Gadro
Una vez me pediste que te escribiera un cuento de hadas... me reprochabas, con un mohín infantil, que sólo sabía escribir historias de guerras, de sufrimiento, de la rutina diaria, de las miserias de la calle o de la soledad del hombre de la Gran Ciudad.
Recuerdo que te prometí que lo haría... aunque "eso no vende". Tu mirada furiosa me hacía reír y eso aún lo empeoraba más. Sé que odiabas que me metiera contigo.
- Escribe un cuento de hadas. ¡Sólo uno!
Finalmente un día, recordando tus palabras. decidí hacerlo. Un cuento de hadas cuyo protagonista serías tú.
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Érase una vez un dragón de color rojo y alma oscura que se hacía llamar Gadro. Gadro, como cada día desde que llegó a este mundo, surcaba los cielos y vio a un ser que le llamó la atención. Era una criatura extraña pero hermosa. Tan hermosa, que el dragón no pudo evitar querer acercarse al ser humano que tenía ante sus ojos.
Pero la criatura, al verlo llegar con sus colores rojos vivos, su altivez y su condenado hedor lo reconoció. Había oído hablar de él desde su niñez a los ancianos, a los sacerdotes, a los juglares... había carteles de advertencia con su descripción y las consecuencias que dejarse engatusar por él por todas partes y por eso trató de evitarle.
Sabía muy bien que Gadro era un dragón muy peligroso; que con su aparente alegría, zalamerías y promesas de vida eterna y felicidad había llevado a la perdición a miles de jóvenes. Incautos que voluntariamente acudían a las garras del maldito dragón y que se convertían en sus esclavos. Porque el ansia de poder del dragón era insaciable... por más jóvenes que tuviera bajo su control, por más dinero que robaran para él, por más víctimas que corrompía para antes o después acababa devorando en un sangriento festín... Gadro siempre quería más.
Cierto era que algunos habían logrado escapar de sus fauces, pero el dolor y los horrores que habían pasado durante su cautiverio los volvía inestables, locos. Tenían miedo de sus propias familias y, algunos, rechazados por la gente o por no poder soportar la culpa de los actos cometidos en nombre del dragón volvían a su lado para seguir consumiéndose. Pocos lograron rehacer sus vidas y, aún así, cada noche se acostaban con el miedo de qué ocurriría si Gadro los reclamara de nuevo.
Los habitantes de todos los reinos trataron de acabar con el dragón más de una vez, pero Gadro era fuerte y su riqueza ilimitada era objeto de codicia de muchos hombres poderosos que pactaban con él: víctimas a cambio de oro.
Por ello mucha gente se desvivía por enseñar a los niños lo peligroso que era el dragón, que no debían enfrentarse a él pensando que podían derrotarlo, que jamás hiciesen caso de sus mentiras. Estas mismas personas hacían lo posible para ayudar a los desgraciados que lograban salir de sus mazmorras. No había a penas nadie que no hubiese perdido a algún ser querido por culpa de Gadro.
La joven criatura, por tanto, se echó a correr para escapar de Gadro y logró llegara los brazos de la persona que más quería en el mundo. Se escondieron tras unos arbustos y rezaron porque Gadro les olvidara.
Los días pasaron y no volvieron a escuchar de Gadro, por lo que sus corazones se sintieron aliviados. Pero la vida a veces es cruel y quiso que se separasen temporalmente.
La tristeza inundó el alma de la criatura y sus ojos se convirtieron en fuentes por la separación que se hacía larga. Era tal la pena y la soledad que se convirtió en una cáscara vacía que actuaba por simple inercia, vagando por las calles sin rumbo. Las noticias que recibía eran cada vez peores. Alguien quería separarle a toda costa de quien le hacía respirar cada día. Si le perdía, perdía la razón de vivir. O eso, desde su juventud, pensaba.
Su corazón, dolido y frágil, buscó consuelo en una amistad de su más tierna infancia que le arropó y le dio el calor que necesitaba. Pero en su delicado estado, no se percató de que el corazón de esa persona estaba podrido, que era un servidor de Gadro que sabía que el dragón le quería para él como fuera.
Poco a poco empezó a hablarle de las bondades del dragón, cosa que le escandalizaba y enfurecía. Pero Gadro siempre enseñaba a sus siervos que cada ser de este mundo tiene alguna flaqueza y que sólo había que dar con ella para hacerlo suyo. El siervo de Gadro pasó largo tiempo tanteando hasta que finalmente se dio cuenta de cuál era la debilidad de nuestra criatura. ¡cómo no lo había visto antes!
Le habló del oro de Gadro y, aunque al principio no parecía interesarle, finalmente captó su atención: si conseguía el oro de Gadro, podría salvar los obstáculos que le impedían reunirse con esa persona a la que tanto quería.
Aquello no hizo que dejase de ser consciente de que Gadro era un ser peligroso, pero la idea de volver a estar juntos hizo que aceptara trabajar para él.
Lejos de allí, su amante luchaba día y noche para poder recuperar a la criatura. Más ahora que a penas tenía noticias suyas. Las cartas eran cada vez menos frecuentes, más frías, más muertas. Tenía un mal presentimiento y debía salir en su búsqueda aunque perdiese la vida en ello. En un esfuerzo sobrehumano, logró acabar con quien le retenía y montó en su caballo para poder volver rápidamente a su ciudad, sin saber que ya no se encontrarían porque Gadro ya había logrado lo que tanto deseaba. La antaño hermosa criatura había sucumbido a su poder y ahora su belleza se había marchitado. El hechizo que sobre sus ser recaía le había hecho envejecer 100 años y su corazón puro era ahora de color negro. No recordaba ya quién era, tenía una vaga sensación de que alguna vez le había importado algo... o alguien. Su vida carecía de sentido, había cambiado tanto que ya nadie reconocía aquella cara que antes sonreía llena de alegría y bondad. Aquellas manos que antes habían ayudado a quien lo necesitaba, ahora estaban manchadas de sangre. Sus piernas que antes corrían libres ahora estaba sujetas por cadenas que Gadro manejaba a su antojo.
Sólo una vez volvieron a verse. Fue una mañana fría, el sol aún se estaba alzando tras las montañas y, nuestro jinete cansado de viajar, se bajó de su caballo para poder beber de un manantial que quedaba cerca de los dominios de Gadro. Estaba refrescándose el rostro cuando le pareció ver una sombra por lo que sacó su espada preparándose para un posible ataque; el brillo de un cuchillo le hizo reaccionar y abalanzarse sobre su atacante. Estaba a punto de hundir la espada en el pecho de su enemigo cuando, en el rostro demacrado de aquel ser que jadeaba tendido en el suelo, le pareció reconocer a alguien.
Entonces lo supo. Supo quién era era, por qué se encontraba en ese estado y quién era el culpable. Si bien sabía que la muerte sería la única salvación de su criatura (ya que la fuerza del hechizo que le consumía le había llevado a un punto de no retorno, a punto ya de matarle), no pudo quitarle la vida. Lentamente guardó la espada y con lágrimas en los ojos le besó en la frente. Le liberó y vio cómo se alejaba torpemente...
Días después alguien fue a su casa a darle la noticia de que habían encontrado su cuerpo sin vida. Todo apuntaba a que había sido un suicidio. No fue capaz de derramar una sola lágrima ya que las había llorado todas en lo que sabía que había sido su despedida, junto al manantial. En silencio se dirigió al cementerio donde le dio su último adiós... en su corazón sabía que el hechizo de Gadro se había desvanecido aquella mañana y que, en cuanto tomó consciencia de todo lo que había hecho, eligió morir antes de que Gadro o alguno de los suyos lo asesinaran al descubrir que ya no estaba bajo su influencia.
En ese momento, junto a la tumba de su ser querido, vio claro cuál era su cometido y se marchó a cumplirlo.
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Como ves, cumplí mi promesa e hice de tu historia un cuento. Cuento que confía que servirá para salvar a otras almas perdidas y confundidas de caer en las garras de Gadro. Cumpliré mi misión y tu muerte no habrá sido en vano. Sé que así lo hubieras querido tú.
Porque, a pesar de todos nuestros esfuerzos la gente sigue y seguirá cayendo en las garras de Gadro.
Porque Gadro es muerte.
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