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HAZEL VI


Hazel volvía andando a casa de las cuadras. Pese a la fría tarde, estaba muy acalorada. Sammy acababa de darle un beso en la mejilla.

El día había estado lleno de luces y sombras. En el colegio, los niños se habían burlado de su madre, llamándola bruja, arpía y otras cosas. Por supuesto, no era ninguna novedad, pero últimamente la situación estaba empeorando. Estaban haciendo correr rumores sobre la maldición de Hazel. El colegio se llamaba Academia St. Agnes para Niños de Color e Indios, un nombre que se había mantenido desde hacía cien años. Al igual que su nombre, el centro ocultaba una enorme crueldad bajo un fino barniz de bondad.

Hazel no entendía que otros niños negros pudieran ser tan malos. Deberían haberse comportado de otra forma, ya que ellos también tenían que aguantar insultos a todas horas. Sin embargo, le gritaban y le robaban el almuerzo, preguntándole continuamente por sus famosas joyas: "¿Dónde están los diamantes malditos, pequeña?", "¡Dame uno o te haré daño!". La apartaban a empujones de la fuente o le tiraban piedras si intentaba acercarse a ellos en el patio de recreo.

A pesar de lo malos que eran, Hazel nunca les daba diamantes ni oro. No odiaba a nadie hasta ese extremo. Además, tenía un amigo—Sammy—, y con eso le bastaba.

A Sammy le gustaba bromear diciendo que era el perfecto alumno de St. Agnes. Era mexicano-americano, de modo que se consideraba de color e indio.

—Deberían darme una beca doble—decía.

No era grande ni fuerte, pero tenía una simpática sonrisa de chiflado y hacía reír a Hazel.

Esa tarde la había llevado a las cuadras donde trabajaba de mozo. Por supuesto, era un club de equitación "exclusivo para blancos", pero los fines de semana estaba cerrado, y con la guerra en curso, se rumoreaba que el club podría tener que cerrar hasta que los japoneses fueran derrotados y los soldados volvieran a casa. Normalmente Sammy podía colar a Hazel para que le ayudara a cuidar de los caballos. De vez en cuando iban a montar.

A Hazel le encantaban los caballos. Parecían los únicos seres vivos a los que no les daba miedo. La gente la odiaba. Los gatos siseaban. Los perros gruñían. Hasta el ridículo hámster de la clase de la señorita Finley chillaba aterrorizado cuando ella le daba una zanahoria. Pero a los caballos les daba igual. Cuando Hazel estaba en la silla de montar, podía ir tan rápido que era imposible que dejara piedras preciosas a su paso. Casi se sentía libre de la maldición.

Esa tarde había sacado a un caballo ruano con una preciosa crin negra. Galopó hasta los campos tan rápido que dejó atrás a Sammy. Cuando él la alcanzó, el muchacho y su caballo estaban sin aliento.

—¿De qué huyes?—Sammy se rió—. No soy tan feo, ¿no?

Hacía demasiado frío para comer en el campo, pero de todas formas hicieron un picnic. Se sentaron debajo de una magnolia y ataron a los caballos a una valla de madera. Sammy le había llevado un pastelito con una vela de cumpleaños, que pese a haberse estropeado en el trayecto era lo más bonito que Hazel había visto en su vida. Lo partieron por la mitad y se lo comieron.

Sammy habló de la guerra. Deseaba ser mayor para poder alistarse. Preguntó a Hazel si le escribiría cartas cuando lo destinaran al extranjero.

—Pues claro, tonto—dijo ella.

Él sonrió. Entonces, como empujado por un impulso repentino, se inclinó y le dio un beso en la mejilla.

—Feliz cumpleaños, Hazel.

No era nada del otro mundo—sólo un beso, y ni siquiera en los labios—, pero Hazel se sintió como si estuviera flotando. Apenas recordaba el trayecto de vuelta a las cuadras o cómo se había despedido de Sammy.

—Hasta mañana—dijo él, como siempre hacía.

Pero no volvería a verlo nunca.

Cuando Hazel regresó al barrio francés se estaba haciendo de noche. A medida que se acercaba a casa, la sensación de calidez desaparecía, sustituida por el miedo.

Hazel y su madre—la Reina Marie, como le gustaba que la llamaran—vivían en un viejo piso encima de un club de jazz. A pesar del comienzo de la guerra, se respiraba un ambiente festivo. Los nuevos reclutas vagaban por las calles, riéndose y hablando de luchar contra los japoneses. Se hacían tatuajes en los salones o proponían a sus novias matrimonio en la misma acera. Algunos subían a casa de la madre de Hazel para que les leyera la buenaventura o para comprar amuletos a Marie Levesque, la famosa reina de los grisgrís.

—¿Te has enterado?—decía uno—. Veinticinco centavos por este amuleto de la suerte. Se lo he llevado a un tipo que conozco, y me ha dicho que es una pepita de oro de verdad. ¡Vale veinte dólares! ¡Esa mujer está chiflada!

Durante una temporada, esa clase de rumores proporcionaron muchos clientes a la Reina Marie. La maldición de Hazel había empezado poco a poco. Al principio parecía una bendición. Las piedras preciosas y el oro sólo aparecían de vez en cuando, y nunca en grandes cantidades. La Reina Marie pagaba las facturas. Cenaban bistec una vez a la semana. Hazel incluso se compró un vestido nuevo. Pero entonces los chismes empezaron a circular. La gente de la zona empezó a darse cuenta de las cosas terribles que les ocurrían a las personas que compraban los amuletos de la suerte o a las que la Reina Marie pagaba con sus tesoros. Charlie Gasceaux perdió un brazo con una cosechadora llevando una pulsera de oro. El señor Henry, de la tienda, sufrió un infarto después de que la Reina Marie pagara su cuenta con un rubí.

La gente empezó a rumorear sobre Hazel, preguntándose cómo podía encontrar joyas malditas andando por la calle. A esas alturas, sólo los forasteros iban a visitar a su madre, y tampoco eran muchos. La madre de Hazel se había vuelto irritable. Lanzaba a Hazel miradas de resentimiento.

Hazel subió la escalera lo más silenciosamente que pudo por si su madre estaba con un cliente. Abajo, en el club, la banda estaba afinando sus instrumentos. En la panadería de al lado habían empezado a preparar los buñuelos para la mañana, y en la escalera olía a mantequilla fundida.

Cuando llegó arriba, a Hazel le pareció oír dos voces dentro del piso, pero al asomarse al salón, vio que su madre estaba sentada sola a la mesa de espiritismo, con los ojos cerrados, como si estuviera en trance.

Hazel la había visto así muchas veces, fingiendo que hablaba con espíritus para sus clientes, pero nunca estando sola. La Reina Marie siempre le había dicho a Hazel que sus grisgrís eran bobadas. En realidad, ella no creía en los amuletos ni en la adivinación ni en los fantasmas. Sólo era una intérprete, como una cantante o una actriz, que hacía un espectáculo a cambio de dinero.

Sin embargo, Hazel sabía que su madre creía en alguna magia. La maldición de Hazel no era ninguna bobada. La Reina Marie simplemente no quería pensar que era culpa suya, que de algún modo había hecho a Hazel tal como era.

—Fue tu maldito padre—se quejaba la Reina Marie cuando estaba de un humor muy sombrío—. Viniendo aquí con su elegante traje negro y dorado. La única vez que de verdad invoqué un espíritu, ¿y qué saqué? Cumplió mi deseo y me arruinó la vida. Debería haber sido una reina de verdad. Él tiene la culpa de que hayas salido así.

Ella nunca le explicaba a qué se refería, y Hazel había aprendido a no hacer preguntas sobre su padre, porque sólo conseguían enfurecer todavía más a su madre.

Mientras Hazel observaba, la Reina Marie murmuró algo para sí. Tenía una expresión serena y relajada. A Hazel le sorprendió lo guapa que estaba, sin el entrecejo fruncido ni las arrugas en la frente. Tenía una exuberante melena de cabello castaño dorado y la misma tez oscura que ella, morena como un grano de café tostado. No llevaba el elegante traje color azafrán ni los brazaletes de oro que se ponía para impresionar a los clientes; tan sólo un sencillo vestido blanco. Aun así, poseía un aire regio, sentada en una postura erguida y solemne en su silla dorada, como si realmente fuera una reina.

—Estarás a salvo allí—murmuró—. Lejos de los dioses.

Hazel contuvo un grito. La voz que salía de la boca de su madre no era la de ella. Sonaba como la de una mujer mayor. Tenía un tono suave y tranquilizador, pero también autoritario, como el de una hipnotizadora dando órdenes.

La Reina Marie se puso tensa. Hizo una mueca en pleno trance y a continuación habló con su voz normal:

—Está demasiado lejos. Hace demasiado frío. Es demasiado peligroso. Él me dijo que no fuera.

La otra voz respondió:

—¿Qué ha hecho él por ti? ¡Te dio una niña envenenada! Pero todavía podemos usar su don para hacer el bien. Podemos contraatacar a los dioses. En el norte estarás bajo mi protección, lejos del dominio de los dioses. Convertiré a mi hijo en tu protector. Vivirás por fin como una reina.

La Reina Marie hizo una mueca.

—Pero ¿y Hazel...?

Entonces la cara se crispó en una sonrisa burlona. Las dos voces hablaron al unísono, como si hubieran encontrado algo en lo que estuvieran de acuerdo:

—Una niña envenenada.

Hazel bajó la escalera a toda prisa, con el pulso palpitante.

Al pie de la escalera, se tropezó con un hombre con un traje negro que le agarró los hombros con unos dedos fuertes y sorprendentemente cálidos.

—Tranquila, niña—dijo el hombre.

Hazel se fijó en el extraño accesorio que llevaba en la cabeza: un disco sobre el lado izquierdo de su frente que se extendía en un parche morado intrincadamente detallado que cubría su ojo derecho y, a continuación, miró la elegante capa con cuello de vampiro morada con verde y bordes dorados que caía sobre sus hombros.

Sus ropas estaban adornadas con detalles dorados en las mangas de los brazos y a lo largo del pantalón. Nevaba un saco negro con botones dorados y bajo ella un extraño adorno que se alejaba a una caja torácica de oro recubierta de piedras preciosas. Tenía un cinturón igualmente dorado y cubierto de gemas del que salía una cadena.

Su cara... Hazel se quedó sin palabras. Su piel era pálida. Tenía una melena plateada y puntiaguda. Su sonrisa era afable y cariñosa, que contrastaba un poco con sus brillantes y serios ojos púrpura. Lo que más le llamaba la atención era el cetro que el hombre llevaba consigo: un alargado mango que se conectaba con la columna vertebral de un esqueleto sin extremidades de vivo color rojo, con una brillante esfera azul en la mandíbula abierta y una corona dorada en la cabeza, como si fuese un rey demonio muerto cuyo cadáver ahora fungía como arma.

Hazel trató de apartarse bruscamente, pero ni siquiera cuando el hombre la soltó pudo moverse. Sentía como si aquellos ojos purpura la paralizaran.

—Hazel Levesque—dijo con un tono melancólico—. Has crecido.

Hazel se puso a temblar. Al pie de la escalera, el pórtico de cemento se agrietó bajo los pies del hombre. Una piedra brillante salió repentinamente del hormigón como si la tierra hubiera escupido una semilla de sandía. El hombre la miró sin inmutarse. Se agachó.

—¡No!—gritó Hazel—. ¡Está maldita!

El hombre recogió la piedra: una esmeralda perfecta.

—Sí, es verdad. Pero no para mí. Es preciosa... Vale más que este edificio, me imagino—se metió la esmeralda en el bolsillo—. Lamento tu destino, pequeña. Me imagino que me odias.

Hazel no lo entendía. El hombre parecía triste, como si fuera responsable personalmente de su vida. Entonces comprendió la verdad: un espíritu vestido de negro y dorado que había cumplido los deseos de su madre y le había arruinado la vida.

Sus ojos se abrieron desorbitadamente.

—¿Usted? Usted es mi...

Él le acarició la barbilla con la mano.

—Soy Hades. La vida nunca es sencilla para mis hijos, pero tú soportas una carga especial. Ahora que tienes trece años, debemos hacer previsiones...

Ella le apartó la mano de un empujón.

—¿Usted me hizo esto?—preguntó—. ¿Usted nos maldijo a mí y a mi madre? ¿Usted nos dejó solas?

Le escocían los ojos de las lágrimas. ¿Aquel hombre blanco, rico, vestido con un elegante traje, era su padre? ¿Y ahora que tenía trece años, aparecía por primera vez y decía que lo sentía?

—¡Es usted malvado!—gritó—. ¡Nos ha arruinado la vida!

Los ojos de Hades se entornaron.

—¿Qué te ha contado tu madre, Hazel? ¿Te ha explicado en qué consistió su deseo? ¿O te ha dicho por qué naciste bajo una maldición?

Hazel estaba demasiado furiosa para hablar, pero Hades pareció interpretar las respuestas en su cara.

—No...—suspiró—. Supongo que no. Era mucho más fácil culparme a mí.

—¿A qué se refiere?

Hades suspiró.

—Pobre niña. Naciste demasiado pronto. No puedo ver tu futuro con claridad, pero algún día encontrarás tu sitio. Un descendiente de mi hermano Poseidón te quitará la maldición y te dará paz. Pero me temo que faltan muchos años para eso...

Hazel no entendió una palabra. Antes de que pudiera contestar, Hades levantó la mano. Un bloc de dibujo y una caja de lápices de colores aparecieron en ella.

—Tengo entendido que te gusta el arte y montar a caballo—dijo—. Esto es para el arte. En cuanto al caballo...—los ojos le brillaron—. Tendrás que apañártelas tú. Ahora debo hablar con tu madre. Feliz cumpleaños, Hazel.

Se volvió y subió por la escalera, no sin antes dedicarle otra mirada de profunda tristeza a Hazel.

Hazel estaba tan pasmada, tan furiosa, tan confundida, que se quedó paralizada al pie de la escalera. Quería tirar los lápices de colores y pisotearlos. Quería correr detrás de Hades y darle una patada. Quería escapar, buscar a Sammy, robar un caballo, salir de la ciudad y no volver jamás. Pero no hizo ninguna de esas cosas.

Por encima de ella, la puerta del piso se abrió, y Hades entró.

Hazel seguía temblando debido a la conversación con ese hombre, pero subió sigilosamente la escalera para ver qué hacía. ¿Qué le diría a la Reina Marie? ¿Quién contestaría: la madre de Hazel o aquella horrible voz?

Cuando llegó a la puerta, oyó una discusión. Se asomó. Su madre parecía haber recobrado su estado normal: gritaba furiosa y lanzaba cosas por el salón mientras Hades trataba de razonar con ella.

—Marie, es una locura—dijo—. Protegerte estaría fuera de mi alcance.

—¡¿Protegerme!?—gritó la Reina Marie—. ¿Cuándo me has protegido tú?

El traje oscuro de Hades relució, las gemas y el oro entre sus telas parecían a punto de explotar.

—No tienes ni idea—dijo él—. Os he mantenido con vida a ti y mi niña. Tengo

enemigos en todas partes entre dioses y demonios. Ahora que hay una guerra, la situación no hará más que empeorar. Debes permanecer donde yo pueda...

—¡La policía cree que soy una asesina!—gritó la Reina Marie—. ¡Mis clientes quieren ahorcarme por bruja! Y Hazel... su maldición está empeorando. Tu protección nos está matando.

Hades abrió las manos en un gesto suplicante.

—Por favor, Marie...

—¡No!—la Reina Marie se volvió hacia el armario, sacó una maleta de piel y la lanzó sobre la mesa—. Nos marchamos—anunció—. Puedes quedarte con tu protección. Nos vamos al norte.

—Marie, es una trampa—le advirtió Hades—. Quien te está intentando convencer, quien te está poniendo contra mí...

—¡Tú me pusiste contra ti!

Tomó un jarrón de porcelana y se lo lanzó. La vasija se hizo añicos en el suelo, y por todas partes se desparramaron piedras preciosas: esmeraldas, rubíes y diamantes. La colección entera de Hazel.

—No sobrevivirán—dijo Hades—. Si van al norte, morirán las dos. Puedo predecir eso con claridad.

—¡Largo!—le espetó ella.

Hazel deseó que Hades se quedara a discutir. No sabía de lo que estaba hablando su madre, pero no le gustaba. Sin embargo, su padre hendió el aire el aire con su báculo y se deshizo en sombras... como si en realidad fuera un espíritu.

—Lo siento mucho...—su voz se perdió en el aire.

La Reina Marie cerró los ojos. Respiró hondo. Hazel tenía miedo de que la extraña voz la poseyera de nuevo, pero cuando habló era la de siempre.

—Hazel—soltó—, sal de detrás de esa puerta.

Hazel obedeció temblando. Aferró el bloc y los lápices contra el pecho.

Su madre la observó como si la hubiera decepcionado amargamente. "Una niña envenenada", habían dicho las voces.

—Prepara la mochila—ordenó—. Nos vamos.

—¿A... a dónde?—preguntó Hazel.

—A Alaska—respondió la Reina Marie—. Vas a hacer algo de utilidad. Vamos a empezar una nueva vida.

Por la forma en que su madre lo dijo, parecía que fueran a crear una "nueva vida" para otra persona... o para otra cosa.

—¿A qué se refería Hades?—preguntó Hazel—. ¿De verdad es mi padre? Ha dicho que pediste un deseo...

—¡Vete a tu cuarto!—gritó su madre—. ¡Recoge tus cosas!

Hazel se marchó volando, y de repente se vio arrancada del pasado.







Nico le estaba sacudiendo los hombros.

—Has vuelto a hacerlo.

Hazel parpadeó. Seguían sentados en el tejado del templo de Hades. El sol estaba más abajo en el cielo. A su alrededor habían brotado más diamantes, y los ojos le picaban de llorar.

—Lo... lo siento—murmuró.

—No lo sientas—dijo Nico—. ¿Dónde estabas?

—En la casa de mi madre. El día que nos mudamos.

Nico asintió con la cabeza. Entendía su historia mejor que la mayoría de la gente. Él también era un niño de la década de 1940. Había nacido sólo un par de años después de Hazel, y lo habían encerrado en un hotel mágico durante décadas. Pero el pasado de Hazel era mucho peor que el de Nico. Ella había causado mucho daño y sufrimiento...

—Tienes que esforzarte para controlar esos recuerdos—le advirtió Nico—. Si tienes una regresión como esa en pleno combate...

—Ya lo sé—dijo ella—. Lo intento.

Nico le apretó la mano.

—No pasa nada. Creo que es un efecto secundario de... ya sabes, el tiempo que pasaste en el Valhalla. Con suerte, se volverá más llevadero.

Hazel no estaba tan segura. Después de ocho meses, los desmayos parecían estar empeorando, como si su alma intentara vivir en dos períodos de tiempo distintos a la vez. Nadie había regresado jamás de entre los muertos; al menos, no como ella lo había hecho. Nico estaba intentando tranquilizarla, pero ninguno de los dos sabía lo que pasaría.

—No puedo ir al norte otra vez—dijo Hazel—. Nico, si tengo que volver adonde todo pasó...

—No te pasará nada—le prometió él—. Esta vez contarás con amigos. Percy Jackson juega un papel en esto. Puedes intuirlo, ¿verdad? Es una persona que te conviene tener a tu lado.

Hazel recordó lo que Hades le había dicho hacía mucho: "Un descendiente de mi hermano Poseidón te quitará la maldición y te dará paz".

¿Era Percy el elegido? Tal vez, pero Hazel intuía que no sería tan sencillo. Ni siquiera estaba segura de que Percy sobreviviera a lo que les aguardaba en el norte.

—¿De dónde ha venido?—preguntó—. ¿Por qué los fantasmas lo llaman "el griego"?

Antes de que Nico pudiera contestar, sonaron unos cuernos a través del río. Los legionarios se reunían para la revista nocturna.

—Será mejor que bajemos—dijo Nico—. Tengo la sensación de que esta noche los juegos de guerra van a ser interesantes.


...

Imagen de referencia de Hades:


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