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PIPER XLVIII


Pedir prestado el helicóptero fue fácil. Conseguir que su padre subiera a bordo, no.

Piper sólo necesitó unos segundos de conversación a través del megáfono improvisado de Leo para convencer a la piloto de que aterrizara en la montaña. El helicóptero del Servicio de Parques era lo bastante grande para evacuaciones médicas o búsquedas y rescates, y cuando Piper le dijo a la amable piloto que sería buena idea llevarlos al aeropuerto de Oakland, la mujer accedió de buena gana.

—No—murmuró su padre, cuando lo levantaron del suelo—. Piper, ¿qué...? Había monstruos... había monstruos...

Necesitó que Leo y Jason la ayudaran a moverlo, mientras el entrenador Hedge estaba recogiendo sus provisiones. Afortunadamente, Hedge se había vuelto a poner los pantalones y los zapatos, de modo que Piper no tuvo que dar explicaciones por las patas de cabra.

A Piper le partía el corazón ver a su padre así: al límite, llorando como un niño. No sabía exactamente lo que le había hecho el gigante, cómo los monstruos habían quebrantado su espíritu, pero no creía que pudiera soportar averiguarlo. Sus colores estaban tan revueltos y apagados que optó por cubrirse el ojo derecho.

—Todo va a ir bien, papá—dijo, adoptando el tono de voz más tranquilizador posible. No quería embrujahablar a su propio padre, pero parecía la única forma—. Estas personas son mis amigos. Te vamos a ayudar. Ya estamos a salvo.

Él parpadeó y miró los rotores del helicóptero.

—Hélices. Una máquina con muchas hélices. Con seis brazos...

Cuando lo llevaron hasta las puertas, la piloto se acercó a ayudar.

—¿Qué le pasa?—preguntó.

—Inhalación de humo—propuso Jason—. O agotamiento por calor.

—Deberíamos llevarlo a un hospital—dijo la piloto.

—No pasa nada—aseguró Piper—. El aeropuerto está bien.

—Sí, el aeropuerto está bien—respondió la piloto inmediatamente. A continuación frunció el entrecejo, como si no estuviera segura de por qué había cambiado de opinión—. ¿No es Tristan McLean, la estrella de cine?

—No—contestó Piper—. Sólo se parece a él. Olvídelo.

—Sí—dijo la piloto—. Sólo se parece a él. Yo...—parpadeó, confundida—. No me acuerdo de lo que estaba diciendo. Pongámonos en marcha.

Jason miró a Piper con las cejas arqueadas, claramente impresionado, pero Piper se sentía deprimida. No quería distorsionar la mente de las personas, convencerlos de cosas que no creían. Era una actitud muy dominante y no estaba nada bien, algo que Drew haría en el campamento, o Medea en sus diabólicos grandes almacenes. ¿Y de qué iba a servirle a su padre? No podía convencerlo de que iba a estar bien o de que no había pasado nada. Su trauma era demasiado profundo.

Finalmente lo subieron a bordo, y el helicóptero despegó. La piloto no paraba de recibir mensajes por la radio preguntándole adónde iba, pero ella no les hacía caso. Se alejaron de la montaña incendiada y se dirigieron a las colinas de Berkeley.

—Piper—su padre le tomó la mano y se la aferró como si tuviera miedo de caerse—. ¿Eres tú? Me dijeron... me dijeron que te ibas a morir. Dijeron... que pasarían cosas horribles.

—Soy yo, papá—tuvo que armarse de toda su fuerza de voluntad para no llorar. Tenía que ser fuerte—. Todo va a ir bien.

—Eran monstruos—dijo él—. Monstruos de verdad. Espíritus de la tierra, como los de las historias del abuelo Tom... y la Madre Tierra estaba enfadada conmigo. Y el gigante Tsul'kälû escupía fuego...—se centró en Piper de nuevo, con los ojos como de cristal roto, reflejando una luz desquiciada—. Dijeron que eras una semidiosa. Que tu madre era...

—Afrodita—dijo Piper—. La diosa del amor.

—Yo... yo...

McLean inspiró de forma trémula y pareció olvidarse de espirar.

Los amigos de Piper se cuidaron de no mirar. Leo jugueteaba con los componentes de aquel trabajo del que no quería hablar. Jason contemplaba el valle: en las carreteras se estaban formando atascos porque los mortales paraban sus coches y se quedaban mirando boquiabiertos la montaña incendiada. Gleeson masticaba el tallo de su clavel, y por una vez el sátiro no parecía con ganas de gritar ni de fanfarronear.

Se suponía que Tristan McLean no podía ser visto en ese estado. Era una estrella. Era seguro, elegante, afable... siempre controlando la situación. Esa era la imagen pública que proyectaba. Piper ya había visto flaquear esa imagen antes. Pero entonces era distinto. En ese momento estaba destrozado, ido.

—No sabía lo de mamá—le dijo Piper—. No hasta que te secuestraron. Cuando descubrimos dónde estabas, vinimos enseguida. Mis amigos me han ayudado. Nadie volverá a hacerte daño.

Su padre no paraba de temblar.

—Tú y tus amigos... son unos héroes. No puedo creerlo... te llamé monstruo... pero eres una heroína de verdad, no como yo. Tú no interpretas un papel. Estoy muy orgulloso de ti, Pipes.

Pero murmuró las palabras en tono apático, en una especie de trance.

El hombre contempló el valle.

—Tu madre nunca me lo dijo.

—Creyó que era lo mejor.

Sonaba poco convincente incluso para Piper, y era algo que no se podía cambiar con la embrujahabla. Pero no le dijo lo que realmente le preocupaba a Afrodita: "Si tiene que pasar el resto de su vida con esos recuerdos, sabiendo que dioses y espíritus caminan por la tierra, quedará destrozado".

Piper rebuscó en el bolsillo de su chaqueta. El frasco seguía allí, caliente al tacto.

Pero ¿cómo podía borrarle los recuerdos? Su padre por fin sabía quién era su hija. Estaba orgulloso de ella, y por una vez ella era su heroína, no al revés. Ahora nunca la mandaría lejos de él. Compartían un secreto.

¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía conseguir que las cosas volvieran a ser como antes?

Le tomó la mano mientras le hablaba de cosas intrascendentes: su estancia en la Escuela del Monte o su cabaña en el Campamento Mestizo. Le dijo que el entrenador Hedge comía claveles y que se había caído con el culo en pompa en el Monte del Diablo, que Leo había domado a un dragón y que Jason había hecho retroceder a unos lobos hablando en latín. Sus amigos sonreían de mala gana conforme ella relataba sus aventuras. Su padre pareció relajarse mientras Piper hablaba, pero no sonreía. Ella ni siquiera estaba segura de que la oyera.

Al pasar por encima de las colinas que daban paso al Este de la Bahía, Jason se puso tenso. Se asomó tanto por la puerta que Piper temió que se fuera a caer.

Señaló con el dedo.

—¿Qué es eso?

Piper miró abajo, pero no vio nada interesante: sólo colinas, bosques, pequeños caminos que serpenteaban entre los cañones. Una autopista atravesaba un túnel en la montaña y conectaba el Este de la Bahía con los pueblos del interior.

—¿Dónde?—preguntó Piper.

—Esa carretera—dijo él—. La que atraviesa las colinas.

Piper tomó el casco comunicador que le había entregado la piloto y transmitió la pregunta por radio. La respuesta no era muy apasionante.

—Dice que es la Autopista 24—respondió Piper—. Ese es el túnel Caldecott. ¿Por qué?

Jason se quedó mirando fijamente la entrada del túnel, pero no dijo nada. El túnel desapareció cuando sobrevolaron el centro de Oakland, pero Jason siguió mirando a lo lejos, con una expresión casi tan turbada como la del padre de Piper.

—Monstruos—dijo su padre, y una lágrima le corrió por la mejilla—. Vivo en un mundo de monstruos.

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