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II



Amelia recorrió su figura reflejada en el espejo. Lucía cansada, con los ojos apagados en un desgasto ya frecuente. Aquellas ojeras creadas bajo el gris de sus ojos confesaban el desvelo de muchas noches. Trágicas noches. Dejó escapar un suspiro en lo que llevaba el corrector para disipar la profundidad que la hacía lucir enferma; deslizaba la crema con cuidado el momento en que escuchó una risita alzada en mofa detrás de su oreja. Dos brazos fuertes la apresaron contra un pecho lleno de garbo. El calor en su espalda se expandió por su cuerpo y, como si el instinto la atacara, sintió un fuerte anhelo de almacenar el calor para siempre en su composición. Dos manos masculinas recorrieron su vientre hasta quedar quietas sobre su cintura. En su hombro descubierto un beso fue depositado.

—¿Por qué te pones maquillaje? —preguntó el novio de Amelia, Ned, reposando su barbilla en el hombro de la joven.

—Porque... —dejó la respuesta en vela puesto que no sabía bien qué responderle. Se estaba maquillando para no verse como un zombi, pero muy dentro de sí, entendía que existía otro motivo—. No sé, quiero verme bien en mi primer día.

—Pero si tú siempre luces bien.

Una sonrisa le fue reprimida dada a la tensión en su rostro.

—Estas ojeras dicen lo contrario.

—No debiste amanecerte anoche, ni antenoche, ni anteantenoche...

Con un leve movimiento en su hombro le insinuó a su novio que se alejara.

—Sí, debía —discrepó con severidad, deteniendo sus ojos apagados sobre la figura de su novio. Ned sufrió un declive que destendió los ánimos de la misma Amelia. Ella bajó la mirada mostrándose vulnerable frente al espejo. Quizás había sido muy dura al responder, pero Ned sabía que ese terreno era frágil.

—¿Encontraste algo?

Amelia respondió con un silencioso movimiento de cabeza. La negación le dolió más que el vívido recuerdo. Se sintió una inútil en ese preciso instante donde solo dio vueltas sin obtener respuesta alguna.

—Siempre lo mismo —añadió en un trago amargo—. Estoy condenada a vivir la muerte de mi familia y no saber quién es el culpable. Por eso necesito verme bien.

Reanudó su maquillaje, encendida por una molestia. Sí, quería verse bien porque hace meses encontró una información importante que podía guiarla en cerrar una puerta roja en su vida.

—Ten cuidado en ese hotel, Amelia, quizás encuentres lo que buscas, pero bajo algún costo. —La joven volvió a detener sus ojos sobre su novio en una regañada que él no esperó, por tanto tuvo que justificarse—: Es un hotel para ricos, Amelia. Aquí no hay millonarios a menos que sean de familias antiguas, y sabes bien lo que hacían. ¿Y tu contrato? ¿Qué me dices de él?

—Es una mierda.

—¿Y aun así quieres arriesgarte?

El disgusto le supo mal. Otro sermón matutino que no deseaba, mucho menos ese primer día de trabajo.

—Por favor, no me empieces con discursos sobre lo correcto y lo que me conviene. Un monstruo mató a mi mamá, mi papá y hermano, se los comieron y dejó una maldita nota como burla.

Sintió que el calor la invadió en una muestra del resentimiento que almacenaba durante años. Su novio captó la furia que subía sobre la chica, intentó calmarla, no discutir más. Después de todo, mucho no podía hacer, ella estaba ensimismada y, siendo la chica testaruda de siempre, no la haría cambiar de opinión.

—Bien, haz lo que quieras pero que no sea imprudente —le advirtió, regresando a la cama.

Amelia asintió recordando.

Hace dos años regresó a su casa en el tranquilo barrio Lavoie. Volvía de la academia de ajedrez como todas las tardes del viernes. Iba a encontrarse con sus padres, a darles la buena noticia. Por fin podría participar en el campeonato nacional de ajedrez, la mejor de la clase y seguro que la mejor del país. Llegó a su casa chocando con el gris del interior, las paredes oscuras que presagiaban ser testigo de lo que pronto descubriría. Después dar con el lúgubre interior un olor asqueante chocando contra su sentido de olfato: olía como a las sopas de carne que su madre preparaba pero más concentrado. Tuvo que cubrirse la nariz, el olor le trajo un malestar en el estómago como el de un nudo nauseabundo. Su cuerpo se contrajo como autodefensa al miedo que le deparó en su solitario hogar al llamar a su madre y no obtener respuesta. Extrañada del olor y el humo que nacía de la cocina, Amelia avanzó. Allí vio a su madre y a su padre, sentados en la mesa, sin ojos y sin brazos, muertos, una cascada seca de sangre se apegó al pecho de ambos gracias a un limpio corte en la garganta. Allí dio con el recio olor, luego con la olla sobre la cocina encendida, el burbujeo del agua y los brazos de sus padres cocinándose. Horrorizada llamó a su hermano menor, sin dar con una respuesta. Corrió al cuarto del chico a tropiezos desesperados que solo tardaron la decepción que tendría.

Su hermano no estaba, solo había una nota:

«Ojalá nunca hubiese llegado el viernes, estaba demasiado confiado. De nada ha servido investigar para saciar mi deseo repulsivo por matar, quizás debí haber observado mejor a Nana y preguntárselo a ella.

Pero fui imprudente, actué sin pensar en las consecuencias. Si no le hubiese enterrado un cuchillo en la espalda la realidad sería diferente.

Será mi nota final, mi patética despedida, porque no logré lo que quería, sino que solo quedó en un "lo intenté".

Adiós vida y hola ácidos gástricos o sea lo que sea que los humanos tengan.

Ah, y estás perdonada, Khyl, por devorarme y bla, bla, bla... más despedidas de humanos.»

Nada la preparó para ver tan horrible momento. Jamás creyó que le pasaría a ella, ni a su hermano, ni a sus padres. Sin embargo, lo realmente impensado de todo esto fue saber que en vez de acongojarse hasta las lágrimas un deseo vengativo se alojó en su pecho, uno que permanecería allí hasta encontrar al monstruo que le quitó a su familia.

Llevaba el nombre grabado, marcado sobre su vida como un tatuaje, recordatorio diario de la única persona sospechosa.

Ciertamente, la convicción de Amelia la llevó a dar con el hotel y obtener un trabajo allí, y para dicha suya, también encontraría al ser ideal que la ayudara en su búsqueda. A una semana de su trabajo, la puerta 302 la llamó como un canto de seducción. Se perdió en la inconsciencia atraída por el misterio. Obtendría información sobre el paradero de Khyl siempre y cuando liberara a la guerra de su jaula.

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