Un
Historia de niños
Hugo
Siempre he considerado el pueblo algo silencioso. Quizá sea una idea que tengo desde que mi padre lo mencionó alguna vez. Él lo llamaba Gévaudan. Ahora todos se refieren a él como Le Rozier. Triste, porque me gustaba más el nombre que le dieron mis ancestros.
El silencio de Le Rozier era reemplazado por los comentarios de la gente por la escasez y descontento generado por la recién terminada guerra*. Les dolía haber perdido contra esos rebeldes y bárbaros llamados prusianos y los precios de víveres habían ascendidos hasta los cielos.
Papá siempre me recomendó mantenerme alejado de cosas relacionadas a los gobernantes o la política. Aquella vida la consideraba una "vida sucia y oscura". La vida en el campo era mucho más venidera y, aunque era magistralmente más dura, uno podía estar más tranquilo entre sus semejantes.
Ya habían pasado unos meses desde que había comenzado el otoño. La gruesa bufanda de lana me daba picor en el cuello mientras intentaba afilar los cuchillos para deshuesar. Me la quité de inmediato; el establo estaba más cálido de lo que imaginaba. La piedra de afilar ya necesitaba un cambio. Ya no desempeñaba bien su función. Tenía que comentarle la situación a mi patrona.
Salí del establo y observé de reojo la grácil figura de ella: la recién llegada a la granja.
No puedo negar que ella llamó mi atención desde que llegó a trabajar con la familia Faure. La he visto en los campos de trigo, con una cesta bajo el brazo y un pañuelo blanco cubriéndole su cabello pelirrojo.
Quizá haya sido eso lo que me había llamado la atención desde un principio: su llameante cabello. En mi familia aquello era considerado algo extremadamente raro y que traía mala suerte, pues era el mismo color que el fuego y la sangre. Además, era la primera vez que veía el tono rojo en el cabello. Mis ojos solo estaban acostumbrados a castaños, caobas y rubios.
Había escuchado de las matronas que su nombre era Jeannette. No sé su apellido. Y no pensaba preguntarle. Quería saber todo sobre ella, sin tener que hacer ni siquiera contacto visual con ella. No quería tener nada que ver con ella y realmente maldigo a mi mente que se mantiene con la idea de conocerla, aún ante mi terquedad de que era un mal augurio.
Vengo de una familia de druidas, hechiceros de la naturaleza, como le diría yo. Nosotros no somos brujos, no somos malvados. Sin embargo, decir que utilizas magia podría resultar chocante para un pueblo conservador y religioso. Por esta y muchas más razones me mantengo callado y lejano a los demás. Vivo reprimido y, aunque amo mi ascendencia mágica, no puedo permitir que alguien más lo descubra.
Actualmente trabajo aquí, en los establos de la familia Faure, cuidando de sus caballos y carruajes y realizando alguna que otra actividad que requiera el dueño de la finca. El señor Faure me enseñó carpintería y conoce que mi familia es druida ya que mi abuela cuidó a su hija cuando ésta cayó de niña con una extraña enfermedad.
Florence Faure se convirtió en mi única amiga desde entonces. Mi padre se esforzó para que yo me haga su amigo y la acompañara en su recuperación cuando teníamos trece años. Sí, ella y yo tenemos la misma edad, apenas tenemos un mes de diferencia.
Florence desde ese entonces se volvió frágil y enfermiza. Ya no iba a buscarme a los establos como lo hacía antes, su corazón cada día amanecía más débil.
Mi abuela solía ir a veces por las madrugadas, antes que saliera el sol para evitar el qué dirán de los vecinos, para darle hierba medicinal y eliminar los malos espíritus. Aparte de eso, los Faure habían contratado a un médico que aparecía cada semana para chequarla.
Al encaminarme a decirle a la señora Faure, me encontré con Elise, la jefa de las cocinas. Estaba preocupada.
-¿No te has enterado, Hugo? -comentó mientras guardaba unos platos en los anaqueles -. Dicen que dos pastores vieron nuevamente a la Bestia de Gévaudan.
Oír mencionar ese nombre hizo que se me helara la sangre y me quedara petrificado en el sitio.
-..me dije a mí misma que sería mentira pero esos hombres parecían que si se hubiesen encontrado al mismísimo demonio.
-No hay mucha diferencia entre el demonio y esa bestia, Elise -dije sin creer lo que me había dicho-. Tengo que contárselo a mi abuela.
-¿Tu abuela cree en ese cuento? Por gusto la vas a asustar. Estoy segura que esos hombres solo quieren desestabilizar la tranquilidad del pueblo de Le Rozier. Ya tenemos suficiente con los resultados de la guerra y la subida de precios. No necesitamos asustarnos de historias ficticias de bestias inexistentes.
Mi abuela me había comentado acerca de ese monstruo. Que la hayan visto era de verdad un pésimo augurio.
De repente, las mucamas comenzaron a correr por los pasillos con toallas húmedas y comentando lo que ocurría. Una de ellas apareció en la cocina y nos comentó que estaba ocurriendo: Florence no despertaba y su madre la había descubierto.
Otra espantosa noticia.
Le dije a Elise si tenía materiales para un mejunje que había aprendido en mi enseñanza de druida. Le mentí diciendo que un médico me había enseñado una técnica de resucitación. Mientras ella buscaba los ingredientes, corrí de regreso a los establos en búsqueda de mi morral con mi libro de hechizos. De camino, me choqué con tres chicas que venían de la recoger trigo, todas sudorosas y sucias de tierra. Una de ellas era la chica pelirroja.
Las tres notaron la desesperación en mi rostro y me preguntaron que ocurría. Yo no tuve más remedio que decirles la verdad para quitármelas de encima. La más afectada fue Jeannette quien corrió hacia dentro de la casa sin importarle su estado sucio e impresentable.
Fue lo último que ví, yo solo fui a buscar mis cosas.
Tomé lo necesario y subí al segundo piso de la casona donde estaban las habitaciones. Hace algunos años Florence y yo corríamos entre juegos por el vestíbulo y bajábamos las escaleras a brincos. Ese deja vu fue tan fuerte que mi mente divagó unos instantes de lo que realmente debía hacer.
Empujé a la servidumbre que hallaba en el camino y me abrí paso hasta su habitación, donde me recibieron su madre y Odette, su ama de llaves. Ya había llegado Elise con lo que le había solicitado y había decenas de toallas húmedas y raíces que probablemente la señora había solicitado.
Al verme, la señora Faure mandó al resto de la servidumbre fuera de la habitación y solo quedamos las únicas tres de las pocas personas que conocían mi preparación como druida: la señora Faure, Jules el mayordomo y Odette.
Sin embargo, una cuarta presencia al otro lado de la habitación me detuvo de comenzar a conjurar un hechizo curativo.
-No te preocupes Hugo. Jeanne sabe de esto y no le dirá a nadie.
Esa fue la primera vez que ví a los ojos de la chica pelirroja. Eran de un azul tan gélido como los de un fantasma. Eran desconcertantes y a la vez, fascinantes. Ella me respondió con una voz tenue, casi inaudible.
-Mis padres fueron gitanos y conozco la magia que practicas. Tu secreto está a salvo conmigo.
Otra persona más que conocía mi secreto. Otra persona más que debía de preocuparme.
Florence soltaba pequeños quejidos entre lo que parecia una espantosa pesadilla. Le costaba respirar.
Recité unos encantamientos de iniciación del ritual y dibujé el símbolo de protección en una de las páginas arrancadas de un libro de la estantería al lado de la cama. Tomé el agua de hierba campanilla y la esparcí sobre su rostro dibujando nuevamente el símbolo de protección sobre su frente.
Entonces Flo pareció recobrar el tono rojizo de sus mejillas. Su respiración se calmó y dejó de emitir quejidos de dolor. Continuó durmiendo plácidamente.
La señora Faure se secó las lágrimas de angustia y soltó la mano de Odette. Corrió a abrazarme y luego me agradeció. Le dije que no era ningún problema ya que no dudaría en salvar a mi mejor amiga.
Detrás del fornido cuerpo de la matrona, Jeannette me daba una sonrisa corta.
Me fue difícil ignorar ese adorable gesto de la chica. Ironicamente, fue más importante para mí que las gracias de la señora Faure. Agarré mis cosas y salí de la habitación para dejar descansar a Flo, no sin antes decirle a la señora Faure que me avise cuando despertara para pasar a verla. Nuevamente me agradeció y sacó a todos los curiosos que trataban de oír lo que sucedía a través de la puerta.
Jeannette fue la que siguió mis pasos hacia los establos.
-Así que eres aprendiz de druida, ¿eh?
-No lo digas tan alto. Te pueden oír.
-Tranquilo, aquí todos tienen oídos de soldado. No me oirían aunque se los pidiese. No tengo voz aquí.
Arrugué las cejas. No entendí ese comentario.
-Si no fueras importante, ¿por qué estabas metida en el cuarto de Florence Faure? Solo Odette puede entrar allí y Jules cuando la señora lo permite.
-Porque Flo es mi amiga.
Yo creí que Flo solo me tenía a mí como amigo. Jamás había visto a Jeannette antes o en la casa de los Faure. No entendía como se conocía con esa chica extraña.
-Mi mamá confeccionaba los vestidos de Flo y los trajes de guerra del señor Faure. Cuando iban a nuestra casa a probarse los trajes, yo jugaba con Flo cuando éramos niñas.
¿Por qué Florence nunca me había comentado de ella? Nosotros nos contábamos todo el uno al otro cuando ella estaba sana. Solo nos distanciamos cuando su enfermedad se interpuso. No comprendía. Solo pude limitarme a asentir y a decir dos palabras.
-Ya veo.
Jeannette me miraba como si fuera un escarabajo repugnante pero tenía un cierto interés por mí.
Al llegar a los establos, los caballos relincharon. No sabía si fue por mí o por la chica nueva.
-¿La señora te aceptó en puesto de servidumbre? ¿Por qué? -pregunté mientras continuaba intentando afilar los cuchillos. Maldije no haberle comentado a la señora sobre lo de la piedra de afilar.
-Porque mi tía se lo pidió. Necesitaba ganar dinero de alguna manera. Ella se volvió mi tutora desde que mi madre falleció. Cuando la señora Faure se acercó para darnos el pésame, mi tía le propuso que trabaje para ella puertas adentro. La señora Faure me designó la cosecha de grano. Estoy demasiado agradecida con ella.
Sentí pena por Jeannette. Parecía una linda chica. En esa conversación tomé más en cuenta su apariencia física: piel pálida y pecosa, cuerpo tan delgado como una espiga de trigo, una sonrisa ladeada en la que un único hoyuelo aparecía del lado derecho y su característica más notoria, su brillante pelo rojo que caía como una cascada llameante por su espalda.
No era la chica más linda del pueblo en lo absoluto, pero había algo en ella que me parecía atractivo.
-Por cierto, soy Jeannette Roux. Lamento no presentarme antes -me tendió la mano como un muchacho cosa que me sorprendió bastante. Aunque más me sorprendió su apellido: "Roux" rojo en francés. Que conveniente.
-Hugo Bonnet.
-Más frío que un invierno en Mouthe**
-No es gracioso.
Quería quitármela de encima y trataba de alejarla de mí con mi actitud esquiva. Siempre funcionaba. Ella tuvo que ser la excepción.
Aquel día tenía catorce años y fue el día que Jeannette Roux llegó a mi vida.
Notas:
*se refiere a la guerra franco-prusiana ocurrida entre el 19 de julio de 1870 y el 10 de mayo de 1871 entre la imperio francés y el reino de Prusia.
**región considerada la más fría de toda Francia.
Proxima actualización: 6 de Julio
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