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Capítulo 7: Un clásico y una relación densa

Diana entró corriendo en la sala con las mejillas enrojecidas, todavía jadeando del entrenamiento. Alaska estaba tumbada en el sofá, zapeando entre canales mientras comía cereales directamente de la caja.

—¡Pon la liga española femenina! —exclamó Diana, dejando caer su bolsa de deporte al suelo.

—¿Por qué tanta urgencia? —preguntó Alaska, levantando una ceja.

—¡Es el clásico femenino! —Diana se sentó de golpe junto a su hermana, arrebatándole el mando a distancia—. El día en el que el Barça machacará al Real Madrid una vez más.

—¿No eras del Real Madrid? —preguntó Alaska, confundida.

Diana suspiró dramáticamente mientras buscaba el canal adecuado.

—Del masculino, sí. —Su tono cambió a uno cargado de veneno—. Pero el femenino está dirigido por una señora que parece la reencarnación de un mueble del IKEA y un entrenador que tiene la personalidad de una tostadora defectuosa.

Alaska parpadeó, sorprendida por la intensidad del desprecio.

—¿Qué te hicieron?

—¿Que qué me hicieron? —repitió Diana, como si la sola pregunta fuera absurda—. ¡Me echaron diciendo que estaba vieja! ¡Vieja! —Se dejó caer contra el respaldo del sofá con una mano en la frente, dramatizando su indignación.

—Dios mío, qué rencorosa eres.

—¡Soy de origen albanés! Los rencores vienen en el paquete.

El partido comenzó, y Diana se acomodó para disfrutar. La primera parte fue un espectáculo del Barça: dominio absoluto, goles precisos, y al descanso ya ganaban 0-3. Diana se retorcía de risa en el sofá mientras Alaska apenas podía seguirle el ritmo.

—¡Decían que sin el lastre de esta vividora de Diana Biganzi recortarían al Barça! —se burló, señalando la pantalla como si alguien pudiera escucharla mientras Alaska se marchaba a la cocina—. Pues toma. Cuando yo estaba, perdimos 0-4, pero al menos al descanso íbamos 0-1 y me anularon un gol. Ahora, en el minuto 20, ya han perdido el partido. ¡Vaya avance!

En ese momento, el teléfono de la casa empezó a sonar. Alaska sacó la cabeza por la puerta de la cocina.

—¿Puedes cogerlo? Tengo las manos ocupadas.

Jude, que estaba jugando en el suelo con un cochecito de plástico, se levantó de un salto y corrió hacia el teléfono antes de que Diana pudiera protestar.

—Hola, ¿quién es? —dijo con entusiasmo.

Hubo una pausa. Diana arqueó una ceja al ver cómo Jude ponía una expresión de sorpresa que poco a poco se transformó en algo parecido a la confusión.

—Vale... Se lo digo. ¡Adéu! —colgó el teléfono y volvió hacia Diana con los ojos muy abiertos.

—¿Quién era? —preguntó Diana, masticando unos cereales que había dejado Alaska por ahí.

—Un chico. Dijo que te llamara embustera y que eres una... ¡Ah, sí! Una aprovechada sin corazón. También dijo que me asegurara de que supieras que pasasteis una noche juntos y que prometiste contestarle los mensajes, pero no lo has hecho.

Diana soltó una carcajada.

—¡Por favor, ¿qué te he dicho sobre filtrar llamadas, Jude?!

—¿Filtrar qué? —preguntó él, con una expresión de confusión.

—Significa que si llama un chico, cuelgas. Directamente. Nada de pasar recados.

Jude ladeó la cabeza, procesando la información.

—Vale. Entonces, si llama un chico, cuelgo, pero por ejemplo si llama la abuela lo cojo.

—¡No, no, no! —la interrumpió Diana con dramatismo—. Si llama la abuela, tampoco cojas. Especialmente si llama la abuela.

—¿Por qué?—protestó Jude.

—Tú no la conoces como yo... —murmuró Diana, justo cuando el timbre de la puerta resonó por toda la casa.

—¡Ahora qué! —gritó Alaska desde la cocina.

Diana suspiró, levantándose del sofá con toda la pereza del mundo.

—¡Voy! Y espero que no sea otro ex con ganas de sermonearme. ¡Jude, esto también es parte de filtrar! Si es un chico, ni siquiera le abras.

—¡No deberías de enseñarle a Jude a evitar las conversaciones incómodas! Hay que asumir las consecuencias de tus actos. —gritaba Alaska desde la cocina.

—No hay motivo para exponerte a eso, ¿no has aprendido nada después de tantos años con mamá? —replicó Diana mientras estaba a nada de llegar a la puerta.

—¡Y si es la abuela? —preguntó Jude, siguiéndola hasta la puerta.

Diana giró la cabeza hacia él con una expresión seria.

—Si es la abuela, hazte el muerto.

Al abrir, efectivamente, se encontró con Eve, que entró en la casa como si fuera suya, esquivándola de un empujón ligero.

—Típico. Claro, pasa sin llamar, que aquí vivimos para recibirte —dijo Diana, cerrando la puerta con un ademán dramático.

—¿Llamar? Lo he hecho. Pero filtras las llamadas mejor que el café. —respondía Eve con su tono sarcástico característico mientras dejaba su bolso en la mesa del comedor.

Desde la cocina, Alaska salió secándose las manos con un trapo.

—Hola, mamá, ¿qué te trae por aquí? ¿Un sermón o una inspección sorpresa? —preguntó con media sonrisa.

Eve no perdió tiempo en responder.

—Ninguna de las dos, aunque podría aprovechar para hacer ambas cosas. He venido porque tengo algo importante que contaros. He conocido a un hombre.

Diana se dejó caer en el sofá con una expresión teatralmente impactada.

—¿Tenemos papi nuevo? ¡Al fin una familia completa! —exclamó, alzando los brazos.

Eve le lanzó una mirada asesina.

—Que te zurzan, Diana.

—Vale, vale. Continúa, por favor. El drama me tiene en vilo.

Eve ignoró el comentario y se dirigió a ambas.

—Es un hombre serio, educado y... puede que sea el definitivo. Tiene un hijo de vuestra edad. Quiero organizar una cena para que los conozcáis a los dos.

Diana arqueó una ceja.

—¿Estás segura de que quieres arriesgarte a que le conozcamos? Ya sabes que Alaska y yo somos... —hizo un ademán vago—, complicadas.

Eve le cortó en seco.

—He dicho que cenéis con ellos, no que les contéis vuestras biografías completas. Así que decidme cuándo os viene bien.

Alaska miró a Diana y esta suspiró, encogiéndose de hombros.

—Cuando tú quieras.

Eve cruzó los brazos.

—¡No! No empecéis con eso. He preguntado primero. Así que, decidme una fecha razonable.

Alaska y Diana se miraron, sincronizando sus respuestas como si fueran un dúo ensayado.

—Mañana juega el Inter Miami...

—El lunes entrena el Wynwood...

—El martes tenemos que... —Diana improvisó, buscando algo que sonara convincente.

Eve levantó una mano para silenciarlas.

—Esta noche, a las siete. En mi casa. No quiero excusas. Y si no venís, pasaré por aquí de nuevo y organizaré una cena familiar durante todas las noches de la semana.

Diana frunció los labios.

—Amenaza recibida. Allí estaremos.

Con una sonrisa satisfecha, Eve agarró su bolso y se dirigió a la puerta.

—Nos vemos esta noche. Sed puntuales.

Cuando la puerta se cerró tras ella, las hermanas se miraron en silencio. Diana fue la primera en romperlo.

—No quiero ir.

—Pues yo sí iré —replicó Alaska.

—Si tú vas y yo no, voy a quedar fatal.

—Pues ven conmigo.

—No quiero. ¡Pero tampoco quiero quedar mal!

Suspiraron al unísono, cada una cruzando los brazos como si el peso de la decisión fuera insostenible.


Unas horas más tarde...

Diana, Alaska y Jude estaban frente a la imponente puerta de la casa de Eve. Diana exhaló un suspiro exagerado mientras ajustaba su chaqueta.

—Os lo digo ya, cenamos, hacemos un par de cumplidos y nos largamos. Nada de sobremesas.

—Claro, porque tú eres famosa por tus visitas exprés —respondió Alaska sarcásticamente mientras Jude observaba la casa con interés.

Diana ignoró la pulla y pulsó el timbre. Desde el telefonillo se escuchó la voz de Eve, firme como siempre:

—¿Quién es?

Diana alzó la voz, inclinándose hacia el aparato:

—¡El club de fans de mamá! Hemos traído camisetas y un pack de sarcasmo por si te habías quedado sin existencias.

Eve soltó un resoplido al otro lado y abrió la puerta. Al entrar, las dos junto a Jude fueron recibidas por Eve, que les lanzó una mirada inquisitiva.

—Llegáis tarde. 

—Pero si son menos cinco —dijo Diana.

—Me refería a la vida en general. Venid, os presento a William.

El hombre, de unos cincuenta años, se levantó del sofá con una sonrisa amable. Vestía de manera impecable, con un aire de ejecutivo que podría estar cómodo tanto en una oficina de Wall Street como en una recepción de gala.

—William, estas son mis hijas, Diana y Alaska. Y el pequeño es mi nieto, Jude.

William saludó cortésmente.

—Encantado. He oído muchas cosas buenas de vosotras.

—¿De nosotras? —interrumpió Diana, arqueando una ceja—. ¿Estás seguro de que no eran de otras hijas?

Eve le lanzó una mirada que podía haber congelado el infierno.

—Gracias, Diana. Siempre dejando una buena impresión.

—De nada, mamá. Para eso estoy.

Eve ignoró a su hija mayor y giró hacia un rincón del salón, donde un joven estaba sentado revisando su móvil.

—Y este es su hijastro, Connor.

Diana se congeló al instante al ver al chico. Connor levantó la vista y su expresión pasó de neutral a horrorizada en menos de un segundo. Los dos intercambiaron miradas como si el tiempo se hubiera detenido.

Eve, observadora por naturaleza, no tardó en captar la tensión. Frunció el ceño y murmuró para sí:

—No me lo puedo creer.

Alaska, ajena a la incomodidad, avanzó con una sonrisa.

—¡Hola, Connor! Soy Alaska, la hermana menor de Diana. Bueno, no tan menor, pero ya sabes, porque la diferencia de edad no es... bueno, olvídalo.

Connor respondió con una tímida inclinación de cabeza mientras Alaska seguía divagando. Diana, mientras tanto, se aclaró la garganta y extendió una mano hacia Connor, quien la estrechó con visible torpeza.

—Connor... un gusto conocerte —dijo Diana, con una sonrisa forzada.

—Igualmente... Diana.


---

La conversación fluía en el salón, aunque "fluía" era un término generoso, ya que Eve estaba inmersa en una larga y tediosa anécdota sobre un crucero que había hecho años atrás.

—...Y entonces el camarero me dijo que el cóctel no llevaba alcohol. ¿Os lo podéis creer? ¡Un mojito sin alcohol! Me pasé todo el viaje preguntándome si la humanidad había perdido el sentido.

Diana, que había desconectado hacía rato, tamborileaba los dedos en el brazo del sofá, mientras Alaska asentía educadamente, aunque su mirada se perdía en la alfombra.

Connor, sentado a un lado con evidente incomodidad, aprovechó la pausa en el monólogo de Eve para dirigirse a Diana.

—Eh... ¿me puedes decir dónde están los cubiertos? Quiero ayudar con la mesa.

Diana se levantó rápidamente, agradeciendo la excusa para escapar del relato de su madre.

—Claro, sígueme.

Ambos caminaron hacia la cocina. En cuanto estuvieron fuera de la vista del resto, Connor se giró hacia Diana con el ceño fruncido.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, en un susurro áspero.

—Disfrutando de una cena familiar inolvidable, como puedes ver —respondió Diana, cruzándose de brazos—. ¿Por qué?

Connor apretó los puños, tratando de mantener la calma.

—Sabes perfectamente por qué. Te quería, Diana. Te lo dije aquella noche, ¿y qué hiciste? Te fuiste sin decir nada. Ni un mensaje, ni una llamada. Nada.

Diana soltó un suspiro, levantando las manos como si tratara de calmarlo.

—Connor, fue solo una noche. No era algo serio. Te lo dije desde el principio.

—¿Una noche? —Connor alzó la voz, aunque aún trataba de controlarse—. Para ti, quizá. Para mí, no.

—Mira, lo siento si te hice daño, pero no creo que esto sea el lugar ni el momento para discutirlo, ¿vale?

Connor soltó una risa amarga y negó con la cabeza.

—Eres increíble, ¿sabes? Siempre haces lo mismo. Juegas con la gente y luego actúas como si no fuera tu problema.

Antes de que Diana pudiera responder, Connor salió corriendo de la cocina, pasando junto al salón. William, alarmado, se levantó de inmediato.

—¿Qué pasa, hijo?

—Nada. Necesito aire —respondió Connor antes de salir por la puerta principal.

William se giró hacia Diana, quien acababa de aparecer en el marco de la puerta, aparentando calma, aunque claramente incómoda.

—¿Qué ha pasado?

—Eh...No le gustaría la distribución de la cocina, supongo —respondió Diana, encogiéndose de hombros.

William no pareció convencido y salió detrás de su hijo. Eve, que había estado observando la escena, se inclinó ligeramente hacia Diana con una sonrisa cínica.

—Dime, Diana, ¿queda algún hombre en Miami que no haya estado dentro de ti? Porque voy a necesitar una lista.

Diana sonrió con falsa inocencia y respondió:

—Bueno, mamá, seguro que si te esfuerzas puedes encontrar alguno. Aunque no prometo nada.

Eve entrecerró los ojos, pero decidió no responder.


Una semana más tarde:

Diana estaba sentada en el sofá con las piernas estiradas, hojeando una revista sin demasiado interés, mientras Alaska se sentaba frente a ella con un café en la mano.

—¿Sabes? No deja de darme vueltas lo desastre que fue la cena de mamá. —Alaska suspiró y miró a Diana, que ni siquiera levantó la vista de la revista.

—Fue como todas las cenas de mamá, solo que con un extra de drama amoroso entre posibles hermanastros. Lo cual me da bastante morbo.

—Estás enferma, Diana.

—Pediré una segunda opinión.

—Lo raro es que mamá no nos ha llamado desde entonces.

Diana dejó la revista y levantó una ceja.

—Eso es raro para ti. Para mí, es como unas vacaciones inesperadas.

—Diana, no es normal. Tenemos que ir a ver si está bien.

Diana soltó un largo suspiro, apoyando la cabeza en el respaldo del sofá.

—¿Y si no está bien? Mejor. Menos excusas para arrastrarnos a otra cena con su nuevo "definitivo".

—Diana.

—Vale, vale. Iremos. Pero si nos quedamos atrapadas en otro crucero mental de su vida, será culpa tuya.

Alaska sonrió levemente, satisfecha, y empezó a recoger sus cosas para salir.


---

Diana y Alaska estaban frente a la puerta de la casa de Eve. Alaska presionó el timbre varias veces, pero no hubo respuesta.

—Bueno, no hay nadie. Vámonos —dijo Diana, girándose hacia el coche con una sonrisa de alivio.

—Espera —la detuvo Alaska, sacando un llavero del bolsillo.

Diana se quedó mirándola con incredulidad.

—¿Tienes llave?

—Claro, soy la hija buena —respondió Alaska, mientras introducía la llave en la cerradura.

—¿Y por qué yo no tengo?

—Porque a ti te falta algo más que llave para entrar en su corazón, Diana.

—Sí, bueno, a mí me vale con entrar cuando haya bebida.

La puerta se abrió con un leve chirrido y ambas entraron. El interior estaba completamente a oscuras. Alaska tanteó la pared hasta encontrar el interruptor y encendió la luz.

Eve estaba sentada en el sillón, vestida de negro de pies a cabeza, con una expresión sombría y una copa de vino tinto en la mano.

—Madre mía, parece el cartel de una película de terror —murmuró Diana.

—Mamá, ¿estás bien? —preguntó Alaska, ignorando el comentario de su hermana.

Eve alzó lentamente la vista hacia ellas y, tras una pausa dramática, respondió con voz grave:

—¿Qué es estar bien? ¿Acaso no estamos todos cayendo en el vacío existencial de nuestras miserias?

Diana puso los ojos en blanco y murmuró por lo bajo:

—No sé, pero seguro que eso lo dijo Nietzsche después de un mal día en Ikea.

Alaska le lanzó una mirada de reproche antes de volver a centrarse en su madre.

—Mamá, ¿qué ha pasado?

Eve dejó la copa sobre la mesa con un gesto lento y cargado de resignación.

—William me ha dejado.

Diana frunció el ceño y se acercó unos pasos.

—Mira, mamá, lo siento de verdad si lo mío con su hijo ha tenido algo que ver...

—¡No es por eso! —interrumpió Eve, señalándola con el dedo—. Menuda narcisista.

Diana levantó las manos en señal de rendición.

—Vale, tranquila. Pues, ¿entonces qué ha pasado?

Eve respiró hondo y, con resentimiento, explicó:

—Se ha ido con una treintañera. tan polioperada que no necesitaría flotadores en el mar.

Diana no pudo evitar arquear una ceja, pero optó por mantener la compostura.

—¿Quieres que hagamos algo? ¿Necesitas algo?

—No, estoy bien -respondió Eve, alzando la barbilla con orgullo.

—Perfecto. Pues nos vamos —dijo Diana, dándose la vuelta de inmediato.

—¡Diana! —la detuvo Alaska, sujetándola del brazo—. No podemos dejarla así. Mamá, quieres pasar unos días con nosotras? —le cuestionó Alaska.

—¿Qué haces? —murmuró Diana entre dientes, con una mirada asesina.

Eve alzó la mano para rechazarlas.

—Estoy bien. De verdad. Id vosotras, disfrutad de vuestra vida.

Diana ya había girado hacia la puerta, pero justo cuando estaban a punto de salir, un largo y dramático suspiro llenó el aire.

Ambas hermanas se detuvieron y se miraron. Alaska levantó las cejas, como diciendo: "Sabes lo que toca". Diana negó con la cabeza, pero Alaska asintió con firmeza.

—¡Maldita sea! —exclamó Diana en un murmullo, dándose la vuelta con resignación.


Esa madrugada:

La casa estaba en silencio. Diana se levantó con el cabello desordenado y arrastrando los pies, en busca de agua. Abrió la nevera, el resplandor frío iluminó la cocina. Mientras bebía directamente de la jarra, un ruido suave la hizo detenerse. Giró la cabeza hacia el ventanal que daba a la terraza y, entre las sombras, distinguió a Eve sentada, mirando hacia el mar.

Diana dejó la jarra en el fregadero y suspiró.

—No es mi problema —se dijo a sí misma, intentando convencerse. Pero no podía quitarle los ojos de encima a su madre, envuelta en un halo de melancolía que se mezclaba con la brisa nocturna.

Se cruzó de brazos, dudando. Su relación siempre había sido un campo minado, una sucesión de reproches y comentarios mordaces que rara vez dejaban espacio para la ternura. Pero ahí estaba Eve, con los hombros encorvados y la cabeza gacha, sollozando en silencio.

Diana suspiró de nuevo, esta vez con resignación.

—Mierda —murmuró, mientras abría la puerta de la terraza.

La brisa le revolvió el cabello al salir. Eve no se movió, ni siquiera se giró cuando Diana se acercó y se sentó a su lado, con cuidado de no invadir demasiado su espacio.

—¿Estás mejor? —preguntó Diana con torpeza, mientras jugaba con los pliegues de su pantalón de pijama.

Eve tardó en responder, secándose las lágrimas con la punta de los dedos.

—No lo sé —admitió finalmente, con la mirada perdida en las olas.

Diana asintió, sin saber muy bien qué decir. El silencio que siguió fue incómodo, pero necesario.

—Mira, mamá —comenzó Diana, girándose hacia ella—. Sé que lo de William te ha golpeado fuerte, pero... no es el fin del mundo. Quiero decir, eres joven, relativamente atractiva y, bueno, probablemente hay un montón de hombres esperando conocer a alguien como tú.

Eve dejó escapar una risa amarga.

—¿Alguien como yo? Diana, soy una mujer de casi sesenta años con un carácter insufrible y demasiados exmaridos.

—Bueno, es cierto que el carácter podría ser un problema —bromeó Diana, intentando arrancarle una sonrisa.

Eve esbozó una sonrisa tenue, pero su expresión se tornó más seria.

—Diana, sé que lo nuestro no es fácil. Que la relación entre nosotras... es densa, como tú dices. Tal vez es culpa mía.

Diana bajó la mirada, removiendo una piedrecilla con el pie.

—No todo es culpa tuya, mamá. Yo tampoco te lo he puesto fácil.

—Siempre he intentado hacerlo lo mejor que podía... pero creo que me equivoqué muchas veces.

Diana levantó la vista y la sostuvo en los ojos de su madre.

—Mamá, aunque no lo parezca, y sea a mi manera, te quiero.

Eve parpadeó, sorprendida por la confesión. Luego, con un gesto lento, se inclinó y le dio un beso en la mejilla.

—Gracias —murmuró Eve, con la voz entrecortada.

Diana sonrió débilmente y Eve se puso de pie, sacudiéndose la falda como si quisiera recuperar algo de su compostura habitual.

—Me voy a mi casa.

Diana se levantó también, frunciendo el ceño.

—¿A estas horas? ¿Por qué no te quedas hasta mañana?

Eve se detuvo en la puerta, girándose hacia su hija con una expresión extrañamente cálida y, a la vez, burlona.

—Hija, me has dicho que me quieres. No quiero que lo estropees.

Con esa frase, Eve salió, dejando a Diana entre la incredulidad y la sonrisa. Miró al cielo estrellado antes de volver a la casa, murmurando para sí misma:

—Definitivamente, soy la hija de mi madre.

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