HAZEL VII
En el camino de vuelta, Hazel tropezó con un lingote de oro.
Debería haber procurado no correr tan rápido, pero tenía miedo de llegar tarde a la revista. La Quinta Cohorte contaba con los centuriones más agradables del campamento. Aun así, hasta ellos tendrían que castigarla si llegaba con retraso. Los castigos romanos eran severos: fregar las calles con un cepillo de dientes, limpiar los toriles del coliseo, ser metido en un saco cosido lleno de comadrejas furiosas y lanzado al Pequeño Tíber... Las opciones no eran prometedoras.
El lingote de oro salió repentinamente del suelo justo a tiempo para que su pie chocara contra él. Nico trató de atraparla, pero Hazel se cayó y se arañó las manos.
—¿Estás bien?
Nico se arrodilló a su lado y alargó la mano para recoger el lingote.
—¡No!—le advirtió Hazel.
Nico se quedó paralizado.
—Claro. Lo siento. Es sólo que... ¡Dioses! Esa cosa es enorme.
Sacó un termo de Néctar de su saco (idéntico al que llevaba Hades cuando lo conoció, pero de colores opuestos y menos adornado) y le echó un poco a Hazel en las manos. Inmediatamente los cortes comenzaron a curarse.
—¿Puedes levantarte?
La ayudó a ponerse en pie. Los dos se quedaron mirando el oro. Era del tamaño de una barra de pan y tenía grabado un número de serie y las palabras TESORERÍA DE ESTADOS UNIDOS.
Nico sacudió la cabeza.
—¿Cómo demonios...?
—No lo sé—contestó Hazel tristemente—. Podrían haberlo enterrado unos ladrones o haberse caído de un vagón hace cientos de años. Tal vez emigró de la caja fuerte del banco más cercano. Cualquier cosa que haya en el suelo cerca de donde estoy simplemente sale. Y cuanto más valor tiene...
—Más peligrosa es—Nico frunció el entrecejo—. ¿No deberíamos taparlo? Si los faunos lo encuentran...
Hazel se imaginó un hongo nuclear brotando del camino y unos faunos chamuscados saliendo despedidos por todos lados. Era una perspectiva demasiado horrible.
—Se supone que debería volver a enterrarse bajo tierra cuando me marche, pero por si acaso...
Había estado practicando ese truco, pero nunca con algo tan pesado y compacto. Señaló el lingote de oro y trató de concentrarse.
El lingote empezó a levitar. Hazel canalizó su ira, para lo que no tuvo que esforzarse mucho: odiaba ese oro, odiaba la maldición, odiaba pensar en su pasado y en todos sus fracasos. Los dedos le hormigueaban. El lingote de oro brillaba del calor.
Nico tragó saliva.
—Estooo, ¿estás segura, Hazel...?
Ella cerró el puño. El oro se dobló como si fuera masilla. Hazel lo retorció hasta convertirlo en un gigantesco anillo desigual. A continuación, movió la mano rápidamente hacia el suelo. Su dona de un millón de dólares se estampó contra la tierra. Se hundió tan profundamente que sólo quedó una marca de tierra reciente.
Nico abrió los ojos como platos.
—Ha sido... aterrador.
A Hazel no le parecía tan impresionante en comparación con los poderes de un chico que era capaz de resucitar esqueletos y traer a personas de entre los muertos, pero era agradable sorprenderlo para variar.
Dentro del campamento, los cuernos volvieron a sonar. Las cohortes estarían empezando a pasar lista, y Hazel no tenía el más mínimo deseo de que la metieran en un saco con comadrejas.
—¡Deprisa!—le dijo a Nico, y corrieron hacia las puertas.
La primera vez que Hazel había visto a la legión reunirse se había quedado tan intimidada que había estado a punto de escabullirse a los barracones para esconderse. Después de nueve meses en el campamento, todavía le parecía un espectáculo impresionante.
Las primeras cuatro cohortes, cada una compuesta por cuarenta chicos, formaban filas delante de sus barracones a cada lado de la Via Praetoria. La Quinta Cohorte se hallaba agrupada al final del todo, delante del principia, ya que sus barracones estaban metidos en la esquina trasera del campamento, al lado de las cuadras y las letrinas. Hazel tenía que correr por el medio de la legión ya formada y llegar a su puesto.
Los campistas estaban ataviados para el combate. Sus lustrosas cotas de malla y sus grebas relucían sobre sus camisetas moradas de manga corta y sus vaqueros. Dibujos de espadas y calaveras decoraban los yelmos. Hasta las botas de piel resultaban feroces con sus tacos de hierro, estupendas para marchar por el barro o pisotear cabezas.
Delante de los legionarios, como una hilera de gigantescas fichas de dominó, estaban sus escudos rojos y dorados del tamaño de puertas de frigorífico. Cada legionario llevaba una lanza parecida a un arpón llamada pilum, un gladius, una daga y unos cincuenta kilos de pertrechos adicionales. Si al llegar al campamento no estabas en forma, no tardabas en corregir ese aspecto. Sólo caminar con la armadura puesta constituía una sesión de ejercicio completa.
Hazel y Nico avanzaron por la calle mientras todos se ponían firmes, de modo que su entrada se hizo notar mucho. Hazel trotaba, sus pisadas resonaban en las piedras. Trató de evitar el contacto visual, pero pilló a Octavio sonriéndole con satisfacción en la parte delantera de la Primera Cohorte, pagado de sí mismo con su yelmo con penacho de centurión y una docena de medallas prendidas al pecho.
A Hazel todavía le hervía la sangre al pensar en sus intentos de chantaje. Aquel estúpido augur y su don de la profecía... De todas las personas que había en el campamento, ¿por qué tenía que ser él quien descubriera sus secretos? Estaba segura de que la habría delatado hacía semanas si sus secretos no le hubieran interesado más como arma de presión. Hazel deseó haberse quedado el lingote de oro para poder pegarle con él en la cara.
Pasó corriendo por delante de Reyna, que iba y venía a medio galope montada en su pegaso Scipio: apodado Skippy, como la marca de mantequilla de cacahuete, porque era del color de dicha crema. Los perros metálicos Aurum y Argentum trotaban junto a ella. Su capa de oficial morada ondeaba en su espalda.
—¡Hazel Levesque!—gritó—. ¡Qué alegría que te unas a nosotros!
Hazel sabía que no debía responder. Le faltaban la mayoría de los pertrechos, pero se dirigió apresuradamente a su sitio en la fila, al lado de Frank, y se puso firme. El primer centurión, un grandullón de diecisiete años llamado Dakota, estaba pronunciando su nombre: el último de la lista.
—¡Presente!—chilló ella.
Gracias a los dioses. Técnicamente, no había llegado tarde.
Nico atravesó la fila muy tranquilamente, sin sentir la menor prisa. Con su gabardina hondeando al viento y su vidente en mano, su figura podría haberse confundido con la del rey de los muertos en persona. Los legionarios temblaban y se ponían muy firmes cuando él pasaba, haciendo un saludo militar. No era por respeto, sino por miedo.
Nico fue y se paró junto a Percy Jackson, que se hallaba apartado con un par de guardias. Percy tenía el cabello mojado del baño. Se había puesto ropa nueva y parecía como en su casa, con la frente en alto y sus ojos azules mirando con desdén a la legión, como si ser presentado a doscientos chicos armados hasta los dientes no significase nada.
Los lares fueron los últimos en formar filas. Sus figuras moradas parpadeaban mientras maniobraban para conseguir sitio. Tenían la molesta costumbre de situarse en medio de las personas vivas, de forma que las filas parecían una fotografía borrosa, pero al final los centuriones los ordenaron.
—¡Colores!—gritó Octavio.
Los portaestandartes dieron un paso adelante. Llevaban capas de piel de león y sostenían unos palos decorados con los emblemas de cada cohorte. El último en presentar su estandarte fue Jacob, el aquilífero. Se suponía que el puesto era un gran honor, pero saltaba a la vista que Jacob lo odiaba. Aunque Reyna insistía en seguir la tradición, cada vez que el palo sin águila se levantaba, Hazel podía percibir la vergüenza que se extendía por la legión.
Reyna detuvo a su pegaso.
—¡Romanos!—anunció—. Probablemente os hayáis enterado de la incursión de hoy. Dos gorgonas fueron derrotadas y hundidas en el río por el recién llegado, Perseus Jackson. La mismísima Hera lo guió hasta aquí y lo proclamó hijo de Poseidón.
Los chicos de las filas de atrás estiraron el cuello para ver a Percy. Él permaneció mirando al frente, sin inmutarse en lo más mínimo.
—Quiere unirse a la legión—continuó Reyna—. ¿Qué dicen los augurios?
—¡He leído las entrañas!—anunció Octavio, como si hubiera matado a un león con las manos en lugar de destripar a un oso panda de peluche—. Los augurios son favorables. ¡Está cualificado para prestar servicio!
Los campistas gritaron:
—¡Ave! ¡Salve!
Frank pronunció su "ave" con un ligero retraso, de modo que sonó como un eco agudo. Los otros legionarios se rieron con disimulo.
Reyna indicó con un gesto a los oficiales de rango superior que se adelantaran: uno por cada cohorte. Octavio, el centurión de mayor rango, se volvió hacia Percy.
—Recluta, ¿tienes las credenciales?—dijo—. ¿Cartas de recomendación?
Hazel recordaba ese detalle de su propia llegada. Muchos chicos llevaban cartas de semidioses mayores que vivían en el mundo exterior, adultos que eran veteranos del campamento. Algunos reclutas tenían patrocinadores ricos y famosos. Algunos eran campistas de tercera o cuarta generación. Una buena carta te podía conseguir un puesto en las mejores cohortes, a veces incluso cargos especiales, como el de mensajero de la legión, que te eximían del trabajo sucio de cavar zanjas o conjugar verbos en latín.
Percy le dedicó una mirada de desagrado.
—No necesito de ayuda o apoyo—respondió—. Ningún descendiente de los dioses que se jacte de serlo debería.
Octavio arrugó la nariz.
—Así que no tienes cartas...—se lamentó.
"¡No es justo!", quería gritar Hazel. Percy había llevado a una diosa al campamento. ¿Qué mejor carta de recomendación se podía desear? Pero la familia de Octavio había estado enviando chicos al campamento durante un siglo. A él le encantaba recordar a los reclutas que eran menos importantes que él.
El legado de Apolo se volvió hacia la multitud:
—¿Algún legionario responde por él?
—¡Yo!—Frank dio un paso adelante—. ¡Me salvó la vida!
Los gritos de protesta en las otras cohortes no se hicieron esperar. Reyna levantó la mano para hacerles callar y fulminó con la mirada a Frank.
—Frank Zhang, por segunda vez en el día de hoy, te recuerdo que estás en período de probatio—dijo—. Tu padre divino ni siquiera te ha reconocido aún. No cumples los requisitos para responder por otro campista hasta que te hayas ganado tu primera raya.
Parecía que Frank se fuera a morir de la vergüenza.
Hazel no podía dejarlo tirado. Salió de la fila y dijo:
—Lo que Frank quiere decir es que Percy nos salvó la vida a los dos. Yo soy miembro de pleno de derecho de la legión. Responderé por Perseus Jackson.
Frank le lanzó una mirada de agradecimiento... o eso supuso Hazel, era difícil leerlo cuando tenía los ojos vendados, pero los demás campistas empezaron a murmurar. Hazel apenas cumplía los requisitos. Había conseguido su raya hacía sólo unas semanas, y el "acto de valor" que se la había valido había sido casi un accidente. Además, era hija de Plutón y miembro de la ignominiosa Quinta Cohorte. No iba a hacerle a Percy un gran favor dándole su apoyo.
Reyna arrugó la nariz, pero se volvió hacia Octavio. El augur sonrió y se encogió de hombros, como si la idea le divirtiera.
"¿Por qué no?"—pensó Hazel. Colocando a Percy en la Quinta, el recién llegado supondría una amenaza menor, y a Octavio le gustaba tener a todos sus enemigos juntos.
—Muy bien—anunció Reyna—. Hazel Levesque, puedes responder por el recluta. ¿Lo acepta tu cohorte?
Los miembros de las otras cohortes empezaron a toser, conteniendo la risa. Hazel sabía lo que estaban pensando: "Otro rechazado para la Quinta".
Frank golpeó el suelo con su escudo. Los demás miembros de la Quinta siguieron su ejemplo, aunque no parecían muy entusiasmados. Sus centuriones, Dakota y Gwen, se cruzaron miradas de dolor, en plan: "Ya estamos otra vez".
—Mi cohorte ha hablado—dijo Dakota—. Aceptamos al recluta.
Reyna miró a Percy con lástima.
—Enhorabuena, Perseus Jackson. Estás en período de probatio. Se te entregará una placa con tu nombre y tu cohorte. Dentro de un año, o en cuanto lleves a cabo un acto de valor, te convertirás en miembro de pleno derecho de la Duodécima Legión Fulminata. Servir a Roma, obedecer las normas de la legión y defender el campamento con honor. Senatus Populusque Romanus!
El resto de la legión repitió su aclamación.
Reyna apartó a su pegaso de Percy, como si se alegrara de haber terminado con él. Skippy desplegó sus bonitas alas. Hazel no pudo evitar sentir envidia. Habría dado cualquier cosa por un caballo como ese, pero eso jamás ocurriría. Los caballos eran sólo para los oficiales o la caballería bárbara, no para los legionarios romanos.
—Centuriones—dijo Reyna—, vosotros y vuestras tropas tenéis una hora para cenar. Luego nos reuniremos en el Campo de Marte. La Primera y la Segunda Cohorte defenderán. La Tercera, la Cuarta y la Quinta atacarán. ¡Buena fortuna!
La multitud prorrumpió en una ovación mayor, por los juegos de guerra y por la cena. Las cohortes rompieron filas y corrieron al comedor.
Hazel saludó con la mano a Percy, quien se abrió paso entre el gentío acompañado de Nico. Para sorpresa de Hazel, Nico le estaba sonriendo.
—Bien hecho, hermanita—dijo—. Le has echado valor respondiendo por él.
Era la primera vez que la llamaba "hermanita". Hazel se preguntó si era así como llamaba a Bianca.
Uno de los guardias había dado a Percy su placa de identificación como probatio. Percy la ensartó en su collar de cuero con las extrañas cuentas.
—No oirás un agradecimiento de mi parte, Hazel—dijo—. ¿Exactamente qué significa qué respondes por mí?
—Que garantizo tu buen comportamiento—explicó ella—. Que te enseñaré las normas, responderé a tus preguntas y me aseguraré de que no deshonras a la legión.
—¿Deshonrar?—bufó.
—Sí, cosas como desobedecer directamente a la pretor para ir a comprar comida.
El chico frunció levemente el ceño.
—¿Y si lo hago qué?
—Entonces me matarán contigo—respondió Hazel—. ¿Tienes hambre? Vamos a comer.
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