Capítulo 5: Apaños, cumpleaños y una madre depresiva.
—Te lo repito, Jude: solo puedes elegir una cosa. Una. Como en un examen tipo test. —Diana miraba al niño con las manos en las caderas, mientras él sujetaba dos cajas de cereales de colores con dibujos de dinosaurios.
—Pero es que los dos están muy buenos.
—¿Sabes qué más está bueno? Que sigas con todos los dientes en la boca —replicó Diana, señalando la caja con una sonrisa forzada—. Elige.
Jude la miró con ojos desafiantes, levantando las dos cajas para ponerlas a la altura de su rostro.
—Vale, esta vez elijo esta —dijo dejando una caja en la estantería.
Diana asintió, satisfecha, hasta que, al llegar a la caja, vio cómo Jude deslizaba la segunda caja a la cinta transportadora con una habilidad sorprendente.
—¡Eh, eh! ¡Nada de trucos! —exclamó Diana, sacando la caja clandestina y devolviéndola a la estantería más cercana—. ¿Qué parte de "una cosa" no has captado?
Jude cruzó los brazos y la miró con el ceño fruncido.
—Esto no va a quedar así.
Diana se inclinó, poniéndose a su altura, y respondió con una sonrisa burlona.
—Oh, qué miedo. ¿Qué vas a hacer? ¿Dejarme sin la colección de tus maravillosos dibujos de dinosaurios?
Jude no dijo nada, pero mantuvo su mirada desafiante mientras salían del supermercado.
Más tarde:
La casa de Eve era una mansión moderna, con grandes ventanales y un jardín perfectamente cuidado. Sin embargo, al entrar, el ambiente estaba cargado de un aire melancólico que contrastaba con el lujo. Eve, que estaba celebrando su cumpleaños las recibió con un vestido negro, un moño perfectamente hecho, y una expresión que parecía decir "Gracias por venir al funeral de mi autoestima."
—Oh, mis hijas y mi nieto. Qué bonito ver cómo ha crecido mientras yo... simplemente envejezco —dijo Eve, dejándoles pasar.
Diana susurró a Alaska mientras cruzaban la puerta:
—Dios mío, qué rayito de sol. ¿Le falta un violín o ya lo tiene en la otra habitación?
Alaska le dio un codazo mientras Jude corría a abrazar a su abuela.
—¿Qué te pasa, mamá? —preguntó Alaska, genuinamente preocupada, mientras Eve se dejaba caer en un sillón.
—Tuve una cita ayer. O bueno, iba a tenerla. Me dejaron plantada. —Eve suspiró dramáticamente, mirando al techo—. No sé por qué esperaba algo distinto. Nadie quiere salir con una mujer que ya ha vivido tres vidas y parece que las ha perdido todas.
Diana se acomodó en un sofá cercano, con una sonrisa irónica.
—Oh, mamá. Siempre tan optimista. La próxima vez prueba diciendo eso como frase de apertura, seguro que atrapas a alguien especial.
Eve la miró con el ceño fruncido, pero sin la energía habitual para replicar. Alaska intentó cambiar el tema.
—Mamá, no estás vieja, y menos para salir con alguien. Aún tienes muchísimo que ofrecer.
—Claro que sí —añadió Diana—. Como sarcasmo, críticas sin filtro y una habilidad mágica para hacer que tus hijas se sientan insuficientes.
—Diana —le recriminó Alaska entre dientes, aunque Eve dejó escapar una pequeña risa.
Unos minutos después
Cuando llegó el momento de irse, Jude miró a Alaska con una expresión seria.
—No deberíamos dejar a la abuela sola. Está triste.
Alaska sonrió, conmovida por su hijo.
—No te preocupes, Jude. La abuela jamás se suicidaría.
Diana arqueó una ceja.
—Eso es cierto. Pero incitaría a otros a hacerlo. —Remató mientras se marchaba por la puerta.
—De todas formas, qué gesto más bonito, Jude. —Alaska lo abrazó y se giró hacia Eve—. ¿Por qué no vienes con nosotras a pasar el día?
Eve pareció dudar un instante, pero luego aceptó con un suspiro.
—Supongo que sí. Estar sola en esta casa me haría replantearme muchas cosas, y no queremos eso, ¿verdad?
Jude sonrió de oreja a oreja mientras Eve se levantaba y tomaba su bolso. Cuando salieron de la casa, el coche del padre de Jude ya estaba esperándolo.
—Nos vemos, tita Diana —dijo Jude mientras subía al coche, lanzándole una sonrisa pícara.
Diana lo miró con desconfianza mientras el coche se alejaba.
—¿Por qué me ha sonado eso a burla?
Cuando Diana se giró, vio a Alaska ayudando a Eve a meterse en el asiento trasero de su coche. Diana se detuvo en seco.
—¿Qué está haciendo mamá entrando a mi coche?
—Va a pasar el día con nosotras. Ha sido idea de Jude —respondió Alaska con una sonrisa.
Diana parpadeó y luego suspiró, cerrando los ojos por un segundo mientras murmuraba para sí misma.
—Claro... Jude.
Se subió al coche con resignación, ya sabiendo que el día iba a ser más largo de lo que esperaba.
De camino a casa:
El aire acondicionado estaba al máximo, pero dentro del coche el ambiente se calentaba por la conversación de las Biganzi. Diana conducía con gafas de sol mientras Eve, en el asiento del copiloto, repasaba algún recuerdo de su juventud con un aire teatral.
—Sabéis, si no me hubiera lesionado la rodilla cuando era joven, probablemente habría sido una de las mejores futbolistas de mi generación. —Eve suspiró, mirando por la ventana como si visualizara un estadio lleno vitoreándola.
—Claro, mamá. Porque en los setenta seguro que la FIFA estaba desesperada por montar un mundial femenino —dijo Diana, girando el volante con una sonrisa burlona.
Eve se giró para mirarla, pero Diana continuó antes de que pudiera responder.
—Aunque bueno, la culpa de que no triunfaras seguramente fue mía. Ya sabes, por lo de nacer y fastidiarte la carrera.
Eve frunció el ceño, pero en sus labios asomó una sonrisa.
—No seas ridícula. Tú fuiste una niña muy deseada.
Desde el asiento trasero, Alaska se inclinó hacia adelante con una ceja levantada.
—¿Y yo?
Eve hizo una pausa, como si estuviera pensando cómo decirlo de la forma menos hiriente. Pero no lo consiguió.
—Tú fuiste... cuatro margaritas y un condón de gasolinera.
Alaska se quedó en silencio unos segundos, procesando el comentario. Diana, sin embargo, casi pierde el control del coche de la risa.
—¡Dios mío, mamá! Eso es poesía pura. Deberías vender camisetas con esa frase.
—Cállate, Diana. No todo es un chiste. —Eve la miró con severidad—. Al menos Alaska tiene aspiraciones. Quiere encontrar a alguien y construir una vida normal. Tú, en cambio...
—Uy, aquí viene el sermón —interrumpió Diana, ajustando el espejo retrovisor con una sonrisa sarcástica.
—Tú sales con un hombre y rompes con él antes de que te pinche el pelo del chichi. Por no hablar de las borracheras. —Eve la señaló con un dedo acusador—. ¿Alguna vez te has parado a pensar en lo buena que podrías haber sido si hubieras llevado una vida ordenada?
Alaska, que había permanecido en silencio, no pudo evitar soltar:
—Probablemente ahora no tendría más venéreas que títulos.
Eve giró la cabeza hacia atrás con una expresión mezcla de incredulidad y admiración.
—Muerdes la mano sifilítica que te da de comer, pero qué lista eres, Alaska.
Eve de pronto se incorporó, mirando por la ventana.
—Ah, para en esa farmacia.
Diana levantó una ceja, desconfiada.
—¿Para qué? —Preguntó curiosa Alaska.
—Necesito comprar algo.
—No preguntes, no preguntes, no preguntes... —murmuró Diana entre dientes, pero Alaska, como siempre, no podía contenerse.
—¿Qué necesitas de la farmacia, mamá?
Eve respondió con total naturalidad:
—A mi edad hay zonas que no lubrican como antes.
—Por favor, dime que te vas a comprar un colirio. —respondió asqueada Diana.
—Es evidente que no hablo de mis ojos, Diana. —respondió tajante Eve.
Hubo un silencio sepulcral en el coche. Alaska abrió la boca para hablar, pero no encontró palabras. Diana simplemente cerró los ojos un segundo, ajustándose las gafas de sol con una mano.
—Genial, mamá. Fantástico. Y yo aquí sin alcohol a mano para borrar eso de mi memoria.
Eve sonrió, aparentemente satisfecha de haber causado esa incomodidad.
—Ya lo verás, Diana. Te pasará antes de lo que crees. Sobre todo con el desgaste que debes tener yendo a hombre por día.
Alaska, que ya estaba en modo competitivo, se inclinó hacia adelante y dijo:
—Bueno, pues al menos yo llegaré con mis partes más frescas a la vejez. Alguien tiene que ganar algo en esta familia.
Diana golpeó el volante suavemente con la palma, tratando de contener una sonrisa mientras aparcaba frente a la farmacia.
—Perfecto, mamá. Baja rápido y, por favor, no detalles al dependiente lo que necesitas. Alaska y yo tenemos el estómago débil.
—Acompañadme, me tendréis que ayudar con las bolsas —Replicó Eve.
—Pero... ¿Cuántas cosas va a comprar? —Se preguntó Diana sorprendida.
El suave murmullo de Eve con el farmacéutico flotaba en el aire mientras Diana y Alaska deambulaban por los pasillos. Diana, con un pack de cremas en la mano, miró hacia la entrada y su atención se centró en un hombre alto, de cabello canoso, gafas de montura gruesa y un aspecto desaliñado.
—Mira, Alaska. ¿Ese no es el del... Trynbook? —dijo, tratando de recordar el nombre del equipo donde jugaba su hermana.
Alaska soltó un suspiro y cruzó los brazos.
—Es Wynwood. ¿Cuántas veces tengo que decirlo?
—Ajá, eso mismo. ¿Y cómo se llama? —preguntó Diana, dejando las cremas en la caja.
—Marc. Es el segundo entrenador del equipo.
Diana sonrió con malicia.
—Pues mira, Alaska. A mamá le vendría bien algo que le suba el ánimo. ¿Qué tal si invitamos a Marc a cenar? Así, de paso, intentamos que se lo ligue.
Alaska frunció el ceño
—Yo creo que no pegan mucho.
—¡Pero si tú no sabes ni combinar colores!
Alaska asintió resignada.
—Vale, pero díselo tú. Yo ya tengo suficiente con aguantarlo en los entrenamientos.
Las hermanas se acercaron a Marc, que revisaba un estante lleno de analgésicos con una concentración casi obsesiva.
—¿Marc, verdad? —empezó Diana, con una sonrisa radiante.
El hombre levantó la vista y las observó por encima de sus gafas.
—Sí, sí... Marc. ¿Diazepam o ibuprofeno? Estoy comparando efectos secundarios. Aunque al final siempre me quedo con el diazepam. —Soltó una carcajada seca.
Alaska parpadeó, confundida. Diana, en cambio, recuperó rápidamente su aplomo.
—Ehm, Marc, queríamos saber si te gustaría venir a cenar esta noche.
Marc arqueó una ceja.
—Uf... ¿Contigo?
—No conmigo, con Alaska, con mi madre... Cenar... Ya sabes.
—¿Cenar? —Metió las manos en los bolsillos y sacó un pequeño pastillero—. Claro, siempre que pueda tomarme mi omeprazol antes. Mi estómago no aguanta mucho últimamente.
Diana intercambió una mirada divertida con Alaska, pero continuó.
—No te preocupes, no hace falta que lleves nada.
—¿Nada? —Marc parecía genuinamente sorprendido—. Bueno, siempre puedo llevar unas benzodiacepinas para compartir.
—Bueno, trae lo que quieras —se rindió Diana.
Finalmente, Marc aceptó la invitación.
—¿A qué hora?
—A las ocho. —Diana sonrió triunfalmente.
En ese momento, Eve apareció con una pequeña bolsa blanca de la farmacia.
—¿Todo listo? —preguntó con una mezcla de impaciencia y resignación.
Diana aprovechó para presentarlos.
—Mamá, este es Marc. El del Tronwood.
—Wynwood —Le corrige Alaska.
—Cállate. —Le responde entre dientes Diana sin dejar de sonreír falsamente.
Eve lo miró un segundo y luego sonrió ampliamente.
—Ya nos conocemos. Cuando negocié el contrato de Alaska estaba él.
—Bueno, "contrato" es una palabra generosa —intervino Alaska, con un tono sarcástico.
Eve y Marc intercambiaron un par de bromas rápidas y cargadas de doble sentido que hicieron que Diana y Alaska se miraran de reojo. Finalmente, Eve aceptó el plan de la cena, mostrando un interés inesperado en la idea.
Camino a casa
De regreso en el coche, Diana miraba por el retrovisor a su madre, que se había puesto unas gafas de sol y parecía de lo más animada.
—Bueno, Alaska. Parece que nuestro "plan maestro" no ha salido tan mal.
—Sí, claro. Ahora solo falta que Marc no aparezca con una bolsa de medicamentos como si fuera un boticario ambulante.
Diana rió y Eve, desde el asiento del copiloto, añadió:
—Que lo haga. Quién sabe, quizá hasta me encuentre algo útil entre sus recetas.
Diana negó con la cabeza y pisó un poco más el acelerador.
—Perfecto. Mi casa, escenario de romances geriátricos. Qué maravilla.
En casa:
La mesa estaba casi lista en la elegante pero desordenada casa de Diana. Alaska colocaba los platos mientras Diana preparaba margaritas en la cocina. Eve, con un vestido rojo que parecía recién salido de un anuncio vintage, daba vueltas frente al espejo de la sala, ajustando un collar que le quedaba algo grande.
—Mírala —dijo Diana, volviendo con las copas en la mano—. No sabía que teníamos a una protagonista de Mad Men en casa.
—Está más animada que el día de mi comunión —respondió Alaska mientras ponía los cubiertos.—Aunque dudo que se acuerde de ella.
—Tu comunión... ¿Ese no fue el día que mamá usó el dinero del regalo para comprar vino?
Eve, ajena a los comentarios, posaba de forma dramática apoyada en la chimenea, mirando hacia la puerta con una sonrisa coqueta.
El timbre sonó, y las tres intercambiaron miradas rápidas.
—Diana, abre tú. Quiero causar buena impresión —dijo Eve, ajustándose el vestido y componiendo una pose más cinematográfica.
Diana abrió la puerta y su sonrisa de bienvenida se congeló al ver a Marc de pie junto a una mujer morena, alta, con cabello brillante y un vestido ajustado que dejaba claro que no estaba ahí por accidente.
—Hola, chicas. Espero que no os importe, he traído compañía. —Marc sonrió como si aquello fuera la cosa más normal del mundo.
Alaska se quedó boquiabierta, Diana apenas pudo reaccionar, y Eve...
Eve procesó la escena, asimiló la presencia de la joven morena, y tras unos segundos de silencio incómodo, dio media vuelta con una calma glacial.
—¿A dónde vas, mamá? —preguntó Diana, intentando no reírse.
—A ponerme las bragas —respondió Eve antes de desaparecer por el pasillo.
Más tarde, mientras todos estaban sentados en la sala, Diana y Alaska intentaban procesar el giro inesperado de la velada. Marc, evidentemente colocado, estaba hundido en el sofá con una margarita en la mano, mientras la morena, que se había presentado como Carla, inspeccionaba la decoración de la casa con una indiferencia calculada.
—¿Cómo te presentas con una tía, Marc? —le preguntó incrédula Diana.
—Dijiste que trajera lo que quisiera y ella es lo que quiero —respondió Marc con naturalidad.
—Marc, una pregunta —dijo Diana finalmente, inclinándose hacia él—. ¿Qué pensabas exactamente cuando te invitamos a cenar con nuestra madre?
—No sé... —Marc se encogió de hombros—. Cuando estábamos en la farmacia yo estaba más puesto que un calcetín.
—Y lo sigues estando. —Replicó Diana.
Alaska suspiró y dejó caer la cabeza contra el respaldo del sofá.
—Por supuesto. ¿Cómo no lo vimos venir?
—No entiendo qué veis de raro, ella es una actriz en paro y yo tengo dinero y drogas —dijo Marc con su lógica aplastante.
En ese momento, Eve reapareció desde la cocina con una botella de vino.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó, mirando a Carla y luego a Marc con una ceja levantada.
—Nada, mamá. Solo estamos celebrando que Marc ha decidido complicar aún más nuestras vidas. —Contestó Diana.
Eve ignoró el comentario y se dirigió a Carla.
—¿Así que tú eres su pareja?
Carla soltó una carcajada seca.
—Tranquila, no soy su pareja. Solo un apaño. Él me paga el alquiler y yo... bueno, le dejo sobarme un poco.
Alaska, que estaba bebiendo agua en ese momento, escupió un poco de forma involuntaria mientras Diana alzaba la copa y declaraba:
—Qué bonito. El amor en los tiempos de la inflación.
—Al menos yo no tengo que sobar a nadie para vivir de gratis —dijo Alaska, intentando recuperar la compostura.
Diana sonrió con malicia.
—No, tú directamente tendrías que pagar para que te soben.
Carla, mientras tanto, inspeccionaba una foto de Diana en el Real Madrid que estaba sobre la repisa de la chimenea.
—¿Eres futbolista? —preguntó, alzando una ceja.
—Sí. —Diana sonrió con falsa modestia—. Pero no me pagan lo suficiente como para incluir a un "apaño" en mi presupuesto.
Eve miró a Marc y luego a sus hijas antes de dirigirse hacia su habitación con paso lento.
—Voy a mi cuarto. Llamadme si esta noche llega a algo remotamente interesante.
—¿Estás bien? —preguntó Alaska, preocupada.
Eve se detuvo y lanzó una mirada cargada de melancolía.
—Oh, cariño, siempre estoy bien. Bueno, excepto cuando no lo estoy. —Y desapareció detrás de la puerta.
Diana y Alaska intercambiaron miradas.
—Alguien debería subir a ver cómo está —dijo Alaska.
—Sí, alguien debería. —Diana tomó un sorbo de su margarita y añadió—: Pero ese alguien no voy a ser yo.
Marc, completamente ajeno a la incomodidad, miró al techo con una expresión ausente y dijo:
—¿Nadie va a coger ese teléfono?
Alaska y Diana lo miraron, confundidas.
—¿Qué teléfono? —preguntó Alaska.
—Callaros, que estoy hablando con Freddie Mercury.
Alaska abrió los ojos como platos mientras Diana dejó escapar una carcajada incrédula.
—Es oficial. Este hombre necesita ayuda.
—Ya voy yo con Eve —Dijo resignada Carla.
Marc cambió rápidamente de tema y miró a Diana con una sonrisa extraña.
—¿Sabes lo que va genial con los margaritas?
—¿Qué, algún medicamento? —preguntó Diana, tratando de seguirle el juego.
—Unas rayitas de cocaína.
Diana se llevó una mano al pecho, como si realmente le hubiera sorprendido.
—¿Y yo preocupándome por si tenía suficiente tequila? ¡Qué ingenua!
Desde el sofá, Alaska negaba con la cabeza, sin poder apartar la mirada del caos que se desarrollaba ante ella.
—No entiendo cómo este hombre sigue vivo con todo lo que toma.
Diana sonrió mientras servía más margarita.
—Debe tener una receta médica para la inmortalidad.
Una hora después:
Diana, Alaska y Marc estaban sentados en el sofá. Diana tamborileaba con los dedos sobre el brazo del sofá, mientras Alaska miraba distraída su teléfono. Marc, completamente relajado, seguía mezclando pastillas con tragos de margarita.
—A ver si lo he entendido... —Procesaba Diana. —¿Quieres montar una clínica de desintoxicación?
—No, no. —Dijo Marc entre risas. —De intoxicación, si los famosos pagan una millonada por desintoxicarse, ¿qué estarían dispuestos a pagar por ir a ponerse ciegos?
—Pero... ¿Eso no es ilegal? —Replicó Alaska.
—¿Qué pasa? ¿Eres poli? —Dijo Marc mirándola fijamente.
—¿Cuánto tiempo llevan Carla y mamá ahí arriba? —preguntó Diana, cambiando de tema y girándose hacia Alaska.
—Demasiado —respondió Alaska sin apartar la mirada de la pantalla.
Marc, con la mirada perdida en el techo, intervino:
—El tiempo es algo muy relativo, Alaska.
Alaska asintió lentamente, tratando de no darle más importancia al comentario.
—Tiene razón.
—Especialmente cuando te estás metiendo potentes antipsicóticos. —añadió Marc con voz pausada mientras sacaba otro blister del bolsillo y se metía pastillas como si fueran lacasitos.
Las hermanas se miraron con incredulidad mientras Marc se tragaba dos pastillas más sin agua, como si fueran caramelos.
—Vale, esto ya es demasiado —dijo Diana, poniéndose de pie y sacudiéndose la falda del vestido—Vamos a subir a ver qué están haciendo.
Cuando llegaron al piso de arriba, las risas provenientes del baño las detuvieron en seco. Diana y Alaska se miraron, desconcertadas.
—¿Están... riéndose? —susurró Alaska, ladeando la cabeza hacia la puerta cerrada.
—¿Mamá? ¿Riéndose? Eso es más raro que Marc sobrio —dijo Diana, frunciendo el ceño.
De repente, las risas se intensificaron, seguidas de un ruido peculiar que hizo que ambas hermanas retrocedieran instintivamente.
—Espera un momento... —empezó Alaska, pero Diana ya estaba adelantándose.
—¿Crees que están...? —preguntó Diana con una mezcla de horror y fascinación.
Alaska abrió los ojos como platos.
—No quiero ni imaginarlo.
—Entonces no lo imagines. Mejor corremos. —Diana levantó una mano para señalar.
—¿A la de tres? —preguntó Alaska, claramente nerviosa.
—A la de tres.
—Sí, pero... ¿empiezas a correr en "tres" o cuando diga "ya" después del tres? —preguntó Alaska con seriedad.
Diana rodó los ojos.
—Corre ya.
Y ambas salieron disparadas hacia las escaleras, dejando las risas detrás de ellas como un eco perturbador.
De vuelta en el sofá, Diana y Alaska estaban recuperando el aliento. Marc, que no parecía haber notado su breve ausencia, estaba sentado exactamente en la misma posición, mirando al vacío con una expresión pensativa.
—Bueno —dijo Diana, intentando romper el silencio—. He de admitir que ha sido un día inolvidable, Alaska.
—Sin duda, lo recordaré para no repetirlo nunca —respondió Alaska, todavía un poco agitada.
Marc finalmente salió de su ensimismamiento y las miró con seriedad.
—Chicas, no quiero alarmaros, pero... me he tomado un par de viagras pensando que la noche iría por otros derroteros.
Diana y Alaska se quedaron congeladas, procesando la información. Se miraron mutuamente con los ojos abiertos de par en par, luego miraron a Marc y volvieron a mirarse entre sí.
—¡Tres! —dijeron al unísono, se levantaron de un salto y salieron corriendo por la puerta principal, dejando a Marc sentado en el sofá, todavía preguntándose si alguien iba a coger "ese teléfono".
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