Capítulo2: en el que Genevieve aprende lo que no es tener decencia
Capítulo 2
En el que Genevieve aprende lo que no es tener decencia.
"Nairi tenía toda la gracia de una princesa, toda la belleza de una doncella ideal. Las hadas lo supieron incluso antes de que naciera. No necesitaba dones, pero aun así, la eligieron."
Genevieve dejó caer el libro sobre su rostro. Poco podía concentrarse en la historia mítica de la Princesa Nairi. Seguía pasando en el vergonzoso rato que había pasado delante de Fredegar; recordar cómo él se había burlado de ella le ponía coloradas las pecas.
Luego de volver a la lavandería le susurró a Donna que faltaban toallas en el cuarto de Osbert y, automáticamente, ella mandó a Naima con las toallas de Fredegar a la habitación del otro joven señor. Para cuando ella avisó que el heredero había llegado antes, la pequeña Mary estuvo disponible para llevar toallas al tercer piso.
Fue casi perfecto. Mary no era lo suficientemente mayor como para tener el valor de contestarle alguna pregunta a Fredegar y estaba segura de que él no había abierto la boca con la niña sobre ella.
También estaba convencida de que él no le diría a Bernie sobre el tema, casi como estaba segura de que no lo olvidaría. Sin embargo, en ese momento, le preocupaban más las quejas de la mujer que las del señor.
«Qué problema...» Fredegar no la olvidaría y lamentablemente no era por su peculiar belleza, sino por su metida de pata.
Irónica la vida. Era la primera vez que lamentaba que alguien no la olvidara por ser bonita. Con anterioridad, durante todos sus años de adolescencia, cuando crecía y los otros niños se fijaban en ella, lo había odiado. Gilbert había intentado besarla al menos cuatros veces antes de que ella finalmente le diera con una escoba en el estómago. Desde ese entonces, Gilbert evitaba hablarle.
Colocó el libro sobre su pecho y martilló con los dedos la portada desgastada. No quería volver al tercer piso por nada del mundo, y el mundo sabía muy bien que era capaz de lograr escapar de alguna u otra manera.
Como mucama de limpieza ella no se encargaba de servir a los señores, así que no había motivo para cruzarse a Fredegar seguido. Ella limpiaba los pisos inferiores y a veces ayudaba a Os con sus libros de caballos, pero porque él lo pedía expresamente. Una vez ella se puso lo suficiente mayor como para tener más tareas, y él como para ser el caballero que se esperaba, ya no podían ser los amigos que eran de niños. Esa artimaña que creaban era una forma de pasar tiempo juntos y limpiar al mismo tiempo. Más hablar que limpiar, para Gennie.
Detuvo los dedos sobre el libro. Seguro que Fredegar le comentaba a Os sobre la chica de rizos castaños que se había metido con su sillón.
Bufó. Genial, Osbert la volvería loca, se reiría en su cara durante días.
En ese preciso instante, Dalila entró al cuarto con el cabello muy revuelto. Parecía nerviosa, pero como Genevieve nunca acostumbraba a preguntar por esas cosas, no dijo nada. La observó ponerse en camisón en silencio y, cuando la vio dispuesta a acostarse, dejó el librito en la pequeña mesa de cama a su lado. Su compañera de habitación apagó las luces, pero ella no cerró los ojos.
Dormir le iba a costar, especialmente porque presentía que realmente Fredegar no lo iba a dejar pasar. Cerró los ojos y trató de mentalizarse en su cuento favorito, aquel que deseaba hacer realidad.
Se forzó a soñar con las hadas.
Era una suerte eso de no ser una señorita de servicio, ya que no tenía que andar mostrándose delante de los señores, pero parecía que Bernie estaba en su contra aquel día. A pesar de que Genevieve se había levantado dispuesta a hacer sus quehaceres, la mujer le ordenó que fuera al cuarto de Fredegar con su desayuno... específicamente a ella.
Okey, de eso no podía huir tan fácilmente.
—¿Yo? ¿Por qué yo? —protestó—. Ya iba a limpiar el patio, Bernie. —Le mostró la escoba que llevaba en las manos.
—No —terció Bernadette—. Ve a lavarte bien las manos, asea un poco tu falda y llévale el desayuno al señor Fredegar. Ya sabes que debes comportarte; él no es Osbert.
Genevieve tembló ligeramente.
—Ya sé que no es Osbert. Lo que no entiendo es por qué me envías a mí. Yo no sirvo, yo limpio.
Bernie puso los brazos en jarra.
—Lo que yo no entiendo es por qué me estás cuestionando, niña. Ve a llevarle el desayuno al señor.
Gennie se mordió el labio inferior. Eso tenía que ser una broma. ¿Tan pronto iba a tener que dar la cara? Volvió a temblar sin que nadie lo notara.
Miró desesperadamente a su alrededor, buscando algo que pudiera servirle de escapatoria, pero Bernadette siguió allí parada, con los brazos como asas de tetera, esperado a que tomara la bendita bandeja con abundante comida que estaba sobre la mesa de la cocina.
Titubeando, soltó la escoba. Caminó hasta al lavabo, se lavó las manos y, después de alizar su falda bordo, tomó la bandeja. Bernie seguía aún con sus ojos marrones clavados en ella.
—¿Para qué tanto drama, Genevieve? ¡Anda, que el señor te espera!
Recordando la amenaza del día anterior, Gennie apuró el paso. Subió cuidadosamente las escaleras hacia los pisos superiores, con la mente enfrascada en las últimas dos palabras de Bernie.
Él esperaba su desayuno, no a ella. ¿Qué diría cuando la viera nuevamente en su cuarto? Seguramente se burlaría, invitándola a sentarse en la cama. De pronto, el simple pensamiento de sentarse en la cama mientras él estuviera todavía en ella le envió oleadas de calor pudoroso directamente a las mejillas. Se mordió el labio inferior mientras llegaba al tercer piso. ¡Súper! Encima de todo, iba a entrar ruborizada por pensar en su cama y en ellos juntos sobre ella.
Al llegar a la puerta sostuvo con cuidado la bandeja y, con la mano libre, se cacheteó las mejillas. Suspiró, tomó aire, y tocó. La voz de Fredegar se oía exquisitamente remolona, como si estuviera algo dormido. Le contestó que pasará y ella, haciendo ápice de buena voluntad y valentía, abrió.
Algunas cortinas estaban descorridas y la luz entraba con cuidado a la habitación, rozando los objetos con delicadeza. El cuarto, por lo que pudo ver Genevieve, casi ni había sido usado desde que ella lo había abandonado la tarde anterior. Entró con cautela, sin mirar directamente a la enorme cama más allá. Cerró la puerta detrás de sí.
—¡Ah, Genevieve!
Genevieve maldijo en su mente. ¿Cómo podía ser? Todavía no se había terminado de girar hacia él y Fredegar ya estaba diciendo su nombre en voz alta.
Tomando valor otra vez, dio la cara.
—Buenos días, señor.
Fredegar estaba recostado sobre unos cuantos almohadones y algunas colchas tapaban sus piernas, pero allí algo la descolocó. Su sonrisa atractiva, su cabello oscuro, despeinado después de una noche tranquila de sueño, y su pecho... su pecho desnudo.
Se quedó muda, incapaz de decir algo. «Mátenme, por todas las hadas, ¿qué diantres está pasando? Mátenme, mátenlo, mátennos a todos», gritó su cabeza, en medio de un ataque de pánico absoluto. Era justamente por eso que ella era solo una mucama de limpieza.
Fredegar estaba jugando con ella y eso apenas comenzaba.
«Está bien», se dijo, tratando de calmarse. «Esto es tu culpa porque eres una tonta holganza y te has tirado en el sillón de tu señor como si fuese tuyo». Por lo menos, tenía las cosas en claro. El problema era qué decir o hacer.
Fredegar le estaba dando cachetazos con solo sonreírle. Incluso su postura desinteresada y relajada lo hacía ver sensual. Lo primero que pensó en ese momento fue que no cualquier hombre tenía la capacidad de verse así recién amanecido, no cualquiera tenía esa sonrisa llena de dientes blancos y perfectos y no cualquiera tenía esos músculos firmes y redondeados que...
Tragó saliva y apartó de los ojos de sus pectorales. Pero para su desgracia, su mirada cayó de nuevo en su sonrisa. Y todo le hizo "clic" otra vez.
Era lo que se había ganado. Y aunque había esperado alguna reprimenda, no lo había esperado de esa manera. Fredegar sabía muy bien que, en ese mismo instante, ella estaba babeando por él como un cachorrito cuando ve un filete. Genevieve se enderezó automáticamente y sostuvo la bandeja con más fuerza. Iba a tragarse la vergüenza y avanzaría hasta la cama como si nada. Pondría su mejor cara de inocente y estaría fuera de ese cuarto en menos de lo que canta un gallo. Ella era la mejor oportunista —que, si Bernie lo dice, es porque es cierto—, sabría cómo salir de eso sin tener que meter la pata otra vez.
—Traje su desayuno —avisó mirando fijamente la cabecera de la cama, justo por encima del hombro de Fredegar. Así parecía que lo observaba y no se distraía con su belleza masculina de dios inmortal o héroe de cuento bendecido por las hadas.
—Lo sé —respondió Fredegar, extendiendo los brazos por detrás de su cabeza. Los músculos de sus hombros y de su pecho se estiraron al mismo tiempo y Gennie estrechó los ojos, aun manteniendo la mirada sobre la cama.
—¿Quiere tomarlo en la cama? ¿O se lo preparo en la salita? —Rezó para que respondiera afirmativamente a lo segundo. Si podía marcharse a la salita al frente del cuarto, pasando el pasillo, podría escapar de él. Tan solo debía dejarle el desayuno y Fredegar asistiría a comer.
Y si no, tan solo tendría que lanzarle todo en la cara y gritarle que era un horrible idiota y correr. Y correr de Bernie, de los señores, de los soldados...
—Lo quiero aquí. —Fredegar volvió a sonreír, como si supiera lo que eso causaba en ella. ¡Como si supiera que a ella no le agradaba acercarse a la cama!
«No le arrojes... nada, Genevieve», se dijo a sí misma. Renegó mentalmente, asintió y se giró hacía la larga mesita adornada con un único florero, contra la pared del cuarto. Corrió el florero con una mano y apoyó la bandeja, decidida a mantener un rostro inexpresivo mientras preparaba los utensilios.
No le dio la cara a Fredegar y él se mantuvo silencioso mientras ella destapaba el plato con el desayuno caliente y colocaba los cubiertos al lado. Apenas si lo sintió erguirse cuando extendió las patitas de hierro labrado de la bandeja, dejándola lista para la cama.
Se volteó hacía él, con todo listo y el rostro tranquilo. Estaba segura de que, si no mostraba miedo ni vergüenza, él no tendría por qué burlarse de ella. Pero cuando se acercó a la cama, notó con claridad el atisbo de sonrisa engreída que quedaba en el rostro del joven.
Si, definitivamente Fredegar Godwell era igual de egocéntrico que su hermano menor. O peor.
—Lamento que tengas que verme así —dijo él, levantando sus ojos azules hacía ella. Genevieve no lo miró, solo sostuvo la bandeja sobre él y la dejó caer con cuidado sobre el colchón. Fredegar le sonrió con intención y tomó uno de los cubiertos. Feliz de que esos cuatro minutos de tortura llegaban a su fin, Genevieve dio dos pasos hacia atrás, lista para huir—, pero suelo dormir desnudo.
Gennie se atragantó con su propia saliva. Si bien su pecho brillaba por su presencia tan espectacular, jamás se hubiera imaginado que debajo de las colchas él estuviera... desnudo. Totalmente desnudo.
—Yo... —soltó, siendo consciente de que otra vez iba a quedar como una estúpida delante de él—. No es ningún problema, Señor —se corrigió en seguida—. Las criadas ignoramos este tipo de situaciones, lo que hagan o digan los señores no nos incumben.
Fredegar mantuvo la sonrisa, pero se notó en el brillo de su mirada que esa no era la respuesta que esperaba.
—Claro —contestó. Bajó la vista hacía su desayuno, tal vez pensando como incomodarla otra vez—. Es lo que hace una buena criada. —Genevieve asintió y volvió a retroceder, tal vez demasiado pronto. Fredegar clavó los ojos en ella y notó cuán rápido se estaba acercando a la puerta—. Genevieve, ¿me prepararías un baño?
Gennie se detuvo y estuvo a punto de soltarle una palabrota. Él estaba empecinado en molestarla, de eso estaba bien segura. Si bien quería insultarlo por su desmedido deseo de burlarse de ella, se inclinó y marchó rápidamente hacia el baño.
Cerró la puerta del amplio cuarto de detrás de sí y dejó salir el aire que había estado conteniendo en sus pulmones. Apoyó la cabeza en la puerta e inspiró con resignación. Algo le decía que ese día iba a ser muy largo y que Fredegar iba a convertirla en una mucama de servicio muy rápidamente.
-
Ahora sí tenía todo listo y no podía aplazar más el momento. El agua estaba bien caliente, las toallas estaban apiladas y ordenadas junto a la bañera y los jabones colocados por orden de tamaños en la mesa de madera.
Había perdido tiempo a propósito. Era valiente en general, pero con Fredegar perdía mucho el valor que había juntado esos años mezclándose con Osbert.
Sabía que, probablemente, él se quejaría de cuánto se había demorado con el baño; se suponía que debía estar listo lo más pronto posible. El agua caliente de las tuberías no tardaba tanto en subir hasta el tercer piso, y la bañera no era tan grande como para demorar más de quince minutos de llenado. Pero Genevieve lo sabía muy bien: Fredegar debía de estar desayunando y, como era su deber prepararle el baño, ella debía quedarse en el cuarto hasta que él decidiera entrar en la tina o la despachara antes de tiempo. Y con sinceridad, no quería quedarse en el cuarto con él, a solas, mientras lo veía sonreír como un idiota sensual.
Pero ahora sí, no tenía con qué aplazarlo. De verdad, de verdad ya no tenía excusas.
Salió despacio del baño y plantó cara a la enorme cama matrimonial. Sin embargo, Fredegar no estaba en ella y la bandeja de comida, vacía, estaba a un lado de los almohadones revueltos. ¿A dónde había ido él?
Avanzó hasta la cama, pensativa, para tomar la bandeja y apartarla del lecho, cuando alguien le puso las manos en los hombros.
—¿Ya está listo el baño, Genevieve? —preguntó Fredegar, casi en su oído. Genevieve se estremeció y estuvo a punto de soltar un chillido. Se tragó el susto y luego agradeció por eso. Gritar hubiera sido otra razón de burla.
Se apartó debidamente de él, sin girarse del todo a verlo, y procuró no temblar al hablar.
—Sí, señor. Lamento la tardanza.
—Está bien. —Fredegar se encogió de brazos—. Por favor, arregla mi cama y prepárame la ropa del día. Llévala al cuarto de baño cuando la tengas lista, y que sea lo más pronto posible.
Genevieve asintió, sin sopesar bien todas sus palabras, y cuando Fredegar se apartó de ella y caminó al baño, tuvo que llevarse una mano a la cara para proteger sus ojos inocentes. Él realmente dormía completamente desnudo y aunque se había tapado en parte con una sábana, ya había entendido demasiado.
Sintió enrojecer hasta lo más profundo de su ser. «¡Oh, por las hadas!». Había tenido a un hombre como el señor lo trajo al mundo pegado a sus faldas. Se tapó los ojos al tiempo en que oía a Fredegar decir:
—Ignorar: es lo que hace una buena criada.
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