Prólogo
Allí estaba, observando un completo universo a través del azul de sus ojos; miles de pequeños planetas que relucían en el brillo de ellos mismos, un brillo que sabía perfectamente que provocaba yo.
Ella me sonrió, como siempre, al tiempo que me miraba profundamente a los ojos, en los cuales ella también se perdía cada vez que los observaba. Yo me limito a devolverle la sonrisa, mientras sigo ensimismado pensando en cómo hemos llegado hasta aquí. La agarro de la mano y comienzo a acariciarla suavemente, haciéndola enrojecer.
Eran ya las tantas de la noche, pero a mí me daba igual trasnochar si era con tal de seguir apreciando la belleza de la chica que tenía en frente de mí. Apenas entraban unos pequeños rayos de luz a través del ventanal de su cuarto, los cuales eran fruto del reflejo que hacía la luz del Sol sobre la Luna.
A veces me gusta pensar que nosotros somos como ellos dos. Siempre he creído que el Sol y la Luna vivían profundamente enamorados, pero que estaban eternamente obligados a permanecer separados. Esos éramos nosotros, puesto que únicamente podía estar con ella cuando viajaba entre nuestros universos. Siempre dicen que el amor provoca que hagas locuras, y en mi caso era así, vivía saltándome las reglas de mi propio universo sólo para poder estar con ella. Era arriesgado, pero lo prefería antes que tener que aceptar que debía separarme de ella.
Galaxia y Andrómeda. Esos eran los respectivos nombres de nuestros universos. Estaba estrictamente prohibido viajar de uno a otro por las incesantes peleas que habían tenido nuestros ancestros durante los últimos quince siglos, pero como ya he dicho, eso a mí no me importaba demasiado.
El día estaba llegando a su fin y ya era hora de marcharme.
—Debo irme ya —le dije mientras soltaba lentamente la mano que le había estado acariciando hasta hacía unos segundos.
Ella me miró apenada, con tristeza, pero manteniendo ese brillo en los ojos que a mí me volvía loco. Ningún universo podía compararse al mundo que yo podía ver a través de aquellos pequeños espejos azules que suponían mi razón de vivir; nada podía compararse a lo que esa chica podía hacerme sentir con una simple mirada.
—Lo sé… —dijo mientras se acercaba hacia mí para despedirse con un último abrazo. Yo la recibí con los brazos abiertos y la abracé con todas las ganas del mundo. No me quería ir de allí, pero era lo que debía hacer por el bien de los dos; si nos pillaban, ambos estaríamos perdidos. No es fácil mantener una relación entre universos cuando ambos están mutuamente en guerra, y menos aún cuando vuestros padres son los líderes de las respectivas legiones de cada universo.
Me levanté del sofá y me paré una última vez frente al gran ventanal de su habitación. Aquella noche el cielo estaba precioso, casi tanto como ella misma. La Luna, las estrellas, y las distintas galaxias que se podían ver desde allí formaban una perfecta y armoniosa composición que se reflejaba de una manera hermosa en las olas del mar. Cerré los ojos y me limité a escuchar los sonidos del agua chocando contra las rocas del acantilado, donde estaba situada su casa; sólo quería parar el tiempo y quedarme allí, como si nada más importase. Suspiré.
Me volví sobre mí mismo y me dirigí hacia ella una vez más, besé sutílmente sus labios rosados y seguí mi camino hacia la puerta. La abrí despacio, con cautela, dejando notar mi deseo de quedarme aunque fuese un ratito más. Ella me sonrió de nuevo. Ambos estábamos pensando lo mismo.
Le devolví una ligera sonrisa y acabé de despedirme.
—Adiós, Aura —dije lentamente.
—Adiós, Ares.
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