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Capítulo 6: La ley del banquillo.

Diana estaba completamente desnuda en su cama, besándose apasionadamente con un chico de mandíbula marcada y abdominales dignos de un anuncio de gimnasio. Él interrumpió el momento, levantando un poco la cabeza para mirarla con ojos brillantes.

—¿Crees que podría ir a verte jugar algún partido? —preguntó con entusiasmo.

Diana, con los ojos entrecerrados y una mano deslizándose por su espalda, emitió un sonido que podría interpretarse como un "mmm" ambiguo, aunque no tenía la menor intención de responder seriamente. Después de todo, este chico ni siquiera sobreviviría en su lista de contactos después de esa noche.

A la mañana siguiente, Diana lo acompañó hasta la puerta, vistiendo únicamente una camiseta demasiado grande. Él la miró con la esperanza de quien cree que está a punto de cambiar el curso de su vida:

—¿Entonces te llamo? ¿Quedamos más tarde?

Diana le sonrió con una dulzura calculada, de esas que solo sirven para enmascarar una evasiva.

—Claro, claro. Lo vemos... ya sabes, según se dé el día.

Antes de que él pudiera insistir, cerró la puerta con suavidad y suspiró aliviada. "Demasiado intenso", pensó mientras caminaba hacia la cocina, donde Alaska desayunaba con una tostada en la mano y su móvil apoyado contra una taza.

—Es increíble que dejes escapar a chicos así, yo no lo haría —dijo Alaska sin levantar la vista del móvil, probablemente revisando alguna estadística deportiva irrelevante.

Diana se sirvió café con la calma de quien tiene todo bajo control.

—Tal vez sería el chico el que pediría que lo soltaras —replicó con una sonrisa pícara.

Alaska puso los ojos en blanco, pero dejó pasar el comentario.

—Hablando de cosas importantes, mañana ya puedo jugar —anunció con cierta emoción, señalando su pie que ya no estaba vendado.

Diana se alegró por ella, aunque no pudo evitar su tono práctico.

—Perfecto, pero recuerda: necesitas hacer un buen partido o te mandan a la calle en el mercado de invierno. Así que, nada de tropezarte con el balón o de patear el aire. Ya sabes, lo básico.

Alaska hizo una mueca, pero asintió. Después de todo, era la verdad.

El día siguiente:

Mientras Diana estaba sumergida en un intenso entrenamiento bajo el sol de Miami, Alaska se encontraba en el vestuario de su equipo, el Wynwood F.C., escuchando las palabras del entrenador. El primer tiempo fue un desastre. Su equipo se fue al descanso perdiendo por dos goles, y el ambiente en el vestuario era de puro nerviosismo.

—¡Esto es inaceptable! —gritó el entrenador, caminando de un lado a otro mientras lanzaba miradas furiosas a todas las jugadoras. Finalmente, se detuvo frente a Alaska—. ¿Y tú? ¿Alguna idea brillante sobre cómo no meter la pata en cada jugada?

—En la segunda parte lo haremos mejor, todas —respondió Alaska, tratando de sonar convincente, aunque su tono revelaba más esperanza que certeza.

El entrenador resopló, visiblemente exasperado.

—No te preocupes, no será tu problema. En la segunda parte saldrá Gómez en tu lugar. Si vamos a arreglar esto, no será con una estatua en el campo.

Alaska se quedó muda, viendo cómo sus compañeras desviaban la mirada incómodas.

De vuelta en el campo, desde el banquillo, Alaska observó cómo Gómez entraba al juego. La rabia inicial fue reemplazada por una mezcla de incredulidad y resignación al ver que la recién ingresada marcaba dos goles, logrando empatar el partido.

—Joder, esto es increíble —murmuró, hundiéndose en su asiento mientras el entrenador celebraba como si fuera un genio táctico.

En casa:

Alaska llegó a casa con la energía de alguien que acababa de recibir una multa por exceso de velocidad, solo que en su caso, era por exceso de torpeza en el campo. Cerró la puerta con un golpe seco, se quitó los tacos y los dejó tirados en la entrada antes de caminar pesadamente hacia la cocina. Diana estaba allí, apoyada contra la encimera de mármol con una lata de refresco en la mano. La cocina, amplia y con un estilo moderno minimalista, tenía una iluminación suave gracias a los ventanales que daban al jardín trasero. El contraste entre la frescura del lugar y el ánimo sombrío de Alaska era evidente.

—Bueno, ¿qué tal el partido? —preguntó Diana sin siquiera levantar la vista, girando la lata entre sus dedos con un aire distraído.

Alaska se desplomó en la silla más cercana y dejó caer la cabeza sobre la mesa de madera pulida, dejando escapar un gruñido que lo decía todo. Diana arqueó una ceja y, después de un sorbo pausado de su refresco, sonrió maliciosamente.

—Sabes, viendo esa cabeza sobre la mesa, me hace pensar... ¿te he contado lo que hice aquí con uno de mis ligues? —dijo, acompañando el comentario con una risa ligera.

Alaska levantó la cabeza como un resorte, con una expresión de asco y alarma.

—¡Diana, por favor! Esta es la mesa donde como. ¡Tengo que comer aquí!

—Bueno, relájate —respondió Diana, aguantando la risa—. La limpié... creo.

—Dios, eres insoportable —murmuró Alaska mientras volvía a dejar caer la cabeza sobre sus brazos cruzados.

Diana se apoyó en el respaldo de la silla frente a su hermana y la observó con atención.

—¿Ahora me vas a contar qué ha pasado? O mejor aún, ¿quieres que lo adivine? —preguntó, adoptando su tono burlón habitual—. ¿Te confundiste y disparaste el balón contra tu propia portería? ¿O te tropezaste y derribaste a tu propia portera?

Alaska suspiró, alzó la mirada con los ojos vidriosos y dejó salir la verdad.

—No jugué el segundo tiempo. El entrenador me dejó en el banquillo y metió a Gómez. Y ella marcó dos goles, ¿te lo puedes creer? Dos. Empataron por ella.

—Ah, entiendo —dijo Diana, frunciendo los labios en un gesto de falsa empatía—. Entonces, técnicamente, si la hubieran metido desde el inicio, podrían haber ganado.

—¡Diana! —protestó Alaska, medio molesta y medio derrotada, hundiendo de nuevo la cara en sus brazos.

Diana notó el verdadero dolor en el rostro de su hermana esta vez. No era el tipo de berrinche dramático que Alaska hacía de vez en cuando; esto era diferente. Su tono cambió, suavizándose un poco, aunque sin perder del todo su filo característico.

—Oye, está bien. No es el fin del mundo. Bueno, para ti quizá lo parece porque estamos acercándonos peligrosamente al invierno y tu contrato parece colgar de un hilo, pero... no es el fin del mundo.

—No ayuda, Diana —dijo Alaska sin levantar la cabeza.

Diana dejó su lata de refresco en la mesa, se cruzó de brazos y pensó por un momento. Finalmente, suspiró y se levantó.

—¿Sabes qué? Vamos al cine. Yo invito.

Alaska levantó la cabeza lentamente, con una ceja arqueada.

—No, esta vez invito yo.

—¿Tú... invitando? ¿A mí? ¿Qué es esto, un intento de pedir perdón por existir?

—Tengo un cupón de dos por uno.

—Me encargaré de que no se te olvide la cartera.

Alaska soltó una risa débil, pero parecía más animada.

—Vale, pero yo elijo la película.

—Sin películas románticas. Y nada de dramas existenciales donde alguien termina muriendo al final.

—Eso deja prácticamente todas las opciones que me gustan —refunfuñó Alaska mientras seguía a Diana hacia la puerta.

—Perfecto. Entonces veremos la del payaso que mata a todo el mundo, sin trama —dijo Diana con una sonrisa triunfal.

Salieron juntas, y por primera vez en mucho tiempo, parecía que la noche terminaría siendo una tregua para las hermanas Biganzi.

Más tarde:

El centro comercial estaba repleto de luces brillantes, el aroma tentador de los puestos de pretzels y café, y el ruido constante de conversaciones y pasos. Las hermanas Biganzi caminaban juntas, Diana con las manos en los bolsillos de su chaqueta y Alaska mirando a su alrededor con cierto nerviosismo. Llegaron a la sección de libros de una tienda enorme, un espacio con estanterías infinitas, música ambiental relajante y un aroma a papel nuevo que inundaba el aire.

—¿Tienes idea de cuándo empieza la película? —preguntó Diana, hojeando un libro de cocina con cero interés real.

—Dentro de una hora —respondió Alaska, mirando los estantes con una expresión que iba de la curiosidad a la angustia—. Aunque... no sé, Diana.

—¿No sabes qué?

—Mi vida... —murmuró Alaska mientras agarraba un libro al azar—. ¿Qué estoy haciendo con mi vida?

Diana alzó una ceja.

—¿Qué haces? Pues, básicamente, dar lástima y... no sé, existir.

—Exacto, ¡dar lástima! —Alaska levantó el libro que había cogido y lo señaló como si fuera un objeto maldito—. Tengo casi 27 años, Diana. ¡Veintisiete! No he jugado más de un año en Primera. Ni siquiera he ganado un título, ni una medalla, ni una miserable copa de consolación.

Diana volvió a posar el libro de cocina con un suspiro.

—Bueno, alguien tiene que ser la hermana mediocre, Alaska. Y mira el lado positivo: te queda bien el papel.

—Y no solo eso... ¡mi vida personal es un desastre! No tengo suerte con los hombres, no tengo dinero, y solo puedo ver a mi hijo unos días al mes. ¿Sabes cuánto duele eso? —Alaska empezó a caminar hacia las estanterías, sus pasos eran cada vez más acelerados.

—Tranquilízate —dijo Diana, siguiéndola con las manos alzadas en señal de calma—. Hay gente mirando.

—¡Y además, tampoco he leído nada! —Alaska agarró un ejemplar de Cumbres borrascosas —. ¿Emily Brontë? Nunca. ¡Nunca!

Diana frunció el ceño mientras su hermana agarraba otro libro.

—¿Qué haces?

Moby Dick de Herman Melville —continuó Alaska, sin escucharla, mientras sacaba el grueso tomo blanco—. Nunca lo he leído. ¡Ni siquiera he visto la película!

—No tienes que leer todo de golpe. ¿Quieres empezar con algo más corto? Como... un folleto —bromeó Diana.

Pero Alaska ya estaba perdida en su propia tormenta interna. Sacó otro libro.

Crimen y castigo, Dostoyevski. 1984, Orwell. ¡Nunca! ¡Nada! —gritaba mientras los colocaba en una pila que crecía rápidamente. La gente empezaba a notar el espectáculo, y Diana, nerviosa, le daba palmaditas en el hombro.

—Eh, eh, ¿qué haces? Baja el volumen, por favor. Estás haciendo el ridículo.

—¡Los libros se están riendo de mí! —Alaska dejó caer un libro y luego otro, sin poder controlarse—. Hay demasiados, Diana. ¡Son demasiados! Y no tengo tiempo. ¡Ya no tengo tiempo!

Diana observaba la escena con la boca abierta. Alaska, sentada en el suelo ahora, estaba rodeada de libros abiertos, uno en cada mano, mientras la gente se detenía a mirar y murmurar entre ellos.

—¿Qué? ¿Qué les pasa? —preguntó Diana, mirando a los curiosos con una mezcla de nervios y vergüenza—. ¿Nunca han visto a alguien perdiendo la cabeza en una librería? ¡Adelante, tomen fotos!

—¡Voy a morir sin haber leído nada! —gimió Alaska, mientras abrazaba una copia de El gran Gatsby.

—Por el amor de Dios, Alaska... —Diana se dejó caer al suelo frente a ella y le agarró las muñecas—. Escucha, empieza con algo corto. Lee un poco cada noche, no tienes que hacer una maratón literaria. ¡Nadie lee todo! Ni siquiera yo.

Alaska levantó la vista, su expresión dramática y exagerada.

—¿Tú? Tú lees tabloides y menús de bares. Eso no cuenta.

—¿Y qué? —respondió Diana, cansada—. La vida no es un club de lectura, Alaska. ¡Relájate!

—¡No puedo relajarme! —gritó Alaska, mientras los libros seguían cayendo alrededor de ella—. Estoy atrapada en esta existencia patética mientras estos... ¡estos libros me juzgan!

Diana dejó caer la cabeza en sus manos y murmuró entre dientes:

—Dios mío, Jude me parece más maduro que tú.

—¡Por lo menos Jude tiene tiempo! —respondió Alaska, como si acabara de descubrir un gran secreto.

Un empleado de la tienda apareció entonces, con cara de preocupación.

—¿Todo bien por aquí?

Diana levantó una mano y forzó una sonrisa.

—Sí, todo bien. Solo una crisis existencial en la sección de clásicos. Nada grave.

El empleado se fue, aunque no del todo convencido, mientras Alaska seguía murmurando sobre autores y géneros como si estuviera en trance. Diana suspiró, mirando el reloj.

—Voy a necesitar más que un refresco después de esto... —murmuró.

En el cine:

La sala de cine estaba a medio llenar, con murmullos de familias y parejas mezclándose con el sonido de las palomitas y las bebidas gaseosas. Diana y Alaska encontraron dos asientos en el centro, lo suficientemente cerca para disfrutar la película pero no tanto como para que el sonido les volara los oídos. Diana se acomodó con su refresco gigante y Alaska con una expresión aún de arrepentimiento.

—Mira, siento lo de antes, ¿vale? —dijo Alaska en voz baja, mirando sus manos.

—¿Qué parte? ¿La crisis existencial? ¿Los libros cayendo como fichas de dominó? ¿O la gente grabándote mientras gritabas que Tolstói te estaba juzgando? —preguntó Diana, arqueando una ceja.

—¡Ya, ya, lo pillo! —Alaska bufó—. No sé qué me ha pasado. Supongo que me he sobrecargado...

—No pasa nada —dijo Diana, dándole un golpecito en el hombro—. Pero, por favor, intenta no montar otro numerito aquí. Si nos echan del cine, no nos va a quedar ningún sitio en este centro comercial donde no estemos vetadas.

Alaska asintió, aparentemente tranquila. Las luces de la sala comenzaron a atenuarse, y en la pantalla apareció el típico segmento de entretenimiento previo a la película, con preguntas triviales para el público. Diana sonrió y le dio un codazo a Alaska.

—Eh, esto te ayudará a distraerte. Vamos a jugar a las adivinanzas.

La primera pregunta apareció en la pantalla:

"¿En qué película protagonizó Will Smith a un superhéroe con problemas?"

—¡Fácil! —dijo Diana antes de que Alaska pudiera responder—. Es Hancock.

—¡Ya lo sé! —protestó Alaska, rodando los ojos—. ¿Qué clase de pregunta estúpida es esa?

Otra pregunta apareció:

"¿De qué trata la película Tiburón?"

—Oh, Dios mío... —murmuró Alaska, cruzando los brazos—. Estas preguntas son insultantes.

—Solo responde. Vamos, juega un poco.

Alaska se inclinó hacia adelante, claramente empezando a hervir.

—¡De ratones! ¡Ah no, qué tonta! ¡Es de tiburones! ¡De tiburones que te dan por el culo!

Diana giró la cabeza hacia su hermana con los ojos muy abiertos.

—¿Qué acabas de decir?

La sala entera empezó a mirarlas, y Alaska, lejos de amedrentarse, se cruzó de brazos. Otra pregunta apareció en la pantalla.

"¿De qué trabajaba David Graf en Loca academia de policía?"

Alaska levantó la voz, exagerando su tono sarcástico.

—¡De bombero! ¡Ah no! ¡De policía! ¡De policía que te da por el culo!

—¡Alaska! —susurró Diana, desesperada, mientras algunos espectadores se giraban para mirarlas.

Otra pregunta apareció rápidamente:

"¿Qué animal protagoniza Kung Fu Panda?"

—¡Un perro! ¡NO! ¡Un panda! ¡Un panda que te da por el culo! —gritó Alaska, enfadada.

—¡Dios mío! —Diana se levantó, agarrando a Alaska del brazo—. ¡Vámonos! Ahora.

—¡¿Por qué?! ¡Estoy respondiendo! —se quejó Alaska, mientras Diana tiraba de ella hacia el pasillo.

Mientras salían a trompicones, Alaska miró hacia la pantalla, donde otra pregunta apareció:

"¿De qué planeta es Superman?"

—¡De Krypton, el planeta donde te dan por el culo! —gritó Alaska mientras Diana, roja como un tomate, intentaba taparle la boca.

—¡Lo siento mucho! —dijo Diana al resto de los espectadores, inclinándose torpemente hacia ellos mientras tiraba de su hermana—. ¡Por favor, sigan disfrutando!

Alaska seguía gritando mientras Diana la sacaba de la sala, y la puerta se cerró detrás de ellas con un sonoro golpe. Diana la miró, todavía sujetándola del brazo, y dejó escapar un largo suspiro.

—¿Sabes? —dijo Diana—. Creo que me equivoqué. Los libros no te estaban juzgando. ¡El universo entero sí lo está haciendo!

Una semana más tarde

El consultorio de la psicóloga, un lugar cálido pero algo impersonal, con paredes color crema y un par de diplomas enmarcados detrás del escritorio. Alaska está sentada en un sillón cómodo, pero su postura es tensa. Juega con las manos mientras trata de explicar su situación.

—No sé ni por dónde empezar. —Alaska soltó una pequeña risa nerviosa—. Supongo que... bueno, estoy aquí porque siento que... estoy bloqueada. En todo.

La psicóloga, una mujer serena con gafas de montura fina, asintió con paciencia.

—¿A qué te refieres con "bloqueada"?

—No rindo en el fútbol, no rindo en mi vida personal... Mi hermana dice que ni rindo en el sofá.

La psicóloga sonrió con amabilidad.

—¿Tienes una hermana?

—Oh, sí. —Alaska suspiró y apoyó la cabeza en el respaldo—. Diana. Es... bueno, lo tiene todo. Medallas olímpicas, premios, contratos millonarios, chicos estupendos. Yo en cambio soy un desastre. Vivo en su casa porque si no, estaría durmiendo en un banco del parque. Y no es que sea mala persona, ¿sabes? Es generosa y todo, pero...

—¿Pero? —invitó la psicóloga con un tono suave.

—Pero su sola existencia me hace sentir como una fracasada. Es como un espejo gigante que me devuelve la imagen de todo lo que no he conseguido. —Alaska hizo una pausa, mordiéndose el labio—. Y lo odio, porque claro que quiero a mi hermana. ¡Es mi hermana! Si no fuera por ella, estaría en la calle y sin equipo.

La psicóloga tomó notas, asintiendo lentamente.

—Es normal tener sentimientos encontrados hacia alguien cercano, especialmente cuando parece que todo les sale bien. Pero esos sentimientos, si no se gestionan, pueden generar resentimiento y alimentar ese bloqueo que mencionas.

—¿Entonces qué hago? ¿Me mudo a la luna?

—Podrías empezar siendo honesta con tu hermana sobre cómo te sientes. Compartir tus emociones podría aliviar esa carga que llevas. Y si la relación entre vosotras mejora, es posible que también lo haga tu desempeño en otras áreas.

Alaska resopló.

—¿Le cuento que me da celos inconscientes? No sé si Diana sabe lo que es un inconsciente.

La psicóloga sonrió.

—Quizá te sorprenda lo que pueda entender. Lo importante es liberar esos sentimientos reprimidos.

Esa noche:

Alaska llegó a casa y encontró a Diana en la sala, rodeada de ropa mientras preparaba una pequeña maleta. Diana, vestida con una camiseta holgada y shorts, ni siquiera levantó la vista al escucharla entrar.

—¡Oh, mira quién ha vuelto de hablar con sus demonios interiores! —dijo Diana con su tono habitual sarcástico.

—He ido al psicólogo. —Alaska dejó caer su bolso en el suelo y se sentó frente a Diana.

—Ajá. ¿Y qué dice? ¿Que necesitas más abrazos?

—No, de hecho, dijo que probablemente mi bloqueo mental tiene que ver contigo.

Diana dejó de doblar una camiseta y alzó una ceja.

—¡Vaya! Resulta que soy la culpable de tus desgracias. ¿Sabes qué? Tienes razón. Soy yo la que falló ese gol a puerta vacía el mes pasado.

Alaska suspiró, pero esta vez no se dejó llevar por las bromas.

—Hablo en serio, Diana. —Se inclinó hacia adelante—. La psicóloga cree que tengo celos inconscientes de ti.

Diana soltó una carcajada.

—¿Inconscientes? Eso significa que ni siquiera sabías que me tienes celos. Vamos progresando.

—Estoy intentando ser honesta aquí. —Alaska frunció el ceño—. Ver lo bien que te va me hace sentir que nunca voy a llegar a nada. Y me pone ansiosa, como si estuviera corriendo una carrera que ya he perdido.

Diana dejó la ropa a un lado y miró a Alaska.

—Mira, Alaska, entiendo que te sientas mal, pero no puedes compararte conmigo. Somos diferentes. Y, oye, todavía tienes equipo gracias a mí, así que no todo es un desastre.

—Ya, ya lo sé... Pero eso también me hace sentir mal. Es como si viviera a tu sombra.

Diana suspiró, poniéndose de pie.

—Mira, te deseo lo mejor en tu próximo partido. Haz lo que puedas, pero deja de castigarte. Yo me voy con el equipo esta noche, así que tendrás la casa para ti sola.

—¿Otra vez viajando?

—¡Así es el fútbol de Primera División, Alaska!. Los partidos como visitante son por todo el país, no en barrios perdidos por la misma ciudad. —Diana sonrió y luego señaló con un dedo en alto—. Y recuerda las reglas: nada de fiestas, nada de usar mi cama y, por favor, no quemes la casa.

Alaska rodó los ojos.

—¿Crees que haría una fiesta?

—Tienes razón, para eso hay que tener amigas...—Diana soltó un ligero "Uy" por su comentario hiriente que salió casi como un acto reflejo.

Cuando Diana salió, Alaska se quedó sola en la sala. Miró alrededor y dejó escapar un suspiro, sintiéndose pequeña en el enorme espacio que su hermana dominaba incluso cuando no estaba allí.

Tras la marcha de Diana, Alaska se paseó por la casa como alma en pena hasta que se topó con el vestidor de su hermana. Al abrirlo, sintió que entraba en una cápsula del tiempo donde cada prenda contaba una historia de éxito: vestidos de diseñador, zapatos de tacón altísimos, camisetas del Inter Miami, trofeos en miniatura y, por supuesto, una pared dedicada a las camisetas de todos los equipos donde Diana había jugado.

Alaska sacó una camiseta del PSG con el nombre de Diana en la espalda y la sostuvo frente a sí misma. "Soy Diana Biganzi," murmuró frente al espejo. Una sonrisa maliciosa se dibujó en su rostro.

Momentos después, Alaska estaba enfundada en un vestido negro ajustado, unos tacones de vértigo y el cabello recogido en un moño alto que imitaba el estilo de su hermana. Se puso un par de gafas de sol enormes, porque ¿qué estrella no lleva gafas de sol de noche?, y salió rumbo al bar más exclusivo que pudo encontrar.

En el bar:

Alaska se paseó con confianza, aunque por dentro sentía que se iba a torcer un tobillo en cualquier momento. Un hombre alto y bien vestido, con barba perfectamente recortada, le lanzó una mirada de interés desde la barra, ella se presentó como Diana Biganzi.

—¿Diana Biganzi? —preguntó él.

Alaska sonrió.

—La misma.

—¡No puedo creerlo! Soy un gran fan del fútbol femenino. —El hombre se presentó como Lucas y le estrechó la mano. — Aunque te recordaba distinta, hace tiempo que no veo un partido tuyo, desde que estabas en el Real Madrid... ¿Qué hace una estrella como tú aquí sola?

—Oh, ya sabes, escapando un poco del mundo de los flashes. A veces solo quiero sentirme normal.

—Claro, claro. Aunque normal no es una palabra que asociaría contigo. Dos finales olímpicas, casi una Champions...

Alaska se permitió un trago largo de su cóctel para disimular el sudor frío que sentía.

—Bueno, he tenido mis momentos. Aunque prefiero hablar de otras cosas. —Cambió rápidamente de tema—. ¿Tú qué haces?

—Trabajo en diseño de interiores, pero creo que mi mayor diseño esta noche es estar aquí contigo.

La frase le pareció tan cursi que estuvo a punto de escupir el trago, pero sonrió coqueta.

De vuelta en casa

Lucas había aceptado acompañarla a "su casa" y ahora estaban en la sala. Alaska había encendido solo una luz tenue para mantener el ambiente.

—¿Te importa si veo un poco de tu talento en acción? —preguntó Lucas mientras Alaska se quitaba los tacones.

—¿Talento? ¿Te refieres a...?

—Toques con el balón. —Lucas sacó una pelota de fútbol de su mochila, como si fuera lo más natural del mundo.

Alaska tragó saliva.

—¡Claro! Por supuesto. Soy una Biganzi.

Sorprendentemente, los toques empezaron a salirle bien. Lucas aplaudía emocionado mientras Alaska se esforzaba por no dejar caer el balón.

—¿Sabes? Me pregunto cuánto tiempo más vas a hacerte pasar por Diana Biganzi.

El balón se le escapó.

—¿Eh? —Alaska fingió no haber escuchado mientras recogía el balón.

—Venga, sé que no eres ella.

Alaska se quedó helada, luego intentó improvisar:

—No soy Diana Biganzi. Soy... Ana... eh... Grande.

Lucas soltó una carcajada tan fuerte que se inclinó hacia adelante.

—¿Ana Grande? Venga, no te esfuerces tanto.

—Vale, lo siento. —Alaska dejó caer los hombros—. Soy su hermana, Alaska. Y no soy estrella de nada.

—Eso me lo imaginé desde que vi tus movimientos en el bar. Pero, oye, no he dicho que quiera irme.

Alaska lo miró, incrédula.

—¿En serio?

—Claro. Yo también tengo un lado que a veces me gusta disfrazar.

Alaska asumió que hablaba de algo más picante. Se acercaron, se besaron y pronto estaban en la habitación de Diana. Lucas agarró su mochila y fue al baño, diciendo que iba a ponerse "algo especial".

Mientras esperaba, Alaska notó un pequeño mando en la mesa de noche. "¿Qué demonios?" Pulsó un botón, y al instante apareció una pantalla oculta en la pared que mostraba la habitación desde un ángulo superior, enfocando la cama.

—¡Qué hija de puta! —exclamó en voz baja.

Mirándose en la cámara, Alaska trató de ponerse en una posición sexy. Sin embargo, al verse en la pantalla, frunció el ceño.

—¿De verdad tengo el culo tan flácido? —murmuró, tratando de ajustar su postura.

La puerta del baño se abrió y Lucas salió vestido como un sargento del ejército, con botas, gorra y todo.

—¡A formar, soldado! —gritó, con tono autoritario.

Alaska se llevó una mano a la frente.

—Ay, madre. —Se dejó caer en la cama mientras Lucas avanzaba como si estuviera en un campo de entrenamiento.

La noche prometía ser muy larga.

Al día siguiente:

Alaska despertó sobresaltada en la cama de Diana, su cabeza dándole vueltas y su cuerpo aún enredado en las sábanas de su hermana.

—Lucas... —llamó, incorporándose con dificultad. Al no obtener respuesta, se levantó tambaleándose y se puso la camiseta más cercana. Caminó hacia la cocina, donde se detuvo en seco.

Allí estaba Lucas, pero no como lo recordaba. Llevaba un vestido de flores, un sombrero de ala ancha, una peluca, estaba maquillado  y un delantal bordado con "Miss Margaret".

—¿Pero qué cojones...? —murmuró Alaska, frotándose los ojos como si la escena fuera una alucinación.

Lucas levantó la mirada con una sonrisa elegante y un marcado acento británico.

—¡Ah, querida! Espero que tengas hambre. Te he preparado un auténtico desayuno inglés.

Alaska parpadeó incrédula mientras observaba el plato frente a ella: huevos fritos, salchichas, bacon, judías y tostadas.

—¿Miss Margaret? ¿Qué demonios está pasando?

Lucas —o Miss Margaret— ignoró la pregunta y se sentó con la postura de una dama de la alta sociedad.

—Siempre digo que el desayuno es la comida más importante del día. Aunque claro, no puedo competir con tu dieta de deportista. ¿Quizá un batido de proteínas cuando vuelvas de tu partido?

Alaska intentó procesar la situación, pero su reloj le recordó que ya iba tarde.

—Sí, sí... Mira, Margaret... o como te llames, me tengo que ir.

Miss Margaret sonrió serenamente.

—Te esperaré aquí, cariño. ¡Haz un gol por mí!

Alaska salió disparada, aún preguntándose si estaba soñando.

Más tarde:

El Wynwood FC jugaba en casa, aunque las gradas estaban apenas a la mitad de su capacidad. Alaska llegó justo a tiempo para cambiarse y escuchar la charla táctica.

Como era costumbre, empezó en el banquillo. A su lado, una compañera, Sofía, mascaba chicle con la desgana de quien ha vivido demasiados partidos sin acción.

—¿No te aburre esto? —preguntó Alaska mientras ambas observaban el campo.

—¿El qué?

—Estar aquí sentada calentando como si realmente fuéramos a entrar.

—Ah, claro. Pero, oye, por lo menos te dan un uniforme bonito.

El partido estaba empatado 0-0, con pocas oportunidades de gol. En el minuto 85, el entrenador se giró hacia el banquillo y, para sorpresa de Alaska, la señaló a ella.

—¡Alaska, entra!

Se ató las botas apresuradamente y salió al campo con la emoción de quien no espera mucho pero quiere intentarlo todo. Y, como si el universo se hubiera cansado de verla fracasar, en el último segundo del tiempo añadido, un balón perdido rebotó en su rodilla y entró en la portería contraria.

El estadio estalló en gritos. Sus compañeras la rodearon, abrazándola como si acabara de ganar la Copa del Mundo.

—¡Lo sabía, Alaska! ¡Sabía que lo tenías dentro! —gritó Sofía, casi llorando de la risa.

Alaska no podía creerlo, pero decidió disfrutar del momento.

De camino a casa, Alaska llamó a Diana por el manos libres mientras conducía.

—¡Diana! ¡He metido el gol de la victoria en el último segundo!

—¿Qué? ¿Tú? ¿Un gol? —Diana soltó una carcajada—. Me alegro por ti, Alaska. Hoy las Biganzi hemos arrasado, porque yo también he dado una asistencia clave.

—¡Esta noche celebramos el éxito de las Biganzi! —exclamó Alaska con orgullo.

—Llego en una hora. No hagas nada raro, Alaska. Ni fiestas, ni usar mi cama... ni quemes la casa. —Diana colgó entre risas.

Alaska, entonces, recordó a su peculiar invitado.

—Mierda.

Entró corriendo a casa y encontró a Lucas en la sala, ahora vestido con una bata blanca y un bastón.

—Hola, soy el doctor House. —Lucas sonrió, tamborileando el bastón contra el suelo—. He notado que tienes una pequeña herida en la pierna. Déjame examinarla.

—¡Dios, no! —Alaska retrocedió, incapaz de creer lo que veía.

Justo en ese momento, la puerta se abrió. Diana entró con una bolsa deportiva al hombro.

—¿Qué coño está pasando aquí? —preguntó, mirando a Lucas con una mezcla de sorpresa y fastidio.

Alaska miró a Diana, después a Lucas, y finalmente dejó caer la cabeza en sus manos, sabiendo que esta explicación iba a ser muy, pero muy complicada.

Unas horas más tarde

El salón estaba en penumbra, iluminado solo por el resplandor azul de la televisión. Diana y Alaska estaban hundidas en el sofá, cada una con una cerveza en la mano. En la pantalla, una comedia de los ochenta pasaba desapercibida mientras las hermanas hablaban.

—Entonces, ¿es esto lo que haces cada vez que me voy? —preguntó Diana con una ceja levantada, su tono cargado de sarcasmo—. ¿Traer a un discapacitado intelectual a mi casa?

Alaska bebió un sorbo y suspiró.

—No lo planeé. Fue... un impulso.

Diana la miró, exigiendo más explicaciones con el silencio.

—Vale, me hice pasar por ti. —Alaska desvió la mirada, esperando el juicio inmediato.

—¿Cómo se te ocurre? —replicó Diana, incrédula—. ¿Sabes lo locos que están algunos de mis fans? ¡Locos y pervertidos!

—Ah, venga ya.

—Te lo juro. —Diana se incorporó un poco en el sofá, adoptando un tono conspirador—. En mis redes hay de todo: tipos que me piden que les mande mis calcetas usadas, otros que quieren que los insulte en albanés... Uno incluso me ofreció 20 mil euros por un vídeo donde muevo los dedos de los pies.

—Eso es asqueroso.

—¡Y lo de los pies lo pensé seriamente!

Alaska rió, pero se detuvo para beber otro sorbo y reflexionar.

—¿Sabes? Quizá hacerme pasar por ti me ha dado suerte. Desde que llegué aquí, todo me salía mal... hasta ahora.

Diana la miró con una expresión extrañamente seria.

—¿Crees que yo no tengo celos de nadie?

—¿Tú? —Alaska la miró boquiabierta.

—Sí, yo. —Diana dio un trago largo a su cerveza antes de continuar—. Cuando veo a jugadoras con balones de oro, que han ganado todo lo que se puede ganar, pienso en que yo no tengo nada de eso.

—Pensé que eras feliz con todo lo que habías logrado.

—¿Feliz? ¿Sabiendo que hay jugadoras con menos calidad que yo, pero con agentes que las meten de suplentes en el Lyon para ganar tres Champions?

Alaska no sabía qué decir. Se quedó en silencio unos segundos y luego suspiró.

—No tenía ni idea de que pensabas así. Siempre asumí que tu carrera era suficiente como para sentirte superior a todos.

Diana sonrió débilmente.

—Pues no.

Alaska se acomodó y la miró con una mezcla de ternura y determinación.

—Mira, muchas de esas jugadoras con balones de oro no tienen medallas olímpicas. Ni siquiera de bronce.

Diana giró la cabeza hacia Alaska y le sonrió, esta vez con sinceridad.

—Gracias, Alaska.

—Gracias a ti por contármelo.

Un silencio cómodo llenó el espacio mientras ambas miraban la pantalla sin prestar atención a la película.

—Por cierto... —Diana frunció el ceño, mirando a Alaska—. ¿Por qué hay un gorro de soldado en mi habitación?

Alaska se puso rígida y luego forzó una sonrisa culpable.

—Lucas se disfrazó de soldado.

Diana tardó un segundo en procesarlo. Luego se llevó la mano a la frente y exclamó con teatralidad:

—¡Un soldado que te da por el culo!

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