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Tres

Siempre fue agradable almorzar con mi madre, incluso ese día, en que era evidente que ninguno de los dos sabía cómo hablar sobre el regreso de Sebastián a mi vida. Aquella tarde, fue ella quien me llevó hasta mi restaurant favorito, tal como hacía cuando íbamos por helado tras algún mal momento en la escuela, y sin siquiera considerar la posibilidad de alimentarnos en forma saludable, ordenamos pizza y papas fritas. Esperamos en un silencio poco frecuente entre nosotros, hasta que ella decidió romper el hielo.

—¿Cómo estás? —preguntó, mientras acariciaba una de mis manos.

Me habría encantado mentirle, pero en general me era difícil hacerlo. Sin embargo, ocultarle algo a mi madre era imposible. Nos conocíamos demasiado bien como para siquiera intentar esconder la maraña de sentimientos que crecía en mi interior. Sabía que podía confiarle todo y que de su parte solo recibiría incondicionalidad; y no lo digo por el hecho de ser hijo único y tener desde siempre toda su atención y cariño. Mi relación con ella va mucho más allá de eso, tal vez por lo joven que me tuvo o porque su esencia en sí se resume a dar amor, y una vez más, no me refiero a la concepción tradicional de las mujeres entregando afecto o siendo sentimentales, eso sería muy básico para describirla. Mi mamá es maravillosa, así de sencillo. Es alegre, inteligente, solidaria, cariñosa, buena, transparente, honesta y cuánto adjetivo que represente todo lo bueno del mundo se pueda aplicar. Por lo mismo, tenía que decírselo. A alguien en el mundo tenía que hablarle de cómo me sentía.

—¿Qué tan exagerado suena afirmar que desde ayer solo puedo pensar en él? —contesté, con una triste sonrisa en el rostro—. Pensé que jamás lo volvería a ver, y de alguna forma, contaba con que su recuerdo jamás apareciera.

—No es exagerado, cariño. Conozco su historia mejor que nadie. Dime, ¿qué hablaron? ¿Cómo se veía?

Me avergonzaba responder que mi valentía no había alcanzado para tanto. Guardé silencio, observé la ventana escapando esta vez de la mirada de mi madre y me concentré en las personas que deambulaban por la avenida tranquila, como si en el caminar sereno de esos extraños encontrara mi propia calma.

—No fui capaz de mirarlo. Solo hui de ahí y me escondí en el baño, creo que por casi una hora. Sigo siendo un cobarde.

Mamá no me contradijo, solo soltó mi mano para beber su copa de vino en casi un segundo, para luego escuchar con atención lo poco que conseguí saber de él. No parecía sorprendida, sino muy preocupada. Y era lógico, pues fue ella quien se encargó de sacarme a flote. Tal vez suene excesivo, pero lograr seguir adelante una vez que dejé de verlo, fue uno de los desafíos más grande que he tenido que enfrentar. La verdad, no estaba preparado para vivir sin él y por mucho tiempo quise pensar que él tampoco, por desgracia, darme cuenta de mi equivocación fue tan triste como escucharlo decir que ya no me quería.

—Tienes que hablarle, hijo. Doce años es tiempo suficiente para olvidar.

Volví a sonreírle como respuesta. Era obvio que lo haría, pero aun no sabía cómo afrontarlo. Ni siquiera estaba seguro de que él deseara hablarme. La pizza llegó a nuestra mesa, y no volvimos a hablar de él. Al terminar, mamá me llevó hasta el hospital donde me hizo prometer que lo buscaría, y lo obligaría a visitarla.

Seguía sintiéndome nervioso, pero al menos logré trabajar con cierta normalidad durante el resto de la tarde, aunque a medida que el tiempo avanzaba me invadía un miedo irracional a pensar en él. Había perdido esa costumbre hace años, aun cuando su recuerdo tácito moldeaba cada una de mis acciones. Era increíble hacerme consiente de la forma en que articulé por completo mi vida en torno a él, incluso sin su presencia ni su cariño, de seguro porque nuestra historia se remonta mucho más allá de mi infancia junto a Basti. No tendría por qué importar, pero siento que nuestro destino viene escrito desde mucho antes, de la mano de mis padres, precisamente. Ambos vienen de familias acomodadas, en las que siempre hubo de todo —literal—. Muy contrario a mi realidad, y ni siquiera imaginada para lo que Sebastián vivió. Al menos mientras fuimos niños. Así, mi historia con Basti comienza con ellos a sus diecinueve años, pausando sus carreras para criarme. A grandes rasgos, mamá y papa siempre estuvieron juntos, desde el kínder, hasta ponerse de novios a los quince años. Estudiaron en uno de los mejores colegios de Santiago, y juntos ingresaron a la Escuela de Medicina, en Concepción, más al sur de lo que mis abuelos habrían deseado. ¿Qué problema podrían tener? Ninguno. Salvo embarazarse, y hacer que su familia les quitara cualquier tipo de apoyo.

Ese fue el primer cambio de planes en sus vidas. Papá pausó su carrera de inmediato y comenzó a trabajar para preparar la vida familiar. Mamá continuó estudiando hasta el día en que nací, por fortuna, a finales de Diciembre, lo que permitió que al menos terminara su primer año. Pensó en pasar a mi lado solo el verano, sin embargo, no volvió a la Universidad hasta que tuve un año y tres meses. Papá no volvió. Juntos acordaron que ella seguiría con la carrera mientras él se dedicó a llevar la casa y al mismo tiempo trabajar. ¿Cómo no enloqueció? No lo sé.

El caso es que al cumplir dos meses de vida, nos mudamos a un barrio más económico y menos seguro. Por fortuna éramos tan pobres que no había nada para robarnos. Comenzamos a vivir en un departamento pequeño, con vecinos arriba, abajo y a ambos lados. Bien pudo este hacinamiento urbano convertirse en una pesadilla, pero por el contrario, en nuestros apegados vecinos encontramos la amistad y el apoyo casi incondicional que sus familias les negaron. Todos parecían ser buenas personas, con chicos corriendo por las escaleras a toda hora, salvo los jóvenes del piso de arriba.

Todo indicaba que eran una pareja normal, con un bebé de casi la misma edad mía. Un bebé que lloraba mucho más que yo, y al que pocas veces se veía fuera del hogar. Al pasar las semanas, mis padres se enteraron que aquel bebé estaba muy enfermo, y aun sin saber mucho, mi madre se ofreció para ayudar. Poco a poco, la madre de este bebé comenzó a tomar confianza y a salir de fiesta, aprovechando la buena disposición de mi familia para cuidar de su pequeño. Luego empezó a volver borracha, y el padre de esa casa desapareció. Por su puesto, mi madre no iba a permitir que una criaturita pasara las noches —o los días— con una persona que no estaba en sus cabales, por lo que no dudó en llevarlo a nuestro hogar cuantas veces fuera necesario. Así, mi vecinito cumplió un año en nuestra casa, dio sus primeros pasos de la mano de mi padre, y se metió en mi cama para dormir la siesta, una, dos, tres veces, hasta que cumplimos diecisiete.

Basti creció con nosotros, sin diferencia alguna entre los dos. Para mis padres, él era su segundo hijo y hasta podría decir que le tenían cierta preferencia. Por eso sabía que mi madre estaría igual de consternada con esta aparición misteriosa, pues no se alejó solo de mí, sino también de mi casa y todo aquel que tuviera algo que ver con mi familia. No tengo certeza de si ellos lo buscaron, porque les rogué que no volvieran a nombrarlo o moriría de tristeza. Aunque sé que jamás serían capaces de ocultarme noticias sobre él. Eso sería incluso más cruel que tratar de olvidarlo. Es que de alguna forma, Sebastián y yo fuimos inseparables desde mucho antes de poder habar.

Aun cuando no tengo recuerdos claros de nuestra primera infancia, sé que funcionábamos en dupla. Mi mejor prueba está en casa, donde abundan los álbumes familiares en que su mirada traviesa me acompaña a todas partes. Hasta cerca de los cuatro o cinco años, en casi todas las fotos de los cumpleaños o las fiestas que celebrábamos, también aparece Lidia, su madre —la biológica—, con algo parecido a una sonrisa en el rostro. Esa extraña mueca se desvanece poco a poco a medida que avanzan las páginas de recuerdos, hasta que luego es su presencia la que comienza a escasear. En términos legales, Basti vivió junto a Lidia hasta los catorce años, cuando la Asistente Social de nuestra escuela la denunció al Servicio de protección al Menor, enviándolo a vivir con su abuela, del otro lado de la ciudad. La realidad, en cambio, era que Basti vivía con nosotros, y que si tenía la suerte de encontrar a su madre de buenas, pasaba alguna noche junto a ella. Pero cuando el tribunal dio la orden de que dejara el barrio, la realidad no tuvo peso para retenerlo. Nos lo arrebataron de los brazos, y destruyeron su futuro.

Por un par de años seguimos unidos, de hecho, siempre creí que nuestro verdadero romance comenzó ahí, con sus escapadas nocturnas a mi habitación en busca de cariño, consuelo o apoyo. Sin embargo, hoy estoy seguro de que lo amé incluso antes de que comprendiera todo lo que sentía por él. Las dudas sobre si era real haber amado desde tan temprana edad, ya no existían en mí; y si alguien tuviera la osadía de decirme que no, que no era amor lo que sentía por él, ¿pueden explicarme entonces, por qué necesitaba su presencia para sentirme completo? Alguien incluso intentó decirme que lo nuestro no era más que amor fraternal. ¿En serio? ¿Así se aman los hermanos? No lo creo.

—¿Me das permiso? —pidió una linda joven entada a mi lado.

Aproveché de mirar el paisaje una vez que me sacó de mi ensimismamiento, y noté que había pasado mi parada. Era recurrente en mi pasar de largo, y no me molestaba en absoluto caminar para llegar a casa, sin embargo, Anahí cada vez que me tardaba montaba un escándalo. No podía entender que no deseara usar mi auto y prefiriera movilizarme en transporte público. En fin, para evitar un desgaste innecesario, caminé con rapidez hasta mi hogar. Era viernes, por fin, y mi padre de seguro pasaría por casa durante la noche. Era una agradable costumbre que no deseaba perder por culpa de una discusión con mi amada esposa.

Recuerdo muy bien que llevaba una sonrisa en mi rostro, y cómo está muy despacio comenzó a desvanecerse una vez que ambos se voltearon.

—¡Amor! ¿Recuerdas a Sebastián? Le pedí a mi madre su teléfono, porque necesitamos ayuda con el jardín —saludó, dándome un rápido beso en la boca.

¿Recuerdas a Sebastián?

¿Si lo recuerdo?

Sabía qué me estaba preguntando, pero era imposible no pensar en su sorpresa si supiera lo mucho que lo recordaba. Tenía un cúmulo de pensamientos en la cabeza, todos y cada uno ligado a él, y solo había pasado un día. Veinticuatro horas, nada más.

—Claro que sí —contesté. Y él entendió lo que decía.

Basti sonrió y nos miramos por fin a los ojos. Se quitó su guante y me estrechó la mano con firmeza.

—Buenas tardes —agregó.

—Isma, cariño, voy dónde mi madre a buscar a Violeta. Alimenta a los perros, por favor. Te amo —dijo Anahí, cuando aún tenía mi mano unida a la de Basti.

Anahí tomó el auto y se alejó. No sé si lo hizo rápido, o lento, no lo recuerdo. Solo sé que ambos la observamos partir, y que mi cabeza de pronto olvidó como pensar.

—¿Te sientes bien? —murmuró, con un tono que mezclaba angustia y risa.

Volví a mirarlo, con tanto detalle, que sentía que volvía a amarlo. Todo estaba ahí, sus ojos de niño, su sonrisa, sus hoyuelos en las mejillas, su diminuto lunar bajo su ojo izquierdo. Todo, pero escondido en su aspecto de hombre.

—¿Ismael, estás bien? —repitió.

Mi nombre sonó tan triste saliendo de sus labios.

Nunca me llamaste así, Basti. Ni siquiera el día en que escapaste de mis brazos.

—No. No estoy bien. Tengo la sensación de que todo se viene abajo —confesé.

Él volteó el rostro y suspiró. Me habría gustado decirle que no lo decía de la misma forma en que mi vida se desplomó cuando me dejó solo, pero lo cierto es que parecía ser lo mismo.

—Siempre has sido tan honesto —dijo sin mirarme—. Quisiera quedarme a hablar, pero debo irme. Creo que nos veremos seguido, de seguro tendremos tiempo más adelante. Para mí también extraño esto, aunque me alegra volver a verte.

No respondí. Caminó hasta el fondo de mi casa, entró a la bodega y lo seguí, en silencio. Entré junto a él, lo vi quitarse el uniforme azul para quedarse con su ropa, ordenar las herramientas, y voltearse para observarme.

—No nos hagamos esto, Ismael. Todo este tiempo ha sido suficiente. Te ves bien, yo estoy bien, no nos hagamos daño.

Tras esto, salió de mi casa.

Ya no era solo una sensación.

Mi mundo entero se venía abajo.


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