pasado, pero no tenía tiempo para pensarlo. Sobrevoló la ciudad—ahora totalmente desprovista de monstruos—y se dirigió a la casa de Triptólemo.
—¡Has encontrado una!—exclamó el dios agricultor.
Frank no le hizo caso. Entró en la Casa Nera como un huracán, arrastrando la pitón por la cola como un extrañísimo saco de Santa Claus, y la soltó al lado de la cama.
Se arrodilló junto a Hazel.
Seguía viva; estaba verde y temblorosa, apenas respiraba, pero seguía viva. En cuanto a Nico, seguía siendo una planta de maíz.
—Cúralos—dijo Frank—. Ahora.
Triptólemo se cruzó de brazos.
—¿Cómo sé que la serpiente funcionará?
Frank apretó los dientes. Desde el final de la batalla, el dolor constante se había detenido por completo, pero todavía sentía una terrible ira agitándose dentro de él. También se sentía distinto físicamente. ¿Triptólemo había encogido?
—La serpiente es un regalo de Ares—gruñó Frank—. Funcionará.
En el momento justo, la pitón birmana se acercó reptando al carro y se enroscó alrededor de la rueda derecha. La otra serpiente se despertó. Las dos se miraron, se tocaron el hocico e hicieron girar sus ruedas a la vez. El carro avanzó muy lentamente mientras sus alas se agitaban.
—¿Lo ves?—dijo Frank—. ¡Y ahora, cura a mis amigos!
Triptólemo se tocó la barbilla.
—Vaya, gracias por la serpiente, pero no estoy seguro de que me guste tu tono, semidiós. Puede que te convierta en...
Frank fue más rápido. Se abalanzó sobre Trip y lo estampó contra la pared, rodeando firmemente la garganta del dios con los dedos.
—Piensa en las siguientes palabras que vas a decir—advirtió Frank, con una calma mortífera—. O en lugar de convertir mi espada en la reja de un arado, te daré con ella en la cabeza.
Triptólemo tragó saliva.
—¿Sabes...? Creo que curaré a tus amigos.
—Júralo por la laguna Estigia.
—Lo juro por la laguna Estigia.
Frank lo soltó. Triptólemo se tocó el cuello, como para asegurarse de que seguía allí. Dedicó a Frank una sonrisa nerviosa, lo rodeó lentamente y se escabulló a la sala de estar.
—¡Voy... voy a recoger unas hierbas!
Frank observó cómo el dios tomaba hojas y raíces y las machacaba en un mortero. Hizo una bola del tamaño de una píldora con una viscosa sustancia verde y corrió al lado de Hazel. Colocó la bola debajo de la lengua de Hazel.
Enseguida la chica se estremeció y se incorporó. Sus ojos se abrieron de golpe. El matiz verdoso de su piel desapareció.
Miró a su alrededor, desconcertada, hasta que vio a Frank.
—¿Qué...?
Frank se abalanzó sobre ella y la abrazó.
—Te pondrás bien—le dijo con tono vehemente—. Todo va bien.
—Pero...—Hazel lo agarró por los hombros y lo miró fijamente, asombrada—. Frank, ¿qué te ha pasado?
—¿A mí?—se levantó, súbitamente cohibido—. Yo no...
Se miró los pies y comprendió a qué se refería. Triptólemo no había encogido. Frank era más alto. Su barriga se había reducido, su pecho parecía más abultado y sus hombros más anchos.
Frank había experimentado estirones con anterioridad. En una ocasión se había despertado dos centímetros más alto que cuando se había acostado. Pero esa vez era algo de locos. Era como si una parte del dragón y del tigre hubieran permanecido en él cuando había vuelto a adoptar forma humana.
—Ah... Yo no... A lo mejor puedo arreglarlo.
Hazel se rio alborozada.
—¿Por qué? ¡Estás increíble!
—¿De... de verdad?
—¡Ya eras guapo antes! Pero pareces mayor, y más alto, y tienes un aire muy distinguido...
Triptólemo dejó escapar un suspiro teatral.
—Sí, evidentemente se trata de una bendición de Ares. Enhorabuena, bla, bla, bla. Y ahora, si ya hemos terminado...
Frank le lanzó una mirada furibunda.
—No hemos terminado. Cura a Nico.
El dios granjero puso los ojos en blanco. Señaló la planta de maíz con el dedo y, ¡BAM!, Nico di Angelo apareció en medio de una explosión de barbas de maíz.
Nico miró a su alrededor presa del pánico.
—He... he tenido una pesadilla rarísima sobre palomitas de maíz—miró a Frank con el entrecejo fruncido—. ¿Por qué estás más alto?
—No pasa nada—le aseguró Frank—. Triptólemo estaba a punto de decirnos cómo sobrevivir en la Casa de Hades. ¿Verdad que sí, Trip?
El dios granjero alzó la vista al techo, como diciendo: "¿Por qué yo, Deméter?".
—Está bien—dijo Trip—. Cuando lleguéis a Epiro os ofrecerán un cáliz para que bebáis.
—¿Quién nos lo ofrecerá?—preguntó Nico.
—No importa—le espetó el dios—. Sólo tenéis que saber que está lleno de veneno mortal.
Hazel se estremeció.
—Entonces estás diciendo que no debemos beberlo.
—¡No!—dijo Trip—. Debéis beberlo, o no podréis recorrer el templo. El veneno te conecta con el mundo de los muertos, te permite pasar a los niveles inferiores. El secreto para sobrevivir es—los ojos le brillaron—la cebada.
Frank lo miró fijamente.
—Cebada.
—En la sala de estar, coged de mi cebada especial. Preparad pastelitos con ella. Coméoslos antes de entrar en la Casa de Hades. La cebada absorberá la peor parte del veneno, de modo que os afectará, pero no os matará.
—¿Eso es todo?—preguntó Nico—. ¿Hécate nos ha hecho recorrer media Italia para que nos digas que comamos cebada?
—¡Buena suerte!—Triptólemo atravesó la estancia corriendo y subió a su carro de un salto—. Y una cosa más, Frank Zhang: ¡te perdono! Tienes agallas. Si cambias de opinión, mi oferta sigue en pie. ¡Me encantaría ver que obtienes el título de agricultura!
—Sí...—murmuró Frank—. Gracias.
El dios tiró de una palanca del carro. Las ruedas con serpientes empezaron a girar. Las alas se agitaron. Las puertas del garaje se abrieron al fondo de la estancia.
—¡Oh, vuelvo a tener transporte!—gritó Trip—. Muchas tierras ignorantes que necesitan mis conocimientos. ¡Les enseñaré los beneficios del cultivo, la irrigación y la fertilización!—el carro despegó y salió volando de la casa, mientras Triptólemo gritaba al cielo—. ¡Vamos, serpientes mías! ¡Vamos!
—Qué cosa más rara—dijo Hazel.
—Los beneficios de la fertilización—Nico se quitó unas barbas de maíz del hombro—. ¿Podemos largarnos ya?
Hazel posó la mano en el hombro de Frank.
—¿De verdad estás bien? Has canjeado nuestras vidas. ¿Qué te ha hecho hacer Triptólemo?
Frank trató de mantener la compostura. Se regañó a sí mismo por sentirse tan débil. Podía enfrentarse a un ejército de monstruos, pero en cuanto Hazel le mostraba un poco de amabilidad, le entraban ganas de romper a llorar.
—Esos monstruos... Los catoblepas que te envenenaron... He tenido que destruirlos.
—Qué valiente—dijo Nico—. Debían de quedar seis o siete en la manada.
—No—Frank carraspeó—. A todos. He matado a todos los que había en la ciudad.
Nico y Hazel se lo quedaron mirando en silencio, anonadados. Frank temía que no lo creyeran o que se echaran a reír. ¿Cuántos monstruos había matado en el puente? ¿Doscientos? ¿Trescientos?
Pero advirtió en sus ojos que lo creían. Ellos eran hijos del Inframundo. Tal vez podían percibir la muerte y la masacre a través de las que se había abierto paso.
Hazel le dio un beso en la mejilla. Ahora tenía que ponerse de puntillas para hacerlo. Tenía unos ojos increíblemente tristes, como si se hubiera dado cuenta de que algo había cambiado en Frank: algo mucho más importante que su estirón físico.
Frank también lo sabía. No volvería a ser el mismo. Pero no sabía si era algo bueno.
—Bueno—dijo Nico, para romper la tensión—, ¿alguien sabe cómo es la cebada?
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