Six
Pesadillezco
Todo era de un negro tan profundo y vulgar que era posible distinguir los alrededores. Sabía que mis ojos eran capaces de observar pero la oscuridad me envolvía completamente.
De repente, oí el retumbar de unos tambores y una luz cálida me cegó la vista. Sentí el aroma a leña quemada en la nariz. Estaba muy cerca, mezclada con otro centenar de olores mohosos que me fue imposible de distinguir.
Era una fogata frente a mí. No. Más bien una pira ardiente.
Intenté moverme a inspeccionar, mis piernas no respondieron. Era un vil espectador de la escena.
Una figura extraña y humanoide se presentó frente a mí. Usaba un cráneo como una máscara, cubriendo por completo su identidad. Vestía gabardina negra, o quizá era de otros tonos que no pude distinguir de entre las sombras. Los tambores golpeaban con fuerza ante la aparición de aquel ente de aura maligna.
El retumbar se volvió más enérgico, como si alentara a la criatura frente a mí. La pira se encendió más y unos brillantes ojos se encendieron tras el cráneo de un animal que no pude reconocer. Lo único que destacaba son unos gigantescos cuernos similares a los de una cabra. Pero no era el de dicho animal, la dentadura del cráneo no coincidían al ser los de un carnívoro.
Las llamas se arremolinaron ante aquella criatura y pude apreciar más detalles. Gabardina negra con morado, decorada con hilos de plata y oro con una bufanda negra de piel de tejón, manos enguantadas y, titilando sobre la frente, una simbología extraña de algo similar a una luna menguante o creciente.
La criatura quería que apreciara su inmenso poder. Ansiaba sentir mi miedo como una dicha para su corrompida alma.
El fuego dibujaba arabescos alrededor de la criatura demoníaca mientras su gabardina de sombra combinaba la luz con su negrura.
Yo quería huir de allí. Mis piernas y brazos seguían sin responder. Intenté gritar pero solo oía el retumbar incesante de los tambores. El compás iba increscendo. Cada vez más rápido y agresivo.
La criatura dibujaba con sus dedos el camino de fuego y las sombras y lanzaba sus últimos cánticos a la maldición.
El tambor se detuvo de golpe...
Todo quedó en silencio sepulcral. Todo permaneció inmóvil.
Al cabo de unos segundos, un gruñido emanó de la profundidades del averno.
El fuego se fue extinguiendo de a poco y las sombras dispersando. El brujo del cráneo se apartó de su sitio y con un movimiento grácil de su túnica, me dejó contemplar los ojos de la bestia.
El resoplido y gruñido del monstruo me heló la sangre. Entonces, el brujo levantó la mano y señaló hacia mí. El monstruo oculto se relamía las fauces.
La figura humanoide cambió la posición de su mano a simular que agarraba algo. Más bien, que lo apretujaba.
Mi respiración estaba entrecortada y ansiaba gritar de horror cuando vi como la criatura se abalanzaba sobre mí con las fauces abiertas...
Desperté sudoroso y agitado, con una mano en el pecho. No podía respirar bien y tenía unas inmensas ganas de devolver todo lo que había comido.
Nadie se percató mi estado, todos dormían plácidamente.
Sentado sobre la pila de heno donde dormía, distinguí los alrededores. Entonces noté que la figura de Joffre no estaba en su lecho de dormir, tampoco el viejo caballo tordo estaba en su establo.
Afuera de los establos, la naciente mañana permanecía fría, tanto que el aliento se congelaba. A comparación con otras noches de la temporada, esa había sido una muy fría e inusual.
Caminé por el prado esperando ver algún atisbo del paradero del hombrecillo. Un disparo lejano lo delató.
Mi mente pensó inmediatamente lo peor. Mis piernas actuaron por inercia y comencé a correr en dirección al ruido.
El tramo se me hizo corto. Me sorprendió ver a Joffre con dos conejos muertos atados a su cintura mientras Louie olisqueaba el sitio ante el rastro de una tercera presa. Al verme, el can se olvidó de su puesto se cazador y corrió a verme y saltar a mi alrededor para saludar.
Joffre no esperaba que lo descubrieran. Estaba algo molesto por ello.
—Quería quitarme las ganas de algo de carne. Eso es todo. Además, podría fabricarle unos bonitos guantes a la señorita en compensación por no decirle de esto. No quería que ella se entere que estaba cazando en sus tierras sin su permiso.
—Creo que debiste pedirlo desde un principio.
Joffre asintió cabizbajo. Estaba avergonzado.
Un ruido cercano nos alertó. El primero en notarlo fue Louie que erizó el pelaje y comenzó a gruñir hacia atrás de mí. De un brinco me acerqué a Joffre, quién empuñaba el rifle hacia un blanco que decidiera asomarse de entre el follaje.
El recuerdo de mi pesadilla volvió a mi mente. Los colores, el olor a quemado y la visión del monstruo y su amo aparecieron como imágenes vívidas a lo que esperaba que lo que sea qué haya hecho aquel ruido apareciera.
Para nuestra sorpresa, un gran ciervo macho saltó de entre el follaje y casi nos golpea.
Louie fue a perseguirlo para tratar de acorralarlo. Fue tan inesperado que no le dió tiempo a Joffre de preparar el tiro perfecto y disparó fallando algunas veces. El ciervo escapó perdiéndose en el follaje.
—Hubiera cazado a ese ciervo. Esos cuernos hubieran valido algunos francos en el mercado —bufó corriendo tras el animal tratando de seguir el ruido de los ladridos de mi perro blanco.
El viento aulló de repente. Las ramas se mecían sobre nuestras cabezas. El crepúsculo comenzaba a alzarse en el cielo. Sin embargo, el clima era gélido; casi polar. No me convencía que el invierno se haya adelantado tanto a su época. Algo andaba mal.
Tanto tiempo entre la inmensidad del bosque me decía que algo era extraño. Sentía que me observaban. Díganme paranoico, pero un druida siempre debe estar alerta. O eso me dijo siempre mi padre.
Me hinqué en una rodilla y coloqué la palma en el suelo. Con la yema de dedo, dibujé entre la tierra un hechizo de revelación, uno de los más sencillos que me enseñó mi abuela. El único que recordaba sin ayuda de mis libros de encantamientos. Me cercioré que Joffre seguía lejos. Lo finalicé, marcándolo con ayuda de unas setas silvestres. Era de efecto inmediato.
En efecto, un cuervo alzó el vuelo graznando de manera ruidosa. No logró escapar entre las copas de los árboles. Se deshizo en un manojo de plumas y arena negras que cayeron muy cerca de mí.
Tragué en seco. Aquello obviamente era obra de algún otro practicante de magia. ¿Me estaba espiando? ¿Qué deseaba?
Las preguntas me zumbaban en la cabeza y quedé absorto en mis pensamientos. Todo hasta que Joffre apareció haciendo escándalo y quejándose de haber corrido tanto por nada. No había rastro de Louie cerca de él.
—No sé porque creí que podría alcanzarlo —dijo jadeante, recobrando el aliento doblado hacia el frente. Allí pudo percatarse que mi perro no lo había seguido —. ¿Y donde se ha metido ese chucho fantasma?
Fue una sorpresa que el perro apareciera de repente robando uno de los conejos atados a la cintura del hombrecillo. Un millar de maldiciones e insultos que ya ni siquiera recuerdo bien ni deseo recordar emanaron de su boca. “Perro del demonio” es la que más repetía mientras echaba a correr para rescatar su presa antes de que Louie se diera un banquete con ella.
El silencio del crepúsculo fue reemplazado por el trinar de mirlos y golondrinas, que salían de sus nidos ansiosas por empezar un nuevo día. Entre el séquito de pájaros, el grito de una rapaz nocturna me hizo pegar un brinco del susto. Lo más prudente era salir del bosque inmediatamente. Dando traspiés, corrí siguiendo el paso de mi perro y de Joffre, dejando la sombra de la inmensidad de árboles atrás.
La luz me recibió con su calidez característica en un abrazo delicado. Podía respirar tranquilo ahora. El bosque se erguía salvaje tras de mí y, por primera vez, sentí el recelo que mi abuela posee hacia él. Mi padre, por el contrario, nunca le temió y eso lo llevó a su desaparición...
Colin ya estaba despierto y mejor vestido para iniciar los preparativos en la casona. Nos recibió con un insulto y una palmoteada justo en el medio de la espalda que me hizo dar un respingo. A la final, Joffre pudo quitarle el conejo intacto a Louie por lo que mi perro solo se ganó una insultada y no un castigo.
Colin mencionó que eso se había ganado por ocultarle su actividad a la señora. También me ordenó ponerme en mejor apariencia. Aproveché su discusión para cambiarme e irme con Colin de inmediato. No tardé más de tres minutos y dejamos a un agotado Joffre echarse en el heno a darse una siesta antes de que las mucamas lo llamen para cualquier recado.
Dentro del la casona ocurría un correteo de un lado a otro de quiénes quedamos en ordenar todo para los visitantes que vendrían pronto. En el centro de todo y también dándonos una mano de apoyo, Jeanette, de un vestido violeta claro, comandaba como el director de la orquesta y decidía que era lo mejor para el orden y la apariencia del salón principal.
Ella nos dijo que mañana trabajaríamos en el techo, que hoy teníamos un trabajo especial junto con Michelle y ella.
—Llevaremos nuestro trigo a la feria organizada por el señor Bathory en su finca. Fue algo de última hora, por eso no se llevará en la casa municipal de Rousses —dijo la pelirroja. Entendí el porque de su vestido tan elegante. Por detrás de ella, Michelle tenía el tocado de su señora lista para ir a darle unos últimos retoques—. Quiero que carguen en el carro seis sacos de trigo y unos puñados en unas bolsitas para poderlo dar a oler y probar.
Miré sorprendido a Colin. Él no me correspondió y solo escuchaba atento a las órdenes.
—Tengo un buen presentimiento —recalcó Jeanne con una sonrisa brillante—. Iré a arreglarme el cabello. Salimos luego de eso. Cerciórense cargar todo antes de que estemos listas.
Michelle haló a su señora para apresurarla, llevándola a su habitación. Antes de marcharse, dijo con una sonrisa:
—Agradezco mucho que hayan venido mejor presentados.
Lo dijo sin quitarme la mirada de encima. Por primera vez, yo no la evité. Quedé absorto en el profundo océano de sus ojos. Y ella se marchó junto con Michelle.
Mientras Colin se encargaba de cargar el trigo almacenado en el silo en sacos, yo alistaba el carro. Corrí al establo en búsqueda de lo necesario. Me encontré con un Joffre desparramado sobre el heno, roncando como un viejo sabueso. Aguantándome la risilla ante tan cómica escena, tomé los utensilios y riendas y alisté al caballo de Joffre, el gran percherón marrón, caballo de tiro y carretas. Se llamaba Curry. Joffre siempre con sus nombres graciosos.
Cuando ya tuve el carro listo, avancé hasta el silo, sorprendiendo a Colin, quien ya iba caminando a la plazoleta con un saco a hombros. Cargamos los sacos y fuimos a esperar a nuestra señora.
—Tu conducirás hoy, Hugo —sentenció Colin sentándose en la parte de atrás, atando con fuerzas los sacos y contando las bolsitas.
—Está bien, no tengo problema.
—No vayas muy rápido. No querrás marear a la señorita.
Entonces entendí bien la situación. Jeanne iba a sentarse a mi lado, mientras que Colin y Michelle irían en la parte de atrás. El viejo inglés me leyó como un libro al ver mi rostro.
—¿Creíste que te iba a acompañar al frente? —rió.
Otra vez, tragué nervioso. El caballo relinchó respondiendo a mis emociones. Un golpe de látigo lo compuso.
Las figuras de las dos doncellas aparecieron luego de eso. Ambas agarradas de los brazos, Michelle acunando el de su señora entre los suyos. La mucama había cubierto su cabello amarillo como paja fresca en un pañuelo blanco, haciendo juego con su vestido amarillo pastel. Jeannette, en cambio, resaltaba en su angelical vestido violeta con ese tocado con detalles en tul, adornado con una única trenza, en un recogido algo improvisado. Algunos cabellos rebeldes caían sobre su rostro pecoso.
La muchacha subió enérgicamente al asiento a mi lado, a la espera que su mucama hiciera lo mismo. Yo me quedé rígido como tronco al tenerla tan cerca. Había interactuado tan poco con ella que me era incómodo.
Allí, teniéndola tan cerca, pude notar algunas diferencias que cuando la conocí por primera vez: En primer lugar, su cabello estaba más vívido, de un color tan encendido como el hierro al rojo vivo. En segundo, su cuerpo de mujer a punto de llegar a la adultez, con una postura tan grácil que era imposible imaginar que antes era una muchacha desgarbada. Parecía haber siempre sido una joven acomodada de buenos modales.
La amplitud de su sonrisa es algo que pensé también mencionar. Sin embargo, eso fue algo que caracterizó a Jeannette desde siempre. Su actitud tan positiva y encantadora fue algo que la acompañaba e irradiaba con cada paso.
Con ese mismo gesto, Jeanette tendió las manos pidiéndome las riendas del carro.
—¿Puedo?
Como podría decirle que no a mi señora y a ese rostro tan encantador.
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