Capítulo 6: en el que se cambia la estrategia
Capítulo 6
En el que se cambia la estrategia.
Genevieve se sobresaltó cuando Fredegar entró con cuidado al cuarto de baño. Él le dirigió una sonrisa de disculpa y se quedó callado, esperando por la tina.
—Ya casi esta, señor —dijo ella, cerrando la canilla de agua caliente. Tenía que bajar un poco la temperatura con agua fría, por lo que abrió la otra canilla.
—De acuerdo —contestó él, aún parado junto a la puerta—. ¿Genevieve?
Ella se irguió, curiosa por la forma en la que había pronunciado su nombre.
—¿Sí?
—Hoy Osbert nos interrumpió. Trataba de pedirte disculpas.
—¿Disculpas por qué?
Fredegar se acercó, pero al final mantuvo sus distancias.
—Porque quedó claro para todos que no estabas cómoda con mis actitudes. —Genevieve se puso roja como un tomate y supo que, si contestaba, iba a balbucear idioteces—. Lo lamento —continuó Fredegar al ver su silencio y sus mejillas coloradas—. Yo te malinterpreté. Pensé que estabas intentando seducirme y que buscabas mi atención. Creo que dejé que mi ego dominara mi temple y mi lógica. Así que te pido disculpas de corazón. No volveré a importunarte —añadió, con aparente sinceridad.
Con cuidado de no irse de boca, Genevieve negó, despacio.
—Ah... Yo... Yo no estaba haciendo para nada eso —replicó, poniéndose bien derecha—. Nunca había visto a un hombre desnudo.
Fredegar se tapó la cara con las manos, ocultando una expresión avergonzada.
—Ya me di cuenta de eso —murmuró—. Pero te aseguro que, en ese momento, pensé que ya habías pasado por cosas así. Y los días que hemos estado juntos entendí que no y que me comportado de forma terrible. Eres una dama y yo fui un cerdo.
—No soy una dama, señor —contestó ella, haciendo una mueca. Era todo menos una dama. Era revoltosa, mentirosa, algo rebelde y además... solo una mucama.
Fredegar también hizo una mueca.
—Eres doncella, Genevieve. Profané la pureza de tus ojos, creyéndote todo menos puritana —dijo, con tono más duro, aunque iba dirigido a sí mismo. Ella no contestó de pronto, recordando muy bien a su señor desnudo. «Si a eso llama profanar...».
Volvió a ponerse colorada, reconociendo el deseo que reptaba por su pecho. Vamos, que ni se había sentido ofendida por eso.
—No es nada, señor. Soy solo una mucama, a veces eso pasa.
Él avanzó los pasos que los separaban, tomó su mano mojada y se la llevó a los labios.
—Lo siento, Genevieve. ¿Aceptas mis disculpas?
Fue educado y Genevieve enseguida perdió la cordura. Su lengua actuó sola, casi sin pensar. Balbuceó algo que finalmente se entendió y Fredegar la observó pasmado:
—Entonces, ¿quería acostarse conmigo? —soltó ella, mientras él abría los ojos como platos.
—Eh... —dudó, alejándose brevemente—. Bueno, si lo ponemos de forma cruda... Sí.
Genevieve sintió que el corazón le daba un vuelco, aunque fuese por los motivos equivocados. Estaba perdiendo el foco de esa conversación y a duras penas podía pensar con claridad. Por un lado, sabía que debía sentirse agraviada, por la forma en la que él había actuado con ella. También porque Os no paraba de repetírselo. Pero por el otro lado, había un sentimiento extraño pululando en su pecho y todo se debía a Fredegar.
—¿Porque pensó que yo lo seducía? —siguió ella.
Fredegar se enderezó, pero se llevó su mano consigo.
—Tu no estabas haciendo nada malo. Más que holgazanear, claro está. Él que entendió todo mal fui yo. Y prometo no volver a ponerte incómoda, aunque...
Hubo un momento extraño de silencio. Ambos se miraron, dudando del otro y tal vez de sí mismos, antes de que Genevieve se mojara los labios.
—¿Aunque?
Fredegar parió cambiar de actitud en el último instante. Toda esa parrafada sobre sus disculpas, aunque se sintieron sinceras, quedaron vagando en el aire cuando él besó sus dedos con un fervor que la asaltó, enviándole deliciosos escalofríos a todo el cuerpo.
—Aunque... mi deseo por ti sea atroz —murmuró, con los labios pegados a sus dedos y sus ojos azules llameando con fuerza.
Gennie tragó saliva. Le pedía disculpas, pero luego le confesaba su deseo atroz por ella. Si ahora se ponía en plan de caballero halagador, menos podría resistirse al fuego de sus ojos.
—Claro —casi gimió, evitando verlo directamente. No sabía qué contestar y a qué juego estaban jugando en realidad. Tampoco sabía si no quería jugar.
—Eres realmente preciosa, Genevieve. Y más aún cuando tus mejillas se tiñen de rosa. —¡Y allí estaba él! Diciéndole cumplidos. Pero cuando Genevieve lo miró de reojo, notó que él estaba más que complacido con su reacción. Sonreía de forma egocéntrica, como siempre.
Había comenzado con otra clase de plan en menos de un instaten y tenía que ser muy tonta como para no darse cuenta de ello. Después, obvio, tenía que ser muy seca para no reaccionar ante eso.
—Gracias, señor Fredegar —contestó con tanta vergüenza como sinceridad. Le encantaba que él dijera esas cosas bonitas de ella, a pesar de todo lo que no debía sentir. A pesar de las palabras de Os.
Fredegar convirtió su sonrisa en una plácida, mientras ella se retaba en su fuero interno por tener la carne más débil del señorío.
—Al menos me llamaste señor Fredegar, me gusta más así que solo señor. ¿Podrías hacerlo seguido? Eso no te pondría incómoda, ¿verdad?
Genevieve negó.
—Eso está bien —contestó, justo cuando Fredegar liberaba su mano.
El sonido del agua le recordó que aún no acababa de llenar la bañera. Se alejó de Fredegar y cerró la canilla justo a tiempo. La tina parecía a punto de rebalsar, pero el agua ahora tenía una temperatura ideal.
—Deje que saque algo de agua, señor... Fredegar —agregó a tiempo. Quizás eso iba a costarle un poco más de lo que imaginaba.
Sacó agua de la tina, tratando de no recordar nada de lo que había pasado hacía segundos, bajo su atenta mirada, hasta dejarla unos centímetros más vacía. Cuando terminó se giró hacia él, sonrió y pidió permiso para retirarse. Fredegar aceptó su reverencia y la dejó marchar.
Salió del cuarto y por extraño que fuera, ahora se sentía mucho más relajada. Ni hablar de lo encantada que estaba por los halagos. Él no iba a provocarla, aunque tal vez iba a llenarla de coqueteos para obtener lo que deseaba.
Eso no le importaba demasiado. No es que quisiera entregarle su virginidad a cualquier hombre, así como así, pero Fredegar despertaba en ella deseos verdaderamente primitivos. ¿Qué tan malo sería probar...?
Se retó a sí misma, por decimoquinta vez. Sería malo si Fredegar le coqueteaba tanto que ella pasara a estar prendada por su atractivo a estar profundamente enamorada. Y estaba segura de él era del tipo que no se enamoraba de sus amantes.
Si tan solo tuviera la certeza de que no iba a enamorarse de él, aquella podría ser una muy buena... acción. Pero no tenía certeza, y aunque él le gustaba, no quería salir lastimada.
Los siguientes días fueron verdaderamente tranquilos. A pesar de lo que Genevieve había temido conforme a los halagos, estos no volvieron a llegar.
Fredegar la trató como a otras mucamas, tal vez un poco más familiarizado, pero no volvió a incomodarla con su cuerpo desnudo, preguntas extrañas o peticiones sobre confianza. Aunque si siguió insistiendo en que lo llamara señor Fredegar y sonreía con verdadero placer cada vez que ella pronunciaba su nombre.
Gennie no obtuvo más que eso y, después de una semana más, se encontró totalmente desilusionada. Hasta Osbert parecía haberse dado cuenta de que las cosas se habían calmado y no había intentado meterse entre ellos otra vez, lo que suponía un alivio ante inminentes problemas entre los hermanos, pero resultaba también obvio que ya no había de qué preocuparse por el interés de Fredegar.
Constantemente trataba de recordar sus apasionantes confesiones sobre lo hermosa que era y sobre lo mucho que la deseaba, y eso la hacía volar en nubes de algodón cuando debía de estar realizando algún quehacer. Con el paso de los días, la situación se fue alargando y más ella se aferraba al recuerdo de los fieros ojos azules de su señor, observándola con deseo.
Finalmente, llegó una noticia todavía más decepcionante.
—Ayúdame a empacar, Genevieve —pidió Fredegar una tarde.
A ella casi se le rompe el corazón en miles de pedacitos y apenas se dio cuenta de que lo sentía en ese momento no era una buena señal.
—¿Empacar? —contestó, soltando los cojines que estaba acomodando en la cama. Después de la siesta de su señor, los almohadones habían quedado algo aplastados.
—Sí, solo algunas pocas cosas. Ropa para tres días.
Ante su respuesta, Gennie solo pudo suspirar aliviada. Por un momento le pareció que él no la había oído, pero Fredegar giró un poco la cabeza hacia ella.
—Iré a visitar a Lord Crane —aclaró, al ver su carita pasmada y sus ojos abiertos como platos. Genevieve estuvo segura de que él parecía querer echarse a reír—. Dará un pequeño festín para unos cuantos amigos cercanos. Osbert vendrá conmigo, ¿no te lo dijo?
Sin decir nada en realidad, Gennie negó con la cabeza y se agachó a recoger el cojín que se le había caído. Ahora si estaba mucho más aliviada. Temía que él pudiera irse otra vez en uno de esos largos viajes sin fin.
—¿Qué quiere empacar? —preguntó, aún seria por el susto.
—Ropa para montar, para dormir y tres atuendos finos.
Asintiendo, ella dejó los cojines y comenzó a sacar juegos de ropa bien doblados del armario. Eligió los atuendos finos que más le gustaban. Aquellos nunca se los había visto puestos, pero últimamente se imaginaba al apuesto Fredegar Godwell dentro de ese chaleco azul marino con grandiosos detalles plateados.
Lo depositó en la cama y rozó con los dedos la suave tela de la chaqueta. Antes de que él pudiera verla acariciando sus ropas, tomó sus otros dos conjuntos preferidos y los apiló con cuidado.
Fredegar ya había empezado a meter sus ropas más rurales dentro de uno de sus bolsos, así que Genevieve se apresuró a llegar a su lado para tenderle los trajes elegidos. Él los inspeccionó con la mirada y los tomó con una vacilación.
Por un momento, ella creyó que iba a decirle que había escogido los más horribles.
—¿Puedes buscarme otro conjunto más?
Sin hacerse esperar, Genevieve le pasó otro lindo traje, mientras pensaba en lo que daría por estar en ese festín, solo para verlo vestido de esa forma.
Nunca había deseado formar parte de un baile o reunión como otras de las mucamas. Todas manifestaban cuánto les encantaría moverse por los salones con maravillosos vestidos, siendo abordadas por jóvenes encantadores. Pero, siempre que podían espiar, Genevieve mantenía su atención en lo aburrido que parecía estar Os en esas fiestas y, cuando él la pescaba espiando, terminaban jugando: él enviando mensajes entre la multitud y ella tratando de adivinar sus señas.
Pero esta vez, sabiendo que Fredegar sería uno de los encantadores jóvenes que abordarían damas con maravillosos vestidos, anhelaba profundamente poder ser una de esas mujeres.
¡Quién lo diría! Genevieve, la revoltosa deseando ser una dama noble.
Apenas si se despidió de Fredegar esa noche. No era como si hubiera tenido la posibilidad de darle un beso en la mejilla, pero tuvo que conformarse con un suave "Buenas noches. Te veré en tres días, Genevieve".
«Tres días...».
—¿Qué haces aquí, Genevieve? —terció Bernie, a la mañana siguiente.
—Espero tus órdenes —contestó la niña, como si fuera obvio—. ¿Qué me toca limpiar hoy?
—¿A ti? —La mujer alzó una ceja—. A ti nada.
Genevieve parpadeó e hizo un ademán como si quisiera tocar su frente.
—¿Cómo que nada? ¿Estás enferma, Bernie?
—¡Por supuesto que no, niña boba! Tú no tienes nada que limpiar, porque ya no limpias. Eres de servicio ahora. ¿Es que pasaste estas tres semanas sin darte cuenta de eso?
La muchacha frunció el ceño.
—Sí, me di cuenta de que estuve haciendo de servicio, pero Fredegar se ha ido, así que...
—Así que nada —la cortó Bernadette—. El señor me hizo pasarte a servicio la mañana después de su llegada.
—¿Me pasó? ¿No era temporal?
Bernie soltó la olla que estaba lavando. Ese día, Lorena, la cocinera, estaba enferma y ella estaba a cargo de la cocina.
—¿Por qué iba a ser temporal? Eres la camarera del señor Fredegar. No tienes nada que hacer aquí, niña. Si el señor no está, pues pasarías a atender al señor Osbert. Pero él tampoco está, y Lord Godwell y Lady Alys ya tienen a sus sirvientes asignados.
Ella no podía creérselo. Miró a Bernie y otra vez trató de asegurarse de lo que decía.
—¿Y entonces... dices que no tengo que hacer nada... en tres días?
—¿Cómo que nada, Genevieve? Es tu deber como mucama del señor mantener en orden sus aposentos. ¿No te dije, además, que me había llevado tu muda de ropa?
—Sí, pero la devolviste. —Gennie hizo un gesto elocuente.
—Después de tomar tus medidas y de usar el vestido como molde para tu traje de servicio, niña boba. Menos mal que lo llevé, porque los que teníamos aquí eran muy grandes para ti. Donna pensó en achicar uno, pero sobraba mucha tela. El señor Fredegar nos dio la autorización para hacerte dos mudas nuevas y...
Genevieve sonrió encantada. Eso era lo mejor que había oído en más de una semana. ¡No tenía que hacer nada! Mantener el orden en las habitaciones de Fredegar era pan comido. Nadie subía allí más que ella y otras mucamas de limpieza. Si no había nada que limpiar, tendría la soledad del tercer piso para sí misma. Claro, todo era por su deber como empleada.
Le dio las gracias a Bernie y le declaró que iría a comenzar con su trabajo, sin prestar ni la más mínima atención a su cháchara sobre los vestidos.
Dejó a la mujer en la cocina y subió hasta el tercer piso, para encontrar el cuarto vacío y un poco revuelto. Las sábanas de la cama se habían caído por un costado, dejándola totalmente abierta.
Cerró la puerta detrás de sí y caminó con una amplia sonrisa hacia el lecho. Desde que lo conocía, el aroma de su cuerpo la había embriagado miles de veces; y cuando estiraba las colchas de su cama, siempre la azotaban oleadas de su perfume natural. Hacía días que se imaginaba qué se sentiría recostarse en esa cama, entre esas sábanas y almohadas.
Se quitó los zapatos y se subió al colchón de plumas. Era suave, grueso y mullido, mucho mejor que su colchoncito, aquel pequeño en el que dormía.
Se recostó y tiró de las sábanas para taparse hasta por encima de la cabeza. El aroma masculino de Fredegar, atractivo y brioso, la inundó por completo, casi como olería estar entre sus brazos.
Se sintió a gusto, protegida por el perfume del más guapo hombre sobre la faz de la tierra, ese caballero egocéntrico, fuerte, con ese porte elegante, con esos labios suaves que besaban sus delgados dedos...
Cuando abrió los ojos fue consciente de que se había quedado dormida, totalmente cubierta por las sábanas blancas. Se destapó, recordando la hora del almuerzo de las empleadas, y se sentó en la cama, buscando el reloj con la mirada.
Había dormido casi toda la mañana y quedaba media hora antes del horario de la comida. Si no se apuraba a ordenar antes de las 11:30 perdería su almuerzo; y allí la que llegaba tarde por descuido tenía que esperar hasta la cena.
Hizo la cama a la velocidad de la luz, juntó algunas prendas que estaban tiradas por el piso, sacó las flores que empezaban a marchitarse de un florero y tiró dos plumas rotas que estaban en el escritorio. De todas formas, tenía tres días para ordenar cualquier cosa que estuviera fuera de lugar.
Llegó al almuerzo a horario y, después de comer, volvió a subir al cuarto de su señor para terminar con la limpieza. Después de repasar los recovecos, no había mucho para hacer. Decidió dejar el resto de las salas del tercer piso para inspeccionar para los dos días siguientes.
Pasó el resto de la tarde acomodando las libretas de Fredegar. Tenía tantas que no podía dejar de preguntarse con qué las había llenado. Tal vez anécdotas de sus viajes o datos de todas las mujeres con las que había estado.
Hizo una mueca y sostuvo una de las libretas con más fuerza. ¿Y si allí decía de verdad cuántas mujeres...?
Abrió la libreta rápidamente, muy segura de que nadie nunca podría saber que estaba haciendo eso. Leyó algunas de las líneas en las hojas blancas.
No había nada sobre mujeres, al menos no en ese cuaderno. Tan solo anotaciones sobre un tal Martin Rowe. No tenía idea de quién era ese, pero por lo escrito por Fredegar, Rowe había sido un inventor muy famoso hacia años atrás.
Así que eran solo investigaciones, una recolección de datos. Un poco aliviada, cerró la libreta y la dejó con las demás. Se sacó de la cabeza la idea de las damas de Fredegar y supuso que los demás cuadernos tenían el mismo tipo de anotaciones que la primera libreta.
Al menos, eso era algo en lo que ya no pensaba perder el tiempo.
—Genevieve, ya te di las sábanas limpias, ¿qué haces aquí todavía? —preguntó Donna, girándose hacia la chica que la observaba doblar unos textiles, apoyada en la mesa con las mejillas apoyadas en sus pequeñas manos.
—Cambiar las sábanas es todo lo que tengo que hacer en el día de hoy —contestó Gennie, con tono aburrido—. Yo pensaba que no hacer nada era genial, pero ahora estoy muy aburrida.
—Fredegar regresa mañana. Ya no te aburrirás otra vez.
Donna tampoco hacía esas caras preocupadas desde que ella le había contado sobre las sinceras disculpas del señor y de su promesa de no molestarla.
—Lo sé.
La mujer alzó las cejas.
—Bueno, si su presencia no te quita el aburrimiento, las noticias sobre el festín lo harán.
Genevieve puso los ojos en blanco.
—No creo que él me cuente cosas sobre el banquete.
—No a ti, pero a sus padres sí. Ellos están muy emocionados sobre el trato entre lady Crane y Fredegar.
Gennie casi cae de su silla. «¿Lady Crane...y Fredegar? ¿Eso tenía era algún tipo de... relación?».
—¿Qué?
—Ya sabes, la hermana de Lord Crane le ha enviado cartas al Señor desde su regreso. Escuché que ella estaba encantada con la vuelta del señor Fredegar. Lord Crane lo ha invitado para que simpatice con la jovencita.
No, sinceramente, eso no lo sabía. Estuvo a punto de soltar un gemido adolorido en voz alta. Pero eso no fue necesario; el dolor se le transparentaba en la cara.
—¿Genevieve, cariño? —murmuró Donna, al verla quietecita en la silla, con la boca abierta y las cejas juntas—. No me digas que te has hecho ilusiones con él, pequeña, por favor —suspiró.
Gennie negó.
—N-no, Donna, ¡claro que no! —Pero por dentro sentía esas ilusiones romperse de a poquito—. Iré a hacer la cama.
Tomó las sábanas de Fredegar y salió de la cocina.
—¡Ah, ya tengo listo tu vestido! —chilló Donna, pero Genevieve siguió de largo, sin escucharla.
Si antes había estado buscando certezas de que no iba a enamorarse de él y a salir lastimada, bien podía usar esta como una de que él solo veía una amante en ella. Que su belleza solo le serviría para pasar una fría noche.
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