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HAZEL XVII


Hazel odiaba los barcos.

Se mareaba con tanta facilidad que para ella era un tormento. No le había comentado ese detalle a Percy. No quería echar por tierra la misión, pero se acordaba de lo horrible que había sido su vida cuando ella y su madre se habían mudado a Alaska, sin carreteras. Adondequiera que fuesen tenían que tomar un tren o un bote.

Confiaba en que su estado hubiera mejorado desde que había vuelto de entre los muertos, pero saltaba a la vista que no era así. Y aquel pequeño bote, el Pax, se parecía tanto al que habían tenido en Alaska que le traía malos recuerdos...

En cuanto zarparon del muelle, a Hazel se le empezó a revolver el estómago. Cuando dejaron atrás los muelles del embarcadero de San Francisco, se sentía tan mareada que pensaba que estaba teniendo alucinaciones. Pasaron volando por delante de un par de leones marinos que holgazaneaban en los muelles, y habría jurado que vio a un viejo mendigo sentado entre ellos. Desde la otra orilla, el anciano señaló con un dedo huesudo a Percy y esbozó con los labios algo parecido a "Ni se te ocurra".

—¿Habéis visto eso?—preguntó Hazel.

La cara de Percy estaba teñida de rojo con la puesta de sol.

—Sí. He estado aquí antes. No... no sé. Creo que estaba buscando a mi novia.

—Annabeth—dijo Frank—. ¿Te refieres a cuando ibas al Campamento Júpiter?

Percy frunció el ceño.

—No. Antes de eso.

Escudriñó la ciudad como si estuviera buscando a Annabeth hasta que pasaron por debajo del Golden Gate y giraron hacia el norte.

Hazel trató de asentar su estómago pensando en cosas agradables: la euforia que había sentido la noche anterior cuando habían ganado los juegos de guerra, la entrada a lomos de Aníbal en el torreón enemigo, la repentina transformación de Frank en líder... Le había parecido una persona distinta cuando había escalado los muros, ordenando a la Quinta Cohorte que atacara. La forma en que había arrasado a los defensores de las almenas... Hazel nunca lo había visto así. Se había sentido muy orgullosa de prenderle la insignia de centurión en la camiseta.

Entonces sus pensamientos se centraron en Nico. Antes de partir, su hermano la había llevado aparte para desearle buena suerte. Hazel esperaba que se quedara en el Campamento Júpiter para ayudar a defenderlo, pero él le había dicho que partiría ese mismo día para regresar al Helheim.

—No me habías contado lo mal que están las cosas en verdad—le recriminó Hazel—. ¿Tanto así como para que papá tuviese que dejar su reino?

—No deseaba preocuparte, ya tienes suficientes problemas—respondió él—. He de partir de inmediato para imponer orden entre los demonios. Sigo siendo el rey de los fantasmas, me escucharán. Además... está ese asunto con el Tártaro.


TÁRTARO


La prisión de los dioses, donde perdura la muerte y la oscuridad, situada dentro de las profundidades del Helheim.

Hazel entornó los ojos.

—¿Qué pasa con él?

Nico miró a los lados, asegurándose de que nadie más estuviese escuchando.

—Hace millones de años, durante la Gigantomaquia, mientras los dioses libraban la batalla final contra las fuerzas de Gaia, aprovechando el caos de la batalla, los titanes, una vez subordinados de Cronos, encarcelados en el Tártaro, vieron la oportunidad de escapar.

—Conozco la historia—bufó Hazel—. El escape de los titanes significaba que los dioses enfrentarían a un movimiento en tenaza por sus dos enemigos más poderosos, lo que implicaba una aniquilación total.

Nico asintió.

—Nuestro padre, Hades, bajó completamente solo al Helheim e interceptó al ejército de titanes, asesinando a cientos de ellos antes de que los pocos que quedaban volviesen corriendo a encerrarse en el Tártaro—dijo—. La cuestión es que, me temo, los titanes quieran volver a repetir su jugada. Están furiosos por la derrota de Cronos el verano pasado y la nueva guerra contra Gaia es su oportunidad de oro, en especial porque el poder del ejército gigante es tal que Hades no puede permitirse abandonar el frente para ir a detenerlo.

—Espera... ¿no estarás pensando en...?

—Sí, bajaré al Helheim y me aseguraré de que el Tártaro esté bien protegido. Pondré a los setenta y dos demonios del rey Salomón en alerta máxima.

—Nico... ¡Tú no puedes enfrentarte a un ejercito de titanes tú solo! ¡No eres un dios!

—No planeo luchar con ellos si no tengo qué, tan sólo busco evitar que escapen en primer lugar. Pero, si se llega a necesitar...

—Ten mucho cuidado—le rogó Hazel—. No seas imprudente, no puedes...

—No sólo puedo, Hazel, es lo correcto—dijo Nico, muy seriamente—. Como hermano mayor, es mi responsabilidad cuidar tu espalda. De toda nuestra familia.

—Nico...

—No te preocupes—Nico sonrió—. Como tu hermano mayor, no seré derrotado. Estoy más preocupado por ti, en realidad. Cuanto más te acerques a Alaska... no sé si los desmayos mejorarán o empeorarán.

"Que cuida de mí"—pensó Hazel con amargura. Como si la misión pudiera tener un final feliz para ella.

—Si liberamos a Thanatos—dijo Hazel a Nico—, puede que no te vuelva a ver. Thanatos me hará volver al Valhalla...

Nico le tomó la mano. Sus dedos eran tan pálidos que costaba creer que Hazel y él fueran hermanos.

—Quería darte una oportunidad—dijo—. Era lo máximo que podía hacer por ti. Ojalá hubiera otra forma. No quiero perder a mi hermana.

No pronunció las palabras "otra vez", pero Hazel sabía lo que estaba pensando. Por una vez, no sintió celos de Bianca di Angelo. Simplemente deseó disponer de más tiempo con Nico y sus amigos del campamento. No quería morir por segunda vez.

Justo en ese momento, Percy se había aparecido en el lugar, mirando con sospecha a Nico.

—¿Sucede algo?—quizo saber.

Nico ni siquiera se volvió para verlo.

—No.—dijo, tras unos segundos de total silencio—. No sucede nada. Buena suerte, Hazel.

Acto seguido desapareció entre las sombras, cómo había hecho su padre setenta años antes.







El bote se sacudió y devolvió a Hazel al presente. Se internaron en las corrientes del Pacífico y rodearon el rocoso litoral del condado de Marin.

Frank sujetaba su bolsa sobre el regazo. La bolsa pasaba por encima de las rodillas de Hazel como la barra de seguridad de una atracción de feria, lo que le hizo acordarse de la vez que Sammy la había llevado al carnaval durante el Mardi Gras... Apartó rápidamente ese recuerdo de su mente. No podía arriesgarse a sufrir un desmayo.

—¿Estás bien?—preguntó Frank—. Pareces preocupada.

—Estoy mareada—confesó ella—. No pensaba que fuese a ponerme tan mal.

Frank hizo un mohín como si él tuviera la culpa. Empezó a rebuscar en su mochila.

—Tengo Néctar. Y galletas saladas. Mi abuela dice que el jengibre ayuda... Yo no tengo de eso, pero...

—No pasa nada—Hazel esbozó una sonrisa—. Pero es un detalle por tu parte.

Frank sacó una galleta salada, pero se partió entre sus grandes dedos. La galleta voló en pedazos por todas partes.

Hazel se echó a reír.

—Dioses, Frank... Lo siento. No debería reírme.

—No te preocupes—dijo él tímidamente—. Supongo que no quieres esa.

Percy no estaba atendiendo. Mantenía la vista fija en el litoral. Cuando pasaron por Stinson Beach, señaló tierra adentro, donde una sola montaña se alzaba por encima de las colinas verdes.

—Me resulta familiar—dijo.

—El monte Tamalpais—dijo Frank—. Los chicos del campamento hablan continuamente de él. En la cima tuvo lugar una gran batalla, en la antigua base de los titanes.

Percy frunció el entrecejo.

—¿Alguno de vosotros dos estuvo allí?

—No—respondió Hazel—. Fue en agosto, antes de que... antes de que llegara al campamento. Jason me habló de ella. La legión destruyó el palacio del enemigo y mató a un millón de monstruos. Jason tuvo que luchar contra Críos: un combate mano a mano con un Titán, ¿te lo imaginas?

—Me lo imagino—murmuró Percy.

Hazel no estaba segura de a qué se refería, pero Percy le recordaba mucho a Jason, aunque no se parecían en nada. Tenían el mismo halo de poder, además de una suerte de tristeza, como si hubieran visto su propio destino y supieran que tarde o temprano toparían con un monstruo al que no podrían vencer.

Hazel entendía esa sensación. Contempló cómo el sol se ponía sobre el mar y supo que tenía menos de una semana de vida. Tanto si tenían éxito como si no, el viaje de Hazel tocaría a su fin en la fiesta de Fortuna.

—¿Te encuentras bien?—preguntó Percy.

—El mar me pone mal, lo siento.

Percy hizo una mueca.

—Mi padre te protege y a todos los descendientes de Hades que crucen su territorio, no deberías preocuparte.

Hazel agradeció el gesto, pero el mar en sí mismo no era lo que le preocupaba.

Pensó en su primera muerte y en los meses previos a ella: su casa en Seward, los seis meses que había pasado en Alaska yendo a Resurrection Bay de noche en aquel pequeño bote, visitando la isla maldita.

Se percató de su error demasiado tarde. La vista se le tiñó de negro, y retrocedió en el tiempo.







Su casa de alquiler era una caja de tablillas suspendida sobre unos pilotes en la bahía. Cuando el tren de Anchorage pasaba, los muebles se sacudían y los cuadros vibraban en las paredes. De noche, Hazel se dormía al son del agua helada que lamía las rocas bajo las tablas. El viento hacía crujir el edificio.

Tenían una habitación, con un hornillo y una nevera por cocina. Había un rincón separado con una cortina para Hazel, donde tenía su colchón y su baúl. Había clavado sus dibujos y viejas fotos de Nueva Orleans en las paredes, pero no hacían más que agravar su nostalgia.

Su madre casi nunca estaba en casa. Ya no se hacía llamar la Reina Marie. Ahora sólo era Marie, la asistenta. Cocinaba y limpiaba todo el día en la casa de comidas de la Tercera Avenida para pescadores, ferroviarios y alguna que otra dotación de marineros. Volvía a casa oliendo a productos de limpieza y pescado frito.

De noche, Marie Levesque se transformaba. La Voz se apoderaba de ella, dando órdenes a Hazel y obligándola a trabajar en su terrible proyecto.

El invierno fue lo peor. La Voz se quedaba más tiempo debido a la oscuridad continua. El viento era tan intenso que Hazel pensaba que no volvería a entrar en calor en su vida.

Cuando llegó el verano Hazel no se cansaba del sol. Durante las vacaciones veraniegas, permanecía fuera de casa lo máximo posible, pero no podía andar por la ciudad. Era una pequeña comunidad. Los otros niños hacían correr rumores sobre ella: la hija de la bruja que vivía en la vieja choza del puerto. Si se acercaba demasiado, los niños se burlaban de ella o le tiraban botellas y piedras. Los adultos no se portaban mucho mejor.

Hazel podría haberles amargado la vida. Podría haberles dado diamantes, perlas u oro. En Alaska el oro abundaba. Había tanto en las colinas que Hazel podría haber enterrado la ciudad sin esfuerzo. Pero la verdad era que no odiaba a los vecinos por marginarla. No podía culparlos.

Se pasaba el día andando por las colinas. Atraía a los cuervos, que le graznaban desde los árboles y esperaban los objetos brillantes que siempre aparecían en sus pisadas. La maldición no parecía molestarles. También veía osos, pero ellos guardaban las distancias. Cuando a Hazel le entraba sed, buscaba una cascada de nieve derretida y bebía agua fría y transparente hasta que le dolía la garganta. Trepaba todo lo alto que podía y dejaba que el sol le calentara el rostro.

No era una mala forma de pasar el rato, pero sabía que al final tendría que volver a casa.

A veces pensaba en su padre, aquel extraño hombre pálido con un traje negro y dorado. Hazel deseaba que volviera y la protegiera de su madre, y que usara sus poderes para librarse de aquella espantosa Voz. Si era un dios, debía de poder hacerlo.

Alzaba la vista a los cuervos y se imaginaba que eran los emisarios de su padre. Tenían unos ojos oscuros que de alguna forma le recordaban a los de él. Se preguntaba si informarían de sus movimientos a su padre.

Sin embargo, Hades había advertido a su madre acerca de Alaska. Era una tierra situada más allá del alcance de los dioses. Él no podría protegerla allí. Si estaba observando a Hazel, no hablaba con ella. A menudo la niña se preguntaba si su padre era una imaginación suya. Su antigua vida parecía tan lejana como los programas de radio que escuchaba, o como el presidente Roosevelt cuando hablaba de la guerra. De vez en cuando los vecinos hablaban de los japoneses y de algún enfrentamiento en las islas exteriores de Alaska, pero hasta eso parecía remoto, ni de lejos tan terrible como el problema de Hazel.

Un día en pleno verano se quedó más tarde de lo habitual persiguiendo un caballo.

Lo había visto por primera vez al oír un crujido detrás de ella. Se volvió y vio un precioso caballo ruano de color canela con la crin negra, como el que había montado el último día que había estado en Nueva Orleans, cuando Sammy la había llevado a las cuadras. Podría haber sido el mismo caballo, pero era imposible. Estaba comiendo algo en el sendero, y por un instante a Hazel le dio la impresión de que estaba masticando una de las pepitas de oro que siempre aparecían a su paso.

—¡Eh, amigo!—gritó.

El caballo la miró con recelo.

Hazel supuso que debía de ser de alguien. Estaba demasiado bien cuidado, con el pelaje demasiado lustroso para tratarse de un caballo salvaje. Si pudiera acercarse lo suficiente... ¿Qué? ¿Podría encontrar a su dueño? ¿Devolverlo?

"No"—pensó--. "Sólo quiero volver a montar".

Se aproximó a tres metros del animal, y el caballo se desbocó. Se pasó el resto de la tarde tratando de atraparlo, acercándose y exasperándose cuando volvía a escapar.

Perdió la noción del tiempo, cosa que no era difícil cuando el sol veraniego duraba tanto en el cielo. Finalmente se detuvo en un arroyo a beber y miró al cielo, pensando que debían de ser las tres de la tarde. Entonces oyó el silbido de un tren procedente del valle y se dio cuenta de que debía de ser el ferrocarril de la línea a Anchorage, lo que significaba que eran las diez de la noche.

Miró furiosamente al caballo, que pacía tranquilamente al otro lado del arroyo.

—¿Quieres que me meta en un problema?

El caballo relinchó. Entonces... Hazel debió de imaginárselo. El caballo se marchó a toda velocidad en medio de una borrosa mancha negra y color canela, más rápido que un relámpago en zigzag, casi tan rápido que sus ojos no podían verlo. Hazel no entendía cómo, pero sin duda el caballo había desaparecido.

Se quedó mirando el lugar donde había estado el animal. Una voluta de humo se elevó desde el suelo.

El silbido del tren resonó a través de las colinas otra vez, y se dio cuenta del lío en el que se había metido. Se fue corriendo a casa.

Su madre no estaba allí. Por un instante, Hazel se sintió aliviada. Tal vez su madre había tenido que quedarse trabajando hasta tarde. Tal vez esa noche no tuvieran que hacer el viaje.

Entonces vio los destrozos. La cortina de Hazel estaba descorrida. Su baúl estaba abierto y sus escasas prendas de ropa esparcidas por el suelo. Su colchón estaba hecho jirones, como si un león lo hubiera atacado. Y lo peor de todo, su bloc de dibujo estaba hecho trizas. Todos sus lápices de colores estaban rotos. El regalo de cumpleaños de Hades, el único lujo de Hazel, había sido destruido. Clavada en la pared había una nota escrita en rojo en el último trozo de papel, con una letra que no era la de su madre: "Niña mala. Te espero en la isla. No me decepciones". Hazel sollozó desesperada. Quería hacer caso omiso del llamamiento. Quería huir, pero no había adónde ir. Además, su madre estaba atrapada. La Voz había prometido que casi habían acabado con su tarea. Si Hazel seguía ayudándola, su madre sería libre. Hazel no se fiaba de la Voz, pero no veía otra opción.

Tomó el bote de remos: un pequeño esquife que su madre había comprado con unas cuantas pepitas de oro a un pescador, quien había sufrido un accidente con sus redes al día siguiente. Sólo tenían una barca, pero de vez en cuando la madre de Hazel parecía capaz de llegar a la isla sin transporte. Hazel había aprendido a no preguntarle por el asunto.

Incluso en pleno verano, había pedazos de hielo arremolinándose en Resurrection Bay. Las focas se deslizaban junto a su bote, mirando a Hazel esperanzadas, husmeando en busca de pescado. En mitad de la bahía, el reluciente lomo de una ballena surcaba la superficie.

Como siempre, el balanceo del bote le revolvía el estómago. Se detuvo una vez a vomitar por la borda. El sol estaba descendiendo al fin sobre las montañas, tiñendo el cielo de rojo sangre.

Remó hacia la entrada de la bahía. Varios minutos después, se volvió y miró al frente. Justo delante de ella, la isla surgió de entre la niebla: media hectárea de pinos, cantos rodados y nieve con una playa de arena negra.

Si la isla tenía nombre, ella lo ignoraba. En una ocasión, Hazel había cometido el error de preguntar a la gente de la ciudad, pero se la habían quedado mirando como si estuviera loca.

—Allí no hay ninguna isla—dijo un viejo pescador—, o mi barca se habría chocado con ella mil veces.

Hazel se encontraba a unos cincuenta metros de la orilla cuando dos cuervos se posaron en la popa de la barca. Un pájaro era negro obsidiana, el otro blanco como la nieve.

Sus ojos emitían un brillo de inteligencia; tanto que Hazel no se sorprendió cuándo hablaron.

—Esta noche—graznó el ave negra—. Es la última noche.

Hazel dejó apoyados los remos. Trató de decidir si el cuervo la estaba advirtiendo, si la estaba aconsejando o si le estaba haciendo una promesa.

—¿Vienen de parte de mi padre?—preguntó.

El cuervo blanco ladeo la cabeza.

—Le pidió un favor al jefe para enviar un mensaje al norte. Es la última noche. Lo siento, chiquilla.

Se fueron volando y se perdieron en la oscuridad.

"La última noche"—se dijo Hazel. Decidió interpretarlo como una promesa—. "Me diga lo que me diga, esta noche será para mí la última".

Eso le dio fuerzas para seguir remando. El bote se deslizó hasta la orilla, crujiendo a través de una fina capa de hielo y sedimento negro.

A lo largo de los meses, Hazel y su madre habían hecho un camino desde la playa hasta el bosque. Se dirigió a pie tierra adentro, con cuidado de seguir el sendero. La isla estaba llena de peligros, tanto naturales como mágicos. Los osos susurraban en la maleza. Brillantes espíritus blancos, vagamente humanos, deambulaban entre los árboles. Hazel no sabía lo que eran, pero sabía que la estaban observando, esperando que cayera en sus garras.

En el centro de la isla, dos enormes cantos rodados negros formaban la boca de un túnel. Hazel penetró en la caverna que llamaba el Corazón de la Tierra.

Era el único lugar cálido que Hazel había encontrado desde que se habían mudado a Alaska. El aire olía a tierra recién removida. El calor dulce y húmedo adormiló a Hazel, pero se esforzó por mantenerse despierta. Se imaginaba que si se dormía allí, su cuerpo se hundiría en el suelo de tierra y se convertiría en mantillo.

La cueva era grande como el santuario de una iglesia, como la catedral de San Luis en Jackson Square, en su ciudad natal. Las paredes brillaban con el musgo luminiscente: verde, rojo y morado. Toda la estancia vibraba de energía, un "bum, bum, bum" resonante que recordaba a Hazel el latido de un corazón. Tal vez sólo eran las olas del mar azotando la isla, pero Hazel lo dudaba. Aquel sitio estaba vivo. La tierra estaba dormida, pero palpitaba con fuerza. Sus sueños eran tan maléficos, tan intermitentes, que Hazel sentía que estaba perdiendo el contacto con la realidad.

Gaia quería destruir su identidad, cómo había doblegado a la madre de Hazel. Quería destruir a todos los humanos, dioses y semidioses que se aventuraran a cruzar su superficie.

"Todos me pertenecéis"—murmuró Gaia como una canción—. "Ríndete. Vuelve a la tierra".

"No"—pensó Hazel—. "Soy Hazel Levesque. No podrás conmigo".

Marie Levesque estaba delante del gran agujero de tierra. En seis meses, el pelo se le había vuelto gris. Había adelgazado. Tenía las manos nudosas del trabajo duro. Llevaba unas botas de nieve y unos pantalones impermeables, y una camisa blanca manchada de las tareas en la casa de comidas. Jamás la habían confundido con una reina.

—Es demasiado tarde.

La débil voz de su madre resonó por la caverna. Hazel se dio cuenta, sorprendida, de que era su voz, no la de Gaia.

—¿Madre?

Marie se volvió. Tenía los ojos abiertos. Estaba despierta y consciente. Eso debería haber hecho sentir aliviada a Hazel, pero la puso nerviosa. La Voz jamás había cedido el control mientras estaban en la isla.

—¿Qué he hecho?—preguntó su madre con expresión de impotencia—. Oh, Hazel, ¿qué te he hecho?

Se quedó mirando horrorizada aquella cosa del agujero.

Durante meses habían ido allí, cuatro o cinco noches a la semana como exigía la Voz. Hazel había llorado, se había venido abajo del agotamiento, había suplicado, había sucumbido a la desesperación. Pero la Voz que controlaba a su madre la había incitado sin descanso. "Tráeme objetos de valor de la tierra. Utiliza tus poderes, niña. Tráeme mi más valiosa posesión".

Al principio, sus esfuerzos sólo le habían granjeado desprecio. La fisura en la tierra se había llenado de oro y piedras preciosas que borboteaban en una densa sopa de petróleo. Parecía el tesoro de un dragón arrojado en un pozo de alquitrán. Entonces, poco a poco, una espiral de roca empezó a crecer como un inmenso bulbo de tulipán. Apareció tan gradualmente, noche tras noche, que a Hazel le costó juzgar su progreso. A menudo se concentraba toda la noche en levantarla, hasta que su mente y su corazón estaban agotados, pero no advertía ninguna diferencia. Sin embargo, la espiral crecía.

En ese momento Hazel podía apreciar lo mucho que había conseguido. La espiral tenía una altura de dos pisos, un remolino de zarcillos rocosos que sobresalían como la punta de una lanza del oleaginoso cenagal. Dentro, algo brillaba del calor. Hazel no podía verlo claramente, pero sabía lo que estaba sucediendo. Un cuerpo se estaba formando a partir de la plata y el oro, con petróleo por sangre y diamantes en bruto por corazón. Hazel estaba resucitando al hijo de Gaia. Estaba casi listo para despertar.

Su madre cayó de rodillas y se echó a llorar.

—Lo siento, Hazel. Lo siento mucho.

Parecía impotente y sola, terriblemente triste. Hazel debería haberse puesto furiosa. ¿Que lo sentía? Había vivido con miedo a su madre durante años. Ella la había regañado y culpado de su desgraciada vida. La había tratado como a un bicho raro, se la había llevado a rastras de su hogar en Nueva Orleans a aquel frío desierto, y había trabajado como una esclava para una diosa despiadada y perversa. Con sentirlo no bastaba. Debería haber despreciado a su madre.

Pero no podía enfadarse.

Hazel se arrodilló y rodeó a su madre con el brazo. Apenas quedaba algo de ella: sólo piel y huesos y ropa de trabajo manchada. Temblaba incluso en aquella cueva cálida.

—¿Qué podemos hacer?—preguntó Hazel—. Dime cómo detenerlo.

Su madre negó con la cabeza.

—Ella me ha dejado marchar. Sabe que es demasiado tarde. No podemos hacer nada.

—Ella... ¿la Voz?

Hazel tenía miedo de hacerse ilusiones, pero si su madre había sido realmente liberada, todo lo demás no importaba. Podían largarse de allí. Podían escapar y volver a Nueva Orleans.

—¿Se ha ido?

Su madre echó temerosamente un vistazo a la cueva.

—No, está aquí. Sólo necesita una cosa más de mí. Y para eso necesita mi libre albedrío.

A Hazel no le gustó cómo sonaba eso.

—Larguémonos de aquí—instó a su madre—. La cosa de la roca... va a nacer.

—Pronto—convino su madre.

Miró a Hazel con gran ternura. Hazel no recordaba la última vez que había visto ese afecto en los ojos de su madre. Notó que un sollozo brotaba en su pecho.

—Hades me advirtió—dijo su madre—. Me dijo que mi deseo era muy peligroso.

—¿Tu... tu deseo?

—Toda la riqueza que hay bajo la tierra—contestó ella—. Él la controlaba. Yo la deseaba. Estaba harta de ser pobre, Hazel. Harta. Primero lo invoqué... sólo para ver si podía. Nunca pensé que el viejo grisgrís pudiera funcionar con un dios. Pero él me conquistó, me dijo que era valiente y hermosa...—se quedó mirando sus manos torcidas y callosas—. Cuando tú naciste, él se alegró mucho y se sintió orgulloso. Me prometió lo que yo quisiera. Lo juró por la laguna Estigia. Yo le pedí toda la riqueza que él tenía. Él me advirtió que los deseos más ambiciosos provocan mayor dolor, pero yo insistí. Me imaginaba viviendo como una reina: ¡la mujer de un dios! Y tú... tú recibiste la maldición.

Hazel se sentía como si estuviera llegando al límite, como la espiral del foso. Dentro de poco su tristeza se volvería incontenible y su piel se haría trizas.

—¿Por eso puedo encontrar cosas debajo de la tierra?

—Y por eso no traen más que dolor—su madre señaló lánguidamente la caverna—. Así me encontró ella y así pudo controlarme. Yo estaba enfadada con tu padre. Lo culpaba de mis problemas. Te culpaba a ti. Estaba tan resentida que escuché la voz de Gaia. Fui una insensata.

—Tiene que haber algo que podamos hacer—dijo Hazel—. Dime cómo detenerla.

El suelo tembló. La voz incorpórea de Gaia resonó por la cueva.

"Mi primogénito está renaciendo"—dijo—, "lo más precioso de la tierra... y tú lo has traído de las profundidades, Hazel Levesque. Tú lo has resucitado. Su despertar es imparable. Ahora sólo queda una cosa".

Hazel cerró los puños. Estaba aterrada, pero ahora que su madre era libre, sentía que por fin podía enfrentarse a su enemiga. Aquella criatura, aquella diosa perversa, había arruinado sus vidas. Hazel no pensaba dejarla vencer.

—¡No te ayudaré más!—gritó.

"Ya no necesito tu ayuda, muchacha. Te he traído aquí por un sólo motivo. Tu madre necesitaba... un incentivo".

A Hazel se le hizo un nudo en la garganta.

—¿Madre?

—Lo siento, Hazel. Perdóname, por favor. Debes saber que sólo lo he hecho porque te quiero. Ella me prometió que te dejaría vivir si...

—Si te sacrificabas—dijo Hazel, comprendiendo la verdad—. Necesita que entregues voluntariamente tu vida para despertar a esa... esa cosa.

"Alcioneo"—dijo Gaia—. "El mayor de los gigantes. Él debe ser el primero en despertar, y esta debe ser su nueva tierra natal, lejos de los dioses romanos. Él recorrerá estas montañas y bosques helados. Reunirá un ejército de monstruos. Mientras los dioses están divididos, peleándose entre ellos en su sangrienta Guerra Mundial, él enviará sus ejércitos a destruir el Olimpo".

Los sueños de la diosa de la tierra eran tan intensos que proyectaban sombras en las paredes: espantosas imágenes cambiantes de ejércitos nazis atravesando Europa con furia y aviones japoneses destruyendo ciudades estadounidenses. Por fin Hazel lo entendió. Los dioses del Olimpo tomarían partido en la batalla como siempre hacían en las guerras humanas. Mientras los dioses luchaban entre ellos hasta un sangriento final, un ejército de monstruos se levantaría en el norte. Alcioneo resucitaría a sus hermanos gigantes y los enviaría a conquistar el mundo. Los debilitados dioses caerían. El conflicto de los mortales proseguiría con furia durante décadas hasta que toda la civilización fuera arrasada y la diosa de la tierra se despertara completamente. Gaia reinaría para siempre.

"Todo porque tu madre fue avariciosa y te condenó con el don de encontrar riqueza. En mi estado durmiente, habría necesitado más décadas, tal vez incluso siglos, para tener el poder de resucitar a Alcioneo yo misma. ¡Pero ahora se alzará, y lo hará pronto, igual que yo!".

Hazel supo con una terrible certeza lo que ocurriría a continuación. Lo único que Gaia necesitaba era un sacrificio voluntario: un alma que se consumiera para que Alcioneo despertara. Su madre entraría en la fisura, tocaría aquella horrible espiral y sería absorbida.

—Vete, Hazel—su madre se levantó con paso inestable—. Ella te dejará vivir, pero debes darte prisa.

Hazel no lo ponía en duda. Eso era lo más terrible. Gaia respetaría el trato y dejaría a Hazel con vida. Hazel sobreviviría para ver el fin del mundo, sabiendo que ella lo había provocado.

—No—Hazel tomó una decisión—. No viviré. No por algo así.

Buscó en lo más recóndito de su alma. Pidió ayuda a su padre, el señor del inframundo, e invocó todas las riquezas que se encontraban en sus vastos dominios. La caverna tembló.

Alrededor de la espiral de Alcioneo empezó a borbotear petróleo, que se agitó y entró en erupción como una olla en ebullición.

"No seas tonta"—dijo Gaia, pero Hazel detectó desprecio en su tono, incluso miedo—. "¡Te destruirás a ti misma por nada! ¡Tu madre morirá de todas formas!"

Hazel estuvo a punto de vacilar. Recordó la promesa de su padre: algún día su maldición desaparecería; un descendiente de Poseidón le daría paz. Incluso le había dicho que encontraría un caballo. Tal vez el extraño caballo de las colinas estaba destinado a ella. Sin embargo, nada de eso ocurriría si moría entonces. Jamás volvería a ver a Sammy ni regresaría a Nueva Orleans. Su vida terminaría a los trece, unos años amargos con un final triste.

Miró a su madre a los ojos. Por una vez, su madre no parecía triste ni enfadada. Sus ojos brillaban de orgullo.

—Tú fuiste mi don, Hazel—dijo—. Mi don más preciado. Fui una tonta al pensar que necesitaba algo más.

Besó a Hazel en la frente y la estrechó con fuerza. Su calor dio a Hazel el valor para continuar. Morirían, pero no sacrificándose por Gaia. Hazel supo instintivamente que su acto final rechazaría el poder de Gaia. Sus almas irían al otro mundo, y Alcioneo no despertaría, al menos aún.

Hazel hizo acopio de la fuerza de voluntad que le quedaba. El aire se volvió abrasador. La espiral empezó a hundirse. Joyas y pedazos de oro salieron disparados de la fisura con tal fuerza que agrietaron las paredes de la caverna y lanzaron metralla por los aires, que se clavó en la piel de Hazel a través de su cazadora.

"¡Basta!"—ordenó Gaia—. "No podéis impedir que despierte. Como mucho, lo retrasaréis unas décadas. Medio siglo. ¿Daríais vuestras vidas por eso?".

Hazel no contestó.

"La última noche"—habían dicho los cuervos.

La fisura explotó. El techo se desplomó. Hazel cayó entre los brazos de su madre, en la oscuridad, mientras sus pulmones se llenaban de petróleo y la isla se hundía en la bahía.

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