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PERCY XXV


Percy estaba furioso. El bolso era el insulto definitivo.

Se habían marchado corriendo de la A.V.S.A.I., de modo que tal vez la intención de Iris al darle el bolso no había sido crítica. Lo había llenado de pasteles enriquecidos con vitaminas, barritas de fruta deshidratadas, cecina macrobiótica y unos cuantos cristales para que les dieran suerte. Luego se la había puesto a Percy en las manos:

"Toma, necesitaréis esto. Oh, te queda bien".

El bolso—perdón, el accesorio masculino tipo cartera—tenía un estampado multicolor, un símbolo de la paz cosido con cuentas de madera y el eslogan "Abraza el mundo entero". Ojalá pusiera "Abraza el excusado". Percy se sentía como si el bolso fuera una apostilla de su enorme e increíble inutilidad. Mientras navegaban hacia el norte, colocó la cartera lo más lejos posible de él, pero el bote era pequeño.

No podía creer cómo se había venido abajo cuando sus compañeros lo habían necesitado. Primero, había sido tan tonto que los había dejado solos al volver al bote, y Hazel había sido secuestrada. Luego había visto al ejército marchando hacia el sur y había sufrido una especie de crisis nerviosa. ¿Si le daba vergüenza? Sí. Sentía su orgullo herido. Pero no había podido evitarlo. Cuando había visto a aquellos centauros y cíclopes malvados, le había parecido tan raro, tan contrario a lo normal, que había pensado que le iba a explotar la cabeza. Y el gigante Polibotes... le había provocado una sensación opuesta a la que experimentaba estando en el mar. La energía de Percy le había abandonado y lo había dejado débil y febril, como si las entrañas se le estuvieran corroyendo.

El té medicinal de Iris había contribuido a que su cuerpo se sintiera mejor, pero todavía le dolía la cabeza. Había oído historias de personas que habían perdido alguna extremidad y que sufrían dolores imaginarios en la zona donde habían tenido la pierna o el brazo desaparecido. Así notaba él su mente, como si le dolieran los recuerdos que ya no tenía.

Y lo peor de todo era que cuanto más avanzaba hacia el norte, más se desvanecían sus recuerdos. Había empezado a sentirse mejor en el Campamento Júpiter, donde había recordado nombres y caras al azar. Pero entonces hasta la cara de Annabeth se estaba volviendo cada vez más borrosa. En la A.V.S.A.I., cuando había tratado de enviar un Mensaje Iris a Annabeth, Fleecy había sacudido la cabeza con gesto triste.

"Es como si estuvieras llamando por teléfono a alguien"—dijo—, "pero hubieras olvidado el número. O como si alguien estuviera interfiriendo en la señal. Lo siento, cielo. No puedo conectarte".

Le aterraba perder por completo la cara de Annabeth cuando llegara a Alaska. Tal vez un buen día se despertaría y ya no se acordaría de su nombre.

Sin embargo, tenía que concentrarse en la misión. La imagen del ejército enemigo le había mostrado a lo que se enfrentaban. Era el 21 de junio muy de mañana. Tenían que llegar a Alaska, encontrar a Thanatos, localizar el estandarte de la legión y regresar al Campamento Júpiter para la noche del 24 de junio. Cuatro días. Mientras tanto, al enemigo sólo le quedaban varios cientos de kilómetros de marcha.

Percy pilotaba el bote por las fuertes corrientes frente a la costa del norte de California. Soplaba un viento frío, pero resultaba agradable y le ayudaba a despejar la confusión de su mente. Se empeñó en forzar el bote lo máximo posible. El casco traqueteaba a medida que el Pax se abría paso hacia el norte.

Mientras tanto, Hazel y Frank intercambiaban anécdotas sobre los acontecimientos ocurridos en el establecimiento de Alimentación Sana Arcoíris. Frank habló del vidente ciego Fineas que vivía en Portland y explicó que Iris le había dicho que podría decirles dónde encontrar a Thanatos. Frank no reveló cómo había conseguido matar a los basiliscos, pero Percy tenía la sensación que guardaba relación con la punta rota de su lanza y las quemaduras en su mano. Fuera lo que fuese lo que había pasado, Frank parecía tener más miedo de la lanza que de los basiliscos.

Cuando hubo acabado, Hazel le habló a Frank del tiempo que había pasado con Fleecy.

—Entonces ¿funcionó el Mensaje Iris?—preguntó Frank.

Hazel lanzó a Percy una mirada comprensiva. No mencionó que había sido incapaz de contactar con Annabeth.

—Me puse en contacto con Reyna—dijo—. Se supone que tienes que tirar una moneda al arcoíris y pronunciar un conjuro en plan: "Oh, Iris diosa del arcoíris, acepta mi ofrenda". Sólo que Fleecy lo cambió. Nos dio su... ¿cómo lo llamó?, su número directo. Así que tuve que decir: "Oh, Fleecy, hazme un favor. Muéstrame a Reyna en el Campamento Júpiter". Me sentí un poco tonta, pero funcionó. La imagen de Reyna apareció en el arcoíris, como en una videollamada entre dos personas. Estaba en los baños. Se llevó un susto de muerte.

—Habría pagado por verlo—dijo Frank—. Me refiero a su expresión. No los baños, ya sabes.

—¡Frank!—Hazel se abanicó la cara como si necesitara aire. Era un gesto anticuado, pero en cierto modo encantador—. El caso es que le contamos a Reyna lo del ejército, pero como Percy dijo... (aparentemente se refería a ella con "pececillo"), ya lo sabía. Eso no cambia nada. Reyna está haciendo todo lo posible por reforzar las defensas. A menos que liberemos a la Muerte y devolvamos el águila...

—El campamento no podrá resistir contra ese ejército—concluyó Frank—. Por lo menos sin ayuda.

Después se quedaron en silencio.

Percy no paraba de pensar en los cíclopes y los centauros. Pensó en Annabeth, en el sátiro Grover y en su sueño del gigantesco buque de guerra en construcción.

"Has venido de alguna parte", había dicho Reyna.

Percy deseaba poder recordarlo. Podría pedir ayuda. Los miembros del Campamento Júpiter no tendrían que luchar solos contra los gigantes. Tenía aliados allí fuera, su gente, su pueblo.

Toqueteó las cuentas de su collar, la placa de probatio de plomo y el anillo de plata que Reyna le había dado. Tal vez en Seattle pudiera hablar con su hermana Hylla. Ella podría enviar ayuda... suponiendo que no intentase matar a Percy al verlo.

Después de unas horas más de navegación, a Percy se le empezaron a cerrar los ojos. Temía desmayarse del agotamiento. Entonces tuvo un golpe de suerte. Una orca salió a la superficie junto al bote, y Percy mantuvo una conversación mental con ella:

"Mi señor"—dijo el animal—. "¿Puede este humilde siervo de Poseidón hacer algo por el príncipe de los mares?"

—Te lo agradesco, fiel criatura—respondió él—. Si nos llevases hacia el norte, lo más cerca posible de Portland, me aseguraré de que seas bien recompensado.

"Como gustéis, señor"

Pronto Percy había preparado un arnés de cuerda improvisado y lo había sujetado alrededor de la parte superior de la orca. Se dirigieron a toda velocidad hacia el norte impulsados por el animal, y ante la insistencia de Hazel y Frank, Percy se echó una siesta.







Sus sueños fueron más inconexos y espeluznantes que nunca.

Se imaginó a sí mismo en el monte Tamalpais, al norte de San Francisco, luchando en la antigua fortaleza de los titanes. No tenía sentido. No había estado allí con los romanos cuando habían atacado, pero lo vio todo claramente: un titán con armadura, Annabeth y otras dos chicas luchando al lado de Percy. Una de las chicas murió en la batalla. Percy se arrodilló junto a ella y contempló como se deshacía en las estrellas.

Luego vio el gigantesco buque de guerra en su dique seco. El mascarón de proa del dragón de bronce brillaba a la luz de la mañana. Los aparejos y el armamento estaban terminados, pero algo no iba bien. La escotilla de la cubierta estaba abierta y salía humo de algún motor. Un chico con el pelo moreno rizado soltaba juramentos mientras golpeaba el motor con una llave inglesa. Otros dos semidioses estaban agachados a su lado, observando con preocupación. Uno era un adolescente musculoso con el cabello rubio muy largo. La otra era una chica de elegante vestimenta a la antigua, con el cabello marrón y plateado a partes iguales.

—Ten presente que el día de hoy es el solsticio—dijo la chica—. El plan siempre fue zarpar a más tardar esta fecha.

—¡Ya lo sé!—el mecánico de pelo rizado atizó el motor unas cuantas veces más—. Podrían ser los cohetes de rizo. Podría ser este cachivache. Podría ser que Gaia estuviera tocándonos las narices otra vez. ¡No estoy seguro!

—¿Cuánto tiempo?—preguntó el chico rubio.

—Dos o tres días.

—Puede que no dispongan de tanto—advirtió la chica.

Algo le decía a Percy que se refería al Campamento Júpiter. Entonces la escena cambió de nuevo.

Vio a un chico y a su perro vagando por las colinas amarillas de California. Pero cuando la imagen se aclaró, Percy se dio cuenta de que no era un chico. Era un cíclope con unos tejanos raídos y una camisa de franela. El perro era una montaña de pelo negro que se movía arrastrando las patas; perfectamente podía ser del tamaño de un rinoceronte. El cíclope llevaba una enorme porra apoyada en el hombro, pero a Percy no le parecía un enemigo. No paraba de gritar el nombre de Percy, llamándolo... ¿hermano?

—Huele más lejos—dijo el cíclope al perro, casi gimiendo—. ¿Por qué huele más lejos?

—¡GUAU!—ladró el perro, y el sueño de Percy volvió a cambiar.

Vio una cadena de montañas nevadas tan altas que hendían las nubes. El rostro durmiente de Gaia apareció entre las sombras de las rocas.

"Qué peón más valioso"—dijo en tono tranquilizador—. "No temas, Perseus Jackson. ¡Ven al norte! Tus discípulos morirán, pero a ti te protegeré de momento. Tengo grandes planes para ti".

En un valle situado entre las montañas había un enorme campo de hielo. El borde descendía hasta el mar, decenas de metros por debajo, y las capas de escarcha se desmenuzaban en el agua. Sobre el hielo había un campamento de la legión: baluartes, fosos, torres, barracones, idéntico al Campamento Júpiter sólo que tres veces más grande. En el cruce de caminos a las afueras del principia, una figura vestida con una túnica oscura se hallaba sujeta con grilletes al hielo. Percy desplazó la vista más allá de él, hasta el cuartel general. Allí, en la penumbra, había un gigante todavía más grande que Polibotes. Su piel emitía destellos dorados. Expuestos detrás de él se encontraban los estandartes manchados y helados de una legión romana, incluida la gran águila dorada con sus alas desplegadas.

"Te esperamos"—tronó la voz del gigante—. "Mientras avanzas a tientas hacia el norte tratando de encontrarme, mis ejércitos destruirán tus preciosos campamentos, primero los romanos y luego los otros. No puedes vencer, rey de los semidioses".







Percy se despertó de una sacudida bajo la fría y gris luz del día. La lluvia le caía sobre la cara.

—Y yo creía que dormía profundamente—dijo Hazel—. Bienvenido a Portland.

Percy se incorporó y parpadeó. La escena que le rodeaba era tan distinta de la de su sueño que no estaba seguro de cuál era real. El Pax flotaba sobre un río negro como el hierro que atravesaba el centro de una ciudad. En el cielo había nubarrones bajos. La lluvia fría era tan ligera que parecía suspendida en el aire. A la izquierda de Percy había almacenes industriales y vías de ferrocarril. A su derecha, una pequeña zona céntrica: un grupo de torres de aspecto casi acogedor entre las orillas del río y una hilera de colinas boscosas cubiertas de neblina.

Percy se espabiló frotándose los ojos con la manga.

—¿Cómo hemos llegado aquí?

Frank hizo una mueca.

—La orca nos llevó hasta el río Columbia. Luego le pasó el arnés a un par de esturiones de tres metros.

—¿Esturiones?—repitió.

—Esturiones—confirmó Frank—. El caso es que nos arrastraron mucho tiempo. Hazel y yo nos turnamos para dormir. Entonces llegamos a este río...

—El Willamette—intervino Hazel.

—Eso es—dijo Frank—. Después de eso, el bote tomó el mando y nos trajo aquí solo. ¿Has dormido bien?

Mientras el Pax se deslizaba hacia el sur, Percy les contó sus sueños: un buque de guerra podía estar en camino para prestar ayuda al Campamento Júpiter. Un cíclope amistoso y un perro gigantesco lo estaban buscando. No mencionó lo que Gaia había dicho: "Tus discípulos morirán".

Cuando Percy describió el fuerte romano sobre el hielo, Hazel puso cara de preocupación.

—Así que Alcioneo está en un glaciar—dijo—. Eso no limita mucho las posibilidades. Alaska tiene cientos.

Percy asintió.

—Ese tal Fineas puede decirnos en cuál está.

El bote atracó en un embarcadero. Los tres semidioses contemplaron los edificios del lloviznoso centro de Portland.

Frank se quitó la lluvia de su cabello rubio, el mechón rojizo se le había pegado a la frente.

—Así que ahora tenemos que buscar a un ciego bajo la lluvia—dijo—. Hâo.

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