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Dos


Esa tarde le pedí a Anahí que condujera de vuelta a casa. Iba tan molesta conmigo, que ni siquiera me contestó. Por fortuna tampoco tenía ganas de hablar, así es que lejos de preocuparme, me sentí tranquilo. Por la noche no tendría que fingir, al menos no todavía.

En un silencio que agradecí, dejé a Violeta en su sillita en el asiento trasero del automóvil y me volteé para despedirme por última vez de Georgina y Lucas, que sonreían con aspecto frívolo desde la entrada de su hogar. Ah, cómo odiaba visitarlos. Llevaba años en el mismo teatro y ya había interiorizado mi papel. Dos veces en la semana pasábamos a su casa, como la perfecta y feliz familia que éramos. Los miércoles tomábamos el té y los domingos nos quedábamos todo el día. Anahí y sus padres iban a la iglesia por la mañana, mientras Violeta y yo nos escabullíamos como buenos pecadores. Casi siempre huíamos a casa de mis padres y tratábamos de asegurarnos allí la diversión que no obtendríamos en casa de los Morgan. Ah, qué apellido más odioso.

Violeta lo pasaba de maravillas en casa de mis padres, sobre todo porque vivían alejados del centro y el patio de su casa daba hacia una pequeña loma, lo suficientemente entretenida para una pequeña de tres años. Mamá siempre nos esperaba con un desayuno delicioso, y papá me robaba a mi hija de los brazos en cuanto atravesábamos la puerta.

—¿Cómo sigue Irene? —preguntaba mi madre.

Ella lo sabía todo. Sabía que Irene era mi paciente desde hace años, que conocía a sus hijos y a sus nietos, que me visitaba sin motivo en el hospital o en el consultorio para llevarme galletas, las mismas que le prohibía comer para que su glicemia no se disparara. Sabía que le tenía aprecio, y sabía que tener conciencia de que su vida estaba en riesgo me ponía triste.

—Insístele, Isma, que se cuide. Si no lo hace ahora, no lo hará nunca. Ya no tiene edad para andar de irresponsable.

—Anahí dice que debo dejar de estrechar lazos con los pacientes.

—Ya sabes hijo que tu esposa no es santo de mi devoción. Tu padre y yo trabajamos toda la vida en un hospital, y no hubo muerte que no nos doliera.

Eran esas las cosas que me fascinaban de mis padres. La verdad es que me habría encantado verlos más seguido, pero entre los turnos, la familia y mis estudios, se me hacía cada vez más difícil pasar tiempo con ellos.

Me subí en el asiento de copiloto, y a sabiendas que al llegar a casa solo tendría a Sebastián en mi cabeza, intenté desconectarme.

Pero no pude.

Todo en mí era su risa contagiosa, sus ojos rasgados y aguados de tanto reír, su voz diciéndome tramposo después de una partida de naipes, su abrazo cariñoso después de alguna pelea, y su mirada de desprecio la última vez que lo vi, cuando aún éramos dos adolescentes.

Volvimos a casa y Anahí no habló más. Me costaba creer que se molestara  tanto solo por la excusa de Irene y mi supuesta tristeza. Pero así era ella. No era una mala persona, de hecho, casi podría asegurar que se molestaba porque no ponía atención a esos extraños consejos que solo me daba por mi propio bien. Sin mediar acuerdo, se encargó de acostar a Violeta y yo recogí sus juguetes. Habría lavado los platos sucios y la ropa, encerado el piso, limpiado el baño y planchado toda la ropa con tal de hacer más largo el tiempo que me separaba de la cama, pero teníamos una empleada que hacía todo por nosotros. Todo. El desayuno, el almuerzo, la cena, la ropa, los pañales, la compra del mes, los gustos saludables de Anahí, mis cervezas para los viernes en que mis padres me visitaban, la leche de Violeta, y cualquier cosa que hiciera falta.

—Eres un inútil —diría Basti al saberlo.

Tal como lo hizo el día en que se enteró de que yo no sabía cocinar. ¿Pero cómo iba a saber cocinar si tenía siete años? Los niños no se preparan la comida solos. Al menos no en mi mundo, ni en el mundo que deseo para ellos.

—Tienes que poner el agua a hervir. Hervir es cuando le salen las burbujitas, ¿ves? Luego le pones dos cucharadas de sal, siempre dos, una es para el agua y otra para la pasta. Agregas los espaguetis y cuentas diez minutos. Ahora, no me vas a decir que no sabes ver la hora.

Uy, Basti. Creo que esa vez te mentí. No sabía ver la hora, ni hervir el agua, ni hacer mi cama, ni poner la ropa en la lavadora. Solo sabía jugar, correr, saltar, defenderte, hacer goles de cabecita, quererte y creerme el Caballero del Dragón.

—Tienes que hacerlo bien, mira que tu mamá no es tu empleada.

—¡Si las cosas las hace mi padre!

—Pues entonces él. Tu papá no es tu empleado. Si no lo cuidas, se va a ir.

¡Cómo me dolió recordar su vocecita dándome ese consejo! ¡Y qué ganas tuve de ir a buscarlo y abrazarlo para decirle: no fue tu culpa, Basti! ¡Soy padre ahora, y puedo asegurarte que no abandonamos a nuestros hijos cuando no saben hacer la cama! ¡Qué no los abandonamos nunca, a menos que seamos unos cobardes! Eso fueron tus padres, Basti. Tú no hiciste nada malo. ¿Cómo podrías? Si eras el niño más bueno de la escuela. De hecho, cobardes es poco. Ni siquiera creo que exista un nombre para lo que tus padres hicieron.

Nada más recordar eso, y ya mis ojos estaban aguados otra vez. Ah, qué pánico sentía al solo imaginar lo que iban a ser mis días de ahí en adelante. Es que no podía ocurrir algo así. No podía uno pasar su vida olvidando, intentando perdonarse por no ser lo que debía ser, para que luego todo se venga abajo. No podía la vida escarbar en mi pasado y ponérmelo frente a los ojos. No podía. No era justo. No podía serlo. Sin embargo, a mi cabeza seguía viniendo su vocecita, tan cerca de mi oído, bajo el sauce que estaba a un costado de la cancha de tierra, esa que se convertía en una piscina de barro después de la primera lluvia y que se mantenía así por todo el invierno.

—Todo habría sido mejor si fuéramos hermanos. ¿Te imaginas? No tendríamos que despedirnos nunca más, porque yo estaría durmiendo al lado tuyo. Y en la mañana haríamos todo juntos, tu papá nos haría el desayuno, tu mamá nos pasaría a dejar a la escuela de camino a la Universidad, y tu papá nos pasaría a buscar a la hora del almuerzo y luego...

—¡Sebastián! ¡Adentro!

—Uy, está enojada otra vez. ¿Te imaginas, Isma? No tener que despedirnos nunca más.

Si Basti. Claro que me lo imaginaba en ese entonces. Soñaba desde tan pequeño con tenerte cerca a cada instante, con protegerte de todo, con esconderte de tu madre, con sacarte de la casa de tu abuela, con alejarte de aquellos que te alejaron de mí. Eso sí fue injusto, Basti. Tu vida, nuestra historia. No el hecho de que este hombre de treinta años aún no cerrara las heridas del pasado. No los recuerdos que me atormentaban, porque aunque dolían, eran preciados.

—Ismael, ¿puedes ver a la niña? ¿Se ha despertado? —murmuró Anahí desde la habitación.

Casi agradecí que me sacara de mis pensamientos. Sé muy bien hacia dónde va cada una de esas memorias, y no estoy preparado para soportarlo. Caminé en forma sigilosa, porque desde que somos padres, hemos aprendido a hablar y andar a murmullos cada vez que Violeta duerme. Es una técnica milenaria, decía mi madre, y creo que la aprendimos a dominar a la perfección. Mi niña dormía, por suerte. Mañana recién es jueves y no estoy listo para un trasnoche haciéndola recobrar el sueño. Salí de puntillas de su habitación y por fin pude llegar al baño. Tuve que batallar con mi conciencia para no sentirme culpable de lo amplio y limpio que estaba.

—Niñito rico, ¿no? —diría Basti al entrar a mi hogar. Y tal vez lo haría con la misma voz con la que me echó de su casa hace doce años.

Lo peor de todo, es que ese día quise decirle que estaba equivocado, pero hoy no tendría ningún argumento, pues no tendría sentido explicarle que no soy rico, que hay personas con casas todavía más grandes, que ni siquiera deben levantarse para ir a trabajar cada día, cómo hago yo. ¿Me convertí en todo lo que dijo aquella tarde? ¿Sus predicciones también fueron certeras?

Miré la hora y eran más de las dos de la mañana. ¿Tan rápido pasaba el tiempo si pensaba en él? Me acosté junto a Anahí, e intenté dormir. Que absurda intención la mía, descansar sabiendo que Sebastián estaba ahí, en la misma ciudad, escogida de entre las más de doscientas treinta que Chile tiene. Qué iluso fui. Casi a las cuatro de la mañana opté por levantarme, tal vez podría estudiar un poco y distraerme. A las cinco me rendí, y minutos antes de las seis, hice o único que podía.

Ella lo sabía todo. Siempre lo ha sabido.

—¿Ismael? ¿Estás bien? ¿Cómo está la niña?

Podía sentir el nudo en el estómago de mi madre a través de sus palabras, y el nerviosismo de mi padre, a su lado, tratando de averiguar qué era lo que ocurría conmigo. Treinta años. Treinta pesados y largos años, y tenía que llamarla para que me dijera qué hacer.

—Mamá...

Creo que nunca mi voz sonó tan angustiada como esa madrugada. O tal vez sí, la tarde en que me alejé de él, pero esa tarde mamá me consoló entre sus brazos. Por el contrario, en ese minuto, años más tarde y con el teléfono temblando entre las manos, mamá estaba lejos. Y yo ya no era un jovencito.

—Mamá. Basti... Sebastián. Ayer lo vi.

—Ay Dios.

Fue lo único que dijo.

Tal vez pensando en que mi vida volvería a caer en picada. O tal vez supuso que abandonaría a Anahí y que mi familia se destruiría. Que Sebastián había seguido incluso peor que aquellas últimas veces que lo vimos. Qué se yo.

—Se veía bien —agregué para tranquilizarla.

—Te veré en el almuerzo —sentenció antes de colgar la llamada.

Mamá siempre lo supo, y estuvo de acuerdo. Papá también lo sabía. Aunque no conoce los detalles, algo debió sospechar, sobre todo al verme destruido cuando nos perdimos mutuamente. Ambos lo querían, lo vieron crecer, lo trataron como a un hijo mientras pudieron, y sé, que también se sintieron culpables por las estadísticas cumplidas y las predicciones certeras.

Ninguno de nosotros pudo contra ellas.

No pudo el cariño, no pudo la confianza, no pudo el tiempo, no pudo el dinero.

¿Cómo iba a poder hacerlo yo, si solo era un mocoso enamorado?

Dime Basti. ¿Me perdonaste?


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