Capítulo 1: 1948 (I)
A través de las barras que protegen la pequeña ventana puedo ver esos colores bailando por el cielo. Mis manos se aferran al metal, no con intención de romperlo, pues haría falta mucha más fuerza de la que mis brazos pueden ofrecer, sino como una forma de agarrarme inconscientemente a la realidad.
—Teo, ya va siendo hora de que nos vayamos—reconozco la voz grave tras de mí que me hace salir de mi ensimismamiento.
—Solo un poco más, por favor —le respondo sin volver la cabeza ni apartar la vista de los colores que hay sobre mí.
—Está bien, te esperamos fuera.
Los pasos se alejan a mi espalda y el silencio vuelve a reinar en esa pequeña habitación. Cierro los ojos despacio e inspiro profundamente, intentando que mis pulmones atrapen más aire del que son capaces de retener. La paz sigue recorriendo mi cuerpo al mismo tiempo que me aparto de esa ventana, mientras me acerco poco a poco a la persona que está sentada en mi catre, y que no pierde de vista ninguno de mis movimientos.
—Tómate tu tiempo hijo mío, Dios no se va a enfadar por esperarte unos minutos más —Mateo me observa con la misma paz con la que me hablaba cuando era su monaguillo en la iglesia del pueblo.
Esa imagen melancólica me hace sonreír. Mi acompañante viste sus hábitos de los días importantes, los que están marcados en rojo en el santoral. Luce aquella sotana larga y oscura que le llega hasta los tobillos, y que brilla intensamente en estas primeras horas de la mañana.
Me observa fijamente con sus poderosos ojos negros que apenas dan muestras de fatiga, a pesar de haberse pasado toda la noche en vela a mi lado. Solo unas pequeñas marcas bajo ellos me indican que el cansancio empieza a hacer mella en su cuerpo. Supongo que para él también ha sido agotadora la espera de la carta que ya jamás va a recibir. Le advertí que no lo intentara, que el arzobispado no iba a interceder en mi favor, pero el pobre se aferró a esa última esperanza. Si hubiera tenido tiempo, hasta habría acabado apelando al Papa, como si Pío XII tuviera la necesidad de preocuparse por un pobre desgraciado de un pueblo perdido en la serranía de Cuenca.
En estos momentos me doy cuenta de como la pena se ha ido dibujando en su cara estos días. Igual que su pelo, que ha empezado a lucir muchas más canas y perdido su intenso color castaño, dando la sensación de que aparenta más años de los que tiene en realidad. Es una de las pocas cosas de las que me arrepiento. No es justo ver como por mi culpa esta persona, con poco más de cuarenta años, ha envejecido de golpe y perdido parte de su vigorosa cabellera que siempre le había caracterizado.
En sus manos sostiene la vieja biblia que le regaló su madre el día que se ordenó sacerdote. Mientras la estrecha con sus dedos recuerdo como me leía pasajes de ella sentados los dos en la sacristía, intentando vanamente que la fe creciera en mi interior. Nunca le oculté el hecho de que yo era un ateo redomado, casi el único resquicio que mi padre consiguió inculcar en mí, pero poco o nada le importaba a él. Siempre mantuvo su eterna paciencia y su sonrisa melosa mientras me leía aquellos pasajes.
Para su desgracia, jamás seré capaz de reconocerle que su presencia en mi vida me ha marcado profundamente. Es una de las pocas cosas que echaré de menos en el momento que ya no esté en este mundo.
—¿Qué te pasa por la cabeza, Teo?
—Muchas cosas padre, pero ninguna importante en realidad.
—Todas son importantes, hijo mío. Siempre te he dicho que Dios está presente en todas las cosas, también en ti.
—Mateo, yo nunca he creído en Dios, ya lo sabe.
—Sí, pero él siempre ha creído en ti —su sonrisa se vuelve a dibujar en sus labios mientras apuntilla esas palabras al mismo tiempo que se levanta de ese viejo y cochambroso colchón.
Me rio en silencio mientras le observo. Puede que aún esté esperando que en estos últimos momentos caiga rendido a sus creencias, que en el ocaso de mi vida voy a ver una fuerte luz blanca que me haga descubrir la verdad y guíe mi camino hacia el paraíso eterno. Pero los dos sabemos que es inútil, mi camino y mi destino ya han sido fijados.
—No crees en Dios, pero me has pedido que pase estos últimos momentos contigo y que te dé la extremaunción —vuelve a perfilarse una nueva sonrisa en su cara mientras me habla.
—Soy un egoísta, ya lo sabe. No creo en Dios... no creo en Jesús... en realidad no creo en nada... Pero Teresa sí que creía. Si hay alguna opción de volver a estar con mi hermana en el Paraíso tengo que intentarlo, ¿no cree padre?
—¿Y solo lo haces por ella?
—Puede que no. Quizás en el fondo de mi corazón sí que quiera creer en algo, no lo sé. De todas formas, ya no voy a tener tiempo de averiguarlo, me temo —una pequeña lágrima empieza a dibujarse en mis ojos mientras termino la frase y soy consciente de que mi voz empieza a flaquear.
Mateo se acerca a mí y abraza mi cuerpo con fuerza. Es más pequeño que yo, apenas llegará al metro sesenta, así que no puede estrecharme con toda la intensidad que le gustaría.
—Sé fuerte Teo, tienes que ser fuerte. Nunca has sido una persona débil. No quiero que me falles ahora.
—No padre, esté tranquilo —mis ojos llorosos le miran con toda la gratitud que pueden ser capaces de mostrar.
—Arrodíllate hijo mío —me hace un ademán para que vaya al suelo al mismo tiempo que me entrega un rosario morado que reconozco rápidamente.
En esa sucia celda, mientras los rayos de luz del amanecer comienzan a acrecentarse más a nuestro alrededor, el rezo de esa persona consigue volver a insuflar paz a mi espíritu. Según la Biblia, este gesto basta para que Dios perdone todos mis pecados y me abra las puertas de la Eternidad. Nunca he creído en ello, siempre he pensado que no eran más que sandeces que personas crédulas anhelan para sentirse mejores consigo mismas, pero lo cierto es que también a mí me están haciendo encontrar una paz que pocas veces había llegado a sentir. El tacto de ese rosario que estrecho junto a mi pecho incrementa el calor de mi cuerpo. Sí, nunca he creído en Dios, pero en este momento me siento muy próximo a él.
Antes de que haya acabado su oración mis guardianes ya están esperándome al otro lado de las rejas de esa puerta. Su rostro serio me muestra que ya no van a otorgarme más prórrogas, que ha llegado el momento.
Aún cabizbajo me incorporo del suelo y me acerco a ellos.
—Teo, espera un momento por favor —Mateo agarra mi mano e intenta retenerme junto a él.
—Padre, no podemos retrasarnos más —la mirada suplicante del guardia civil bajo su tricornio me parece graciosa, pocas veces he podido verla en gente como él.
—Puede que vosotros tengáis prisa, pero Dios y yo no la tenemos —los ojos severos de mi acompañante provocaron un respingo a mi guardián.
No sé si fue la mirada que le dedicó lo que le hizo darse por vencido, pero el hombre se alejó de la puerta conforme acabó de abrirla y esperó pacientemente a un lado.
—¿Qué se le ofrece ahora, padre? —volví a observar su rostro alicaído mientras seguía arrepintiéndome de ser el causante de tanta aflicción.
—Antes me has dicho que no crees, pero que querías la extremaunción para exonerarte de tus pecados y reencontrarte con Teresa junto al creador.
—Sí, es verdad.
—¿Y qué pasa entonces con Isabel? —una pequeña punzada traspasó mi corazón conforme pronunció ese nombre.
—¿A qué se refiere?
—Ibas a casarte con ella.
Tuve que bajar la cara, incapaz de seguir observando los ojos inquisidores de mi interlocutor.
—¿Amaste realmente a esa chica?
—No padre, a usted no puedo mentirle. La verdad es que nunca estuve enamorado de ella —mi voz se dibujó triste y apagada mientras pronunciaba esas palabras.
—¿Y por qué ibais a casaros entonces?
—Porque Isabel sí que me amaba a mí, de eso estoy seguro. Era la chica más buena que ha existido nunca, y habría hecho cualquier cosa con tal de hacerla feliz.
—¿Y la hubieras hecho feliz?
—Sí, juro que la hubiera hecho la persona más dichosa del mundo. Se merecía todo lo bueno que le hubiera podido pasar en esta vida.
Mateo asintió con tristeza a mis palabras al mismo tiempo que apartaba su mano de mi brazo, liberándome de lo único que aún me aferraba a este mundo. Le di la espalda y poco a poco mis pasos me alejaron de su lado.
—Por mucho que la quisieras, sabes que lo que hiciste no estuvo bien, Teo —aún quiso dirigirme unas últimas palabras antes de que saliera de esa celda.
—Padre, de lo único que me arrepiento en este momento es que a ese desgraciado solo pude matarle una vez —me giré nuevamente hacia él y mi mirada lagrimosa reflejó toda la paz que mis palabras querían destilar—. No fue suficiente, créame que no fue suficiente para todo el dolor que se merecía ese cabrón.
El pobre ya no fue capaz de volver a replicarme, agachó la cabeza entristecido al mismo tiempo que salíamos de aquellos calabozos y la intensidad de la luz del amanecer empezó a mostrarme el camino que mi alma debía de seguir para llevarme al cielo. Aquel sendero inescrutable que debía de acercarme a las dos personas que más he querido en mi vida.
Imagen del capítulo: Denis Oliveira en Unsplash
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