FRANK XXXVIII
Frank se duchó lo más rápido posible, se puso la ropa que Hazel había preparado—una camiseta verde aceituna y unas bermudas que no combinaban especialmente bien con su venda—, y a continuación recogió su arco y su carcaj de recambio antes de subir la escalera del desván.
El desván estaba lleno de armas. Su familia había reunido suficiente armamento antiguo para abastecer a un ejército. Escudos, lanzas y carcajs de flechas colgaban de una pared; casi tantos como los del arsenal del Campamento Júpiter. En la ventana trasera había un escorpión montado y cargado, listo para la acción. En la ventana delantera había algo que parecía una ametralladora con varios cañones.
—¿Un lanzacohetes?—se preguntó en voz alta.
—No, no—dijo una voz desde el rincón—. Patatas. A Ella no le gustan las patatas.
La arpía se había hecho un nido entre dos viejos baúles. Estaba posada en un montón de pergaminos chinos, leyendo siete u ocho al mismo tiempo.
—Ella, ¿dónde están los demás?—preguntó Frank.
—Tejado—Ella miró hacia arriba y luego retomó la lectura, toqueteándose las plumas un momento y pasando páginas al siguiente—. Tejado. Vigilando a los ogros. A Ella no le gustan los ogros. Patatas.
—¿Patatas?
Frank no lo entendió hasta que giró la ametralladora. Sus ocho cañones estaban cargados de patatas. En la base del arma había un cesto lleno de más munición comestible.
Miró por la ventana: la misma ventana desde la que lo había mirado su madre cuando había conocido a los osos. En el jardín, los ogros se apiñaban empujándose unos a otros, chillando a la casa de vez en cuando y lanzando balas de cañón de bronce que explotaban en el aire.
—Tienen balas de cañón—dijo Frank—. Y nosotros tenemos un arma de patatas.
—Fécula—dijo Ella pensativamente—. La fécula es mala para los ogros.
Otra explosión sacudió la casa. Frank tenía que subir al tejado y ver cómo les iba a Percy y Hazel, pero le sabía mal dejar a Ella sola.
Se arrodilló al lado de ella, con cuidado de no acercarse demasiado.
—Ella, aquí no estás a salvo con los ogros. Dentro de poco viajaremos a Alaska. ¿Vendrás con nosotros?
Ella se movió incómoda.
—Alaska. Un millón seiscientos veintidós mil cuatrocientos treinta y tres kilómetros cuadrados. Mamífero autóctono: el alce.
De repente pasó al latín, que Frank entendía a duras penas gracias a las clases del Campamento Júpiter:
—"Ad septentrionem, extra deos, corona legionis manet. Ab glacie delapsus Neptuni filius submersus invenit..."
Se detuvo y se rascó su despeinado pelo rojo.
—Hum. Quemado. El resto está quemado.
A Frank le costaba respirar.
—Ella, ¿era... era eso una profecía? ¿Dónde la has leído?
—Alce—dijo Ella, paladeando la palabra—. Alce. Alce. Alce.
La casa volvió a sacudirse. De las vigas cayó polvo. En el exterior, un ogro rugió:
—¡Frank Zhang! ¡Sal de ahí!
—No—dijo Ella—. Frank no debe salir. No.
—Tú... quédate aquí, ¿de acuerdo?—dijo Frank—. Tengo que ayudar a Hazel y Percy.
Se dispuso a salir, cuando su atención se centró en un objeto letal en particular. Una vieja y polvorienta alabarda de jinete chino de la época de los Tres Reinos.
Frank la reconoció, había acompañado a su abuela a recogerla cuando llegó importada. Era una reliquia restaurada en varias ocaciones y bien mantenida que en su día había pertenecido a un señor de la guerra de nombre Lǚ Bù Fengxian. Sin embargo, ahora se veía distinta, su cabeza había sido recubierta por un metal brillante similar al del tridente de Percy.
No supo muy bien por qué, pero se ató la gran y pesada arma a la espalda antes de subir la escalera de mano que ascendía al tejado.
—Buenos días—dijo Percy con seriedad—. Así que por fin te nos unes.
Llevaba la misma ropa que el día anterior—unos tejanos, su camiseta de manga corta morada y un forro polar—, pero saltaba a la vista que se acababa de lavar. Empuñaba su lanza en una mano y una manguera de jardín en la otra. Frank no sabía qué hacía una manguera en el tejado, pero cada vez que los gigantes lanzaban una bala de cañón, Percy echaba un chorro de agua de gran potencia y hacía detonar la esfera en el aire. Entonces Frank se acordó: su familia también descendía de Poseidón. Su abuela le había dicho que la casa ya había sido atacada antes. Tal vez habían instalado una manguera allí arriba por ese motivo.
Hazel patrullaba por el mirador de la azotea entre los dos aguilones del desván. Estaba tan guapa que Frank notó una punzada en el pecho. Llevaba unos tejanos, una chaqueta color crema y una camiseta blanca que hacía que su piel pareciera cálida como el cacao. El cabello rizado le caía sobre los hombros. Cuando se acercó, Frank percibió un olor a champú de jazmín.
Ella aferraba su espada. Cuando miró a Frank, los ojos le brillaban de preocupación.
—¿Estás bien?—preguntó—. ¿Por qué sonríes?
—Ah, oh, por nada—logró decir él—. Gracias por el desayuno. Y por la ropa. Y por... no odiarme.
Hazel se quedó desconcertada.
—¿Por qué iba a odiarte?
A Frank le ardía la cara. Ojalá hubiera mantenido la boca cerrada, pero ya era demasiado tarde. "No la dejes escapar"—había dicho su abuela—. "Necesitas mujeres fuertes".
—Es sólo que... anoche...—dijo tartamudeando—cuando invoqué al esqueleto.... pensé... pensé que tú pensabas que... era repulsivo... o algo por el estilo.
Hazel arqueó las cejas. Movió la cabeza consternada.
—Frank, tienes que quitarte esa venda alguna vez, eres muy malo leyendo expreciones—dijo—. Puede que estuviera sorprendida. Puede que tuviera miedo de esa cosa. Pero ¿repulsión? aluciné al ver cómo le dabas órdenes, tan lleno de seguridad, en plan: "Por cierto, chicos, tengo a este spartus que podemos usar". No era repulsión lo que sentía, Frank. Estaba impresionada.
Frank no estaba seguro de haber oído bien.
—¿Estabas... impresionada... por mí?
Percy se echó a reír.
—Hombrecito, no lo haces del todo mal.
—¿De verdad?—preguntó Frank.
—De verdad—prometió Hazel—. Pero ahora mismo tenemos otros problemas por los que preocuparnos, ¿vale?
Señaló el ejército de ogros, que se estaban envalentonando cada vez más, acercándose poco a poco a la casa.
Percy preparó la manguera de jardín.
—El césped tiene un sistema de aspersión—informó—. Puedo hacerlo estallar y provocar confusión abajo, pero eso acabará con la presión del agua. Sin presión, no hay manguera, y las balas de cañón darán de lleno en la casa.
El cumplido de Hazel todavía resonaba en los oídos de Frank y le impedía pensar con claridad. Docenas de ogros habían acampado en su césped, esperando para hacerlo trizas, y él apenas podía controlar las ganas de sonreír.
Hazel no le odiaba. Estaba impresionada.
Se obligó a concentrarse. Recordó lo que su abuela le había dicho sobre su don y que le había pedido que la dejara morir allí.
"Tienes un papel que desempeñar"—había dicho Ares.
A Frank le costaba creer que él fuera el arma secreta de Hera, o que la gran Profecía de los Siete dependiera de él. Pero Hazel y Percy contaban con él. Tenía que hacer todo lo que estuviera en su mano.
Pensó en el extraño fragmento de la profecía que Ella había recitado en el desván, según la cual el hijo de Poseidón, se ahogaría.
"No comprendéis su auténtico valor"— les había dicho Fineas en Portland. El viejo ciego pensaba que controlando a Ella se convertiría en rey.
Todas las piezas del rompecabezas daban vueltas en la cabeza de Frank. Tenía la sensación de que cuando por fin encajaran, formarían una imagen que no le gustaría.
—Chicos, tengo un plan de fuga—les habló a sus amigos del avión que estaba esperando en el campo de aviación y de la nota que su abuela le había dado para el piloto—. Es un veterano de la legión. Nos ayudará.
—Pero Arión no ha vuelto—dijo Hazel—. ¿Y tu abuela? No podemos dejarla aquí.
Frank contuvo un sollozo.
—Puede... puede que Arión nos encuentre. En cuanto a mi abuela... lo ha dejado muy claro. Me ha dicho que no le pasará nada.
No era exactamente la verdad, pero eso era lo único que se le ocurrió.
—Por cierto—se volvió hacia Percy—. Somos parientes.
El hijo de Poseidón estuvo a punto de caerse del tejado de un tropezón.
—¿Qué?
Frank les ofreció una versión de los hechos condensada en cinco segundos:
—Periclímeno. Es antepasado mío por parte de madre. Argonauta. Nieto de Poseidón.
Hazel se quedó boquiabierta.
—¿Eres... eres descendiente de Poseidón? Frank, eso es...
—¿Una locura? Sí. Y, supuestamente, mi familia tiene una facultad, pero no sé cómo usarla. Si no lo averiguo...
Los lestrigones prorrumpieron de nuevo en sonoros vítores. Frank se dio cuenta de que estaban mirándolo, señalándolo, haciéndole señas con las manos y riéndose. Habían divisado su desayuno.
—¡Zhang!—gritaron—. ¡Zhang!
Hazel se acercó a él.
—No paran de hacer eso. ¿Por qué gritan tu nombre?
—No importa—dijo Frank—. Escuchad, tenemos que proteger a Ella y llevárnosla.
—Por supuesto—dijo Hazel—. La pobrecilla necesita nuestra ayuda.
—No—repuso Frank—. O sea, sí, pero no es sólo eso. Ha recitado una profecía ahí abajo. Creo... creo que estaba relacionada con esta misión.
No quería darle a Percy la mala noticia de que un hijo de Poseidón se ahogaría, pero repitió los versos.
Percy apretó la mandíbula.
—No sé cómo se puede ahogar un hijo de Poseidón. Yo puedo respirar bajo el agua. Pero la corona de la legión...
—Eso tiene que ser el águila—dijo Hazel.
Percy asintió.
—Y Ella recitó algo parecido antes, en Portland... un verso de la antigua Gran Profecía.
—¿La qué?—preguntó Frank.
—Te lo explicaré más tarde.
Percy giró la manguera y eliminó de un disparo otra bala de cañón.
La bala estalló en una bola de fuego naranja. Los ogros aplaudieron elogiosamente y chillaron:
—¡Bonito! ¡Bonito!
—El caso es que Ella recuerda todo lo que lee—dijo Frank—. Dijo que la página se había quemado, como si hubiera leído un texto de profecías deteriorado.
Hazel abrió mucho los ojos.
—¿Libros de profecías quemados? No creerás... ¡Es imposible!
—¿Los libros que Octavio quería?—supuso Percy.
Hazel silbó entre dientes.
—Los libros sibilinos desaparecidos que anunciaron el destino de Roma. Si realmente Ella ha leído una copia y la ha memorizado...
—Es la arpía más valiosa del mundo—dijo Frank—. No me extraña que Fineas quisiera atraparla.
—¡Frank Zhang!—gritó un ogro desde abajo. Era más grande que el resto y llevaba puesta una capa de león como un portaestandarte romano y un babero de plástico con una langosta estampada—. ¡Baja, hijo de Ares! Hemos estado esperándote. ¡Ven, sé nuestro invitado de honor!
Hazel agarró el brazo de Frank.
—¿Por qué tengo la sensación de que invitado de honor significa lo mismo que "desayuno"?
Frank deseó que Ares siguiera allí. Le vendría bien alguien capaz de quitarle los nervios de la batalla con solo chasquear los dedos.
"Hazel cree en mí"—pensó—. "Puedo hacerlo".
Miró a Percy.
—¿Sabes conducir?
—Por supuesto.
—El coche de mi abuela está en el garaje. Es un viejo Cadillac. Ese cacharro es como un tanque. Si consigues arrancarlo...
—Todavía tendremos que abrirnos paso a través de una hilera de ogros—intervino Hazel.
—El sistema de aspersión—comprendió Percy—. Quieres usarlo como distracción.
—Exacto—contestó Frank—. Os conseguiré todo el tiempo que pueda. Id a por Ella y subid al coche. Intentaré reunirme con vosotros en el garaje, pero no me esperéis.
Percy frunció el entrecejo.
—Chico...
—¡Danos una respuesta, Frank Zhang!—chilló el ogro—. Si bajas, perdonaremos a los otros: tus amigos y tu pobre abuela. ¡Sólo te queremos a ti!
—Parásitos...—murmuró Percy.
—Sí, ya lo he pillado—convino Frank—. ¡Marchaos!
Sus amigos se fueron corriendo a la escalera.
Frank trató de controlar los latidos de su corazón. Sonrió y gritó:
—¡Eh, a los de ahí abajo! ¿Quién tiene hambre?
Los ogros dieron vítores cuando Frank se paseó por el mirador de la azotea y saludó con la mano como una estrella de rock.
Frank trató de invocar el poder de su familia. Se imaginó como un dragón que escupía fuego. Se esforzó, cerró el puño y pensó en dragones con tanta intensidad que le brotaron gotas de sudor en la frente. Quería descender majestuosamente sobre sus enemigos y destruirlos. Eso sería genial. Pero no pasó nada. No tenía ni idea de cómo transformarse. Nunca había visto un dragón de verdad. Por un momento, se dejó llevar por el pánico y se preguntó si su abuela le habría gastado una broma cruel. Tal vez había entendido mal el don. Tal vez Frank era el único miembro de la familia que no lo había heredado. Eso sería muy propio de él y de su suerte.
Los ogros empezaron a impacientarse. Los vítores se convirtieron en silbidos. Unos cuantos lestrigones levantaron sus balas de cañón.
—¡Esperad!—gritó Frank—. No querréis carbonizarme, ¿verdad? Así no sabré bien.
—¡Baja!—gritaron—. ¡Hambre!
Era el momento de un plan B. Frank deseó tener uno.
—¿Prometéis perdonar la vida a mis amigos?—preguntó Frank—. ¿Lo juráis por la laguna Estigia?
Los ogros se rieron. Uno lanzó una bala de cañón que describió un arco sobre la cabeza de Frank y voló la chimenea. Milagrosamente, la metralla no alcanzó a Frank.
—Interpretaré eso como un no—murmuró.
Acto seguido gritó:
—¡Muy bien! ¡Si me quieren tendrán que matarme primero!
Esperaba no estar tentando a su suerte. Respiró profundamente y adoptó una de las poses que su madre le había enseñado hacia tanto tiempo. Si no podía invocar el don de la familia de su abuela, usaría lo que la familia de su abuelo le había legado.
Los ogros dieron vivas, pero el líder de la capa de león frunció el entrecejo con desconfianza. Alzó una bala de cañón, apuntó y disparó con una precisión letal.
Frank se concentró, sintió el calor aumentar y observó la mancha brillante acercarse hacía él a travez de la tela.
La bala lo alcanzó, él movió sus brazos tomando toda la energía del golpe sobre sí mismo, inhaló, exhaló y devolvió todo aquél poder en la dirección en la que había venido.
La esfera salió despedida de nueva cuenta a toda velocidad, impactó al gigante en el pecho y lo impulsó hacia atrás con tal fuerza que el ogro chocó contra un montón de balas de cañón. Las balas explotaron inmediatamente y dejaron un cráter humeante en el jardín.
¡¡CHI YOU: FORMA ARMADURA!!
¡¡¡DEFENSA CELESTIAL DEL FENIX!!!
Por un segundo, Frank se quedó estupefacto. Jamás había utilizado el Chi You en combate hasta el momento, y aquello había sido increíble.
—Hâo!
Una sonrisa de confianza se extendió en su rostro... hasta que notó que sus manos estaban cubiertas de quemaduras y soltó un chillido poco digno de un rey mientras las agitaba.
Por un momento, el resto de los monstruos corrieron de un lado a otro confundidos. Lamentablemente, los ogros se recuperaron rápido. Empezaron a lanzar balas de cañón por docenas. Toda la casa crujía con los impactos.
Frank se concentró como nunca antes, desvío balas unas tras otras, haciendo estallar a sus dueños en pedazos y sembrando el caos. Podía sentir el odio de aquellos monstruos sobre él, incluso a través de su venda notaba el abrazador calor del fuego incinerando sus cuerpos, sus huesos romperse y sus cráneos estallar. Estaba protegido del daño, pero toda furia concentrada sobre su persona le quemaba directamente, sentía como si la muchedumbre entera de ogros lo estuviese pateando, golpeando e insultando.
"Estar expuesto a tanto odio será bueno para tus sentidos, harán que desarrolles tus ojos de la misma forma que tu madre, tu abuelo y todos sus antecesores"—le había dicho su abuela.
Devolvió una bala más, otro ogro estalló en pedazos. Entonces, frunció el ceño pensando en lo similar que era lo que estaba haciendo a aquella escena en esa película de Kung Fu Panda 2 y se distrajo.
Un proyectil estalló bajo sus pies y cayó de espaldas por un agujero hasta el desván.
Se levantó tambaleante. Ella había desaparecido. Esperaba que fuera una buena señal. Tal vez se la habían llevado al Cadillac. Recogió un carcaj de flechas con la etiqueta DISTINTAS VARIEDADES escrita con la pulcra letra de su madre y corrió a la escalera.
El desván se desintegró detrás de él. Por el pasillo del segundo piso salía humo y fuego.
—¡Abuela!—gritó, pero el calor era tan intenso que no pudo llegar a su habitación.
Corrió a la planta baja agarrándose al pasamanos mientras la casa se sacudía y caían grandes pedazos de techo.
El pie de la escalera era un cráter humeante. Saltó por encima de él y atravesó la cocina dando traspiés. Salió al garaje asfixiado a causa de las cenizas y el hollín. Los faros del Cadillac estaba encendidos. El motor estaba en marcha, y la puerta del garaje se estaba abriendo.
—¡Arriba!—ordenó Percy.
Frank se lanzó a la parte de atrás al lado de Hazel. Ella estaba acurrucada en la parte delantera, con la cabeza metida debajo de las alas, murmurando:
—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!
Percy aceleró. Salieron disparados del garaje antes de que estuviera abierto del todo y dejaron un agujero con la forma del Cadillac en la madera astillada.
Los ogros corrieron a interceptarlos, pero Percy gritó a pleno pulmón, y el sistema de aspersión explotó. Cientos de géiseres saltaron por los aires acompañados de nubes de terrones, trozos de tubería y pesados aspersores.
El Cadillac iba a unos sesenta y cinco kilómetros por hora cuando chocaron contra el primer ogro, que quedó aplastado al recibir el impacto. Cuando los otros monstruos se recuperaron de la confusión, el Cadillac había recorrido ochocientos metros carretera abajo. Las balas de cañón llameantes estallaban detrás de ellos.
Frank miró atrás y vio la mansión de su familia en llamas, los muros desplomándose hacia dentro y nubes de humo subiendo al cielo. Vio una gran mancha negra—tal vez un buitre— dando vueltas entre el fuego. Tal vez fueran imaginaciones de Frank, pero le pareció que había salido volando de la ventana del segundo piso.
—¿Abuela?—murmuró.
Parecía imposible, pero ella había prometido que moriría a su manera, no a manos de los ogros. Frank esperaba que no se hubiera equivocado.
Atravesaron el bosque y se dirigieron al norte.
—¡Unos cinco kilómetros!—dijo Frank—. ¡No tiene pérdida!
Detrás de ellos, más explosiones arrasaron el bosque. El humo llenaba el cielo.
—¿A qué velocidad pueden correr los lestrigones?—preguntó Hazel.
—No lo sé ni me importa—respondió Percy.
La verja del campo de aviación apareció ante ellos a sólo unos cientos de metros de distancia. Un avión a reacción privado aguardaba en la pista de aterrizaje. Tenía la escalera bajada.
El Cadillac topó con un bache y salió por los aires. La cabeza de Frank chocó contra el techo. Cuando las ruedas tocaron el suelo, Percy dio un frenazo, y el coche paró virando bruscamente justo pasada la verja.
Frank salió del vehículo y se puso en guardia.
—¡Subid al avión! ¡Ya vienen!
Los lestrigones se acercaban a una velocidad alarmante. La primera hilera de ogros salió repentinamente del bosque y corrió hacia el campo de aviación: quinientos metros de distancia, cuatrocientos...
Percy y Hazel consiguieron sacar a Ella del Cadillac, pero en cuanto la arpía vio el avión empezó a chillar.
—¡N-n-o!—gritó—. ¡Volar con las alas! ¡Aviones, n-n-o!
—No pasa nada—le prometió Hazel—. ¡Te protegeremos!
Ella emitió un gemido horrible y doloroso, como si se estuviera quemando.
Percy levantó las manos irritado.
—¿Qué hacemos? No podemos obligarla.
—No—convino Frank.
Los ogros estaban a trescientos metros.
—Es demasiado valiosa para dejarla—dijo Hazel. Entonces hizo una mueca al oír sus propias palabras—. Dioses, Ella, lo siento. Parezco Fineas. Eres un ser vivo, no un tesoro.
—Aviones, no. Aviones, n-n-o.
Ella estaba hiperventilando.
Los ogros se encontraban prácticamente a un tiro de piedra.
A Percy se le iluminaron los ojos.
—Tengo una idea. Ella, ¿puedes esconderte en el bosque? ¿Estarás a salvo de los ogros?
—Esconder—convino ella—. A salvo. Esconderse es bueno para las arpías. Ella es rápida. Y pequeña. Y veloz.
—De acuerdo—dijo Percy—. Quédate en esta zona. Puedo mandar a un amigo para que te recoja y te lleve al Campamento Júpiter.
Frank sintió sus manos quemadas, pero apretó los dientes para soportar el dolor y adoptó la postura de la forma armadura.
—¿Un amigo?
Percy movió la mano como diciendo "Ya te lo explicaré luego".
—¿Te gustaría eso, Ella? ¿Te gustaría que mi amigo te llevara al Campamento Júpiter y te enseñara nuestro hogar?
—Campamento—murmuró Ella. Y acto seguido añadió en latín—: "Filia sapientiae sola ambulat, signum Minervae Romam ardet".
—Lo que tú digas—dijo Percy—. Eso parece importante, pero podemos hablar del tema más tarde. En el campamento estarás a salvo. Tendrás a tu disposición todos los libros y toda la comida que quieras.
—Aviones, no—insistió ella.
—Aviones, no—convino Percy.
—Ella se va a esconder.
Y así, sin más, se esfumó: un rayo rojo que desapareció en el bosque.
—La echaré de menos—dijo Hazel con tristeza.
—Volveremos a verla—prometió Percy, pero frunció el entrecejo con inquietud, como si le preocupara realmente la última parte de la profecía, la relacionada con Atenea.
Una explosión mandó la verja del campo de aviación por los aires.
Frank lanzó la carta de su abuela a Percy.
—¡Enséñasela al piloto! ¡Enséñale también la carta de Reyna! Tenemos que despegar enseguida.
Percy asintió con la cabeza. Él y Hazel corrieron hacia el avión.
Frank se volvió hacia los ogros y cargó contra ellos con las manos desnudas.
Todo se volvió borroso. Recordó lanzar puñetazos y patadas a diestra y siniestra. Utilizó las poses del Chi You que su madre le había enseñado, pero ya no en cámara lenta, sino que a toda velocidad.
Su cuerpo no tardó en llenarse de heridas: cortes, moretones, quemaduras. Pero no se detuvo, ni siquiera cuando le arrancaron la venda de los ojos.
Cada vez que rompía un hueso o torcía una extremidad sentía el dolor de su oponente como propio. Cuando veía un corte abierto o una quemadura, una idéntica se reflejaba sobre su piel.
Cerró los ojos, guiándose sólo por sus instintos. Lo estaba haciendo bien, pero se estaba agotando. Pronto sería superado.
Frank oyó que los motores del avión arrancaban.
Derribo a tres ogros más, rompiéndole el cuello a uno con una patada. Los supervivientes se detuvieron dando traspiés y retrocedieron vacilantes.
—¡Frank!—gritó Hazel—. ¡Vamos!
Una bala de cañón en llamas se precipitó hacia él describiendo un lento arco. Frank supo en el acto que la bala iba a alcanzar el avión. Se descolgó el arco y colocó una flecha.
"Puedo hacerlo"—pensó.
Envió la flecha volando. El proyectil interceptó la bala de cañón en el aire e hizo detonar una inmensa bola de fuego.
Otras dos balas de cañón se dirigieron hacia él. Frank recogió su venda del suelo y echó a correr.
Detrás de él sonó un chirrido metálico cuando el Cadillac explotó. Se metió en el avión justo cuando la escalera empezaba a subir.
El piloto debía de haber comprendido la situación perfectamente. No hubo avisos de seguridad, ni bebidas antes del vuelo, ni tuvieron que esperar a que la pista quedara libre para despegar. El piloto aceleró, y el avión salió disparado. Otra sacudida recorrió la pista de aterrizaje detrás de ellos, pero para entonces ya estaban en el aire.
Frank miró abajo y vio la pista de aterrizaje llena de cráteres, como un pedazo de queso gruyer en llamas. Había franjas del parque Lynn Canyon incendiadas. Varios kilómetros al sur, lo único que quedaba de la mansión familiar de los Zhang era una hoguera de llamas y humo negro.
Para eso le había servido a Frank su actuación impresionante. No había logrado salvar a su abuela. No había logrado usar sus poderes. Ni siquiera había salvado a su amiga arpía. Cuando Vancouver desapareció entre las nubes, Frank sepultó su cabeza entre las manos y rompió a llorar.
El avión se ladeó a la izquierda.
Por el intercomunicador, la voz del piloto dijo:
—Senatus Populusque Romanus, amigos míos. Bienvenidos a bordo. Próxima parada: Anchorage, Alaska.
...
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