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LEO XI


Leo se marchó después de la transformación de Piper. Cierto, estaba impresionante y tal—"¡Lleva maquillaje! ¡Es un milagro!"—, pero él tenía problemas de los que ocuparse. Se escabulló del anfiteatro y se internó corriendo en la oscuridad, preguntándose dónde se había metido.

Se había levantado ante un grupo de semidioses más fuertes y más valientes y se había ofrecido voluntario—¡voluntario!—para una misión que seguramente lo llevaría al otro barrio.

No había comentado que había visto a la tía Callida, su antigua niñera, pero tan pronto como se había enterado de la visión de Jason—la dama del vestido y el chal negros— había comprendido que era la misma mujer. La tía Callida era Hera. Su malvada niñera era la reina de los dioses. Cosas así podían freír el cerebro a cualquiera.

Se dirigió al bosque y procuró no pensar en su infancia: todos los despropósitos que habían desembocado en la muerte de su madre. Pero no pudo evitarlo.







La primera vez que la tía Callida intentó matarlo debía de tener dos años. Ella estaba cuidando de él mientras su madre se hallaba en el taller de máquinas. Por supuesto, no era su tía de verdad: sólo una vieja del vecindario, una tía genérica que ayudaba a cuidar de los niños. Olía a jamón glaseado y siempre llevaba un vestido de viuda con un chal negro.

—Vamos a acostarte para que duermas la siesta—dijo—. Vamos a ver si eres mi pequeño héroe valiente, ¿de acuerdo?

Leo tenía sueño. Ella lo arropó con sus mantas en un cálido montón de... ¿almohadas rojas y amarillas? La cama era como un agujero angosto en la pared, hecho con ladrillos ennegrecidos, desde donde podía ver las estrellas. Recordaba estar descansando cómodamente, tratando de atrapar las chispas como si fueran luciérnagas. Se durmió y soñó con un barco hecho de fuego, surcando las cenizas. Se imaginó a bordo, navegando por el cielo. En algún lugar próximo, la tía Callida se hallaba sentada en su mecedora—cric, cric, cric— y cantaba una canción de cuna. Ya a los dos años, Leo conocía la diferencia entre el inglés y el español y recordaba haberse quedado perplejo porque la tía Callida estaba cantando en un idioma que no era ninguno de los dos.

Todo iba bien hasta que su madre volvió a casa. Se puso a gritar y se acercó corriendo a levantarlo, gritando a la tía Callida: "¿Cómo pudiste?". Pero la anciana había desaparecido.

Leo recordaba haber mirado por encima del hombro de su madre las llamas que se encrespaban alrededor de las mantas. No fue hasta unos años más tarde que se dio cuenta de que había estado durmiendo en una chimenea encendida.

¿Lo más raro de todo? La tía Callida no había sido detenida ni expulsada de su casa. Volvió a aparecer varias veces a lo largo de los años siguientes. En una ocasión, cuando Leo tenía tres años, le dejó jugar con cuchillos.

—Tienes que aprender a manejar los cuchillos pronto—insistía—si algún día vas a ser mi héroe.

Leo consiguió no matarse, pero le dio la impresión de que a la tía Callida le habría dado igual una cosa o la otra.

Cuando tenía cuatro años, la tía Callida encontró una serpiente de cascabel en un prado para vacas que había cerca. Le dio un palo y lo animó a pinchar al animal.

—¿Dónde está tu valentía, pequeño héroe? Demuéstrame que las Moiras no se equivocaron al elegirte.

Leo observó aquellos ojos de color ámbar mientras oía el susurro seco del cascabel de la serpiente. No se sentía con el valor suficiente para pinchar a la culebra. No le parecía justo. Al parecer, la serpiente opinaba lo mismo con respecto a la idea de morder a un niño. Leo habría jurado que el animal había mirado a la tía Callida como diciendo: "¿Está loca, señora?". A continuación desapareció entre la hierba alta.

La última vez que ella cuidó de Leo, este tenía cinco años. Le llevó una caja de lápices de cera y un bloc. Se sentaron juntos a la mesa de picnic que había en la parte trasera del bloque de pisos, bajo una vieja pacana. Mientras la tía Callida cantaba extrañas canciones, Leo hizo un dibujo del barco que había visto entre las llamas, con velas de vivos colores e hileras de remos, una popa curvada y un impresionante mascarón de proa. Cuando casi había acabado y se disponía a firmarlo cómo había aprendido en la guardería, una corriente de viento se llevó el dibujo, que se fue volando por el cielo y desapareció.

A Leo le entraron ganas de llorar. Había dedicado mucho tiempo a ese dibujo, pero la tía Callida se limitó a chasquear con la lengua, decepcionada.

—Todavía no es el momento, pequeño héroe. Algún día tendrás tu misión. Entonces descubrirás tu destino, y tu duro viaje por fin tendrá sentido. Pero primero deberás enfrentarte a muchas tribulaciones. Lo lamento, pero los héroes no se pueden forjar de otra forma. Y ahora prepárame una lumbre, ¿vale? Calienta estos viejos huesos.

Minutos más tarde, la madre de Leo salió y se puso a chillar horrorizada. La tía Callida había desaparecido, pero Leo se hallaba sentado en medio de un fuego humeante. El bloc quedó reducido a cenizas. Los lápices de cera se habían derretido en un charco burbujeante de sustancia multicolor, y Leo tenía las manos en llamas, ardiendo despacio a través de la mesa de picnic. Tiempo después, durante años, la gente del bloque de pisos se preguntaba cómo alguien había grabado las huellas de las manos de un niño de cinco años a más de dos centímetros de profundidad en madera sólida.







En ese momento Leo estaba seguro de que la tía Callida, su niñera psicótica, había sido Hera desde el principio. Eso la convertía en... ¿qué? ¿Su abuela divina? Su familia estaba todavía más tocada de lo que él creía.

Se preguntaba si su madre sabía la verdad. Recordaba que, después de aquella última visita, su madre lo llevó dentro y tuvo una larga conversación con él, pero sólo entendió parte de ella.

Ya no puede volver.

Su madre tenía una cara hermosa con unos ojos afables y el cabello moreno rizado, pero aparentaba más años de los que tenía debido al trabajo duro. Las arrugas alrededor de los ojos estaban profundamente marcadas. Sus manos tenían callos. Era la primera persona de la familia que se había licenciado en la universidad. Tenía una licenciatura en ingeniería mecánica y podía diseñar, arreglar y construir cualquier cosa. Una inventora como ninguna otra. Sin embargo, nadie la contrataba. Ninguna empresa la tomaba en serio, ridiculizaban sus ideas y avances, de modo que acabó en el taller de máquinas, tratando de ganar suficiente dinero para mantenerlos a los dos, pero eso no la amargaba.

"Todo lo que era grandioso en el pasado fue ridiculizado, condenado, combatido, reprimido, sólo para emerger con mayor poder y más triunfante después de la lucha"—solía decir.

Era una frase del científico Nikola Tesla, y la adoraba, le daba esperanza de que sus esfuerzos algún día darían frutos.

"Deje que el futuro diga la verdad y evalúe cada uno de acuerdo con su trabajo y sus logros. El presente es de ellos; el futuro, para el que realmente he trabajado, es mío."

Siempre olía a aceite de máquinas, y cuando hablaba con Leo, pasaba del español al inglés continuamente, usándolos como herramientas complementarias. Leo tardó años en darse cuenta de que no todo el mundo hablaba de esa forma. Incluso le enseñó el código morse a modo de juego para que pudieran mandarse mensajes el uno al otro cuando estaban en habitaciones separadas: "Te quiero". "¿Estás bien?". Cosas simples por el estilo.

—Me da igual lo que diga Callida—le dijo su madre—. Me dan igual el destino y las Moiras. Eres demasiado pequeño para eso. Todavía eres mi bebé.

Le tomó las manos, buscando quemaduras, pero por supuesto no había ninguna.

—Escúchame. El fuego es una herramienta, como cualquier otra, pero es más peligrosa que la mayoría. No conoces tus límites. Prométeme que no volverás a tocar el fuego hasta que conozcas a tu padre. Algún día, mijo, lo conocerás. Él te lo explicará todo.

Leo había oído eso desde que tenía memoria. Algún día conocería a su padre. Su madre nunca contestaba las preguntas relacionadas con él. Leo no lo había conocido, ni había visto fotos de él, pero ella hablaba como si su padre acabara de salir a comprar leche y fuera a volver en cualquier momento. Leo intentaba creerla. Algún día todo tendría sentido.

Durante los siguientes dos años fueron felices. Leo casi se olvidó de la tía Callida. Todavía soñaba con el barco volador, pero los otros extraños sucesos también parecían un sueño.

Todo se desmoronó cuando tenía ocho años. Entonces se pasaba todas las horas libres en el taller con su madre. Sabía usar las máquinas. Podía medir y hacer cálculos mejor que la mayoría de los adultos. Había aprendido a pensar de forma tridimensional, resolviendo problemas mecánicos mentalmente, como su madre.

Una noche se quedaron levantados hasta tarde porque su madre estaba acabando el diseño de una broca que esperaba patentar. Si conseguía vender el prototipo, sus vidas podrían dar un vuelco. Por fin ella tendría una oportunidad.

Mientras su madre trabajaba, Leo le pasaba material y le contaba chistes viejos, tratando de animarla. Le encantaba hacerla reír. Ella sonreía y decía:

Tu padre estaría orgulloso de ti, mijo. Estoy segura de que lo conocerás dentro de poco.

El espacio de trabajo de su madre estaba en la parte de atrás del taller. De noche daba bastante miedo, pues ellos eran los únicos que quedaban en el lugar. Cada sonido resonaba a través del oscuro almacén, pero a Leo no le importaba porque estaba con su madre. Mientras se paseaba por el taller, siempre podían mantenerse en contacto con el código morse. Cuando se marchaban, tenían que recorrer todo el taller, atravesar la sala de descanso y salir al aparcamiento, cerrando las puertas tras de sí.

Esa noche, después de terminar, acababan de llegar a la sala de descanso cuando su madre cayó en la cuenta de que no tenía las llaves.

—Qué raro—Frunció el entrecejo—. Sé que las tenía. Espérame aquí, mijo. Ahora vuelvo.

Le dedicó otra sonrisa—la última que él vería—y regresó al almacén.

Sólo llevaba fuera unos instantes cuando la puerta interior se cerró de golpe. A continuación, se cerró la puerta exterior.

¿Mamá?

A Leo se le aceleró el corazón. Algo pesado se cayó dentro del almacén. Corrió a la puerta, pero, por mucho que tiraba o le daba patadas, no se abría.

¿Mamá?

Le envió frenéticamente un mensaje en la pared: "¿Estás bien?".

—No te puede oír—dijo una voz.

Leo se volvió y se vio frente a una extraña mujer. Al principio pensó que era la tía Callida. Iba envuelta en ropa negra, con un velo que le tapaba la cara.

—¿Tía?—dijo.

La mujer soltó una risita, un sonido lento y tenue, como si estuviera medio dormida.

—No soy tu guardiana. Sólo tengo un aire de familia.

—¿Qué... qué quiere? ¿Dónde está mi madre?

—Ah... fiel a tu madre. Qué bonito. Verás, yo también tengo hijos... y sé que lucharás contra ellos algún día. Cuando intenten despertarme, tú se lo impedirás. Y no puedo permitirlo.

—No la conozco. No quiero luchar contra nadie.

Ella empezó a murmurar como una sonámbula en trance.

—Sabia decisión.

Leo se dio cuenta con un escalofrío de que la mujer estaba realmente dormida. Detrás del velo, sus ojos estaban cerrados. Pero había algo más extraño: su ropa no estaba hecha de tela. Estaba hecha de tierra: tierra seca y negra que se revolvía y se movía a su alrededor. Su cara pálida y durmiente apenas era visible tras un velo de polvo, y Leo tenía la horrible sensación de que acababa de levantarse de su tumba. Si la mujer estaba dormida, él prefería que permaneciera de esa forma. Sabía que estando totalmente despierta sería todavía más terrible.

—Todavía no puedo destruirte—murmuró la mujer—. Las Moiras no lo permiten, pero no protegen a tu madre, y no pueden impedirme que quebrante tu espíritu. Acuérdate de esta noche, pequeño héroe, cuando te pidan que luches contra mí.

—¡Deje en paz a mi madre!

El miedo le subió por la garganta cuando la mujer avanzó arrastrando los pies. Se movía como una avalancha más que como una persona, un muro oscuro de tierra desplazándose hacia él.

—¿Cómo vas a detenerme?—susurró.

Atravesó una mesa, y las partículas de su cuerpo se juntaron de nuevo al otro lado.

Se cernió sobre Leo, y este supo que también pasaría a través de él. Era la única cosa que se interponía entre ella y su madre.

Sus manos comenzaron a arder.

La mujer sonrió de oreja a oreja con aire soñoliento, como si ya hubiera ganado. Leo se puso a gritar de desesperación. Su visión se tiñó de rojo. Las llamas engulleron a la Mujer de Tierra, las paredes y las puertas cerradas. Y Leo perdió la conciencia.

Cuando se despertó estaba en una ambulancia.

La auxiliar médico intentó ser amable. Le entregó las viejas gafas de soldador de su madre y dijo que el almacén se había incendiado. Su madre no había conseguido salir. La auxiliar dijo que lo sentía, pero Leo se sintió vacío. Había perdido el control, tal como su madre le había advertido. Su muerte había sido culpa suya.

La policía no tardó en ir a por él, y no fueron tan amables. El fuego se había iniciado en la sala de descanso, dijeron, justo donde Leo estaba esperando. Él había sobrevivido milagrosamente, pero ¿qué clase de niño cerraba la puerta del lugar de trabajo de su madre sabiendo que ella estaba dentro y provocaba un incendio?

Más tarde, los vecinos del bloque de pisos le dijeron a la policía que era un chico muy raro. Les hablaron de las huellas de las manos quemadas en la mesa de picnic. Siempre habían sabido que algo le pasaba al hijo de Esperanza Valdez.

Sus familiares se negaron a acogerlo. Su tía Rosa lo llamó "El Diablo" y gritó a los trabajadores sociales que se lo llevaran. De modo que Leo fue a su primera casa de acogida. En algunas duraba más que en otras. Bromeaba, hacía amigos y fingía que no le preocupaba nada, pero tarde o temprano siempre acababa escapando. Era lo único que aliviaba el dolor: sentir que estaba en movimiento, alejándose cada vez más de las cenizas del taller de máquinas.

Dedicó todo su tiempo a estudiar y cultivarse. Pasaba el rato en las bibliotecas públicas, devorando libros a diestra y siniestra. Desarrolló conocimientos en ciencia y tecnología superiores a los de cualquier adulto que hubiese conocido, exceptuando tal vez a su madre. Aprendió a construir cosas con la chatarra y demás piezas sueltas, al ya no contar con acceso a un taller. Intentó varias veces descubrir cual era el origen de su maldición, de su fuego. Teorizó que su sudor podría estar compuesto por una sustancia inflamable, o quizá había desarrollado un órgano que le permitiese generar chispa parra encender las emanaciones naturales de metano que liberaba el cuerpo humano.

Sin embargo, terminó descartando todas las hipótesis tarde o temprano. Nada encajaba del todo, y ninguna prueba era concluyente. Se planteó que realmente había sido maldito por Satanás, pero siguió aferrado a la idea de encontrar una explicación científica, porque si resultaba que realmente no había una razón lógica, que todo era producto de magia, entonces tendría que reconocer que era un niño maldito condenado a hacer arder a todo quién quisiese.

Se había prometido a sí mismo que nunca volvería a jugar con fuego. No había pensado en la tía Callida ni en la mujer dormida de la ropa de tierra desde hacía mucho tiempo.







Casi había llegado al bosque cuando creyó oír la voz de la tía Callida: "No fue culpa tuya, pequeño héroe. Nuestro enemigo está despertando. Ya es hora de dejar de huir".

—Hera—murmuró Leo—, no está usted aquí, ¿verdad? Está en una cárcel en alguna parte.

No hubo respuesta.

Pero entonces, al menos, Leo entendía algo. Hera había estado vigilándolo toda su vida. De algún modo había sabido que un día lo necesitaría. Tal vez aquellas Moiras que había mencionado podían adivinar el futuro. Leo no estaba seguro, pero sabía que tenía que participar en aquella misión. La profecía de Jason les advertía que tuvieran cuidado con la tierra, y Leo sabía que su advertencia guardaba alguna relación con la mujer durmiente del taller, envuelta en ropa de tierra.

"Descubrirás tu destino"—le había prometido la tía Callida— "y tu duro viaje por fin tendrá sentido".

Leo no creía en el destino, tampoco confiaba en la profecía de Rachel, después de todo hacer pronósticos siempre es arriesgado. Nadie puede adivinar el futuro lejano. El progreso y los inventos evolucionan en direcciones diferentes a aquellas que se anticiparon.

Aún así, una pequeña parte de él deseaba estar equivocado, de ese modo podría averiguar lo que significaba el barco volador de sus sueños. Podría conocer a su padre e incluso llegar a vengar la muerte de su madre.

Se aferró a sus queridas gafas de soldador, que siempre le colgaban del cuello, el único recuerdo físico que le quedaba de su madre, y respiró profundamente.

Primero era lo primero. Había prometido a Jason un medio de transporte aéreo.

No el barco de sus sueños... todavía no. No había tiempo para construir algo tan complicado. Necesitaba una solución más rápida. Necesitaba un dragón.

Vaciló en el linde del bosque, escudriñando la oscuridad absoluta. Los búhos ululaban, y algo susurraba a lo lejos como un coro de serpientes.

Leo se acordó de lo que le había dicho Will Solace: nadie debía entrar en el bosque solo, y desde luego no debía hacerlo desarmado. Leo no tenía nada: ni espada, ni linterna, ni ayuda.

Lanzó una mirada hacia atrás, a las luces de las cabañas. Podía darse la vuelta y decirles a todos qué estaba bromeando. ¡Genial! Nyssa podía participar en la misión en lugar de él. Él podía quedarse en el campamento, aprender a ser miembro de la cabaña de Hefesto y, ya de paso, tener acceso a esas increíbles forjas y talleres del campamento para analizar la composición real del Bronce Celestial, pero se preguntaba cuánto tardaría en parecerse a sus compañeros: triste, cabizbajo, convencido de su mala suerte.

"No pueden impedirme que quebrante tu espíritu"—había dicho la mujer durmiente—. "Acuérdate de esta noche, pequeño héroe, cuando te pidan que luches contra mí."

—Créame, señora—murmuró Leo—. Me acuerdo. Y sea quien sea, voy a machacarla al estilo de Leo.

Respiró hondo y se internó en el bosque.

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