JASON XXVI
Jason temía que perdieran a su objetivo. El ventus se movía como... en fin, como el viento.
—¡Más deprisa!—urgió.
—Amigo, si me acerco más, nos verá—dijo Leo—. Un dragón de bronce no es precisamente un caza silencioso.
—¡Más despacio!—gritó Piper.
El espíritu de la tormenta bajó en picado a la cuadrícula de calles del centro. Festo intentó seguirlo, pero sus alas eran demasiado anchas. El ala izquierda golpeó el borde de un edificio y cortó una gárgola de piedra antes de que Leo se detuviera.
—Ve por encima de los edificios—recomendó Jason—. Lo seguiremos desde allí.
—¿Quieres conducir tú este cacharro?—gruñó Leo, pero hizo lo que Jason le pidió.
Al cabo de unos minutos, Jason volvió a ver al espíritu de la tormenta recorriendo las calles a toda velocidad sin objetivo aparente: soplando sobre los peatones, agitando banderas, haciendo que los coches viraran bruscamente.
—Genial—dijo Piper—. Hay dos.
Tenía razón. Un segundo ventus dobló la esquina del hotel Reinassance y se unió al primero. Se entremezclaron en una especie de danza caótica, subiendo disparados a lo alto de un rascacielos, torciendo luego una torre de radio y volviendo a bajar en picado hasta la calle.
—Esos sujetos no necesitan más cafeína—dijo Leo.
—Supongo que Chicago es un buen sitio para salir—comentó Piper—. Nadie va a cuestionar a un par de vientos malos más.
—Más de un par—dijo Jason—. Mira.
El dragón se puso a dar vueltas sobre una ancha avenida situada junto a un parque a orillas del lago. Los espíritus de la tormenta estaban reuniéndose: al menos había una docena, girando alrededor de un monumento artístico público.
—¿Cuál creen que sea Dylan?—preguntó Leo—. Tengo ganas de tirarle algo.
Pero Jason se centró en el monumento. Cuanto más se acercaban a él, más deprisa le latía el corazón. Era una simple fuente pública, pero le resultaba desagradablemente familiar. Dos monolitos de cinco plantas se elevaban a cada lado de un largo estanque de granito. Los monolitos parecían construidos con pantallas de vídeo y emitían la imagen combinada de una cara gigantesca que arrojaba agua al estanque.
Tal vez sólo fuera una coincidencia, pero parecía una versión aumentada y actualizada con alta tecnología del estanque en ruinas que había visto en sueños, con aquellas dos masas oscuras que sobresalían a cada lado.
Mientras Jason miraba, la imagen de las pantallas dio paso a una cara de mujer con los ojos cerrados.
—Leo...—dijo con nerviosismo.
—La veo—contestó Leo—. No me gusta, pero la veo.
Entonces las pantallas se oscurecieron. Los venti se arremolinaron en una sola nube con forma de embudo y pasaron rozando la fuente, donde levantaron una tromba casi tan alta como los monolitos. Llegaron al centro de la fuente, hicieron saltar una tapa de desagüe y desaparecieron bajo tierra.
—¿Se han metido en un desagüe?—preguntó Piper—. ¿Cómo se supone que vamos a seguirlos?
—A lo mejor no debemos seguirlos—dijo Leo—. Esa fuente me da mala espina. ¿Y no se supone que tenemos que guardarnos de la tierra?
Jason opinaba lo mismo, pero tenían que seguirlos. Era lo único que podían hacer. Tenían que encontrar a Hera, y sólo les quedaban dos días para el solsticio.
—Baja al parque—propuso—. Echaremos un vistazo a pie.
Festo aterrizó en una zona abierta entre el lago y el horizonte. En los letreros ponía Grant Park, y Jason se imaginó que debía de ser un sitio bonito en verano, pero entonces era un campo de hielo, nieve y aceras cubiertas de sal. Las calientes patas metálicas del dragón emitieron un siseo al tocar tierra. Festo se puso a aletear con tristeza y lanzó fuego al cielo, pero no había nadie cerca que lo viera. El viento que venía del lago era de un frío gélido. Cualquiera con sentido común estaría dentro de casa. A Jason le picaban tanto los ojos que apenas podía ver.
Desmontaron, y Festo comenzó a patalear. Uno de sus ojos color rubí parpadeaba, de modo que parecía que estuviera guiñando el ojo.
—¿Es normal?—preguntó Jason.
Leo sacó un mazo de goma de su cinturón. Golpeó el ojo malo del dragón, y la luz volvió a brillar con normalidad.
—Sí—dijo—. Pero Festo no puede quedarse aquí, en medio del parque. Lo detendrán por merodear. Si tuviera un silbato para perros...
Se puso a hurgar en su cinturón, pero no sacó nada.
—¿Demasiado especializado?—aventuró—. De acuerdo, dame un silbato de emergencia. En muchos talleres de máquinas los tienen.
Esta vez Leo extrajo un gran silbato de plástico naranja.
—¡Al entrenador Hedge le daría envidia! Está bien, Festo, escucha—Leo tocó el silbato. El estridente sonido probablemente llegó hasta el lago Michigan—. Si oyes eso, ven a buscarme, ¿de acuerdo? Hasta entonces puedes volar por donde quieras, pero procura no achicharrar a ningún peatón.
El dragón resopló; con suerte, en señal de conformidad. A continuación extendió las alas y se lanzó al aire.
Piper se estremeció, y Jason recordó su promesa de conseguirle un nuevo forro polar. Esperaba vivir lo bastante para encontrarle uno.
—Cobijémonos del viento—propuso.
—¿Nos metemos en el desagüe?—Piper estaba temblando—. Parece acogedor.
Se abrigaron lo mejor que pudieron y se dirigieron a la fuente.
Según la placa, se llamaba la Fuente de la Corona. Toda el agua se había vaciado a excepción de unos cuantos charcos que estaban empezando a congelarse. De todas formas, a Jason no le parecía normal que la fuente tuviera agua en invierno. Por otra parte, aquellos grandes monitores habían emitido la cara de su misteriosa enemiga, la Mujer de Tierra. En aquel sitio nada era normal.
Se dirigieron al centro del estanque. Ningún espíritu intentó detenerlos. Las gigantescas pantallas seguían oscuras. El agujero del desagüe era lo bastante grande para una persona, y una escalera de mantenimiento descendía hasta la oscuridad.
Jason fue primero. Mientras bajaba, se preparó para los horribles hedores de la alcantarilla, pero no olía tan mal. La escalera descendía hasta un túnel enladrillado que iba de norte a sur. El ambiente era caliente y seco, y tan sólo había un chorrito de agua en el suelo.
Piper y Leo bajaron detrás de él.
—¿Todas las alcantarillas son tan agradables?—preguntó Piper.
—No—respondió Leo—. Créeme.
Jason frunció el entrecejo.
—¿Cómo sabes...?
—Eh, amigo, me he escapado seis veces. He dormido en algunos sitios raros, ¿de acuerdo? Bueno, ¿a dónde vamos?
Jason ladeó la cabeza, escuchando, y señaló al sur.
—En esa dirección.
—¿Cómo puedes estar seguro?—preguntó Piper.
—Hacia el sur sopla una corriente de aire—dijo Jason—. A lo mejor los venti han seguido la corriente.
No era una gran pista, pero nadie propuso nada mejor.
—Considero que sería prudente descansar antes, aunque sea un poco—propuso Piper.
—Sí, por favor—secundó Leo.
—Está bien—aceptó Jason—. A todos nos vendrá bien. Llevamos un día viajando sin parar. Leo, ¿puedes sacar comida del cinturón aparte de caramelos de menta?
—Creía que no me lo ibas a preguntar nunca. ¡El chef Leo está en ello!
Piper y Jason se sentaron en una repisa de ladrillo mientras Leo hurgaba en su mochila.
Jason se alegró de poder reposar. Todavía estaba cansado y aturdido, y también tenía hambre. Pero, por encima de todo, no tenía prisa por enfrentarse a lo que les esperaba más adelante. Hizo girar su moneda de oro entre los dedos.
"Si mueres"—le había advertido Hera—, "será a manos de ella".
Quienquiera que fuera "ella". Después de Quíone, la madre cíclope y la extraña mujer durmiente, lo último que Jason necesitaba era otra villana psicópata en su vida.
—No fue culpa tuya—dijo Piper.
Él la miró sin comprender.
—¿Qué?
—Que nos atacaran los cíclopes—dijo—. No fue culpa tuya.
Jason miró la moneda en la palma de su mano.
—Fui tonto. Nos guié a una trampa. Debería haber sabido...
No terminó. Había demasiadas cosas que debería haber sabido: quién era, cómo luchar contra los monstruos, cómo los cíclopes atraían a sus víctimas imitando voces, ocultándose en las sombras y recurriendo a otros cientos de tretas. Se suponía que toda esa información estaba en su cabeza. Notaba las zonas donde debería estar como bolsillos vacíos. Si Hera quería que triunfara, ¿por qué le había robado los recuerdos que podían ayudarle? Ella afirmaba que su amnesia lo había mantenido vivo, pero eso no tenía sentido. Estaba empezando a entender por qué Annabeth había querido dejar a la diosa en su celda.
—Oye—Piper le dio un codazo en el brazo—. No seas demasiado duro contigo. Que seas hijo de Zeus no significa que seas un ejército.
A escasa distancia de ellos, Leo encendió una pequeña hoguera para cocinar. Iba tarareando mientras sacaba provisiones de la mochila y el cinturón.
A la luz del fuego, parecía que los ojos de Piper danzaran. Jason llevaba días examinándolos y seguía preguntándose a qué se debían sus colores anómalos.
—Sé que esto debe de ser difícil para ti—dijo—. No sólo la misión. La forma en que aparecí en el autobús, que la Niebla jugara con tu mente y te hiciera creer que yo era... ya sabes.
Ella bajó la vista.
—Sí, bueno, ninguno de nosotros lo pidió. No es culpa tuya.
Piper tiró de las pequeñas trenzas que tenía a los lados de la cabeza. Una vez más, Jason pensó en lo mucho que se alegraba de que ella hubiera perdido la bendición de Afrodita. Con el maquillaje, el vestido y el peinado perfecto, parecía una chica de veinticinco años, glamurosa y totalmente inalcanzable. Él nunca había pensado en la belleza como una forma de poder, pero eso es lo que le había parecido Piper: poderosa.
Le gustaba más la Piper corriente: alguien con quién podía relacionarse. Pero lo más raro era que no podía quitarse la otra imagen de la cabeza. No había sido una ilusión. Esa otra faceta de Piper también estaba allí. Ella simplemente hacía todo lo posible por ocultarla.
—En la fábrica ibas a decir algo sobre tu padre—dijo Jason.
Ella recorrió los ladrillos con los dedos, como si estuviera escribiendo un grito que no quería vocalizar.
—Ah, ¿sí?
—Piper, está en peligro, ¿verdad?—dijo él.
En el fuego, Leo estaba removiendo pimientos y carne en una sartén.
—¡Sí, señor! Ya casi está.
Piper parecía al borde de las lágrimas.
—Jason... no puedo hablar de ello.
—Somos tus amigos. Deja que te ayudemos.
Eso pareció hacer que se sintiera peor. Respiró con aire trémulo.
—Ojalá pudiera, pero...
—¡Y bingo!—anunció Leo.
Se acercó con tres platos apilados en los brazos como un camarero. Jason no tenía ni idea de dónde había sacado toda la comida, ni de cómo la había preparado tan rápido, pero tenía un aspecto estupendo: tacos de carne de vaca y pimientos con patatas fritas y salsa.
—Leo—dijo Piper asombrada—. ¿Cómo has...?
—¡Cocinar es una ciencia! ¡He creado la receta perfecta! ¡El Garaje de Tacos del chef Leo os ofrece un menú reparador!—dijo orgullosamente—. Y, por cierto, es tofu, reina de la belleza, no carne de vaca, así que no te asustes. ¡A comer!
Jason no estaba seguro con respecto al tofu, pero los tacos sabían igual de bien que olían. Mientras comían, Leo intentó relajar el ambiente y bromear un poco. Jason daba gracias de tener a Leo con ellos. Restaba un poco de intensidad e incomodidad al hecho de estar con Piper. Y al mismo tiempo, deseaba estar a solas con ella, pero se reprendía a sí mismo por pensar así.
Cuando Piper acabó de comer, Jason la animó a que se acostara. Sin decir una palabra más, ella se acurrucó y colocó la cabeza en el regazo de él. A los dos segundos estaba roncando.
Jason alzó la vista hacia Leo, que estaba haciendo esfuerzos visibles por no reírse.
Permanecieron sentados en silencio unos minutos bebiendo la limonada que había preparado Leo con agua de la cantimplora y unos polvos.
—Es absolutamente delicioso, ¿verdad?—sonrió Leo.
—Deberías montar un puesto—dijo Jason—. Te harías de oro.
Pero mientras contemplaba las ascuas del fuego, algo empezó a preocuparle.
—Leo... eso del fuego que puedes hacer... ¿es verdad?
La sonrisa de Leo vaciló.
—Sí, bueno...
Abrió la mano. Una pequeña bola de fuego se encendió y empezó a danzar sobre su palma.
—Es alucinante—dijo Jason—. ¿Por qué no nos dijiste nada?
Leo cerró la mano y el fuego se apagó.
—No quería parecer un fenómeno.
—Yo tengo poderes que me permiten volverme una mole de músculos, lanzar rayos y controlar el viento—le recordó Jason—. Piper tiene alguna tendencias... violentas, puede ver nuestras emociones y convencer a la gente para que hagan lo que quiere. No eres más fenómeno que nosotros. Eh, a lo mejor también puedes volar. Podrías saltar de un edificio y gritar: "¡Llamas a mí!".
Leo resopló.
—Si lo hiciera, verías despeñarse a un chico en llamas, y gritaría algo más ofensivo que "¡Llamas a mí!". Créeme, en la cabaña de Hefesto no ven con tan buenos ojos los poderes del fuego. Nyssa me dijo que son muy raros. Cuando aparece un semidiós como yo, pasan cosas malas. Muy malas.
—A lo mejor es al revés—propuso Jason—. A lo mejor la gente con dones especiales aparece cuando pasan cosas malas porque es cuando más se les necesita.
Leo retiró los platos.
—Quizá. Pero te lo aseguro: no siempre es un don.
Jason se quedó en silencio.
—Te refieres a tu madre, ¿verdad? A la noche en que murió.
Leo no contestó. No hacía falta. El hecho de que se quedara callado, sin bromear, fue bastante elocuente para Jason.
—Leo, tú no tuviste la culpa de su muerte. Pasara lo que pasase esa noche, no fue porque tú provocaras un incendio. Durante años, la Mujer de Tierra, sea quien sea, ha estado intentando arruinarte la vida, minar tu seguridad, quitarte todo lo que te importa. Ahora está intentando hacerte sentir un fracasado, pero no lo eres. Eres importante.
—Al contrario. Eso mismo es lo que dijo—Leo alzó la vista, con los ojos rebosantes de dolor—. Dijo que yo estaba destinado a hacer algo importante: algo qué haría realidad o impediría la Gran Profecía de los siete semidioses. Eso es lo que me da miedo. No sé si estoy a la altura.
Jason quería decirle que todo iba a salir bien, pero habría sonado falso. No sabía lo que pasaría. Eran semidioses, lo que significaba que a veces las cosas no terminaban bien. A veces uno acababa devorado por los cíclopes.
Si le preguntaras a la mayoría de los chicos: "¿Te gustaría dominar el fuego, los rayos o un ojo mágico?", les parecería fantástico. Pero esos poderes tienen sus desventajas, como estar sentado en una cloaca en pleno invierno, huir de monstruos, perder la memoria, ver a tus amigos casi asados y tener sueños que te advierten de tu propia muerte.
Leo atizó los restos de la hoguera dando la vuelta a las ascuas candentes con la mano.
—¿Te has preguntado por los otros cuatro semidioses? Es decir, si nosotros somos tres de los semidioses de la Gran Profecía, ¿quiénes son los otros? ¿Dónde están?
Desde luego que Jason había pensado en ello, pero intentaba apartarlo de su mente. Tenía la terrible sospecha de que se esperaba que él guiara a los otros semidioses, y tenía miedo de fracasar.
"Os destruiréis los unos a los otros", había asegurado Bóreas.
Jason había sido entrenado para no mostrar miedo nunca. Estaba seguro de ello después del sueño de los lobos. Se suponía que debía mostrarse seguro, aunque no se sintiera así. Pero Leo y Piper dependían de él, y le aterraba la idea de fallarles. Si tenía que liderar un grupo de seis semidioses—seis personas que tal vez no se llevaran bien—, sería todavía peor.
—No lo sé—dijo finalmente—. Supongo que los otros cuatro aparecerán cuando llegue el momento oportuno. ¿Quién sabe? Tal vez ahora mismo estén en otra misión.
Leo gruñó.
—Apuesto a que su cloaca es mejor que la nuestra.
La corriente de aire se levantó, soplando hacia el extremo sur del túnel.
—Descansa, Leo—dijo Jason—. Yo haré la primera guardia.
Era difícil medir el tiempo, pero Jason calculaba que sus amigos llevaban durmiendo unas cuatro horas. A él no le importaba. Estaba descansado y no sentía la necesidad de dormir. Había dormido bastante en el dragón. Además, necesitaba tiempo para pensar en la misión, en su hermana Thalia y en las advertencias de Hera. Tampoco le importaba que Piper lo utilizara de almohada. Tenía una bonita forma de respirar cuando dormía: inspirando por la nariz y expulsando un pequeño soplo por la boca. Casi se quedó decepcionado cuando ella se despertó.
Finalmente levantaron el campamento y enfilaron el túnel.
El conducto serpenteaba, giraba y parecía no tener fin. Jason no sabía qué esperar al final: una mazmorra, un laboratorio de un científico loco o tal vez un depósito donde acababan todos los residuos de retretes portátiles, formando una cara malvada lo bastante grande para engullir el mundo.
En lugar de ello, encontró unas lustrosas puertas de ascensor metálicas, cada una con una M grabada en cursiva. Al lado del ascensor había un directorio, como en unos grandes almacenes.
—¿M de Macy's?—aventuró Piper—. Creo que hay uno en el centro de Chicago.
—¿O de Motores Monocle? —dijo Leo—. Miren el directorio, chicos. Está desordenado.
ESTACIONAMIENTO, PERRERA Y ENTRADA PRINCIPAL: NIVEL DE ALCANTARILLA
MUEBLES Y CAFÉ M: 1
MODA FEMENINA Y ARTEFACTOS MÁGICOS: 2
MODA MASCULINA Y ARMAS: 3
COSMÉTICOS, POCIONES, VENENOS Y ARTÍCULOS DIVERSOS: 4
—¿Para qué una perrera?—dijo Piper—. ¿Y qué clase de grandes almacenes tienen la entrada en una alcantarilla?
—O venden venenos—dijo Leo—. ¿Qué significa "artículos diversos", amigo? ¿Ropa interior?
Jason respiró hondo.
—Ante la duda, empecemos por arriba.
Las puertas se abrieron en la cuarta planta, y en el ascensor entró una fragancia de perfume. Jason salió primero con su nudillera en mano.
—Chicos—dijo—. Tienen que ver esto.
Piper se unió a él y contuvo el aliento.
—Esto no es Macy's.
Los grandes almacenes parecían el interior de un caleidoscopio. Todo el techo era un mosaico de vidrios de colores con los signos del zodíaco alrededor de un gigantesco sol. La luz del día que entraba a través lo bañaba todo de mil colores distintos. Las plantas superiores formaban un círculo de terrazas alrededor de un enorme atrio central, de forma que se podía ver hasta la planta baja. Las barandillas de oro brillaban tanto que costaba mirarlas.
Aparte del techo de vidrio y del ascensor, Jason no veía más ventanas ni puertas, pero había dos escaleras mecánicas que recorrían los distintos niveles. El alfombrado era un espectáculo de color y dibujos orientales, y los estantes de productos eran igual de estrafalarios. Había demasiadas cosas para asimilarlas a la vez, pero Jason vio artículos normales, como perchas de camisas y hormas de zapatos mezclados con maniquíes acorazados, camas de pinchos y abrigos de pieles que parecían moverse.
Leo se dirigió a la barandilla y miró abajo.
—Pero miren esto.
En medio del atrio, una fuente rociaba agua a seis metros de altura y cambiaba del color rojo al amarillo y el azul. En el estanque relucían monedas de oro, y a cada lado de la fuente había una jaula dorada, como jaulas de canario de tamaño descomunal.
Dentro de una de ellas, se arremolinaba un huracán y relampagueaban rayos. Alguien había encerrado a los espíritus de la tormenta, y la jaula vibraba como si intentaran salir. En la otra, inmóvil como una estatua, había un sátiro bajo y musculoso que sujetaba una porra hecha con una rama de árbol.
—¡El entrenador Hedge!—exclamó Piper—. Tenemos que bajar.
—¿Puedo ayudaros en algo?—dijo una voz.
Los tres dieron un salto atrás.
Una mujer acababa de aparecer delante de ellos. Llevaba un elegante vestido negro y joyas de diamantes, y parecía una modelo retirada: debía de tener unos cincuenta años, pero su edad resultaba difícil de estimar para Jason. El largo cabello moreno le caía sobre un hombro, y tenía una cara hermosa al estilo surrealista de las supermodelos: delgada, altiva y fría, no del todo humana. Con sus largas uñas pintadas de rojo, sus dedos parecían más bien garras.
Sonrió.
—Me alegro mucho de ver nuevos clientes. ¿En qué puedo ayudaros?
Leo lanzó una mirada a Jason como diciendo: "Toda tuya".
—Esto...—comenzó a decir Jason—, ¿es suya la tienda?
La mujer asintió.
—La encontré abandonada, ¿sabes? Ya sé que hoy día hay muchas tiendas, así que decidí crear un sitio perfecto. Me encanta coleccionar objetos de buen gusto, ayudar a la gente y ofrecer artículos de calidad a un precio razonable. Así que me pareció una buena... ¿cómo decís?... una primera adquisición en este país.
Hablaba con un acento agradable, pero Jason no acertaba a adivinar de dónde era. Sin embargo, estaba claro que no era hostil. Jason empezó a relajarse. La mujer tenía una voz sonora y exótica. Él tenía ganas de seguir oyéndola.
—¿Así que es usted nueva en Estados Unidos?—preguntó.
—Soy... nueva—convino la mujer—. Soy la princesa de Colchis. Mis amigos me llaman Su Alteza. ¿Qué estáis buscando?
Jason había oído hablar de los extranjeros ricos que compraban grandes almacenes en Estados Unidos. Por supuesto, en la mayoría de los casos, no vendían venenos, abrigos de pieles vivos, espíritus de la tormenta ni sátiros, pero aun así... con una voz tan bonita como aquella, la princesa de Colchis no podía ser del todo mala.
Piper le dio un codazo en las costillas.
—Jason...
—Ejem, claro. En realidad, Su Alteza...—señaló la jaula dorada de la primera planta—. Ese de ahí es nuestro sátiro, Gleeson Hedge. ¿Nos lo puede... devolver, por favor?
—¡Por supuesto!—respondió la princesa inmediatamente—. Me encantaría enseñaros mi inventario. Pero primero, ¿puedo saber vuestros nombres?
Jason vaciló. No le parecía buena idea decir sus nombres. En lo más recóndito de su mente se ocultaba un recuerdo: algo sobre lo que Hera le había advertido, pero parecía borroso.
Por otra parte, Su Alteza se disponía a colaborar con ellos. Si conseguían lo que querían sin luchar, sería mejor. Además, aquella mujer no parecía una enemiga.
Piper comenzó a decir:
—Jason, yo no...
—Esta es Piper—dijo él—. Y este, Leo. Yo soy Jason.
La princesa clavó la vista en él y, por un instante, su cara brilló de verdad, resplandeciendo con tanta ira que Jason le vio el cráneo bajo la piel. A Jason se le estaba nublando la mente, pero sabía que algo no encajaba. Luego el momento pasó, y Su Alteza volvió a parecer una mujer elegante normal, con una sonrisa cordial y una voz tranquilizadora.
—Jason. Qué nombre más interesante—dijo, con una mirada fría como el viento de Chicago—. Creo que tendré que haceros un trato especial. Venid, niños. Vamos de compras.
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