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Quédate muy cerca de mí

Historia basada en los crímenes de Jeffrey Dahmer

Las suelas de los zapatos de los transeúntes resonaban con desorden en la vereda mojada aquella noche. Él estaba sentado en la parada de ómnibus viéndolos pasar. Sus ojos reflejaban desinterés cada vez que la viandante era una mujer; en cambio, seguían con ahínco si se trataba de un hombre.

El fresco se acentuaba, así como sus sentidos, poco le faltaba para levantar la nariz y aspirar el aroma que dejaba a su paso algún veinteañero, y quedarse así con siquiera alguna cosa del desconocido chico.

Sentía ese impulso clavarle desde adolescente: los quería, le gustaban los hombres, adoraba verlos acostados en la cama durmiendo o sonriéndole. Luego, el inevitable momento en el que se marchaban; ninguno quería quedarse para siempre en el lecho, sonriéndole. Y él sentía unas ganas desbordantes de detener el tiempo para inmortalizar esos fragmentos. Parar el tiempo era imposible, pero retener a los muchachos a su lado, era una idea que latía en todas las capas de su piel.

Por años luchó contra sí mismo para refrenar sus deseos. Las citas bíblicas aprendidas de memoria y las alabanzas cantadas con fervor los fines de semana, cuando iba con la abuela a la iglesia, dejaron de ser suficientes.

Hacía unos días, un desconocido le dejó una nota mientras él estaba leyendo en la biblioteca:

"Si bajas al lavabo de la planta baja, te la chupo".

Así, sencilla, directa y morbosa, lo suficiente para encender de nuevo en él aquello que había creído muerto, lo suficiente para revolucionar a miles de vueltas por segundo sus más bajos instintos. Desde entonces, la idea le acechó, persistente. Y luego de mucho cavilar, esa noche resolvió salir, dirigirse a un bar, conocer a alguien, invitarlo a dormir, tal vez, para que después le regalara una sonrisa antes de entregar los ojos al profundo sueño.

Fue así que se sentó en la parada de buses mientras terminaba de ordenar las ideas.

El orden. Quién diría que esa sencilla acción le definiría el destino alguna vez: llevar un orden o no llevarlo. Él necesitaba establecer un orden por más mínimo que fuese, sino, ninguno de "sus" chicos podría quedarse a su lado para siempre.

Convencido, se dirigió al bar, cuyo letrero centelleaba al otro lado de la calle.

La música; el jolgorio; olores entremezclados de nicotina, perfume y sudor; cuerpos masculinos que entraban y salían de su campo de visión; todo aquello hacía que el corazón se le acelerara con euforia, aunque su aspecto manara sobria tranquilidad.

Luego de sentarse en la barra compartida y beber con mesura algún líquido suave, un joven de piel sonrosada y lacia melena llamó su atención. En seguida se dio cuenta de que era correspondido, y tras intercambiar algunas palabras y más sonrisas, estaba seguro que lo quería para sí. Lo invitó entonces a una habitación de hotel.

Adentro, siguieron bebiendo, mezclas más potentes esta vez; por lo que el invitado, borracho, se quedó dormido.

La mañana siguiente él despertó con un fuerte dolor de cabeza. Al principio no recordó dónde estaba, por lo que miró la estancia con curiosidad para encontrar a su lado el cadáver del joven que había conocido la noche anterior, con la cabeza colgando de la cama y visibles fracturas en los huesos.



Mareado y aturdido, un joven mulato corría y gritaba por las callejas esa cálida noche. Para un barrio residencial, semejante escándalo no podía pasar desapercibido y, alarmados los vecinos, llamaron a la policía para denunciar la situación.

Al cabo de un rato, los agentes se hicieron presentes junto con un carro de bomberos, también alertado por algún morador.

—Esta eh matar mi quér —balbuceó el chico.

—No te entiendo, hijo, sé más claro. ¿Por qué estás aquí en la calle, en estas condiciones? —interrogó un agente entrado en años.

—Parece extranjero. Posiblemente, no habla español —opinó otro policía.

—¡Epara trajo mé! Otro... cabeza... y esta la escuá —hablaba desesperado mientras gesticulaba.

—¿Tienes identificación? —indagó el policía mayor mientras sacaba una libreta.

En eso, un esbelto y rubio joven bajaba la calle. Al ver la escena frunció el ceño, se detuvo por un momento, pero el afectado lo vio, lo señaló con vehemencia, lo que hizo que los policías pusieran atención en el recién llegado.

—Maldición... —masculló el rubio mientras apretaba un puño— ¿Cómo demonios escapó?

Se acercaron a él los agentes.

—Buenas noches —saludó el policía mayor.

—Buenas noches, señor. —El joven inspiró hondo, buscando serenarse.

—El individuo de allá ha estado causando molestias en el vecindario, al parecer lo conoce. ¿Tiene usted alguna relación con él?

—¡Oh! Es un amigo. ¿Qué ha estado haciendo?

—Necesito su identificación, señor.

—¡Claro! —Buscó en los bolsillos para extenderle el documento de identidad.

—Jeffrey Dahmer —leyó el uniformado.

—Sí. Como le decía, el joven es amigo mío, lo invité a unos tragos esta noche en mi casa, en el edificio de allí —señaló un bloque de la otra calle—. Precisamente, vengo de comprar más cerveza, ya que se nos acabó —terminó con una sonrisa.

—¿No la compró? —cuestionó el policía más joven al ver al hombre con las manos vacías.

—Pues, no. —El rubio se tocó la cabeza en un gesto de aparente decepción—. La tienda de la esquina, no sé por qué cerraron tan temprano.

Los agentes lo observaron con detenimiento, intercambiando breves palabras entre sí. Luego de unos segundos uno de ellos dijo:

—Encárguese de que no perturbe más a los vecinos.

—Claro, de verdad, disculpen este contratiempo... creo que la bebida ha hecho un efecto desmesurado en él. Me encargaré de que se reponga —dijo Jeffrey mientras caminaba hacia el mulato, quien, al ver que se acercaba, fue presa de un pánico inexplicable e intentó huir.

Los bomberos lo detuvieron, iniciando un forcejeo mezclado con gritos desesperados del joven, mientras Jeffrey sonreía nervioso y seguía pidiendo disculpas en nombre del amigo.

—¿Necesita que lo llevemos hasta su apartamento? —Ofreció uno de los policías.

—Por favor, no quisiera causarles más molestias, pero a mí se me complicaría un poco tal labor.

Los dos agentes tomaron al mulato para llevarlo hasta el edificio, él seguía resistiéndose. Una vez en el piso, lo tumbaron en el sofá; se había desvanecido en el camino. Pidieron al dueño de casa hacer una revisión. Jeffrey accedió, no muy convencido, mientras observaba intranquilo los rincones que los policías revisaban.

Al no encontrar nada sospechoso, los uniformados se retiraron con una última advertencia y el morador disculpándose otra vez.

Cerró la puerta tras de sí, colocando el seguro. Se acercó con la vista fija en el joven desvanecido del sofá. El mulato, que trataba de recobrar el sentido, volvió a alarmarse al verlo tan cerca.

—¿Por qué te quieres ir? —Jeffrey se sentó en el suelo para estar a su altura, mientras le acariciaba el cabello—. De verdad me gustas, me gusta estar contigo. Normalmente, no me llama la atención tener contacto íntimo, pero lo que hicimos anoche me gustó mucho —habló con suavidad.

El chico se revolvió asustado, diciendo cosas ininteligibles. Jeffrey le inclinó la cabeza de tal forma para poder observar la parte de atrás.

—No está sangrando —declaró, luego de mirar con atención.

En el cráneo del joven aturdido, había dos perforaciones del diámetro de un lápiz.

—Sólo faltaba un paso más. ¡Dejé la maldita agua calentándose mientras me iba a comprar la jeringuilla! —gritó de repente, Jeffrey.

Algunas lágrimas brotaron del chico mientras lo veía, asustado.

—Sólo tenía que echarte el agua hirviendo a través de esos agujeros para borrar tu memoria y transformar tu voluntad. ¡Pero tenías que estropearlo! Si lo hacía en el tiempo establecido, hubiera salido a la perfección y te habrías quedado conmigo, para ser felices por la eternidad. Pero ahora, ya te vieron, tendré que cambiar el plan.

Se volvió a acercar al chico, doblando las mangas de su camisa hasta los codos.

—Lo siento tanto, no quería llegar a esto... de verdad me gustabas. ¿Por qué no te quisiste quedar conmigo?

El rostro de Jeffrey estaba encarnizado, algunos mechones del dorado pelo se le pegoteaban en la frente debido al sudor. Tomó al moribundo del cuello para ejercer presión sobre él mientras le repetía que lo lamentaba. El joven forcejeó, pero su fuerza estaba bastante disminuida debido al vértigo. Jeffrey siguió comprimiendo, más y más, hasta que los pataleos cesaron.

Acelerado, Jeffrey tomó el cuerpo para depositarlo en la tina del cuarto de baño, ese lugar que bien conocía la ceremonia que llevaría a cabo el dueño de casa.

Era la víctima número trece en una ruta de asesinatos que no paró desde aquella lejana noche en la que invitó a un cuarto de hotel a un muchacho que conoció en un bar.

Extendió el cuerpo en la tina para despojarle de la ropa, la que metió en una bolsa de plástico después.

Al principio de sus andanzas, le ocurría que no lograba recordar lo que hacía con los jóvenes, así como la vez que despertó con un cadáver a su lado; pero con el tiempo, su mente empezó a trabajar de tal manera que incluso visualizaba las citas con antelación, y lo que podría hacer en caso de que las cosas "se pusieran feas". Y se ponían feas cuando sus citas le anunciaban que debían volver a la vida que los esperaba al cruzar la puerta. Y Jeffrey no quería que se fueran...

No perdería oportunidad de hacer una vez más aquello que le encantaba, que le arrobaba: tomó un cuchillo de mesa bien afilado y lo pasó desde bajo el esternón hasta casi alcanzar la pelvis. Abrió el cadáver en canal para poder tener una vista de los órganos internos, que aún manaban calor, junto con el aroma característico que empezó a inundar su nariz. Jeffrey emitió un gemido de satisfacción al absorber esas sensaciones.

Fue en ese momento que cayó en cuenta de lo afortunado que había sido esa noche: el cateo que habían realizado los policías fue tan estúpido que apenas abrieron algunos cajones y no revolvieron nada. En uno de los muebles ocultaba algunos huesos de una víctima anterior, le gustaba tenerlos allí, dejar que se mezclen con la ropa limpia antes de ponérsela, para llevar consigo algo de la esencia de la persona que amó por una noche. Gracias a esa negligencia de los agentes, él podía darse de nuevo su banquete en ese momento.

Empezó a tocarse el miembro por encima del pantalón, mientras las tripas del desdichado, al no ser más contenidas por la piel que fue cortada, resbalaban hacia la tina en movimientos gelatinosos.

Convulsionó con un largo alarido a causa del orgasmo, dejando que el semen cayera en el encarnado despojo que había convertido a su víctima; desvaneciéndose por unos instantes en el piso, al lado de la tina.

Cuando se recuperó, hizo acopio de más herramientas para llevar a cabo la limpieza. Cuchillos de diferentes tamaños, una sierra pequeña, bolsas suficientes y algunos frascos.

Bastante práctica tenía diseccionando y desmembrando animales desde adolescente, y a estas alturas, también se hizo diestro haciéndolo con humanos, por lo que aquello no le tomaría demasiado tiempo a pesar de lo desgastante de la tarea.

Algunos restos los tiró a través del inodoro, otros fueron a parar en las bolsas. Pensó entonces qué parte conservaría esta vez para que su amante se quedara con él para siempre. Ya tenía una colección de cráneos respetable en la habitación contigua, eso ya no le generaba mucha emoción. También había probado la carne humana desde su víctima número siete, unos años atrás. Conservaría el corazón esta vez. Lo tomó con precisión quirúrgica para colocarlo en uno de los frascos provistos de ácido, allí quedaría para que pudiera observarlo en la posteridad.




Observaba los matices pixelados del rúbeo rostro, enfocado desde muy cerca por la cámara que lo seguía. La imagen de Jeffrey Dahmer recorría la pantalla mientras era conducido con esposas y fuertes custodios hasta el estrado donde daría declaración.

—¿Cómo es que lo apodaron? —preguntó Robert Ressler sin dejar de mirar el televisor, mientras bajaba una taza de humeante café en la mesita que tenía enfrente.

—El Carnicero de Milwaukee —aclaró una mujer entrada en años que ordenaba algunas cosas detrás de él, sin dar mucha importancia a las imágenes.

—La gente es rápida —musitó el hombre, mientras cruzaba las piernas.

—Oh, no querrás...

—Lo van a condenar. Eso es seguro. Pero el caso necesita una revisión.

Robert Ressler, un famoso criminólogo de Chicago, sentía la ansiedad carcomerle las entrañas mientras observaba el proceso al que era sometido el joven que fue acusado de múltiples asesinatos, violación y canibalismo.

Más que un trabajo, aquello le alimentaba el cerebro con cientos de sustancias que lo hacían sentir en el limbo de la satisfacción. Meterse en las mentes de personas escabrosas era algo que hacía con un recóndito e inusitado orgullo. Sólo su esposa sabía del efecto que le producían tales investigaciones, así como sabía que ya estaba alistándose para visitar al criminal que se tornó famoso en las últimas semanas.

Eso hizo Robert Ressler, cuando Jeffrey cumplió unos meses encerrado en la prisión de máxima seguridad de Portage, Wisconsin, aún a la espera de la confirmación de la sentencia.

"Usualmente, las personas con rostros más angelicales son las más siniestras", se le escapó como pensamiento a Ressler mientras veía entrar a la sala a su inminente entrevistado.

Habían intercambiado una serie de cartas antes de concertar verse en persona.

El hombre se acercó con un paquete que le entregaron en la antesala. Lo bajó sin mucho cuidado a un costado.

—¿Medicación? —preguntó el criminólogo, fingiendo desinterés.

Sospechaba de qué venía aquello. Había leído algunos trabajos publicados por colegas.

—¿Esto? Oh, no. Son cartas —habló Jeffrey mientras se sentaba, al tiempo que intentaba encender un cigarrillo con las manos esposadas.

—Cartas —repitió Ressler, estaba a un paso de confirmar de forma empírica tales investigaciones.

—Sí, de chicas, ya sabe. Son unas latosas.

—¿Te escriben chicas?

—Antes ni se percataban de mi existencia. Desde que estoy aquí, no han parado de llegar cartas y obsequios. No sé qué les pasa. Están locas.

Ressler asintió con discreción, ya le dedicaría tiempo a indagar por su parte acerca de esa extraña conducta de ciertas mujeres ante criminales peligrosos.

—Además, no me gustan —continuó Jeffrey—. Las mujeres, digo. Y ellas deberían saberlo ya.

—¿Consideras que te gustan los hombres de una forma convencional?

—Convencional como, ¿salir, tomarse un trago y tener sexo toda la noche? Puede ser. Pero nunca me he sentido satisfecho.

Lo que inició aquel día como una entrevista de rutina para engrosar material de consulta, se convertiría en visitas habituales cada semana por parte del criminólogo. Jeffrey Dahmer admitiría sentirse cómodo hablando de forma tan abierta acerca de sus emociones y que alguien quisiera escucharlas, aunque sólo fuera por "estúpidas razones académicas".

—Anhelabas una satisfacción que no conseguías, ¿alguna vez te aproximaste a obtenerla?

—A lo largo de mi vida con ellos —dijo Jeffrey, refiriéndose a las víctimas—, han sido de formas variables. Primero, me llenaba quedarme con algún objeto personal: una cadena, alguna ropa, algo. Después, eso se hacía insuficiente y descubrí que sentía la necesidad de quedarme con alguna parte del cuerpo de la otra persona: cabello, uñas, empecé con eso, ¿sabes?

—Y los órganos.

—Con ellos me quedé una vez que encontré un buen método para conservarlos, que sino el olor se hacía insoportable.

El Carnicero de Milwaukee no tenía idea de que aquel académico sentado frente a él cada semana, buscaba y necesitaba tanto de aquello así como él buscaba y necesitaba desahogar esos recovecos de su oscura mente.

—Entonces, puedo suponer que empezaste a comerte la carne de tus víctimas en la misma línea de pensamiento.

—Sí, supongo. Sin embargo, fue una experiencia que no me gustó mucho. Mi verdadero sueño era construir el Templo.

—¿El Templo?

Robert Ressler intervendría después en el proceso penal alegando que Dahmer sufría un severo trastorno, para evitar la pena de muerte, que todavía rondaba como un cuervo sobre la cabeza del criminal.

—Un lugar que estaba preparando en una habitación aparte, en mi departamento. Allí dispuse una gran y larga mesa para los que serían mis eternos comensales.

—¿Cómo ibas a lograr semejante hazaña? —rio el criminólogo.

—Supuse que el agua caliente lo lograría, pero estoy seguro que el ácido habría sido más efectivo.

—A ver, explícame.

—Les agujereaba el cráneo con mucho cuidado para que no murieran en el proceso, ahí es donde el ácido debería ser vertido.

La corte decidiría que Jeffrey Dahmer no padecía de ningún trastorno mental, que estaba en sus plenas facultades mentales cuando llevó a cabo cada uno de los asesinatos. Que ni siquiera estaba bajo los efectos del alcohol. Y que por ello debería ser recluido de por vida en una cárcel común, no en un hospital psiquiátrico, como sugirió Ressler con la esperanza de verlo rehabilitado.

—Dime, Jeffrey —preguntó el profesional en una de las últimas entrevistas—: ¿Nunca conociste a algún hombre que sí quisiera quedarse contigo de forma voluntaria para tener una relación?

—Sí, y cuando estuve a punto de echarle el ácido, la policía llegó.




De nada servían las repetidas pasadas que diera al sucio piso del patio de la cárcel de Wisconsin. Jeffrey se sentó en un banco después de haber refregado por casi una hora el inmenso lugar.

—Hey, tú: no es hora de descansar.

Christopher Scarver, otro de los condenados que limpiaba con él le miraba de soslayo mientras seguía en lo suyo. Jeffrey sacó un cigarrillo del bolsillo del pantalón.

—¿Qué vas a hacer? ¿Acusarme con tu mamá? —rio el rubio mientras daba la primera calada.

—Siempre te haces el idiota y terminamos trabajando el doble que tú. Mueve tu sucio trasero y haz tu parte.

Pero lo que molestaba a Christopher desde hacía semanas no era que Jeffrey se la pasara holgazaneando en los encargos. Su paciencia era llevada al límite cada vez que tenía que tratar con aquel ser que él consideraba abominable, no merecedor de seguir respirando un día más.

—Ten cuidado, yo muerdo —susurró Jeffrey con una sonrisa, cruzándose de piernas mientras seguía fumando.

Y era ese tipo de actitud la que enervaba al compañero, el humor ácido con el que Jeffrey hacía alusión a su conducta caníbal, incluso a los crímenes que cometió y que lo llevaron hasta la cárcel.

—¡Hijo de puta!

Esa sería la última tarde de todas que estaría dispuesto a soportarlo.

En una resbalosa y ensangrentada batalla en la que los escurridores de piso chocaban y rebotaban en el cuerpo del contrario, Christopher dio el golpe final.

Jeffrey Dahmer, el Carnicero de Milwaukee, el caníbal, el temible, probaba el sabor de la muerte de una manera diferente: una que no imaginó en sus áureos treinta y cuatro años.

Murió camino al hospital de Wisconsin, consciente de la inminencia de su paso a la otra vida; y Robert Ressler, el criminólogo, podría jurar que aún en ese trance, el hombre no se arrepintió de nada de lo que hizo, así como se lo había dicho una vez:

—Dime, Jeffrey, si volvieras a vivir, si tuvieras otra oportunidad, ¿lo harías de nuevo?

—Lo haría todo igual. 

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