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ANNABETH XLII


Annabeth se despertó mirando las sombras que danzaban en el techo de la habitación. No había tenido ni un sólo sueño. Era algo tan insólito que no estaba segura de haberse despertado realmente.

Mientras estaba allí tumbada, oyó a Adamantino y Belcebú enfrascados en una conversación.

—No se lo has dicho—comentó Belcebú.

No—reconoció Adamantino—. Ya está bastante asustada la pobre.

El demonio bufó.

—Y debe estarlo. ¿Qué harás, entonces, cuando no puedas llevarlos más allá de la Noche?

Belcebú dijo la palabra "noche" como si fuera un nombre verdadero: un nombre maléfico.

Voy a conseguirlo—aseguró Adamantino.

—Haz lo que quieras—descartó Belcebú—. ¿Por qué ayudar a esos semidioses? El padre del chico es el mismo que te ha dejado en ese frío cuerpo de metal. Y aunque consigan salir del foso, es improbable que ganen la Gigantomaquia.

Entonces, ¿por qué has curado al chico?

Belcebú exhaló.

—Tú mismo lo dijiste, Adamas. Es el sobrino del señor Hades. Es molesto, pero se lo debo. Además... esos dos semidioses me resultan intrigantes. Deben ser duros para haber llegado hasta aquí. Eso es... interesante. Aún así, no voy a ayudarles más. No es mi trabajo.

Ya veo...—murmuró Adamantino—. ¿Entonces qué harás?

—Cuidar el fuerte—supuso Belcebú—. Mantendré a salvo este lugar hasta que el señor Hades regrese, o encuentre la forma de matarme. Lo que suceda primero.

Vaya... eres realmente deprimente.

Un rugido se escuchó a lo lejos.

Percy se incorporó de golpe.

—¿Qué? ¿Qué... dónde... qué?

—Tranquilo.

Annabeth fue hasta donde él y le tomó el brazo.

Cuando vio que estaba en una camilla de bidisección en un siniestro laboratorio, se quedó más confundido que nunca.

—Ese ruido... ¿Dónde estamos?

—¿Qué es lo último que recuerdas?—preguntó ella.

Percy frunció el entrecejo. Sus ojos parecían despiertos. Todas sus heridas habían desaparecido. Exceptuando su ropa andrajosa y las capas de suciedad y mugre, parecía que no hubiera caído al Infierno.

—Yo... las abuelas diabólicas... y luego... No mucho.

Belcebú se acercó hacia ellos mientras volvía a ponerse su túnica negra.

—Ya no les queda tiempo, semidioses. Las fuerzas de Gaia se aproximan. Estarán aquí dentro de unos minutos.

A Annabeth se le aceleró el pulso.

—¿Qué harás cuando lleguen?

El demonio mantuvo su expresión sombría.

—¿Qué haré? Esperar a que logren matarme. Los dioses gigantes no pueden ser derrotados sólo por un dios. Si los que vienen son lo suficientemente fuertes, quizá puedan superar mi maldición.

Les entregó dos grandes mochilas de viaje.

—Ropa, comida y bebida.

Adamantino llevaba una mochila parecida pero más grande. Esta apoyado en su guadaña, mirando a Annabeth impaciente.

—Acompáñanos—insistió.

Percy ya había salido de la camilla y estaba colocándose su mochila en los hombros. La miró con gesto ceñudo.

—¿Qué pasa?

Annabeth encaró a Belcebú.

—Ven con nosotros—suplicó—. Tú mismo lo dijiste. Si hay algún dios gigante que pueda matarte, podría estar resguardando las Puertas de la Muerte. ¡Con tu ayuda podemos volver a Midgard y derrotar a Gaia!

El sonido de pasos y gritos llegó del exterior, ahora más cerca. Belcebú le dio la espalda.

—No, niña—murmuró—. Ya estoy cansado de buscar. Sólo me queda esperar a una oportunidad. Una oportunidad real.

—¡Te estoy dando una oportunidad real!—repuso Annabeth—. No busques sólo la muerte. ¡Hazte un nuevo propósito! ¡Véngate de los que destruyeron el reino de Hades!

Belcebú lo descartó con un gesto de la mano.

—Ya basta de palabras. Mátame o lárgate, ese era el trato.

Los pensamientos se agolpaban en la mente de Annabeth.

—Hay destinos peores que la muerte. Si lo que quieres es pagar por la muerte de tus seres queridos, quizá debas buscar uno. Cuando estés listo, ven a buscarme. Derrotaremos a Gaia y recuperaremos el control del Helheim.

El suelo se sacudió. Un ejercito estaba cerca, atravesando las ruinas de la ciudad a gran velocidad. Annabeth escuchó la voz del gigante Polibotes, apremiando a sus seguidores a avanzar.

—¡EL HIJO DEL DIOS DEL MAR! ¡ESTÁ CERCA!

—Annabeth—dijo Percy con tono urgente—, tenemos que irnos.

Belcebú se le quedó mirando a una calavera de plata que adornaba uno de sus anaqueles, estiró su mano hacia ella, acariciando su superficie por un momento antes de retraerse.

—Márchense—ordenó—. Antes de que sea demasiado tarde.

Annabeth tenía ganas de llorar. Sabía que el señor de las moscas estaba destinado a luchar a su lado. Esa era la respuesta a su problema, pero Belcebú se apartó.

Debemos irnos—la apremió Adamantino.

—Tiene razón, Annabeth—dijo Percy.

Corrieron hacia la entrada. Annabeth no miró atrás y siguió a Percy y a Adamantino a travez de las ruinas de la ciudad mientras escuchaba un extraño zumbido, una vibración, seguido de gritos de dolor y alaridos de agonía por parte del ejercito enemigo.

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