ANNABETH XXXIX
Perder la vista había sido bastante desagradable. Estar separada de Percy había sido horrible.
Pero ahora que podía volver a verlo, presenciar que se moría poco a poco a causa de un coctel de males distintos y ser incapaz de hacer algo por él era la peor de todas las maldiciones.
Adamantino se echó a Percy sobre los hombros como una bolsa de deporte. Avanzaba a paso ligero, incluso para un dios, lo que hacía casi imposible que Annabeth lo siguiera.
Los pulmones le resollaban. Le habían empezado a salir ampollas en la piel otra vez. Probablemente necesitaba otro trago de agua de fuego, pero habían dejado atrás el río Flegetonte. Tenía el cuerpo tan dolorido y magullado que había olvidado lo que era no sufrir dolor.
—¿Falta mucho?—preguntó casi sin voz.
—Casi demasiado—contestó Adamantino—. Tú... resiste, ¿quieres, niña?
"Gracias por los ánimos"—pensó Annabeth, pero le faltaba el aliento para decirlo.
El paisaje volvió a cambiar. Seguían yendo cuesta abajo, cosa que debería haber facilitado la travesía, pero el terreno se inclinaba en un ángulo extraño: demasiado pronunciado para correr, demasiado peligroso para bajar la guardia por un sólo momento. La superficie a veces era de grava suelta y otras estaba compuesta por parcelas de cieno. De vez en cuando Annabeth rodeaba unas púas lo bastante puntiagudas para atravesarle el pie y unos grupos de... No eran rocas exactamente. Más bien verrugas del tamaño de sandías. Annabeth prefería no hacer conjeturas al respeto, pero suponía que Adamantino la estaba llevando por el intestino grueso de Tártaro.
El aire se volvió más denso y adquirió un hedor a aguas residuales. Puede que la oscuridad no fuera tan intensa, pero sólo podía ver al dios gracias al brillo de su armadura, cada vez más desgastada, y por ende, difícil de distinguir.
Percy se bamboleaba de un lado al otro. De vez en cuando, gemía de dolor, y Annabeth se sentía como si un puño le estrujara el corazón.
Le vino a la memoria la fiesta del té en compañía de Piper, Hazel y Afrodita en Charleston. Dioses, parecía que hubiera pasado mucho tiempo. Afrodita había suspirado y se había puesto nostálgica rememorando los buenos tiempos de la guerra de Secesión y el estrecho vínculo entre el amor y la guerra.
Afrodita había señalado con orgullo a Annabeth, poniéndola de ejemplo a las otras chicas: "Una vez le prometí hacer más interesante su vida amorosa. ¿Y no ha sido así?".
A Annabeth le habían dado ganas de estrangular a la diosa del amor. Ya había vivido suficientes cosas "interesantes". Ahora Annabeth aspiraba a un final feliz. Seguro que era posible, al margen de lo que las leyendas dijeran sobre los héroes trágicos. Tenía que haber excepciones, ¿no? Si el sufrimiento conllevaba una recompensa, entonces Percy y ella se merecían un gran premio.
Pensó en el sueño que Percy albergaba sobre la Nueva Roma: ellos dos instalados allí, yendo juntos a la universidad. Al principio, la idea de vivir entre los romanos le había horrorizado, pues les guardaba rencor por haberle arrebatado a Percy.
En ese momento aceptaría encantada la oferta.
Si sobrevivían a aquello... Si Reyna había recibido su mensaje... Si un millón de posibilidades remotas más se cumplían.
"Basta ya"—se regañó a sí misma.
Tenía que concentrarse en el presente, poniendo un pie delante del otro, prosiguiendo la caminata intestinal de una verruga a otra.
Las rodillas le ardían y le flaqueaban como unas perchas de alambre dobladas a punto de partirse. Percy gimió y murmuró algo que ella no entendió.
Adamantino se paró súbitamente.
—Mira.
En ese mismo momento, Annabeth abandonó toda esperanza.
Frente a ella, se extendía una enorme porción de terreno que, para su horror, reconoció. Se encontraba a sólo unos kilómetros de la que en antaño había sido la mismísima capital del Helheim, el antiguo reino de Hades.
Annabeth recordaba la ciudad por su primera misión en compañía de Percy y Grover, cuando siguiendo la pista del rayo de Zeus habían bajado al Inframundo pensando en que el ladrón del arma podría haberla llevado al Tártaro, la prisión de los dioses, por encargo de alguno de los desagradables reos de aquel pozo de desesperación.
Hades los había recibido en su hogar, había escuchado la historia de su viaje e inclusive había entrenado a Percy en el manejo de su lanza. Annabeth rememoraba la retorcida, pero en cierta forma hermosa, arquitectura de aquel reino infernal. Las oscuras calles, los imponentes palacios, las enormes fortalezas.
Todo eso se había ido.
Gaia era cruel en sus formas. No había transformado ese sector del Helheim, sino que se había limitado a dejar las ruinas de la antigua ciudad tal y como habían terminado de arder tras el final de la batalla. Aún habían cadáveres de demonios adornando las calles, aún había edificios encendidos en fuego, pero la vida que en antaño había existido en esa urbe había desaparecido para siempre.
—Dioses... esto... esto no...
Adamantino le puso una mano en el hombro.
—Lo sé...—murmuró—. Es por esto que peleo. Eso... eso que vez allí jamás debe volver a ocurrir. ¿Me oíste? Nunca más.
Annabeth luchó por no caer de rodillas, pero las lagrimas caían por su rostro sin poder evitarlo.
—¿P-por qué...?—sollozó—. ¿Por qué me has traído aquí?
Adamantino señaló un par de metros frente a ella.
—Por eso.
Annabeth se volvió en esa dirección. Hundidas en el suelo, había pisadas del tamaño de tapas de cubo de basura, con dedos largos y puntiagudos.
Por desgracia, Annabeth tenía la certeza de que sabía qué las había dejado.
—¿Un drakon?
—Sí—Adamantino sonrió—. ¡Es una buena noticia!
—Ah... ¿por qué?
—Porque si Gaia mandó a sus monstruos para intentar matarlo, él saldrá a intentar matarse también.
El dios se adentró resueltamente en bastión del infierno.
Annabeth tenía ganas de gritar. No soportaba estar a merced de ese dios enloquecido; sobre todo de uno que estaba llevándolos a ver a un un ser llamado "el gobernante de los malos espíritus". No soportaba abrirse camino en las ruinas del que antes había sido un hermosamente aterrador lugar que de hecho le había agradado.
Pero Adamantino tenía a Percy. Si ella vacilaba, los perdería a los dos en la oscuridad. Se apresuró tras él, saltando de parcela en parcela y suplicando a Atenea que la ayudara a no caerse en un sumidero.
Por lo menos el terreno obligó a Adamantino a ir más despacio. Cuando Annabeth lo alcanzó, pudo ir andando justo detrás de él y vigilar a Percy, que desvariaba entre murmullos, con la frente muy caliente. Varias veces murmuró "Annabeth", y ella contuvo un sollozo.
Finalmente, llegaron a un pequeño domo de apariencia metálica. Su puerta tenía tallado el dibujo sumamente detallado, a la vez que desgastado, de una mosca.
—¿Cómo es que este edifico sobrevivió...?—preguntó Annabeth—. Ni siquiera sabía que esa era una cosa... ¿acaso es...?
Adamantino se encogió de hombros.
—Un laboratorio, u hospital, o lo que Hades necesite, siempre que se relacione de una u otra forma con las ciencias—colocó una mano sobre la entrada—. Fue aquí donde recibí mi nuevo cuerpo.
Annabeth se quedó mirando el dibujo de la mosca que, por alguna razón, le inquietaba profundamente.
No había nada en aquel sitio que a Annabeth le pareciera bien.
Antes de que pudiera protestar, detrás de ellos, un enorme rugido resonó a través del pantano: un sonido que Annabeth había oído por última vez en la batalla de Manhattan.
Se volvió y vio al drakon embistiendo contra ellos.
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