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JASON XXXIII


Jason habría muerto cinco veces camino de la puerta principal de no haber sido por Leo.

Primero fue la trampilla activada por movimiento de la acera, luego los láseres de la escalera, después el dispensador de gas nervioso de la barandilla del porche, los pinchos venenosos sensibles a la presión de la alfombra de la entrada y, por supuesto, el timbre explosivo.

Leo los desactivó todos. Parecía que pudiera oler las trampas y sacara la herramienta adecuada de su cinturón para neutralizarlas.

—Eres increíble, amigo—dijo Jason.

Leo frunció el entrecejo mientras examinaba la cerradura de la puerta principal.

—Sí, increíble—dijo—. No soy capaz de arreglar un dragón, pero soy increíble.

—Eh, no fue culpa...

—La puerta no está cerrada con llave—anunció Leo.

Piper se quedó mirando la puerta con incredulidad.

—¿De verdad? ¿Todas esas trampas, y la puerta no está cerrada?

Leo giró el pomo. La puerta se abrió sin problemas. Entró sin vacilar.

Antes de que Jason pudiera seguirlo, Piper lo agarró del brazo.

—Va a necesitar un tiempo para superar lo de Festo. No te lo tomes como algo personal—advirtió—. "Cualquiera puede dominar un sufrimiento, excepto quien lo siente"

—Sí—dijo Jason—. Sí, de acuerdo.

Pero aun así se sentía fatal. En los grandes almacenes de Medea, le había dicho cosas muy duras a Leo: cosas que un amigo no debía decir, por no hablar del hecho de que había estado a punto de moler a Leo a golpes. De no haber sido por Piper, los dos estarían muertos. Y Piper tampoco había salido bien parada de ese enfrentamiento.

—Piper—dijo—, sé que en Chicago estuve atontado, pero eso de tu padre... Si está en apuros, quiero ayudar. Me da igual si es una trampa.

Los ojos anómalos de Piper siempre habían sido difíciles de leer, pero en ese momento parecían devastados, como si hubiera visto algo a lo que no pudiera hacer frente.

—No sabes lo que dices, Jason. Por favor, no me hagas sentir peor. Vamos, debemos mantenernos unidos.

Se metió en la casa.

—Unidos—dijo Jason para sí—. Sí, se nos está dando de maravilla.







La primera impresión que a Jason le dio la casa fue de oscuridad.

Por el eco de sus pisadas supo que el vestíbulo era enorme, más grande todavía que el ático de Bóreas, pero la única iluminación existente era la de las luces del jardín. Un tenue brillo se filtraba a través de aberturas en las gruesas cortinas de terciopelo. Las ventanas medían unos tres metros de altura. Espaciadas entre ellas a lo largo de las paredes, había estatuas metálicas de tamaño real. A medida que los ojos de Jason se adaptaron, vio unos sofás colocados en forma de U en el centro de la estancia, con una mesita para el café en el centro y un gran sillón en el otro extremo. Una gigantesca araña de luces destellaba en el techo. A lo largo de la pared del fondo había una hilera de puertas cerradas.

—¿Dónde está el interruptor de la luz?

Su voz resonó de modo alarmante por la estancia.

—No veo ninguno—dijo Leo.

—¿Fuego?—propuso Piper.

Leo alargó la mano, pero no pasó nada.

—No funciona.

—¿Se te ha apagado el fuego?—preguntó Piper.

—Bueno, si lo supiera...

—Ya, de acuerdo—dijo ella—. ¿Qué hacemos entonces? ¿Explorar?

Leo negó con la cabeza.

—¿Después de todas las trampas que había fuera? Mala idea.

Jason notaba un hormigueo en la piel. Detestaba ser un semidiós. Miró alrededor, pero no vio ninguna habitación cómoda en la que pasar el rato. Se imaginó a crueles espíritus de la tormenta acechando entre las cortinas, dragones bajo la alfombra y una araña de luces hecha con pedazos de hielo letales, preparada para empalarlos en cuanto entraran.

—Leo tiene razón—dijo—. No vamos a volver a separarnos como en Detroit.

—Oh, gracias por recordarme a los cíclopes—a Piper le tembló la voz—. Lo necesitaba.

—Faltan unas cuantas horas para que amanezca—calculó Jason—. Hace demasiado frío para esperar fuera. Metamos las jaulas y acampemos en esta sala. Esperaremos a que se haga de día; entonces decidiremos qué hacer.

Nadie propuso una idea mejor, de modo que metieron las jaulas que contenían al entrenador Hedge y a los espíritus de la tormenta haciéndolas rodar, y luego se instalaron. Afortunadamente, Leo no encontró almohadas venenosas ni cojines de ventosidades eléctricos.

Leo no parecía estar de humor para preparar más tacos. Además, no tenían fuego, así que se conformaron con raciones frías.

Los tres se encontraban en un estado lamentable, tanto anímico como físico. Leo apenas y había hablado desde lo de Festo, Piper se estaba recuperando gracias al Néctar, pero había sufrido un daño simplemente terrible en su pelea con Medea. Y finalmente Jason, además de todos sus problemas de memoria y culpabilidad, tenía frío. Estaba cansándose de destrozar su ropa cada vez que entraba en combate.

Mientras comía, examinó las estatuas metálicas distribuidas a lo largo de las paredes. Parecían dioses o héroes griegos. Tal vez eran una buena señal. O tal vez los usaban para hacer prácticas de tiro. En la mesita para el café, había un servicio de té y un montón de folletos satinados, pero Jason no distinguía lo que ponían. El gran sillón del otro lado de la mesa parecía un trono. Ninguno de ellos intentó sentarse en él.

Las jaulas no contribuían a hacer el lugar menos horripilante. Los venti no paraban de agitarse en su prisión, susurrando y dando vueltas, y Jason tenía la desagradable sensación de que lo estaban observando. Percibía su odio hacia los hijos de Zeus: el señor del cielo que había ordenado a Eolo que encerrara a los de su condición. A los venti, nada les gustaría más que hacer pedazos a Jason.

En cuanto al entrenador Hedge, seguía congelado en pleno grito con la porra en alto. Leo estaba trabajando en la jaula, tratando de abrirla con varias herramientas, pero parecía que el cerrojo le estaba dando problemas. Jason decidió no sentarse junto a él por si Hedge se descongelaba de repente y se ponía en plan cabra ninja.

A pesar de lo tenso que se sentía, una vez que tuvo el estómago lleno, empezó a dormirse. Los sofás eran muy cómodos—mucho mejores que el lomo de un dragón—, y él había hecho las dos últimas guardias mientras sus amigos dormían. Estaba agotado.

Piper ya se había acurrucado en el otro sofá. Jason se preguntaba si de verdad estaba dormida o si estaba evitando una conversación sobre su padre. Fuera lo que fuese a lo que se había referido Medea en Chicago al decir que Piper recuperaría a su padre si ella colaboraba, no sonaba bien. La posibilidad de que Piper hubiera arriesgado la vida de su padre para salvarlos hacía sentir todavía más culpable a Jason.

Y se les estaba acabando el tiempo. Si Jason llevaba bien la cuenta de los días, era la madrugada del 20 de diciembre, lo que significaba que el solsticio de invierno era al día siguiente.

—Duérmete—dijo Leo, que seguía trabajando en el cerrojo de la jaula—. Te toca.

Jason respiró hondo.

—Leo, siento lo que dije en Chicago. No era yo el que hablaba. No eres un pesado y sí que te tomas las cosas en serio, sobre todo tu trabajo. Ojalá yo pudiera hacer la mitad de las cosas que haces tú.

Leo bajó el destornillador. Miró al techo y sacudió la cabeza como diciendo: "¿Qué voy a hacer con este tipo?".

—Me esfuerzo mucho por ser un pesado—dijo Leo—. No insultes mi capacidad para hacerme el pesado. ¿Cómo se supone que te voy a tener envidia si vas por ahí pidiendo disculpas? Soy un humilde científico. Tú eres como el príncipe del universo, el hijo del padre del cosmos. Se supone que te tengo que envidiar.

—¿El príncipe del universo?

—Claro, eres... la mera verga. El hombre rempálago. "Mira como vuelo. Soy el águila que remonta el vuelo...".

—Cállate, Valdez.

Leo logró esbozar una sonrisa.

—¿Lo ves? Sí que te parezco un pesado.

—Pido disculpas por disculparme.

—Gracias.

Volvió al trabajo, pero la tensión se había aliviado entre ellos. Leo todavía parecía triste y agotado, pero no tan enfadado.

—Duérmete, Jason—le mandó—. Me va a llevar unas horas sacar a este hombre cabra. Todavía tengo que averiguar cómo construir una celda más pequeña para los vientos, porque no pienso arrastrar esta hasta California.

—Sí que arreglaste a Festo—dijo Jason—. Le diste otra vez un objetivo. Creo que esta misión fue el punto álgido de su vida.

Jason temía haber metido la pata y haber sacado de quicio otra vez a Leo, pero este suspiró.

—Eso espero—dijo—. Y ahora duérmete, amigo. Quiero estar un rato sin formas de vida orgánica.

Jason no estaba del todo seguro de a qué se refería, pero no le llevó la contraria. Cerró los ojos y durmió larga y plácidamente sin tener sueños.

No se despertó hasta qué empezaron los gritos.







—¡Ahhhggggggh!

Jason se levantó de un brinco. No sabía lo que era más irritante, si la plena luz del sol que entonces ya bañaba la sala o los gritos del sátiro.

—El entrenador se ha despertado—dijo Leo, un comentario un poco innecesario.

Gleeson Hedge estaba haciendo cabriolas sobre sus peludos cuartos traseros, blandiendo su porra y gritando: "¡Muere!" mientras hacía añicos el juego de té, aporreaba los sofás y embestía contra el trono.

—¡Entrenador!—gritó Jason.

Hedge se volvió jadeando. Tenía tal mirada de loco que Jason temió que fuera a atacarle. El sátiro seguía llevando su polo naranja y su silbato de entrenador, pero sus cuernos resultaban claramente visibles sobre su cabello rizado y sus cuartos traseros dignos de un toro eran sin duda de pura cabra. ¿Podía compararse una cabra con un toro? Jason apartó aquel pensamiento de su cabeza.

—Tú eres el chico nuevo—dijo Hedge, bajando la porra.

Miró a Leo y luego a Piper, que daba toda la impresión de acabar de despertarse.

Tenía el pelo como si hubiera servido de nido a un hámster amistoso.

—Valdez, McLean—dijo el entrenador—. ¿Qué ocurre? Estábamos en el Gran Cañón. Los anemoi thuellai nos estaban atacando y...—centró su atención en la jaula de los espíritus de la tormenta, y sus ojos adoptaron de nuevo una mirada de máxima alerta—. ¡Muerte!

—¡Quieto, entrenador!—Leo le cerró el paso, lo cual fue muy valiente por su parte, aunque Hedge era quince centímetros más bajo—. Tranquilo. Están encerrados. Acabamos de sacarlo de la otra jaula.

—¿Jaula? ¿Jaula? ¿Qué está pasando? ¡Que sea un sátiro no quiere decir que no te pueda mandar a hacer flexiones, Valdez!

Jason se aclaró la garganta.

—Entrenador... Gleeson... como quiera que prefiera que le llamemos. Nos salvó en el Gran Cañón. Fue usted muy valiente.

—¡Por supuesto que sí!

—El equipo de extracción acudió y nos llevó al Campamento Mestizo. Creíamos que lo habíamos perdido. Luego nos enteramos de que los espíritus de la tormenta lo habían llevado con su... ejem, jefa, Medea.

—¡Esa bruja! Espera... eso es imposible. Es mortal. Está muerta.

—Sí, bueno—dijo Leo—, pero ha conseguido dejar de estarlo.

Hedge asintió, entornando los ojos.

—¡Bueno! Así que os mandaron en una peligrosa misión para rescatarme. ¡Excelente!

—Esto...—Piper se levantó, alargando las manos para que el entrenador Hedge no la atacara—. En realidad, Glee... ¿Puedo seguir llamándolo entrenador Hedge? Gleeson suena mal. Estamos en una misión por otro motivo. Lo encontramos por casualidad.

—Ah—El entrenador pareció desanimarse, pero tan sólo un instante. Acto seguido, sus ojos volvieron a iluminarse—. ¡Pero no hay casualidades! No en una misión. ¡Esto estaba destinado a pasar! ¿Conque esta es la guarida de la bruja? ¿Por qué es todo de oro?

—¿Oro?

Jason miró a su alrededor. Por la forma en que Leo y Piper contuvieron el aliento, se imaginó que ellos tampoco se habían dado cuenta todavía.

La estancia estaba llena de oro: las estatuas, el juego de té que Hedge había hecho añicos, el sillón que definitivamente era un trono. Incluso las cortinas—que parecían haberse descorrido solas al amanecer—daban la impresión de estar tejidas con fibra de oro.

—Qué bonito—dijo Leo—. No me extraña que tengan tanta seguridad.

—Esta no es... —dijo Piper tartamudeando—. Esta no es la casa de Medea, entrenador. Es la casa de una persona rica de Omaha. Escapamos de la guarida de Medea y aterrizamos forzosamente aquí.

—¡Es el destino, pastelitos!—insistió Hedge—. Estoy destinado a protegeros. ¿Cuál es la misión?

Antes de que Jason pudiera decidir si quería darle explicaciones o volver a meter al entrenador Hedge en su jaula, se abrió una puerta en el otro extremo de la sala.

Un hombre con un albornoz blanco entró con un cepillo de dientes dorado en la boca. Tenía una barba blanca y uno de esos largos y anticuados gorros de dormir apretado sobre el pelo blanco. Se quedó paralizado al verlos, y el cepillo de dientes se le cayó de la boca.

Lanzó una mirada a la habitación que tenía detrás y gritó:

—¿Hijo? Lit, ven aquí, por favor. Hay unos extraños en la sala del trono.

El entrenador Hedge hizo lo que se esperaba de él. Levantó su porra y gritó:

—¡Muerte!

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