Capítulo 2: Las hermanas y la viuda negra
El sol de Miami se filtraba a través de los grandes ventanales de la casa de Diana, reflejándose en el suelo de mármol blanco impecable y en las líneas modernas del mobiliario. Todo en su hogar parecía salido de una revista de diseño: los sofás de terciopelo azul, las obras de arte abstracto colgadas en las paredes, las plantas exóticas que parecían cuidadas por expertos. Pero, como siempre, la perfección de la decoración contrastaba con el leve desorden que Diana provocaba. Un par de zapatillas deportivas estaban abandonadas junto al sofá, y una chaqueta de cuero colgaba despreocupadamente de la lámpara de pie.
En la cocina abierta, Diana preparaba café mientras mordisqueaba una tostada con aguacate. Alaska, sentada en la isla de mármol con un bol de cereales genéricos, tenía un aspecto más desenfadado, con una camiseta amplia y el cabello recogido en un moño desaliñado. El contraste entre ambas era evidente incluso en su manera de desayunar.
Diana terminó de servirse un café en una taza con el escudo del Real Madrid y lanzó una mirada casual a su hermana.
—Entonces, Alaska —empezó, como si no le importara demasiado la respuesta—, ¿cómo va la pretemporada con... el Woodbine?
Alaska dejó caer la cuchara en el bol con un tintineo molesto.
—¡Es Wynwood, Diana! Wyn-wood. ¿Cuántas veces tengo que repetirlo?
Diana tomó un sorbo de café con calma y encogió los hombros.
—Para una vez que me intereso de verdad...
—¿Interesarte? —Alaska la miró con incredulidad—. ¡No recuerdas ni el nombre del equipo!
—Bueno, es que suena como una marca barata de muebles de oficina —replicó Diana, esbozando una sonrisa sarcástica.
El ambiente empezaba a calentarse cuando el móvil de Diana, que estaba sobre la encimera, comenzó a vibrar con insistencia. Al ver el nombre en la pantalla, Diana puso los ojos en blanco y dejó escapar un suspiro exagerado.
—Ah, mira quién llama. Nuestra querida madre. ¿Crees que necesita otro marido, otra crítica constructiva o ambas?
—No contestes si vas a ser así —murmuró Alaska, aunque sus ojos estaban llenos de complicidad.
Diana deslizó el dedo por la pantalla y puso el altavoz.
—¡Hola, viuda negra!
—Diana, no empieces con tus bromitas —respondió Eve al otro lado, con el tono firme que siempre utilizaba para intentar mantener el control.
Alaska reprimió una carcajada mientras Diana rodaba los ojos.
—¿A qué debemos el honor? —preguntó Diana, fingiendo interés.
—Estoy en Miami por trabajo unos meses —anunció Eve—. Creo que deberíamos aprovechar para vernos. ¿Qué os parece si comemos las tres juntas?
Diana y Alaska intercambiaron miradas rápidas. Diana fue la primera en responder con una dulzura que no convencía a nadie.
—¡Claro, mamá! Nos encantaría.
—Sí, sí, claro —añadió Alaska con un tono mucho menos entusiasta.
Cuando colgaron, Diana dejó el móvil sobre la encimera y soltó una carcajada amarga.
—Comer con mamá... ¿Recuerdas la última vez? Me pasé tres días bebiendo para olvidarlo.
—Sí, bueno, siempre podemos pedir terapia de grupo después —respondió Alaska con resignación.
Diana sonrió con malicia.
—Cinco maridos, Alaska. ¿Cómo no la han contratado en Casos cerrados para dar consejos?
—Podría ser peor —dijo Alaska con una sonrisa irónica—. Podría pedirnos que vayamos a terapia familiar.
Diana alzó la ceja.
—¿Crees que algún terapeuta querría lidiar con la viuda negra y sus dos cucarachas supervivientes?
El día de la comida
El día de la temida reunión llegó, y Alaska intentó, por todos los medios, zafarse de ella.
—Creo que tengo fiebre —anunció dramáticamente desde el sofá, envuelta en una manta.
Diana se cruzó de brazos, mirándola con incredulidad.
—¿Fiebre? ¿Qué eres, una niña de ocho años que no quiere ir al colegio?
—No me apetece enfrentarme a mamá, ¿vale? —admitió Alaska.
Diana suspiró, agarró la manta y la arrancó de un tirón.
—Si yo tengo que soportarla, tú también. Ahora vístete.
— ¿Pagarás mi parte de la comida?
—¿Acaso lo ibas a hacer tú? —Replicó Diana, ya agotada.
—Bueno, voy a vestirme. —Dijo sonriendo Alaska.
Más tarde:
La luz del mediodía bañaba las calles de Miami, donde los altos edificios de cristal se mezclaban con las palmeras y las terrazas repletas de gente disfrutando de la brisa. Frente al lujoso edificio de Eve, Diana aparcó su Audi deportivo con un movimiento brusco. Alaska estaba en el asiento del copiloto, con una expresión de resignación absoluta.
—¿Vas a salir del coche o tengo que llevarte a hombros? —le espetó Diana mientras apagaba el motor.
—No puedo creer que me obligues a esto —se quejó Alaska, cruzándose de brazos.
Antes de que pudiera seguir protestando, Eve apareció. Salió del edificio con paso firme, vistiendo un elegante traje blanco y gafas de sol que podrían haber sido de cualquier marca de lujo. Subió al coche y se acomodó en el asiento trasero.
—Hola, niñas —dijo con una sonrisa que parecía más bien un arma afilada.
El trayecto hacia el restaurante no tardó en llenarse de reproches sutiles y no tan sutiles.
—Alaska, ¿qué tal el equipo? —preguntó Eve, con la voz cargada de sarcasmo—. ¿Siguen teniendo taquillas o ya ni eso?
Alaska apretó los labios, mientras Diana se mordía el labio para no estallar de risa.
—Va bien, mamá. Gracias por preguntar.
Eve se acomodó en su asiento, claramente satisfecha de haber molestado.
—Aunque te cuesta horrores conseguir equipo. Y, sinceramente, tener a Jude tan joven no te ayudó. No es que fueras una gran jugadora antes, pero ahora...
Diana no pudo contenerse más.
—¡Esa es la mamá que conozco! Rompiendo sueños a 90 kilómetros por hora.
Eve desvió su atención hacia Diana.
—No te rías tanto, Diana. Si con todo lo que has hecho en tu carrera hubieras evitado a tantos hombres y tanta bebida, ahora serías la mejor jugadora de la historia. Ahora con 35 años ya es tarde.
Diana sonrió, con el tipo de sonrisa que podría partir la tierra en dos.
—Ay, mamá. Lo dice alguien que ha bebido lo suficiente como para casarse cinco veces y no aprender nada.
Eve resopló, pero no contestó. Alaska se mantuvo en silencio, aunque su expresión indicaba que estaba disfrutando en secreto del intercambio.
En el restaurante:
El lugar elegido era un restaurante elegante en South Beach, con paredes de madera clara, mesas perfectamente dispuestas y una gran vista al mar. El contraste entre la conversación de las tres y la calma del entorno era casi cómico.
—Pues el otro día me escribió Alan —dijo Eve mientras ojeaba el menú—. ¿Os acordáis de Alan? Mi tercer marido. Dice que me echa de menos. Y es normal, en la cama éramos...
Alaska casi dejó caer el vaso de agua que tenía en la mano.
—Mamá, por favor, no hables de tus ex mientras como.
Diana alzó una mano para llamar al camarero.
—Voy a necesitar otro mojito. Mejor dos.
La comida continuó con Eve dirigiendo su atención a cada hija como si fueran objetivos en una práctica de tiro al blanco.
—Diana, ¿estás segura de que llegarás a la Eurocopa? Llevas ya tres años lesionándote cada dos meses, y tus últimos partidos con la selección han sido discretos, por decir algo.
—La última Eurocopa lo hice bien —respondió Diana, manteniendo la calma—, a pesar de estar medio lesionada. Creo que no necesitas preocuparte.
Eve se encogió de hombros y se giró hacia Alaska.
—¿Y tú? Necesitas hacer una buena temporada ya o no podré seguir engañando a más equipos para que te contraten.
Alaska abrió la boca, pero no dijo nada. ¿Qué podía contestar?
Esa noche
Diana y Alaska estaban en el sofá, viendo un reality show con una cerveza en la mano.
—No puedo creer que mamá tenga el valor de hablar de errores de vida —comentó Diana, dejando su botella sobre la mesa.
—Ni yo —respondió Alaska—. Aunque, para ser justas, yo también estoy bastante mal.
—No te preocupes, hermanita. Siempre podrás escribir un libro sobre todo lo que no debes hacer en la vida. Y hablando de eso... —Diana mostró su móvil, donde acababa de llegarle una notificación—. Coca-Cola acaba de transferirme cien mil euros por esa foto en Instagram con la botella. Qué duro es trabajar.
Alaska resopló.
—Es oficial, te odio.
—Sí, pero me sigues queriendo —respondió Diana, alzando su botella para brindar.
—Por supuesto. Somos como cucarachas: sobrevivimos a todo, incluso a mamá.
Diana rio y chocó su botella contra la de Alaska.
—Por la viuda negra. Que sigamos sobreviviéndola.
Las dos bebieron al unísono, saboreando el momento de complicidad que siempre parecía encontrarles incluso en medio de sus diferencias.
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