Cinco
Tras unos minutos caóticos, donde Carolina reía, Víctor se quejaba y Gabriel no comprendía nada, lograron regresar todos a la normalidad. Para aquel entonces, la escandalera que habían montado había captado la atención del resto de integrantes de la familia, que habían ido a reunirse con los demás en el salón. Gabriel intentaba explicar la situación sin desvelar demasiado.
Definitivamente, no se había equivocado tanto con la opinión del cabeza de familia, aunque aún faltaba el grueso de la conversación y no tenía idea de qué podía suceder.
— Bueno, que a todo esto, yo lo que quería saber es qué opináis de este asunto. ¿Está justificado tratar mal a alguien homosexual solamente por serlo? ¿Es tan terrible serlo?
— No y no —dijo Toño.
— ¡No! A todo —Exclamó Elisa.
— ¡Ni hablar! Eso no afecta más que a quien lo es, ¡no justifica nada! —Espetó el mayor de todos.
— Nunca, hijo —indicó Carolina.
Víctor se mantuvo en silencio. Ya dicen: quien calla, otorga. Gabriel comprendió el silencio de su padre y le dolió; no podía negarlo.
— Entonces, mamá... Si uno de nosotros cuatro te dijese que lo es, ¿sería un problema?
— Uff... No lo sé. Un problema no creo, pero, no sé, sería extraño.
— ¡Mamá! —Saltó Elisa—. ¿Por qué lo sería?
— Supongo que, como siempre he pensado que los cuatro sois heterosexuales, podría ser que me costase asumirlo. No tengo idea.
— Yo no lo aceptaría —Espetó el padre, arrancando una exclamación de sus hijos.
— ¿Cómo puedes decir eso? ¿No aceptarías que un hijo tuyo fuese homosexual?
— ¡No! ¡Me niego!
Gabriel sintió su corazón punzando, como si se lo apretasen con un puño. Lo sabía, se dijo.
— Ya no puedo más —musitó. Sus hermanos lo miraron con extrañeza—. Mamá...
— Dime, pequeño —animó con una sonrisa, a pesar de lo atónita que estaba por lo que había dicho su esposo.
— El chico de la revista, soy yo —dijo de un tirón.
<<A lo hecho, pecho>>, pensó. Ya no había vuelta atrás.
Su padre saltó del sofá, con el rostro contraído y el ceño muy fruncido. Sus puños estaban apretados y los hombros mostraban la tensión que sufría su cuerpo. Sin verlo venir, se lanzó contra Gabriel pero no llegó a tocarlo ya que Toño y Alberto, el mayor, lo sujetaron e impidieron que hiciese algo de lo que pudiese arrepentirse después. Elisa corrió a abrazar a su hermano menor, Carolina se llevó las manos a la boca ante la sorpresa de los acontecimientos. No sabía qué hacer, pero finalmente reaccionó y se levantó, caminó hasta Gabriel y, cuando él pensaba que le iba a dar un guantazo, lo abrazó con ternura y evidente protección. Al fin y al cabo, era su hijo, su pequeño, el único que nunca le había dado ni un solo problema y siempre había hecho todo lo mejor posible, de un modo excelente incluso. Bien se merecía, simplemente por ser su hijo, que ella estuviese de su lado.
— ¿Sabes, hijo? Respondiendo a tu pregunta, nunca sería un problema —Dijo mirándolo a los ojos.
Después, se dio la vuelta, puso a los niños tras ella y se encaró a su esposo.
— Hasta que recapacites y te comportes como el hombre civilizado que eres, vas a dormir en el sofá o, si no te parece bien, puedes irte a casa de tu madre —le indicó—. Y, si te niegas a volver a estar en tus cabales y te atreves siquiera a intentar agredir a nuestro hijo, créeme que tendrás papeles que firmar.
No se necesitaron más palabras para que el hombre comprendiera. Furioso, se deshizo del agarre de los dos chicos —quienes a duras penas habían podido con él y se mostraron agotados cuando dejaron de sujetarlo— y salió de la sala echando humo por las orejas.
Tras aquello, hubo un instante de abrazo familiar en el que únicamente faltaba un miembro de la familia.
— Lo entenderá, tranquilo. Sólo dale tiempo, ¿sí? —Pidió su madre y él únicamente asintió sin convencimiento.
Le preocupaba que fuese tan cerrado de mente como el padre de Abel, pues aquello era algo que aún no se le había ido de la cabeza. Eso le recordó a sus amigos; definitivamente, no podía decírselo todavía y, cuando lo hiciese, debía ser primero a Rico, pues creía que lo asimilaría con menos dificultad, sin cerrarse en banda.
Ahora la presión que sentía era menor, infinitamente menor y muy distinta.
Su familia, que eran a quienes más quería, ya lo sabían y, en su mayoría, lo habían aceptado con pasmosa facilidad. Le resultaba curioso, pues siempre había creído que aquello sería algo complicado pero, sorprendentemente, ahí estaban todos, a su lado y sin echarle nada en cara ni faltarle el respeto, sino apoyándolo.
Ahora tenía todo el tiempo del mundo para decírselo al resto de personas que le importaban y, para lo que viniese después, se puso una frase como bandera: que sea lo que el destino quiera.
Recordó un pedazo de un poema de Federico García Lorca que, si bien no tenía relación con el tema, a él le dio cierto ánimo:
<<En la bandera de la Libertad
bordé el amor más grande de mi vida.
¡Yo soy la Libertad, herida por los hombres!¡Amor, amor, amor, y eternas soledades! (...)>>
Lo más importante en aquel momento para él era, sin duda, la libertad.
Libertad para querer.
Libertad para ser.
Libertad para nunca más fingir.
Libertad para vivir feliz.
Lo demás, llegaría poco a poco.
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