
LEO V
La visita de Leo estaba yendo estupendamente hasta que se enteró de lo del dragón.
El chico del arco, Will Solace, parecía bastante agradable. Todo lo que le enseñó era tan increíble que debería haber sido ilegal. ¿Buques de guerra griegos de verdad anclados en la playa que a veces realizaban combates de entrenamiento con flechas encendidas y explosivos? ¡Genial! ¿Talleres de artesanía en los que podías hacer esculturas con sierras mecánicas y sopletes? Leo estaba en plan: "Me apunto!". ¿Que el bosque estaba lleno de monstruos y nadie debía entrar solo? ¡Genial!
Las dudas y preguntas no dejaban de agolparse dentro de su mente, deseaba desesperadamente ser dejado libre en aquel espacio para que pudiese investigar a fondo cada rincón del campamento.
Will le enseñó las cabañas, el pabellón comedor y la palestra de los combates con espada.
—¿Me van a dar una espada?—preguntó Leo.
Will le lanzó una mirada, como si la idea la preocupara.
—Probablemente te la hagas tú mismo, teniendo en cuenta que eres de la Cabaña Nueve.
—Sí, eso... ¿Festo?—Leo había oído a alguien decir aquel nombre antes, pero aún así se quedó pasmado—. Suena como el dios de los festivales.
—He-festo—le corrigió Will—. El dios de los herreros y el fuego.
Leo también había oído eso, pero procuro no pensar en ello. El dios del fuego... ¿en serio? Considerando lo que le había pasado a su madre, parecía una broma de mal gusto.
—Entonces, supongamos por un minuto que decido creerles, hay dioses correteando por allí en algún lado—dijo Leo—. En ese caso, ¿el martillo en llamas que me apareció encima de la cabeza era algo bueno o malo?
Will tardó un rato en contestar.
—Te han reconocido enseguida. Eso normalmente es bueno.
—Pero el sujeto de los arcoíris y los ponis, Butch, habló de una maldición.
—Ah..., no es nada. Desde que el último líder de la cabaña nueve murió...
—¿Murió? ¿Fue una muerte dolorosa?
—Debería dejar que te lo contaran tus compañeros.
—Sí, ¿quienes son ellos? Y con todo respeto, ¿no debería ser su líder quien me guiase?
—Él..., bueno..., no puede. Ya verás por qué.
Will se adelantó antes de que Leo pudiera preguntar algo más.
—Maldiciones y muerte—dijo Leo para sí—. Esto... es fascinante.
Estaba en mitad del prado cuando vio a su antigua niñera. No era la persona que esperaba ver en un campamento para semidioses.
Leo se paró en seco.
—¿Qué pasa?—preguntó Will.
Tía Callida. Así se hacía llamar, pero Leo no la veía desde que tenía cinco años. Estaba allí quieta, a la sombra de una gran cabaña blanca que había al final del prado, observándolo. Llevaba su vestido de viuda de lino negro, con un chal negro que le cubría el pelo. Su cara no había cambiado: la piel curtida y los penetrantes ojos oscuros. Sus manos arrugadas eran como garras. Parecía una anciana, pero no era distinta de como Leo la recordaba.
—Esa señora mayor...—dijo Leo—. ¿Qué está haciendo aquí?
Will trató de seguir su mirada.
—¿Qué señora mayor?
—La única señora mayor que hay, amigo. La de negro. ¿Cuántas señoras mayores ves por aquí?
Will le lanzó una mirada ceñuda.
—Creo que hoy has tenido un día muy largo, Leo. La Niebla podría estar jugándote malas pasadas. ¿Qué tal si vamos directos a tu cabaña?
Leo quería protestar, pero cuando volvió a mirar hacia la gran cabaña blanca, la tía Callida había desaparecido. Estaba seguro de que había estado allí, como si el hecho de haber pensado en su madre la hubiera traído del pasado.
Y eso no era bueno, porque la tía Callida había intentado matarlo.
—Sólo bromeaba, amigo.
Leo sacó unos engranajes y unas palancas de los bolsillos y empezó a toquetearlos para calmar los nervios. No podía dejar que todos creyeran que estaba loco. Por lo menos, no tan loco como estaba realmente.
—Vamos a ver la cabaña nueve—dijo—. Estoy deseando... descubrir, en qué consiste esta supuesta maldición.
Desde fuera, la cabaña de Hefesto parecía una caravana descomunal con relucientes paredes metálicas y ventanas con laminas de metal. La entrada era como la puerta de la caja fuerte de un banco, de forma circular y con bastantes centímetros de grosor. Se abría con numerosos engranajes de latón que giraban y pistones hidráulicos que expulsaban humo.
Leo silbó.
—Les va el rollo mecánico, ¿eh?
Will señaló la puerta con la cabeza.
—Adelante, la bóveda detecta la esencia divina de Hefesto, así que sólo sus hijos pueden abrirla en circunstancias normales.
Leo dio un paso adelante, profundamente intrigado. Un pequeño láser fue disparado desde la parte superior de la puerta: un escáner de retina.
El sistema pareció detectar algo de Hefesto en él, porque la bóveda se abrió con un bellísimo sonido de engranajes bien engrasados. Con un satisfactorio chasquido, una pequeña cortina de vapor se deslizó por el suelo.
Dentro, la cabaña parecía desierta. Había literas metálicas plegadas contra las paredes, como camas empotradas de alta tecnología. Cada una tenía un panel de control digital, lucecitas parpadeantes, piedras preciosas brillantes y engranajes dentados. Leo se imaginó que cada campista tenía su propia cerradura de combinación para desenganchar su cama, y probablemente detrás había un hueco para almacenar cosas, tal vez algunas trampas para no dejar entrar a las visitas inoportunas. Por lo menos, así lo habría diseñado Leo. Una barra de bomberos bajaba del segundo piso, aunque no parecía que la cabaña tuviera segundo piso desde fuera. Una escalera de caracol descendía a una especie de sótano. Las paredes estaban llenas de todas las herramientas eléctricas que Leo podía imaginar, además de una enorme colección de cuchillos, espadas y otros instrumentos de destrucción. Una gran mesa de trabajo rebosante de chatarra: tornillos, pernos, arandelas, clavos, remaches y un millón de piezas de máquinas más. Leo sintió el fuerte deseo de metérselo todo en los bolsillos de la chaqueta. Le encantaban esa clase de cosas, pero necesitaría cien chaquetas más para que le cupiera todo.
Al mirar a su alrededor casi se imaginaba que estaba otra vez en el taller de máquinas de su madre. No por las armas, sino por las herramientas, los montones de chatarra, el olor a grasa, metal y motores calientes. A ella le habría encantado ese sitio.
Se agarró el pecho con fuerza, a la altura del corazón. Aún después de tanto tiempo seguían doliendo aquellos recuerdos. Pero debía seguir adelante, mantener vivo su legado con sus inventos. Era la única forma de escapar de la tristeza.
Tomó un largo instrumento de la pared.
—¿Una desbrozadora? ¿Para qué quiere una desbrozadora el dios del fuego?
Una voz en las sombras dijo:
—Te sorprenderías.
En el fondo de la habitación había una litera ocupada. Una cortina de tela de camuflaje oscura se descorrió, y Leo vio a un chico que había resultado invisible un segundo antes. Era difícil decir gran cosa de él porque estaba cubierto de yeso. Tenía toda la cabeza envuelta en gasa menos la cara, que estaba hinchada y magullada. Parecía el muñeco de Michelin después de una paliza.
—Soy Jake Mason—dijo—. Te daría la mano, pero...
—Sí—contestó Leo—. No te levantes.
El chico esbozó una sonrisa y acto seguido hizo una mueca como si le doliera mover la cabeza. Leo se preguntaba qué le habría pasado, pero le daba miedo preguntarlo.
—Bienvenido a la Cabaña Nueve—dijo Jake—. Ha pasado casi un año desde la última vez que tuvimos chicos nuevos. De momento, yo soy el líder.
—¿De momento?—preguntó Leo.
Will Solace se aclaró la garganta.
—¿Dónde está todo el mundo, Jake?
—En las fraguas—respondió Jake tristemente—. Están trabajando en... ya sabes, ese problema.
—Ah.—Will cambió de tema—. Bueno, ¿tienes una cama libre para Leo?
Jake observó a Leo, evaluándolo.
—¿Crees en las maldiciones, Leo? ¿O en los fantasmas?
"Acabo de ver a la tía Callida, mi niñera malvada"—pensó Leo—. "Tendría que estar muerta después de tantos años. Y no hay un día que no me acuerde de mi madre en el incendio del taller de máquinas. No me hables de fantasmas, muñeco"
Sin embargo, a pesar de sentirse atormentado por ello en ocaciones, comprendía que era sólo un fenómeno psicológico, no ningún ente sobrenatural. Sin embargo, hasta el momento había un día bastante extraño...
—Nuestros sentidos nos permiten percibir sólo una pequeña porción del mundo exterior—decidió—. El mundo se mueve despacio y es difícil ver las nuevas verdades. Así que, estoy abierto a lo que sea.
Jake asintió.
—Eso está bien, porque te voy a dar la mejor cama de la cabaña: la de Beckendorf.
—Vaya, Jake—dijo Will—. ¿Estás seguro?
—Litera 1-A, por favor—gritó Jake.
Toda la cabaña retumbó. Una sección circular del suelo se abrió girando en espiral como el objetivo de una cámara, y apareció una cama de matrimonio. El armazón de bronce tenía una consola de videojuegos incorporada en el pie, un equipo estéreo en la cabecera, un refrigerador con la puerta de cristal fijado en la base y un montón de paneles de control en el lateral.
Leo se lanzó inmediatamente y comenzó a darle vueltas a la cama desde cada ángulo posible, observando, sintiendo, midiendo, oyendo, oliendo y hasta probando. Finalmente, de un salto y se tumbó con los brazos por detrás de la cabeza.
—Creo que me acostumbraré a esto.
—Se repliega en una habitación privada que hay debajo—le informó Jake.
—Sí, señor—dijo Leo—. Hasta luego. Estaré en mi nueva Casa Kilo-Mega-Giga-Genial del Dios Leo. ¿Qué botón tengo que apretar?
—Espera—protestó Will Solace—, ¿tenéis habitaciones privadas debajo del suelo?
Probablemente Jake se habría reído si no le hubiera dolido tanto.
—Tenemos muchos secretos, Will. Los hijos de Apolo no pueden quedarse toda la diversión. Nuestros campistas han estado excavando el sistema de túneles que hay debajo de la cabaña nueve desde hace casi un siglo. Todavía no hemos encontrado el final. En cualquier caso, Leo, si no te importa dormir en la cama de un muerto, es tuya.
De repente a Leo se le quitaron las ganas de relajarse. Se incorporó, con cuidado de no tocar algún botón.
—¿Esta cama era... del líder que murió?
—Sí—asintió Jake—. Charles Beckendorf.
Leo se imaginó unas cuchillas de sierra atravesando el colchón o tal vez una granada cosida dentro de las almohadas.
—No murió en esta cama, ¿verdad?
—No —contestó Jake—. Murió en la guerra de los titanes el verano pasado.
—La guerra de los titanes—repitió Leo—, que no tiene nada que ver con esta estupenda cama, ¿verdad?
—Los titanes—dijo Will, como si Leo fuera idiota—. Las criaturas grandes y poderosas que gobernaban el mundo antes que los dioses. El verano pasado intentaron volver. Su líder, Cronos, el Guardian del Tiempo y el Espacio, construyó un nuevo palacio en lo alto del monte Tamalpais, en California. Sus ejércitos llegaron a Nueva York y casi destruyeron el monte Olimpo. Muchos semidioses murieron intentando detenerlos.
—¿Supongo que eso no salió en las noticias?—dijo Leo.
Parecía una pregunta razonable, pero Will sacudió la cabeza con incredulidad.
—¿No te enteraste de la erupción del monte Saint Helens, o de las extrañas tormentas que asolaron el país, o del edificio que se desplomó en Saint Louis?
Leo se encogió de hombros. El verano anterior se había fugado de otra casa de acogida. Luego un asistente social lo pilló en Nuevo México, y el tribunal lo condenó al correccional de menores más próximo: la Escuela del Monte.
—Supongo que estaba ocupado.
—Da igual—contestó Jake—. Tuviste suerte de no enterarte. El caso es que Beckendorf fue una de las primeras víctimas, y desde entonces...
—Dicen que su cabaña está maldita—aventuró Leo.
Jake no contestó. Sin embargo, aquel chico tenía el cuerpo enyesado. Eso era una respuesta.
Leo empezó a fijarse en pequeñas cosas que no había visto antes: una marca de explosión en la pared, una mancha en el suelo que podía haber sido aceite... o sangre. Espadas rotas y máquinas hechas pedazos en los rincones de la habitación, tal vez de la frustración. En aquel lugar se palpaba la desgracia.
Jake suspiró sin entusiasmo.
—Bueno, debo dormir. Espero que te guste estar aquí, Leo. Antes era... un sitio muy agradable.
Cerró los ojos, y la cortina de camuflaje se corrió a través de la cama.
—Vamos, Leo—dijo—. Te llevaré a las fraguas.
Cuando se estaban marchando, Leo volvió la vista a su nueva cama y se imaginó al líder muerto allí sentado: otro fantasma que no iba a dejarlo en paz.
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