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Un roce largo

—Es un mi.

—No, es un la sostenido.

—Pero suena como un mi.

Matías no dijo nada. Lejos de asomarse en su mente la idea de corregir su grave ignorancia respecto a los acordes, sentía simpatía por la castaña que tres minutos antes, con las curvas de sus cejas fruncidas, intentaba sacar algún sonido decente de la guitarra. No tenía idea. Él tampoco.

—Quiero aprender a tocar esta canción —murmuró ella después de unos breves segundos. Las pecas se le marcaban cuando miraba la pantalla del celular; la luz enfrascaba la silueta de su cara.

Un olorcito a café con limón. Cojines esponjosos, la chimenea cantando metros allá ¿Qué era el tiempo?

—Primero tienes que dominar los acordes más básicos. Dale, de a poco te va saliendo —la incentivó, mirando una imagen en blanco y negro que esbozaba el título de la canción. Happy fantasies.

Volvió a posar la vista en la chimenea barnizada que brillaba como escarcha en el salón continuo. Había un calor acogedor en la atmósfera, pero no podía sentirse tibio. Era consciente del aroma que desprendía el cabello de ella, como a gel de ducha y  y fruta mojada. Era consciente también de lo bien que le corría la sangre por las venas desde que había llegado a su casa. Cuando escuchó su voz por teléfono sin poder controlar las detestables sonrisas de imbécil.

Sabía también que en el silencio piadoso de sus labios coexistían las ganas de hablarle incesantemente. contarle lo que había hecho en el liceo, mandar a la mierda las pequeñas clases de guitarra porque si había algo que a ella le gustaba era
acalambrarse la lengua conversando. Cosas sin sentido, algunas con más sentimiento. Acalambrarse la lengua besando.

Se despegó. Había comenzado a dejar que sus pensamientos fuesen hacia otro lado. Respiró hondo y se dijo que no podía faltarle el respeto a ella. Era un capricho, una pena. Volteó la cabeza y echó a reír cuando la vio dándole un manotazo a las clavijas de la guitarra.

—Perdón, no me hace caso. Puta mierda que no afina —se quejó entre dientes.

Matías bufó, mirando la punta de sus zapatillas.

—Te la afiné hace quince minutos.

—Es que parece que rasgueé muy fuerte la sexta.

—No importa, dame.

Ella le entregó la guitarra y comenzó a hablarle de cerca, tanto que podía sentir los vello de su cuello bailar con el vaho de su respiración.

La orquesta invisible que tanto lo molestaba comenzó a tocar en el living. Un gordo con bigote dirigía lo que se escuchaba como una pieza romántica. Matías le hizo gestos disimulados con la mano para que se marchara. El gordo se mojaba los labios y continuaba alzando la mano, irremediable y pícaro. Ella continuaba hablando a su lado, mirándolo a los ojos entre notas y notas. ¿Cómo no se daba cuenta?

Prefirió ignorar la música y girar las clavijas lentamente, procurando que sus dedos no se vieran tan ágiles. Si algo quería presumir era lo bien que se le daba seguirle las ideas cuando hablaba tan rápido. Era extraño, pero le gustaba, nunca hacían falta demasiadas explicaciones cuando se trataba de los dos. Era un lenguaje  íntimo y poco pretencioso que funcionaba perfecto para ellos.

Estuvieron sentados hasta las doce, hasta que las risas le tenían destrozado el estómago y la botella de ron rodaba por el suelo. Matías la recogía sin ganas, y la volvía a lanzar cantando un tema de Los Bunkers. Al rato uno de los teléfonos zumbó. Matías detuvo el juego que habían comenzado y se dejó caer en el sillón.

El sonido de un murmullo en la otra línea. La respuesta de ella. El aviso de que estaba por llegar a casa.

La chimenea barnizada diciéndole a lo lejos que en cinco minutos volvía a quedarse solo.

—Compra ambas...Ajá...Obvio, no es tan tarde...Te amo más...nos vemos.

Peor que se le escurrieran todas las fantasías entre los dedos, era que la fantasía fuese real para otro.

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