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Capítulo 1: 1948 (II)


La salida de ese cuartel de la Guardia Civil me pareció extraña. Allí fuera se había congregado mucho más público del que me esperaba. Reconocí a muchos vecinos míos de Masegosa, mi pueblo, que habían bajado aprovechando la cercanía con aquel lugar y que seguramente sentían más curiosidad que empatía hacía mí. Nunca me llevé demasiado bien con ellos, y probablemente el sentimiento era mutuo también por su parte. Bastantes problemas tenía en mi día a día como para preocuparme por gente a la que nunca tendría aprecio.

Un poco más apartado de ellos reconocí a Álvaro, el padre de Isabel. Luciendo siempre su eterna boina deslucida, con la que trataba de esconder su cada vez más incipiente calvicie. También él parecía haber envejecido demasiado los últimos meses, desde que sucedió todo aquello, y hasta su diminuta estatura parecía haberse empequeñecido un poco más.

Vivían un par de casas más abajo de la nuestra, así que aquella proximidad hizo que mi hermana Teresa y su hija crecieran siempre juntas. Además, su mujer hizo amablemente el papel de madre desinteresada, lo que a nosotros nos facilitó mucho las cosas. Las dos se pasaban todo el día jugando en casa del tío Álvaro, mientras mi padre y yo nos podíamos ocupar de las tareas del campo y de los animales. Jamás podré saber todas las meriendas que le preparó aquella buena mujer a mi hermana, ni tampoco los bocadillos de membrillo que le daba para que yo pudiera llevarme al campo a la mañana siguiente, y que seguramente debía de entregarle a escondidas de su marido, pues él tampoco me ha tenido nunca demasiado aprecio. Nadie de ese pueblo me lo tuvo nunca, en realidad.

Mientras me despistaba con mis pensamientos el séquito de guardias civiles me esperaba, apoyados junto a la pared de piedra enfrente de la puerta de ese cuartel y con su fusil bien sujeto a sus hombros. Algunos, los más veteranos, mataban la espera fumando cigarrillos y manteniendo ligeras conversaciones, mientras que a los que parecían más jóvenes se les veía más preocupados, con un atisbo de miedo dibujado en sus rostros. Es curioso como yo, el más afectado por aquella situación, me mostrara con mucha más tranquilidad que esos jóvenes castrenses temblorosos.

Todos lucían también sus ropas de gala, con sus deslumbrantes tricornios sobre sus cabezas y protegidos bajo una gruesa capa. Supongo que era lo más adecuado ese domingo de principios de noviembre, cuando la temperatura a primera hora de la mañana todavía es demasiado fría, a pesar de que los ya brillantes rayos del sol empezaran a caldear el ambiente poco a poco.

—¡Pónganse firmes! —la misma voz grave y familiar volvió a sonar a mi espalda.

Todos aquellos guardias civiles arrojaron rápidamente al suelo el resquicio de sus cigarros y se posicionaron en fila delante de esa puerta. Su sola presencia era más rotunda que cualquier orden que pudiera salir de su boca. Los dos que estaban junto a mí custodiándome me apartaron a un lado dejando paso a los que salían de aquel acuartelamiento.

—Me siento el protagonista de una novela —mi voz irónica rompió el silencio de esa mañana.

Uno de mis guardianes me golpeó la espalda con la culata de su fusil y me reclamó silencio. Asier se dio cuenta rápidamente de ese gesto y se plantó delante de aquel muchacho, al que el temblor empezó a recorrer su cuerpo a velocidad desbocada. La mirada de reproche que le dedicó fue más fulminante que cualquier amonestación que le hubiera podido dar, lo que hizo a mi joven carcelero volver a recolocar su fusil en el hombro y erguir su cuerpo más tieso que el palo de una escoba.

—Cabo, ya está bien, no podemos perder aquí todo el día. Se ha hecho demasiado tarde —Robles, que acababa de salir a la calle, también sabía imponer sus órdenes solo con un pequeño matiz en su tono de voz.

—Sí, mi teniente coronel —Asier se cuadró igual de rápido que los hombres a los que había ordenado instantes antes.

Junto a aquel oficial de la guardia civil salieron el resto de personalidades. Reconocí rápidamente al padre Mateo, que portaba aún su vieja Biblia en la mano, al igual que al alcalde de ese pueblo, como primera autoridad política de Beteta. Los dos acompañaban más por obligación que por simpatía a Gabriel Juliá, que acababan de nombrar gobernador civil de Cuenca a finales de agosto, y que parecía el más entusiasmado de todos esa mañana. No en vano, había sido nombrado para acabar con las incursiones de los maquis en la zona, y mi caso era un buen acicate ante los aún insurrectos y sus simpatizantes.

El silencio se apoderó rápidamente de toda la calle, casi no se oía ni el sonido de los pájaros que revoloteaban a esas primeras horas. Supongo que todos empezábamos a ser conscientes de que el final del acto estaba cada vez más próximo, y un nudo empezaba a crecer dentro de nuestras gargantas.

—¿Dónde va a ser al final? —pregunté en voz baja a Asier aprovechando que estaba a mi lado.

—En el castillo moro —me respondió con el mismo tono de voz bajo y sin desviar su mirada de los mandos que teníamos enfrente, que seguían departiendo de forma despreocupada.

—¿Y quién es el que va a dirigirlo?

—Lo haré yo —me respondió al mismo tiempo que ahora sí que giraba su cara para observarme con sus penetrantes ojos azules.

—Lo imaginaba. Supongo que para ti será un enorme gozo tener ese privilegio.

El joven cabo de la guardia civil no me replicó. Volvió a girar la cabeza al mismo tiempo que inspiraba con fuerza y su rostro recobraba un aspecto impertérrito. Casi diría hasta que sus ojos empezaban a irradiar.

Todos nos pusimos en marcha hacía el lugar escogido. El viejo castillo árabe de Rochafrida presidía el pueblo de Beteta desde lo alto de la montaña. Se llegaba a través de estrechos y sinuosos senderos que rara vez eran utilizados por los lugareños, pues realmente esa construcción no tenía mayor interés para ellos. Medio derruido, era más utilizado por los jóvenes zagales del pueblo para sus juegos, pues sus murallas y habitaciones eran ideales para sus batallas de guerra de piedras y trincheras. A sus pobres padres no les hacía mucha gracia aquellos pasatiempos, probablemente no tanto por las heridas y raspones que se hicieran, sino más bien por el recuerdo de una guerra civil aún demasiado presente en sus recuerdos.

Recorrer aquel camino pedregoso solo debía de llevarnos unos pocos minutos, y lo hicimos bajo un silencio casi imperturbable. A los curiosos no se les dejó salir del pueblo, y solamente un pequeño grupo de autorizados pudieron acompañarme en esa última caminata. La comitiva la comandaban un pequeño grupo de guardias civiles, a los que proseguían el alcalde, el gobernador civil y el teniente coronel como oficial de mayor rango. Un poco más atrás caminaba Asier, manteniendo su mutismo autoimpuesto, sin incorporarse a ninguna de las conversaciones que se sucedían a su alrededor. El grupo lo cerraban Mateo y el padre de Isabel, conversando en voz baja, casi mortecina, tratando de evadirse de todas aquellas personas que nos rodeaban.

En mi caso, decidí concentrarme más en que mis ojos pudieran contemplar todo aquel escenario que había marcado mi existencia antes que en pronunciar conversaciones fútiles y sin interés con aquella gente. El haber crecido entre montañas es uno de los pocos privilegios que he podido experimentar, y de los más satisfactorios que voy a poder llevarme allá donde la muerte me conduzca. Las montañas me rodean allá por donde mire, igual que las vegas que descienden bajo mis pies y que recorren caminos y riachuelos. Conforme vamos ascendiendo por la ladera de esa montaña puedo ver lindes de bosques expandirse más allá de donde la vista me permite llegar, y el matiz de aquellos colores otoñales me encanta. Rodeado de pinos, siempre me llamó la atención ver como los chopos y olmos rompen en estas fechas la alfombra verde que rige esas tierras con sus tonos amarillos y anaranjados. Incluso desde lejos reconozco perfectamente qué tipo de árbol es cada uno. El pino alto y verde, el frondoso y recio olmo que intenta explosionar el matiz amarillo a su alrededor y, cómo no, también veo a los altos chopos sobresalir sobre el resto de la arboleda, con sus troncos alargados y estrechos intentando alcanzar ilusoriamente las nubes del cielo.

Perdido en mis pensamientos y recuerdos no me percaté de que finalmente habíamos llegado a nuestro destino. Los restos de aquellas murallas me pegaron una bofetada de realidad que consiguió que creciera ahora sí la desazón en mi cuerpo. Alcé mi vista hacia el cielo y pude ver como unas pequeñas nubes grises empezaban a cerrar poco a poco la esfera celeste sobre nuestras cabezas. Pareciera como si el propio Dios se entristeciera ante mi llegada, y me gustó tener la sensación de que sus lágrimas bañarían toda esa tierra conforme mi espíritu acudiera a su presencia.

Me llevaron hacia un lateral de aquella construcción, justo en el borde de la ladera y desde la que podía presenciar todo el valle multicolor a mis píes. El destacamento de guardias civiles se posicionó a unos pasos de distancia frente a mí, y pude ver como sus brillantes fusiles empezaron a bailar sobre sus manos. No tuve miedo, extrañamente ese sentimiento se mantuvo alejado de mi cuerpo en ese momento. Solo una pequeña sensación de paz empezó a alcanzarme al mismo tiempo que el oxígeno llenaba cada vez más mis pulmones.

Con pasos lentos y arrastrados Mateo y el padre de Isabel se acercaron a mí. El tío Álvaro alargó su mano y me la estrechó con una fuerza que jamás hubiera pensado que tuviera ese hombre. Era ya muy mayor, demasiado para los tiempos convulsos que había vivido. Su mujer y él tardaron mucho en conseguir tener hijos, y la llegada de Isabel les cogió ya con casi cuarenta años. Probablemente por eso tenía tanto cariño a esa chica. Fue una hija largamente esperada, lo que acrecentó su paternalismo al mismo tiempo que su recelo hacia el chico que sentía que trataba de arrebatarle el cariño de su retoña. Nunca fue mi intención, pero aún sabiendo que ese era su pensamiento, la verdad es que tampoco puse mayor empeño en apartarme de aquella pequeña chica que me perseguía por todos los rincones del pueblo con la excusa de acompañar a mi hermana.

—Si ves a mi hija allá arriba, recuérdale que le quiero —sus ojos llorosos explotaron conforme sus palabras salieron por su boca.

—Si tengo la suerte de verla así lo haré, Álvaro. Pero no creo que los ángeles tengan cabida en el mismo cielo que los pobres desgraciados como yo —las lágrimas también escapaban de mis ojos mientras estrechaba su mano.

Las piernas le fallaron conforme se alejaba de mi lado, y solo el brazo de un joven guardia civil que estaba a mi lado consiguió evitar que se desplomara sobre el suelo.

Mateo en cambio se mantuvo firme, sin dejarse arrastrar por sus emociones, a pesar de que podía ser consciente de como sus acristalados ojos cada vez se humedecían más. Abrió el pequeño ejemplar de la Biblia que le había acompañado todo el trayecto e inició su rezo. Su sentida bendición final provocó que hasta a un ateo como yo se le pusieran los pelos de punta mientras aferraba el rosario morado que aún sostenía en mis manos.

Asier se había mantenido a mi lado en todo momento, sin pronunciar ninguna palabra y conservando su figura marcial todo lo solemne que podía. Cuando el padre Mateo se alejó de nosotros es cuando por fin cambió su rictus.

—¿Vas a querer que te vende los ojos, Teo?

—No, prefiero seguir viendo el paisaje, que al menos eso sea lo último que me pueda llevar de esta vida.

—Está bien, como tú quieras.

Asintió al mismo tiempo que guardaba la venda en uno de sus bolsillos, mientras sus ojos se desviaron al movimiento intermitente de mis manos.

—¿Ese es el rosario de Teresa? —preguntó al reconocer las cuentas moradas que recorrían aquel cordel.

—Sí, era el de mi madre. Mi padre lo colgó en la cabecera de su cama para que siempre velara por el sueño de ella.

—¿Me dejarías que me quedara con él?

—Sí, pero tendrás que esperar un poco más para tenerlo.

Una ligera sonrisa se perfiló en mis labios mientras bajé mis ojos hacia aquel collar que sostenía entre mis dedos.

—Teo, sabes que yo quería a tu hermana. Siempre fui serio con ella.

—Lo sé, pero no esperes que te hubiera dejado casarte con ella.

—¿Por qué me odias tanto?

—Nunca te he odiado realmente a ti, pero no sé qué demonios se le perdió a uno de las vascongadas en un pueblo de una montaña olvidada de Cuenca.

—Mi madre era de Beteta. Por eso pensé que era buena idea venir aquí. Tú lo has dicho, para alguien del norte, encima siendo guardia civil, no es fácil llegar forastero a un nuevo lugar. Pensé que si me veían como un paisano tendría más ventajas.

—Mira Asier, a mi abuelo lo mataron los republicanos al principio de la guerra civil. A mi padre le pegaron un tiro en la nuca los nacionales solo porque en su momento pensó que la República iba a robarle menos que cualquier potentado ricachón. Ninguna autoridad nos ha protegido nunca, y no esperaba que fueran a hacerlo alguna vez.

—Yo la hubiera protegido con mi vida, y lo sabes —su voz se quebró mientras pronunciaba esas palabras.

—Pero no pudiste hacerlo.

La desazón me asaltó en ese momento y la voz también empezó a fallarme a mí. Una punzada de dolor recorrió mi pecho y la respiración cada vez me era más dificultosa. La agonía empezó a asaltarme por primera vez, rompiendo la sensación de paz que había tenido hasta ese momento.

—Lo siento, sé que no tuviste la culpa tú tampoco —levanté la vista y le miré con sinceridad—. No me hagas caso, Asier. Teresa te amaba, por eso sé que la hubieras protegido de haber tenido la oportunidad. Ella no habría sido capaz de amar a una mala persona. Por mucho que me duela, eso es muestra de tus virtudes.

—Tú nunca me has caído bien a mí tampoco, Teo —me devolvió una pequeña sonrisa al mismo tiempo que golpeó con gran sentimiento mi hombro.

—Cabo, debemos de empezar ya —la voz del teniente coronel Robles rompió la pequeña magia de aquel momento—. ¿El reo está preparado?

—Sí, mi teniente coronel. Sí que lo está —le respondió al mismo tiempo que volvió a cuadrar su figura, recuperando su pose marcial.

—¿Por qué te has ofrecido tú para dirigirlo, Asier? —me atreví a preguntar mientras veía el rostro de aquel joven recuperar su habitual rictus solemne.

—Porque Teresa jamás me hubiera perdonado que sufrieras lo más mínimo. Me ocuparé de que no tengas que hacerlo.

Poco a poco, paso a paso, el joven cabo venido desde Vitoria se alejó del joven mozo de un pueblo de Cuenca. El destino les había hecho coincidir en un mismo lugar y una misma época. Sus caminos se cruzaron en una caprichosa casualidad. Para uno de los dos iba a ser un punto final, para el otro un punto y seguido. En mi caso, el único alivio que tenía es que mi sufrimiento en esta vida iba a llegar a su fin, que por fin iba a poder disfrutar de las bondades y bonanzas que Mateo me leía en aquellas sagradas escrituras mientras estaba sentado a su lado en aquella pequeña vicaría.

Mis ojos contemplaron como el pequeño escuadrón de diez guardias civiles se posicionó frente a mí. Pude ver el cañón de sus fusiles brillar entre los pequeños rayos de sol que conseguían filtrarse entre las nubes oscuras cada vez más numerosas. La paz acudió a mi cuerpo al mismo tiempo que una gran luz blanca empezó a crecer frente a mí por detrás de aquellos inmóviles cuerpos verdes.

Imagen del capítulo: Fuente propia

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