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III


El día en que Amelia vio por primera vez a Garz resultó ser uno más. Nada fue un indicio que pronosticara su encuentro. Nada. De hecho, aquel día comenzaba a acostumbrarse al trabajo.

Por la mañana despertó junto a su novio, bajo sábanas con un sutil aroma a regaliz. Ned se engripó y en un descuido propio de su torpe motricidad, derramó el jarabe en la cama. Pero a Amelia no le molestó, se sentía a gusto. O así sucedió durante ínfimos segundos hasta que su memoria viajó a ese horrible momento... La habitación fría, el olor a regaliz, el metal brillando por todos lados, la luz, el cuerpo de su hermano y la sábana blanca. El miedo le pegó en todo el cuerpo y tuvo que salir de la cama casi saltando. Pero esto era normal, para ella y para su novio; su cabeza llena de traumas pasados no la dejaban tranquila.

Se vistió y maquilló. Bajo un abrigo gris que les llegaba a las rodillas llevaba su uniforme.

Siendo el hotel un sitio donde la elegancia se miraba y respetaba, el uniforme de todos los empleados que conformaban la cadena no-elitista de sus huéspedes se conformaba por atuendos que pasarían como trajes formales para quienes no congeniaban con la vena anglosajona de la ciudad. Todas las mujeres tenían el cabello semi-recogido. El negro formaba parte crucial del vestido de las mucamas, un cuello ancho que dejaba al descubierto los esbeltos cuellos de quien lo usara. Las mangas del vestido llegaban centímetros por debajo de los codos. En la zona de baja, entre las caderas, iba el delantal que estaba cocido al vestido, nada de lazos molestos que su usuaria amarrara; a Amelia le gustaba guardar su celular allí. Los zapatos de punta, tacón bajo y negros. Una arruga, un hoyo en los pantis, un cabello suelto significaba el despido.

Al llegar al hotel su trabajo se reducía a llevar bandejas a los huéspedes. Pasar de habitación en habitación llevando platos con comidas que ella no podía ver. Todos los platos salían con su respectivo y reluciente cloche plateado, donde Amelia veía su reflejo deformarse con sus sutiles movimientos. Le gustaba mirarse en ellos, saber que estaba en medio del hotel que obtendría su apreciada respuesta.

Su área de repartición constaba de más habitaciones que sus otras compañeras, además de ser un área en que el color rojo predominaba tanto en las paredes como en la alfombra. El recorrido de 65 habitaciones la dejaba agotada, sin embargo, la curiosidad perpetraba tanto el cansancio como el aburrimiento.

El procedimiento era sencillo: golpeaba la puerta para anunciar su llegada, buscaba la tarjeta de la habitación correspondiente, abría la puerta, soltaba un sutil «permiso, vengo con la comida», dejaba la bandeja en la entrada de las enormes habitaciones, sobre una mesa redonda que gozaba de un mantel que, probablemente, valía más que su propio auto, y salía. Un trabajo que no constaba de ciencia sino de pura rutina. En parte, esto le molestaba, andar por el hotel sin poder cumplir con su objetivo principal degastaba la curiosidad. En ocasiones su mal humor se acentuaba y terminaba despotricando al mundo en su mente o, simplemente, se desquitaba con su novio para sentirse la peor chica luego.

Transitaba pensando en su novio el momento en que sus pisadas divagantes pasaron frente a la habitación 302, la única puerta que jamás podía tocar, el único cuarto al que no tenía permitido entrar. Se detuvo gozando de un instinto audaz que la llevó a girar sobre sus zapatos y entonar un soplo de sorpresa hacia la puerta que encontró abierta.

Regresó sobre sus pasos, su cuerpo se alineó al umbral de la puerta de manera oscura e intentó mirar al interior. Su cuerpo se contrajo al no poder discernir nada en su interior más que una oscuridad fría. La luz tenue de embriagues amarillos del largo pasillo no llegaban al interior del cuarto, cosa que la asombró más. De pronto, tuvo una tentadora idea: entrar. Pero el temor a hallar algo peor de lo que alguna vez vio la consumo, por lo que no hizo más que estirar su mano para palpar con sus dedos un negro intangible. Y, cuando flexionó sus dedos para comprobar que no estaba tocando nada, una fuerza tenaz la empujó a la misma oscuridad que había temido. Cayó de rodillas al piso en medio de un gemido que rebotó en las cuatro paredes de la habitación.

El miedo le trajo espasmos que pronto se convertirían en imitaciones de convulsiones. No podía ponerse de pie, sus piernas habían perdido la fuerza necesaria, y ella, en medio de una ceguera, no sabía dónde apoyarse para levantarse. Consternada por el empujón, comenzó luego una sonata de dientes chocando entre sí acompañada por jadeos enlazados en sollozos.

Tras unos segundos similares a la eternidad misma, Amelia recordó que en el mantel guardaba su celular, mas no lo halló. La caída tiró el celular al piso de madera, así que las manos finas de Amelia palparon las tablas empolvadas. Se sintió sucia y corrompida. Al dar con su celular, encendió la pantalla y puso la linterna. Por fin pudo sentirse segura. Buscaría la puerta y se marcharía.

Ilusa de ella si lo creyó así. Cuando elevó el celular se encontró con la figura vertical de quien sería Garz. Colgaba desde sus pies descalzos en una cadena oscura al techo oscuro, más cadenas ayudaban a cubrir con una sábana que en su momento fue blanca pero que, presente a la fecha de Amelia, se encontraba sucia de polvo y manchas de sangre ya teñidas de un particular marrón. No se enseñaba más, solo un cuerpo colgado cual cerdo en una carnicería en el centro de una celda.

Del espanto Amelia chilló, consiguiendo que el cuerpo inmóvil también chillara, comenzando a balancearse de lado a lado. Parecía un gusano sobre un cerro de sal, puesto que, si esos gusanos gritaran, lo harían como el mismísimo Garz.

Amelia lloraba, ya no por miedo, sino por compasión. Los gritos de dolor, de frustración y clemencia que entonaba Garz le parecieron una atrocidad bien parecida a la que vio aquel viernes en que su vida se arruinó por completo. Así mismo pudo haber chillado mi hermano, pensaba, así hubiese hecho mi madre, ese gesto lo haría mi padre. Y más.

Se cubrió la boca para aguantar las ganas de expulsar todo su desayuno, luego dio el primer paso hacia los barrotes que dividían la oscura habitación y finalmente buscó calmarlo en un siseo similar al que emite una madre a su pequeño bebé.

Los movimientos agitados se calmaron, quedaron en una quietud que alarmó a la joven Amelia. ¿Ha muerto?, preguntó para sus adentros sin conseguir una respuesta certera. Y, sincerándose consigo misma, optó por no obtener respuestas. Había pasado demasiado tiempo en la habitación, sus superiores preguntarían por ella, las cámaras la delatarían. Decidió salir, omitir aquel extraño suceso con aquel extraño sujeto.

Dio media vuelta y buscó la puerta. Allí la encontró, oscura, oscilando hacia un mundo diferente al que hasta entonces vio. Pero entonces tuvo que escucharlo:

—Amelia Benick, veinticuatro años, entró al hotel para saber quién mató a su familia —pronunció con la voz gastada el ser que hacía unos minutos dio por muerto.

Amelia ya no gozó de cordura.

—¿Qué?

Preguntó por instinto, de una manera más jovial que la esperada, como si ambos pretendieran formar una charla en tan extraña situación.

—Eres Amelia Benick, tienes veinticuatro años... —hizo una pausa. Su aliento agónico y rasposo no lo dejaban hablar con propiedad—. Vives con tu novio, Ned. Entraste al hotel porque aquí pretendes encontrar información que de con el paradero del asesino de tu familia. El monstruo que los devoró.

Amelia que ya se formaba detrás del escudo de carácter, la joven que había enfrentado una escena macabra ya no sintió miedo. Su despertó al igual que el incógnito sujeto colgado frente a su fisonomía. Perfiló su rostro hacia la celda y apuntó al cuerpo alzado entre las cadenas.

—Esa soy yo —le dijo con determinación—. ¿Y tú quién eres?

La sábana tapando el rostro omitió la sonrisa que Garz compuso al oír tal pregunta. Afortunado de él, porque su la ingenua de Amelia la hubiera visto tan hórrida mueca, habría huido sin escuchar respuesta. Mas no ocurrió así.

—Mi nombre es Garz y sé quién asesinó a tu familia.

Un gesto sorprendido colmó la boca de Amelia, tanto que tuvo que cubrirla. No esperaba saber tan pronto quién sentenció a muerte a sus seres queridos, mucho menos hallar información en tan lóbrega habitación.

—Dime —expresó en un sopló que anudó su garganta—. Por favor, si es verdad lo que dices, dime quién mató a mi familia.

—Puedo decirte quién es, pero deberás desatarme.

La desconfianza se tensó en la joven que comenzó a retroceder.

—Te desato ¿y luego qué? Si te han atado así, con tantas cadenas y cubierto por una sábana, si de todas las puertas del hotel la tuya me fue prohibida, debe ser por algo.

—Me encerraron por ser diferente —se compadeció de sí mismo en un viaje al pasado, cuando era libre—. Porque sé demasiado. Sé tanto que puedo afirmar que el nombre que buscas entre tu lista de sospechosos no lo hallarás en ninguna parte sin mi ayuda. Khyl no es un nombre de este planeta, por eso nadie lo usa, pero su nombre de humana... —Garz volvió a sonreír— Ese nombre puede serte familiar.

Amelia salió de la oscura habitación pensando en tres cosas:

1. Quien mató a su familia era una mujer.

2. Khyl no era de este planeta, y sabrá Dios de dónde lo será con tanto ser extraño por las calles de The Noose.

3. Volvería por más información con la herramienta necesaria para sacar a Garz de esas cadenas.

Sin aprensiones por desaparecer durante minutos, la joven llegó a su casa más inspirada que nunca. Le contó todo a su novio.

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