Huit
Al mejor postor

Jeannete
La casa estaba llena de personas. Era una muchedumbre elegante casi en su totalidad de hombres. Mi corazón latía desbocado, amenazando escapar de mi pecho. Quería huir de allí, mis pensamientos eran difusos. Sin embargo, el agarre firme de la mano de Michelle sobre la mía me traía de vuelta a la calma.
Observaba el salón abarrotado de sombreros de copa oscuros y elegantes trajes. El frío del otoño obligaba a los comensales a usar gabardinas y sacos de lana, sin quitarles el porte y elegancia a los caballeros. Pude contar apenas dos damiselas ocultas tras la marea de hombres, tomadas de las manos de sus esposos que las arrastraban en busca de un mejor producto.
Podía apreciar algunos rostros conocidos. Estaba Hercule Bourbon, el dueño de la destilería, en busca del mejor grano de cebada para su producción. Al otro lado del salón llamaba la atención por su sombrero de copa grisáceo el caballero Gustav Piaf, famoso por hacer negocios con los ingleses, no muy queridos en éstas tierras. También estaba Tristan Huxley, el único americano residente en Rousses. Y ellos solo eran tres de las decenas de los posibles clientes. Me remordían los nervios de imaginarme hacer negocios con alguno de esos respetables hombres.
Michelle fue la que se mostró más valiente a ofrecer nuestro grano a los cercanos a nosotras. Decidí aceptar su iniciativa y realizar lo mismo.
Ellos tenían tres reacciones ante mí: se mostraban impávidos, huían o me daban una mirada de repudio y me pedían que les diera su espacio de una manera hiriente pero jamás grosera.
¿Tanto era el repudio de que una mujer no pudiera mantener su propia granja?
Gracioso resultó el pensamiento inicial de que iba a ser sencillo entablar relaciones con aquellos caballeros.
Pasamos en ese plano ridículo por veinte minutos. Michelle tiró la toalla, es decir la bolsa de grano, a los trece. Traté de convencerla a seguir cuando un caballero preguntó por el grano. Era alto y delgado, de una mirada distante y gélida. No le calculaba mucha más edad que la mía pero sus galas eran tan majestuosas como las de los Muller, los mejores agricultores de algodón de la zona, tan asquerosamente ricos para darse lujos de viajar a Estados Unidos cada vacación.
El joven enseguida llamó la atención de Michelle y se mostraba embobada hacia él. Me hacía señas de que lo engatusara para que compre el producto. Mi inexperiencia me hizo dudar en un inicio. Aún así, el semblante del joven me transmitía una tranquilidad inexplicable, como si en realidad escondían la sabiduría de un anciano.
—¿A cuánto? Se nota que son de excelente calidad.
Me mostré positiva y altanera.
—No lo dude señor. Los granos Leroux son de los mejores en todo Rousses —cercioré dejando que el joven oliera el grano de una de las bolsitas.
Él tomó un puñado y lo llevó a su nariz. Aspiró el aroma y una sonrisa apareció en su rostro.
—Le creo señorita. Su esposo debe estar orgulloso de su producto.
Su comentario me cayó como un balde de agua fría en la cabeza. El desagrado se evidenció en mi rostro, él pudo notarlo de inmediato.
—No estoy casada, señor...
—Perdone mi incompetencia. Supuse que una mujer tan encantadora como usted tendría a alguien en su vida— el muchacho tenía el semblante tan apenado como el de un perro triste. Apretó los dientes tratando de disuadir la culpa y la vergüenza que le habían provocado sus palabras—. Le ruego me disculpe.
—Descuide —no quería incomodar más a mi posible cliente—. Le ofrezco cada saco por diez francos.
El misterioso caballero me observaba detenidamente, con sus ojos pardos entrecerrados, casi somnolientos. Los otros hombres a nuestro alrededor se mostraron curiosos ante la posible venta.
Los ojos de nada más ni nada menos que Gustav Piaf se postraron en nosotros. Le daba una calada a su cachimba negra, atento a la respuesta del joven cliente frente a mí.
El joven sonrió de lado. Pensé que iba a comenzar a regatear como todos los demás en la sala. Me sorprendió al oír que accedía pagar lo que yo ofrecía.
—El mejor grano debe ser vendido al mejor postor...
A Gustav Piaf le pareció aquel comentario muy incompetente. Como por arte de magia, el hombre pidió a Michelle dejarle oler nuestro grano para descubrir su calidad.
—Vaya. Este es un muy buen grano. De los mejores de esta sala.
—Mi olfato y mi intuición nunca fallan, messieur Piaf.
—No me extraña nada de usted, messieur Boyer.
Jamás había oído ese apellido pero parecía ser alguien de renombre. La mayoría de los presentes desviaron la vista a quienes parecían ser dos de los hombres más conocidos y respetables de aquel salón de ventas.
—Te daré 12 francos por todos tus sacos, ¿le parece señorita? —mencionó Gustav Piaf soltando el humo de su cachimba casi en mi rostro—. No pienso dejar que Boyer se lleve el mejor producto otra vez.
Michelle me hizo darme cuenta que tenía la boca abierta por todo lo que ocurría. No era digno de una dama. Me compuse y traté de no emocionarme demasiado. Sin embargo, no podía traicionar a mi primer cliente.
—Le venderé primero a messieur Boyer. Él pidió primero. Lo siento.
Otra vez el conocido mercante se mantuvo incrédulo ante mi respuesta. —Le ofrezco más por su grano y le garantizo que partirá hacía París para que realicen harina y pan para la familia real. Le doy mi palabra.
Aquello me honraba tanto que pensé que me iba a desmayar. Michelle también estaba emocionada por nuestro repentino golpe de suerte.
Sentimos las miradas de envidia de otros vendedores de trigo en nuestras nucas. Aún así, me mantuve recia ante mi decisión y volví hacia el señor Boyer.
—Dígame cuantos sacos desea, messieur.
Él solo sonrió y se acercó a mí para agarrarme por las manos y casi susurrarme al oído.
—Solo deseo una de las bolsitas. Te daré diez francos por ella.
Su respuesta era extraña. Hace unos minutos pedía un saco por ese precio y ahora solo una bolsita. ¿Qué estaba sucediendo?
Él notó mi confusión evidente y rió con la delicadeza del lino. Allí observé sus ojos parduzcos, tan recios pero amables. Sus cabellos negros y ondulados caían hasta sus hombros y se entremezclaban con su gabardiana negra. En uno de los lóbulos de sus orejas guindaba un pendiente de oro que terminaba en un diamante brillante.
—Solo quería ayudarte a vender tu grano. Considéralo un apoyo.
Y me agarró la mano para depositar los diez francos. Sus manos enguantadas eran cálidas y de toque delicado. Un caballero en todos los aspectos.
—Como siempre, no puedo dejar que te lleves lo mejor, Boyer —proclamó Piaf sacando de su gabardina una bolsa donde algo tintineaba en su interior—. ¿Cuántos sacos tiene señorita? Le compro todos. Y también será agradable hacer negocios con usted para la siguiente cosecha.
Mis oídos no daban crédito a lo que oían. Michelle me abrazó por detrás felicitándome por mi primer negocio y alianza. Daba saltitos de alegría ante la mirada extraña de algunos.
—Tengo —observé a messieur Boyer en busca de su aprobación. Él solo inclinó levemente la cabeza, indicándome que venda todo al señor Piaf—... Siete sacos en la parte de afuera. Mis trabajadores lo tienen en el carro.
Luego de una veloz contaduría, el hombre dejó en mis manos la bolsa con las decenas de monedas doradas en mis manos y yo no me lo creía.
—Es un placer hacer negocios con usted— Piaf me tendió la mano y la estreché sin dudarlo—. No se arrepentirá y espero usted no me defraude. Además, jamás pensé hacer negocios con una mujer.
—A usted le va bien ser el primero, messieur Piaf —dije sin rechistar recibiendo una carcajada de aprobación del hombre elegante.
—¡Así es señorita Leroux! Me alegra que pensemos igual— me agitó más enérgicamente la mano causando mi respingo. Luego me soltó para componerse pues el pueblo observaba—. Mandaré a mis hombres a recoger los sacos enseguida. Ahora iré a ver unas flores para mi esposa Amanda. ¿Cuáles me recomienda?
—Sin duda unos narcisos. Sé que messieur Lumière tiene unos ramos preciosos.
—Iré enseguida. ¡Muchas gracias!
El caballero se retiró y pude explotar de alegría junto a Michelle. Todos volvieron a sus andanzas y a seguir observando los diferentes productos que se ofrecían en la plaza. Nos valió un nabo lo que pensaban de nosotras, ya ni siquiera teníamos producto. Lo habíamos vendido todo y no lo podía creer.
El joven que hizo todo posible nos observaba tranquilamente. No había movido un músculo de su sitio. Parecía haberse quedado hipnotizado por nosotras, o más bien, por mí.
Michelle entonces le entregó su compra y le deseó un buen día.
Me acerqué a él y le agradecí rotundamente su amable actuar.
—No hay de qué. Es lo menos que puedo hacer por el mejor grano de Rousses.
—No sé como pueda agradecérselo, messieur Boyer.
—Por favor, llámame Ferid —al pronunciar su nombre se quitó el sombrero y dió una reverencia. Yo hice lo mismo con mi vestido—. Y pues, sería muy agradable ir a tomar el té uno de estos días.
—Será un placer.
—Me alegra oír eso. Me temo que debo retirarme —dijo él colocándose nuevamente el sombrero e irguiéndose—. Fue un placer conocerla, señorita Leroux.
—Lo mismo digo. Y por favor, dígame Jeannette.
Él sonrió y se alejó de mí, desapareciendo entre la muchedumbre. Tan misterioso y enigmático que el verlo desaparecer me incitaba a seguirlo hacia lo desconocido.
Un tirón de Michelle me hizo darme cuenta que iba tarde para dar el producto a la servidumbre del señor Piaf. Tomamos nuestro puesto y las dos únicas bolsitas de grano que quedaban para irnos hacia el carro donde Hugo y Colin esperaban.
Fue grata la sorpresa que los hombres de messieur Piaf ya retiraban los sacos hacia su carreta tirada por un bellísimo caballo percherón negro. Hugo y Colin observaban todo desde una esquina y al vernos a nosotras acercándonos corrieron a preguntar.
—¡¿Vendieron todo grano a Gustav Piaf?! —preguntó Colin sin creer lo que estaba diciendo.
—¡¿Al mercader franco-inglés dueño del Sonata, el barco mercante más grande de toda Francia?! ¡No puedo creerlo! ¡Qué lujo! —continúo Hugo observando como los seis hombres descargaban los sacos hacia el carro de Piaf.
Y si eso no era poco, dos caballos se acercaron hacia nosotros de repente. Uno cenizo y otro negro. Era nada más y nada menos que Piaf acompañado por Ferid Boyer. A Hugo y a Colin se les cayó la mandíbula al piso.
—Vine a chequear que mi mercancía estuviera perfecta. Lamento si interrumpí algo.
—No se preocupe señor. No es nada.
Los sacos estaban cargados y los sirivientes comenzaron a andar, encabezados por el caballo cenizo de Piaf.
—¡Otra vez le agradezco y espero estemos en contacto! —dijo mientras cabalgaba lejos.
Todos trepamos a la carreta vacía y Hugo tomó las riendas esta vez. Ferid se mantuvo en su caballo cerca de la carreta.
Nuestro caballo se mostró algo nervioso por la proximidad del extraño y a Hugo le costó un poco tranquilizarlo.
Entonces, luego del codazo de Michelle para mostrarme coqueta ante el apuesto caballero, logré decirle lo que él ansiaba oír.
—Si quiere realizar lo que quedamos en uno de estos días, es bienvenido a la granja Leroux.
El joven se mantuvo dubitativo. Su caballo estaba inquieto y le era difícil concentrarse.
—Claro. Le visitaré en uno de estos días.
—Por favor, escríbame primero. Quisiera tener todo listo para su llegada.
—Pues claro. No se preocupe por eso. Aunque quizá pueda la otra semana. He venido a Rousses por alguien. Espero encontrarme con ella pronto.
Traté de no reaccionar mucho ante aquella declaración. Sin embargo, sé que fui lo bastante obvia para que incluso Hugo notara mi decepción. Era obvio que un caballero tan galante como él tendría alguien a su lado. ¿Quién no quisiera alguien así?
—Lo comprendo, esperaré su carta.
Él no dijo nada más. Solo acomodó su sombrero y echó a galope por el camino contrario al nuestro, adentrándose en la ciudad de Rousses a donde problemente se estaría hospedando.
Hugo entonces azuzó al caballo pra comenzar nuestra marcha de vuelta a la granja.
Colin y Michelle hablaban de la hazaña que se había realizado hoy y de lo apuesto que era Ferid Boyer. Hugo y yo solo oíamos todo en silencio mientras avanzábamos con más velocidad que en la ida, pues el peso era mucho más fácil para nuestro caballo exhausto.
Hugo no necesitaba decir nada, su silencio me reconfortaba. Sin embargo, muy en el fondo, las ganas de llorar me ganaban.
La marejada del enamoramiento a primera vista me aprisionaba y, el saber que ese alguien de quien me había flechado, probablemente tenga a alguien especial, me causaba envidia. Esa envidia de que deseabas sentir amor para alguien. Quizá el hecho de ser amado. No sé, no lo puedo describir bien, no me era conocido ese sentimiento.
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