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Tres

Los días pasaron lentos pero Gabriel no le dio más importancia de la que tenía. Aguardó pacientemente, centrándose en sus clases y las actividades que tenía fuera del instituto, así como interpretando su ya más que aprendido papel de niño perfecto, hasta que, llegado el viernes, salió el segundo número de la revista escolar.

Lo abrió sin prisas, junto a un par de sus amigos, e hizo como que no miraba nada en concreto. Fingir desinterés se le daba bien.

Cuando llegó a la sección que buscaba, comenzó a leer las consultas para ver si alguna, con suerte, era la suya. A su lado, Abel y Rico —cuyo nombre era Ricardo pero le habían dicho así desde segundo de primaria— hojeaban sus propios ejemplares entre comentarios a los que Gabriel no hacía mucho caso o, al menos, así era hasta que escuchó la palabra clave que captó su atención: maricón.

De pronto, el vello de su nuca se erizó y las manos le temblaron, moviendo el papel que sostenía. Quería escuchar, pero al mismo tiempo prefería no hacerlo. Mientras agudizaba el oído, siguió deslizando su mirada sobre la tinta de aquellas hojas, hasta dar con lo que quería. Allí estaba su texto, junto a otro más largo sobre el que su vista se deslizó rápidamente, pues le importaba la respuesta. Para su sorpresa, era un escrito que respondía a ambas consultas. Quiso leer, pero la conversación de los otros dos chiquillos era lo que más le robaba la concentración. Decidió dejar la lectura para más tarde, con la calma de que tenía una respuesta y un fin de semana por delante para pensar con claridad.

— No entiendo la manía de todo el mundo de ser gay —dijo Abel. Gabriel tembló.

— No todo el mundo —corrigió Rico—. Hay gente normal, tío.

— ¡Qué va! Cada vez son más. ¡Hasta las chicas!

— Las chicas no son gays, son lesbianas, ¡atontao!

— Son homosexuales, chicos y chicas —matizó Gabriel un tanto tenso.

— Pues eso —respondió con desinterés Abel.

— Pero aparte de homosexuales, encima hay travolos y un montón de historias raras que no entiendo, con nombres raros como... no me acuerdo ahora, jooooo —se exasperó Rico—. ¡Ah, sí! Como pansexual. ¿Eso qué mierdas es?

— No lo sé —dijo con la voz temblorosa Gabriel.

— Mi padre dice que es una moda —añadió Abel—, que la gente está agilipollada.

— ¡Cómo se pasa! —Exclamó Rico estallando en una carcajada.

— Bueno, sea una moda o no —se atrevió a decir Gabriel—, se debe respetar lo que sea que quieran.

— Que lo respeten ellos, yo paso. Si no saben ser normales, la culpa es suya y no tenemos porque andar los demás con pies de plomo para no ofenderlos. ¡Que al final la gente normal no va a tener derechos para que lo tengan estos anormales!

Gabriel estaba ardiendo de rabia. Se sentía tremendamente insultado y le estaba costando mucho trabajo contenerse y no gritar en su cara que él era uno de esos anormales, pues así se sentía. El esfuerzo por aceptarse a sí mismo de los nueve a los diez años no podía irse al garete por culpa de personas como Abel y Rico, pensó. Firme, se atrevió a hablar nuevamente.

— Yo no lo veo como tú —Rebatió—. Ahora dime una cosa, imagina que Rico viene de pronto y nos dice que es gay. ¿Qué harás? ¿Lo vas a dejar de lado? ¿Le pegarás? ¿Le amargarás la existencia?

— Joder, no, Rico nunca vendría con esa idiotez.

— Eso no es lo que te he preguntado. ¿Cuál sería tu reacción si un amigo tuyo lo fuese?

— Mis amigos son normales, tío. Tú lo eres, Rico lo es. Andrés lo es, y Lucas también. Y todos, ¡déjate de pavadas!

— No lo sabes, Abel —comentó Rico con la mirada un tanto perdida—. No les has preguntado. Tampoco sabes si quizá lo descubren más adelante.

Gabriel lo miró sorprendido por su respuesta, sin saber qué añadir ni tener tiempo de hacerlo, pues Abel se levantó de un salto y se apartó de ellos con enfado evidente en el rostro.

— ¿Qué os pasa? Parece que os gusten esos anormales, ¿por qué los defendéis? —Gritó enfurecido—. Si un amigo mío se vuelve uno de esos se puede ir olvidando de mí, ¡paso de que me lo pegue!

— ¿Pero qué dices? ¿Cómo te lo va a pegar? —Retrucó Rico.

— Eso no se pega, tonto —informó Gabriel con la sangre hirviendo.

— ¡Es una enfermedad, claro que se pega!

Los dos chiquillos lo observaban como si le hubiesen salido dos cabezas extras de repente. Se miraron incrédulos antes de reír ante la locura que decía su amigo.

— ¿De dónde sacas esas cosas, Abel? ¡Estás equivocado en todo!

— ¡Y un cuerno!

— De verdad que

— ¡Mi padre nunca se equivoca! —Interrumpió gritando.

— ¿Tu padre es quien dice esas tonterías? —Quiso saber Rico.

— Mi padre tiene una carrera universitaria, es abogado y si dice algo es porque lo sabe.

— Y es él quien los llama anormales, enfermos...

— Y tiene razón —sentenció.

Rico y Gabriel, agotados mentalmente, decidieron no discutir más pues era evidente que no lograrían cambiar la opinión de su amigo. Éste se marchó entre gruñidos y quejas de cómo se comportaban ellos y los dejó solos con la mente revuelta. Fue sorprendente para ellos descubrir cómo veían las cosas su amigo y su padre, que era quien le había metido todo aquello en la cabeza.

Cuando Gabriel llegó a su casa, se sentía exhausto. Estuvo un rato con sus padres viendo la tele, jugó a videojuegos con su hermano Toño y, después de cenar todos juntos, se internó en su habitación con la intención de leer hasta dormirse. Por supuesto, lo primero que iba a leer era la revista que llevaba en la mochila.

Comenzó con su propia consulta, leyó después la que la acompañaba, que era de una chica que parecía realmente infeliz y confusa consigo misma, y terminó con la respuesta de la consultora. En aquel número, habían anunciado que se llamaba Ona, siendo ese el título de la sección: La consulta de Ona.

No estaba seguro de qué iba a lograr con aquello, pero era consciente de que había depositado todas sus esperanzas en aquella chica a la que no conocía. 

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